Anna XII

De como Albert conoció en Nueva York a una diosa egipcia

Nueva York, Susan, Verano de 2017

Desde niña siempre me he considerado una persona muy curiosa, en algunos casos había recibido más  de un disgusto por no saber controlarme. Por eso, cundo empezaron a surgir aquellas historias sobre un doctor español que empalmaba sus guardias en la UCI una detrás de otra como si hubiera vendido su alma al mismísino diablo, no pude resistirme; tenía que conocerlo.

Y allí me encontraba en la cafetería del hospital, acompañada de mis amigas como cada mañana; pero aquel día me decidí a separarme de ellas y me dirigí hasta una mesa en el centro de la cafetería ocupada por un hombre solo que leía informes médicos mientras degustaba un trozo de tarta de manzana y sujetaba con su otra mano un vaso de plástico con café.

-          ¿Le importa si me siento?

-          Por supuesto, en unos segundos le dejo la mesa.

En ese momento contemplé como levantaba su mirada, paseándola por la cafetería y se apercibía incrédulo que casi la mitad de las mesas estaban vacías y volvió a mirarme como esperando una explicación, pero no quise darle una oportunidad de escapar y rápidamente me presenté.

-          Me llamo Susan. Soy psicóloga y trabajo en la tercera planta. Creo que no nos conocíamos-Y acompañé mi presentación con mi mano extendida.

-          Lo siento, me temo que desde que he llegado a este hospital, no he cuidado demasiado las relaciones sociales. Me llamo Albert y vengo de España.

Apenas intercambiamos unas frases corteses más, antes de que se disculpase por tener que volver al trabajo. Al momento su silla libre, quedó ocupada por mis amigas que me empezaron a asediar a preguntas.

-          ¿Qué has averiguado? ¿Está libre? ¿Es gay?_ preguntas que componían el cuestionario básico que nos solíamos formular al conocer a un nuevo interino.

-          Me parece chicas, que deberíais darle su espacio.  No lo veo muy dispuesto para comenzar a relacionarse.

Aquel día Albert, con su extraña forma de pronunciar su nombre, enfatizando la última sílaba me pareció un hombre complejo, un hombre que llevaba tal vez demasiado peso en la mochila con la que recorría los caminos de su vida.

Coincidir con alguien en Nueva York es algo prácticamente inimaginable. Que dos personas compartan el mismo lugar entre una población de tantos millones de habitantes es algo que en nuestra jerga neoyorkina no existe. Por eso me sorprendí aquel sábado, un par de semanas después de nuestro encuentro en la cafetería cuando prácticamente chocamos mientras me disponía a quemar unas calorías en Central Park.

-          ¡Vaya, qué casualidad! Veo que tu también has venido a mantener un poco la forma. ¿Si quieres podemos correr juntos?

Y eso hicimos por espacio de unos treinta minutos, hasta que observé como se llevaba su mano hasta el costado derecho y empezaba a hiperventilar, señal inequívoca que no estaba muy acostumbrado a estos esfuerzos físicos.

-          Buf, ya no puedo más. Si no te importa continuamos caminando.

-          ¡Qué va! Yo te iba a proponer lo mismo. Ya se me hacía difícil mantener el ritmo.

Lo cierto es que apenas había comenzado a calentar, pero no quise asustarle revelándole mi pasado de campeona universitaria de fondo. A cambio conseguí un tranquilo paseo donde mantuvimos una más que interesante conversación. La verdad es que me sorprendió y fue mucho más agradable que lo que hacía suponer nuestra breve introducción. Albert era un hombre inteligente y divertido, capaz de envolverte con su fuerte personalidad. Cuando llegamos al final de nuestro recorrido, sentí despedirme de él

Mientras lo veía alejarse, después de despedirnos, permanecí inmóvil, esperando no sabía bien qué y entonces se giró, dio media vuelta y caminó hacia donde me en encontraba.

-          Quizás te pareceré un poco atrevido, pero hacía tiempo que no disfrutaba tanto en la compañía de una mujer. Si no tienes algo que hacer esta noche ¿Te gustaría cenar conmigo?

-          Claro ¿por qué no? - Había respondido con demasiada premura. Tal vez pensaría que acepto citas de cualquiera o que no tengo vida social

-          Bien ¿qué tal a las siete?

-          Me parece perfecto, sé puntual; no me gusta que me hagan esperar.

Y dedicándole una de mis mejores sonrisas, me di la vuelta y comencé a alejarme.

-          ¡Espera! No sé dónde vives. ¿Dónde quedamos?

-          Mi segundo nombre es Isis, búscame en mi templo- le contesté sin tan siquiera girarme y me fui alejando mientras sentía su mirada que observaba como me alejaba.

La siete y cinco. Creo que le daría cinco minutos más y me iría. Llevaba casi quince minutos sentada en aquel banco del Metropolitan desde donde se disfrutaba de una magnifica perspectiva del templo de Dendur, una de las joyas más preciadas del museo.

Apareció por el pasillo alterado, apresurado mirando en todas las direcciones. Hasta que me vio cuando levanté la mano. Una sonrisa apareció en su cara mientras venía en mi dirección.

-           Me lo has puesto difícil. He estado a punto de abandonar.

-          There’s no elevator to success, you have to take the stairs. Esto es lo que me repetía mi padre machaconamente todas las mañanas.

-          ¿Quién me iba a decir que vería un templo egipcio en Nueva York?- preguntó mientras aceptaba mi invitación gestual para que me sentara.

-          Nubio, realmente es nubio, no egipcio. Estás contemplando el templo de Dendur, mandado construir por el mismismo emperador Augusto para más gloria de la diosa Isis.

-          Y ¿cómo ha venido a para aquí?

-          En los años sesenta cuando empezaron a construir la presa de Assuan, se hizo necesario mover antiguos templos egipcios para que no fueran sepultados por las aguas. El templo de Ramses de Abu Simbel, el más famoso de ellos fue reconstruido sobre una ladera del Nilo. El gobierno egipcio en agradecimiento a los países que colaboraron salvando su patrimonio, les hizo una serie de regalos: A nosotros como ya habrás deducido nos tocó este templo.

-          ¿Y lo de Isis? Supongo que también sabrás quién es.

-          Por supuesto

-          Osiris fue uno de los primeros faraones, casado con su reina Isis. Eran felices y gobernaban su pueblo con justicia y equidad, hasta que Set, su hermano, el dios del Caos, tuvo envidia de ellos y le asesinó para apoderarse de su trono. No contento con ello, descuartizó su cuerpo y extendió sus pedazos por todo el país.

Isis, ayudada por los demás dioses, que se apiadaron de ella, buscó  los trozos a lo largo del río hasta que los encontró todos. Los egipcios levantaron un templo en cada unos de los lugares donde la diosa fue recogiendo los pedazos de su cuerpo. Finalmente, cuando los hubo reunido ayudada por Anubis, lo momificó y consiguió que volviera momentáneamente al mundo de los vivos. Copuló con él y a fruto de ello tuvieron un hijo, Horus que cuando alcanzó su juventud derrocó a Set y recobró el trono de Egipto. Desde entonces Horus ha sido el dios que protege a los faraones.

-          ¿Puedo preguntar como una psicóloga neoyorquina  está tan puesta al día de todas estas historias?

-          Mi padre era arqueólogo. En su juventud pasó largas estancia excavando en Egipto, hasta que se casó con mi madre, y ahí se convirtió en sedentario y empezó a dar clases en la universidad. Siempre nos decía que había tenido la suerte de compaginar tres pasiones en la vida: mi madre, sus hijos y Egipto. Hace tres años cuando volvía de dar sus clases fue arrollado por un excremento humano que iba hasta el culo de coca. Murió en el acto, en cambió su asesino, pues no tiene otro nombre, apenas sufrió unas magulladuras y una condena mínima que ya debe estar a punto de cumplir.

-          Mis padres también murieron en un accidente de circulación. Te entiendo.

Salimos del museo cuando ya las primeras sombras se extendían por el cemento. Caminamos, bajando la Quinta mientras intercambiábamos chismes del trabajo. A fuerza de ser sincera, debería añadir que fui yo la que le iba poniendo al día de todo lo que pasaba en el hospital. Al cabo de unos minutos, Albert paró un taxi y le indicó una dirección de Little Italy donde había reservado mesa.

Como no podía ser de otra manera, Albert me llevó a un romántico italiano donde degustamos unos fetuccini en salsa de parmesano y nos bebimos una botella de Lambrusco que se me subió a la cabeza, porque no estaba acostumbrada a beber; pero conseguí disimularlo lo más dignamente posible.

La cena fue muy agradable. Descubrí en Albert una persona sensible y atenta. Quizás porque en mi país no abundan estas características. La. verdad es que lo pasé muy bien y el tiempo pareció esfumarse sin apenas darme cuenta. De vuelta a casa compartimos un taxi y Albert decidió que primero me dejaría en mi apartamento para continuar posteriormente al suyo.

Al llegar hice algo que no tenía previsto, le invité a tomar un café, consciente de que quizás abriese una puerta que luego fuese difícil de cerrar. Albert dudó, como calibrando las posibilidades de lo que eso significaba y evaluando la importancia que podía conllevar esa decisión.

Subimos sin decirnos nada tan solo nos mirábamos y nos reíamos. Nada más abrir la puerta de mi apartamento, Albert se abalanzó sobre mí, me empujó contra la pared y me besó.

¡Oh, Dios, cómo besaba! Mientras jugaba con su lengua, empezó a acariciarme la nuca y sentí un escalofrío que recorría toda mi espalda. En un momento de tregua, le indiqué donde estaba el dormitorio y me llevó hacia allí sin dejar de besarme en todo momento. Al llegar, empezó a desnudarme hasta que quedé con un pequeño tanga blanco por toda vestimenta. Me arrojó sobre la cama y apartando el elástico, empezó a chuparme mientras yo lo jaleaba con mis manos en su cabello.

Entonces se levantó y empezó a desvestirse delante de mí, poco a poco, sin apartar su mirada de mis ojos. Pude comprobar que él también estaba excitado, al bajar sus boxers, quedó claro que no le era indiferente. Al instante se puso encima de mí y me empezó a besar mis labios, mi cuello para dirigirse finalmente a mis pezones erectos a los que atrapó entre sus labios. No podía más, le pedí que me la metiera, que me liberase de toda esa energía sexual que había ido acumulando esa noche. Y lo hizo, de un solo golpe, entró la mitad de su pene y empezó a moverse. Demasiado rápido, algo no iba bien. Albert había desaparecido de aquella habitación, solo su miembro me seguía recordando su presencia, hasta que en pocos minutos sentí su eyaculación que llenaba mi vagina.

-          Lo siento, es que hacia mucho tiempo….- intentó justificarse.

Pero no le dejé, lo abracé entre mis brazos, apoyando su cabeza entre mis pechos, mientras le acariciaba el pelo. Y así fue como aquella primera noche, se durmió entre mis brazos. Ya en ese momento me di cuenta que Albert era un hombre herido, era un hombre roto, pero me juré que yo sería sus Isis y lo recompondría poco a poco hasta que volviera a ser él mismo.

Por la mañana empezaron las confidencias. Por primera vez escuche su nombre, Anna, y supe que aún en la distancia, ella iba a ser mi rival; porque aunque Albert lo ignorase, estaba claro que la seguía amando y en cambio curiosamente había decidido odiarla y ésa era la dicotomía que estaba matando a Albert.

-          No te lo he preguntado, supongo que tomas medidas para no quedarte embarazada.

-          Sí, no te preocupes; tomó la píldora desde muy joven. Es la única manera de regular mi regla.

Aquel domingo lo pasamos juntos, por la tarde, después de calentar unas pizzas congeladas, volvimos a tener sexo, esta vez sin la premura de la noche anterior, pero Albert no podía amar, no todavía.

Pasados dos meses de compartir ambos apartamentos, decidimos vivir juntos y lo hicimos en el apartamento de Albert porque era algo más grande y estaba cerca del trabajo. Aquel fin de semana que hicimos la mudanza me di cuenta de lo poco que había llenado mi vida. A mis treinta y cinco años, mis pertenencias se guardaron en media docena de cajas y un par de maletas.

Creo que siempre supe que Albert nunca sería enteramente mío. Me recordaba a uno de esos perritos que te encuentras en la calle con collar, sabes que no puedes encariñarte de él, porque un día alguien llamará a la puerta y se lo llevarán. Me prometí no enamorarme de él, pensar que lo nuestro era más una relación de conveniencia que otra cosa, pero al final fue inútil, cuando me quise dar cuentas estaba loquita por sus huesos y estoy segura que a su manera él también me quiso.

Pasaban los meses y nuestra relación mejoraba cada día más. Nos buscábamos en el hospital simplemente para juntar nuestras manos o nos besábamos con pasión nada más despertarnos y vivíamos rodeados de una felicidad que yo sabía ficticia. Un par de veces al año, viajaba hasta España para poder estar unos días con sus hijas, sólo le acompañé una vez que nos instalamos en casa de su hermana por Navidad, pero lo cierto es que cuando se marchaba mi corazón quedaba congelado y los días que pasaba sin él se me hacían eternos, siempre pensando que aquella vez tal vez no volviería.

Empezamos a salir juntos con un grupo de amigos, casi todos del hospital. Nos reuníamos en un pub y después íbamos a la bolera o a bailar. Tengo que reconocer que lo que nunca conseguí es que Albert bailara, como solía decir en este caso “una persona ha de ser consciente de sus limitaciones”; en cambio conseguí convertirlo en un más que aceptable jugador de bolos.

Tres días a la semana le obligaba a hacer ejercicio, si coincidíamos en tener el día libre íbamos a correr los dos y un día al mes lo arrastraba hasta aquel restaurante italiano donde habíamos tenido nuestra pequeña cita y después volvíamos a casa  y me hacía el amor hasta que cansados y sudados nos refugiábamos en brazos de Morfeo.

Y así transcurría nuestra vida y poco a poco empezamos a hacer planes de futuro, a hablar de nosotros como algo más que compañeros de piso. Fue en esa época cuando Albert me pidió que le acompañara a España y conocí a su hermana y a sus hijas. Al principio la situación con sus hijas fue algo tensa, su padre ni tan siquiera supo cómo presentarme y acabé siendo una compañera de trabajo; aunque creo que las niñas se dieron cuenta enseguida que los compañeros de trabajo no suelen compartir habitación. Con Gemma, en cambio, tuvimos una magnífica relación desde el primer momento y me emocionó cuando poco antes de marchar me dio las gracias por haber rescatado a su hermano.

También recuerdo nuestra primera y gran discusión. Empezamos hablando de mi ex. Siempre fue un niño grande que odiaba cualquier tipo de responsabilidades. La vida con él los primeros años resultó una aventura continua. Era como vivir montados en una montaña rusa, pero yo quería algo más y cuando empezamos a hablar de hijos, de comprar una casa de esas con jardín y de formar una familia, nuestra relación empezó a zozobrar de tal manera que al final fui yo misma la que lo arrojó en los brazos de otra niña más joven que solo pensaba en divertirse.

Fue hablando de la razón por la que nos separamos, cuando noté que la situación se hizo mas tensa y se rompió totalmente cuando le sugerí que se me estaba acabando la edad para ser madre. Albert se lo tomó como una imposición y me contestó que el ya tenía dos hijas y no quería más. La conversación fue subiendo de tono, me acuerdo de haberle acusado de egoísta y de que apenas se implicaba en nuestra relación, que era yo la que la mantenía y la alimentaba y Albert volvió a sacar aquella ira de los primeros días, acusándome de cambiar las reglas de juego; pero no, no era un juego para mí y acabé durmiendo sola en la habitación y llorando desconsoladamente.

Tardamos un par de semanas en volver a la situación inicial y desde aquel momento no volvimos a hablar del tema, puesto que me di cuenta que había encontrado una barrera que Albert se negaba a levantar.

Sin embargo, todo cambió tras su último viaje. Desde el principio me di cuenta que Albert no era el mismo que había marchado. Las dudas empezaron a corroerle, se acrecentaron sus inseguridades y algunos rasgos pasados volvieron a aflorar.

Ahora con el tiempo, señalaría aquella noticia que oímos por la tele, sobre la nueva cepa de gripe que se había descubierto en China como el punto de inflexión, pero lo cierto es que conforme avanzaba la preocupación por la pandemia, la ansiedad de Albert iba a más. Llamaba a sus hijas dos y tres veces al día, contactó con amigos médicos de Madrid para que le informaran de la evolución de la pandemia y releyó todas las noticias que provenían de Europa que por aquel entonces se había convertido en el nuevo foco del Sars Cov 2.

El detonante fue cuando el gobierno decretó el cierre de los centros educativos y el estado de alerta con el confinamiento general de los ciudadanos. Albert llevaba días haciendo gestiones y una noche, tal vez mi noche más amarga, me dijo que tenía que volver, que tenía que estar con sus hijas, que no me preocupara que cuando esto acabase, volvería. Pero, en mi interior, sabía que las pocas posibilidades que había tenido de formar una familia con Albert se las llevaba aquella maldita pandemia y comprendí con una claridad meridiana que sin hacer nada, sin merecerlo, ella había ganado.

Y aquí estoy ahora delante de una de los inmensos ventanales del JFK, viendo como el vuelo de American Airlines con destino a Madrid levanta el vuelo. Me estoy despidiendo de mi amor, porque algo dentro de mí, a pesar de sus promesas, me dice que no le volveré a ver, que no habrá viaje de vuelta.

Unas lágrimas entelan mi visión, mientras mi mano instintivamente se posa por debajo del ombligo. Ya hace unos días que me tenía que haberme venido la regla, pero no lo ha hecho. Quizás no sea importante, pero hace un par de meses dejé de tomar los anticonceptivos y ayer compré un test de embarazo con el que ha llegado el momento de salir de dudas.