Anna XI

Un salto en el tiempo, un momento, una encrucijada

“Para mi hermano. Uno de aquellos héroes que nunca serán reconocidos.”

Madrid Mayo de 2020, Anna

Abrí los ojos. No sabía dónde me encontraba. Poco a poco mis sentidos comenzaron a inundarse de sensaciones que me transportaban una información que todavía no estaba preparada para procesar.

Estaba en una cama, pero no era mi cama. Mi boca aparecía cubierta por un respirador y a mi derecha un monitor reflejaba mis constantes vitales. Me quedé quieta viendo como cambiaban aquellos números: mi pulso, la tensión…

Intenté moverme, pero mis músculos no respondían; apenas podía pestañear y girar mínimamente la cabeza. El ruido de los respiradores se imponía a todo lo demás. Veía sombras que cruzaban por mi campo de visión de un lugar a otro.

Y de pronto, todo empezó a volver a mi mente. Me había contagiado y me habían diagnosticado Covid. Todo fue muy rápido, empecé a sentirme mal y recordé como me llevaban a la UCI y me monitorizaban. Me costaba respirar y mantener la conciencia. Mis hijas, ¿Dónde estaban mis hijas? Intenté llamar a alguien, pero estaba inmóvil, indefensa.

Tenía que saber si les había pasado algo, tenía que preguntar, tenía que… pero mi cuerpo se negaba a seguir ninguna directriz y otra vez me devolvió a la negrura de la inconsciencia.

Volví a abrir los ojos, no sé cuánto tiempo había pasado. Delante de mí unas figuras cubiertas enteramente por trajes EPI, máscaras y gafas protectoras parecían estar observándome. La enfermera estaba inyectando algo en el gotero mientras que el que parecía ser el médico, leía una tabla que había cogido del cabecero de la cama. Intenté hablar con ellos, comunicarme, pero todos mis intentos fueron en vano. El medico dejo la tabla y a acercó su cabeza hasta donde me encontraba y entonces los vi: aquellos ojos verdes que me miraban, fijos en los míos, transportándome hacia un pasado que ya creía superado, mientras me volvía a inundar una sensación de sopor y la realidad volvía a desaparecer.

No sé cuánto tiempo me pasé en ese estado de duermevela, apenas conseguía mantenerme despierta unos minutos y después volvía a caer en un negro pozo.

Pero los volví a ver, incluso recuerdo como una vez me cogió de la mano y la apretó, mientras me susurraba que todo iba bien, que me pondría bien y entonces dejé de tener miedo, dejé de preocuparme; porqué él había vuelto. Era Albert, el que estaba a mi lado y por primera vez en muchos años, a pesar del sitio donde estaba, a pesar de una enfermedad que mataba a miles de personas, me sentí segura porque él estaba a mi lado.

Pasaron todavía un par de semanas, como me explicaron después, antes de que me empezara a recuperar y mi progreso me permitiera abandonar la UCI e ingresar en planta. La incertidumbre me corroía. No sabía cuánto tiempo llevaba ahí y la necesidad de tener noticias sobre mi familia se iba agravando por momentos.

Aquella mañana una enfermera de la que apenas distinguía los ojos, entró en la habitación y me sacó el respirador.

-          No intenté hablar. Todavía se encuentra muy débil. Ha estado cerca de tres semanas en la UCI en coma inducido. Se está recuperando, pero todavía tendrá que pasar algunas semanas más hasta que acabe de recuperarse. Me han pedido que le diga que su familia se encuentra perfectamente, ni sus hijas, ni sus padres se han contagiado.

Está en un ala Covid del hospital y no se permiten las visitas, aunque informaremos puntualmente a sus familiares de los progresos que vaya teniendo.

-          Al…, al… bert _ - logre balbucear con una voz que apenas oía.

-          No, no. Todavía tiene afectadas las vías respiratorias. Si intenta hablar su recuperación será más lenta. De aquí un par de días empezaremos la rehabilitación. Ahora descanse y no se preocupe, está fuera de peligro.

Salir de aquel hospital fue duro, muy duro. Los primeros días me di cuenta que apenas podía moverme, cualquier pequeño gesto suponía una odisea para mí. A la semana empecé a recuperar el habla, aunque me cansaba al poco tiempo. Poco a poco fui recuperándome, machacándome en sesiones interminables que me devolvían la movilidad a mi cuerpo y empezaba a notar como mis músculos recuperaban la elasticidad y la fuerza que habían tenido. La tercera semana pude por fin levantarme y hacer pequeños paseos; aunque por supuesto no se me permitía abandonar aquella ala del hospital. Fue por aquel entonces cuando me hicieron llegar mi móvil, junto con el cargador. ¡Cómo lo había echado de menos! Nada más llegar a mis manos, llamé a mis padres. Estaban bien, confinados en casa sin atreverse a salir al igual que las niñas. El colegio estaba suspendido y según me contaron mis hijas, seguían las clases con el portátil. Apenas podían salir un rato a pasear y todo el mundo iba con mascarillas. El mundo desde mi estancia en el hospital había cambiado y habíamos perdido esa inocencia que nos hacía estar seguros de todo y confiar ciegamente en la ciencia. Uno de aquellos días que salía a pasear por los pasillos, me dirigí hasta el mostrador donde estaban las enfermeras y les pregunté por la persona que me había atendido en la UCI. Tras mirarse una a otra me dijeron que pasaban muchos médicos por la UCI y que era imposible saber quienes me habían atendido y que además no me podían dar información personal sobre ellos.

Solo quería saber si la persona que me había cogido de la mano había sido Albert o por el contrario había sido una ilusión, un sueño provocado por la situación que me encontraba. Aquella tarde cuando llamé a mis hijas tuve la confirmación de que no había sido un sueño. Mis hijas me dijeron que su padre había vuelto a Madrid y que aunque por el momento no podía verlas, pronto podrían reunirse de nuevo y estar juntos.

Pasaron dos semanas más antes de que me dieran el alta definitivamente, aunque de momento debería quedarme en casa y no hacer ningún exceso, que prácticamente incluía cualquier actividad normal.

Al abandonar el hospital, una de las enfermeras con la que había tenido más relación y que habíamos alcanzado cierto grado de complicidad se acercó hasta mí y me habló.

-          No sé si debería decirte esto, porque se nos pidió que no te dijéramos nada, pero un cirujano ha estado preguntando por tu recuperación prácticamente a diario. Es el mismo que nos hizo llegar tu móvil para que te lo entregáramos.

-          Sabes cómo se llama.

-          No, no lo conocíamos, porque no trabajaba en el hospital, se incorporó a las UCIs cuando los médicos empezaron a contagiarse y te puedo asegurar que su tarea ha sido extraordinaria, todo el hospital habla de él. Organizó las UCIs en un momento en que el caos se estaba extendiendo por todo el hospital. Ha estado doblando guardias prácticamente todos los días. Nadie lo sabrá nunca porque no se querrá reconocer, desde los ambientes políticos que se empeñan en dar una imagen de que todo estaba controlado, pero ese hombre habrá salvado a cientos, tal vez miles de personas. Lo único que sé es que ha venido de Estados Unidos.

Era Albert, estaba segura que era él, que los ojos que había visto fijos en mí habían sido los suyos. Lo único que no entendía era su secretismo, ¿por qué no había venido a verme y en cambio había preguntado por mí cada día? Parecía que las viejas heridas seguían abiertas a pesar de todo y no parecía que curaran algún día.

Sumida en mis negros pensamientos, cogí un taxi que me condujo por una ciudad medio desierta. Establecimientos cerrados, tiendas y bares eran mudos testigos que el paso de la pandemia había ido dejando por doquier. La gente caminaba deprisa sin pararse y apenas se veían grupos de gentes hablando o simplemente sentados tomando el sol. Estaba claro que nuestro mundo había cambiado.

Al entrar en casa pude sentir por fin el abrazo de mis hijas que corrieron al oír la puerta a besarme y a lanzarse a mis brazos. Reconozco que ese momento me emocionó y no pude menos que dejar escapar un par de lágrimas rebeldes.

-          ¿Por qué lloras, mamá?

-          Porque soy muy feliz, porque por fin estoy en casa y porque estamos juntas otra vez.

Mis padres observaban la escena desde un segundo plano, sin atreverse a romper la magia del momento. Tuve que ser yo la que cogiendo a mis hijas de la mano me acercara hasta ellos y me fundiera en un silencioso abrazo que todo lo decía.

-          Lo habréis pasado muy mal, vosotros sin tener noticias mías, ¿no?

-          Pues la verdad es que recibíamos noticias tuyas cada día. Hasta ayer, estuvo llamando Albert cada día informándonos de tus progresos. Fue él precisamente quien nos informó de que hoy abandonarías el hospital. Ha sido una gran ayuda para las niñas, al principio cuando te internaron nos temíamos lo peor, pero al día siguiente llamó su padre y las tranquilizó, les dijo que nada malo podía sucederte mientras él estuviera allí y las niñas le creyeron. Tuvieron una fe ciega en su padre. La verdad es que tu padre y yo lo hemos pasado peor, pues nos dábamos cuenta de la gravedad de la situación.

-          Pero estamos felices ahora que estás otra vez con nosotros - concluyó mi padre.

Pasaron los días y una idea me iba martirizando el cerebro. Tenía que hablar con Albert, tenía que darle las gracias por lo que había hecho, tenía que darle las gracias por coger mi mano e insuflarme esperanza en un momento que sentí la muerte muy cerca. Mis intentos de saber de él en el hospital, cayeron en saco roto. Por un lado parecía que la situación había remitido y Albert había abandonado el hospital, por otro lado todo el mundo parecía escudarse en una jodida ley de protección de datos con la que me cerraban todas las puertas.

Intenté sonsacar a mis hijas, pero solo sabían cuando regresó a España y que estaba viviendo en un pequeño apartamento cerca de la calle Serrano. El teléfono no me servía de nada, pues estaba segura que no me lo cogería. Si durante mi estancia en el hospital no había dado señales de vida, dudaba seriamente que contestara a mis llamadas. Sin embargo, me quedaba una carta que jugar.

-          Hola, Gemma. ¿Cómo estás? – pregunté al aceptar la llamada mi cuñada.

-          Muy bien cielo. Me he mantenido informada en todo momento de tu recuperación. Albert me ha ido informando de que todo iba bien; aunque supongo que lo habrás pasado muy mal.

-          Tengo que pedirte un favor.

-          No, no puedo. ¿Por qué crees que no te he llamado en todo este tiempo? Me ponéis entre la espada y la pared.

-          Por favor, Gemma. Dame su dirección. Tengo que verlo.

-          ¡Ojalá pudiera! De verdad, siempre he querido que habléis, pero él se niega. Estuvimos a punto de pelearnos hace unos años por eso. Me amenazó con cortar cualquier contacto conmigo si no respetaba sus decisiones.

-          Esta bien, te entiendo. Eres su hermana y comprendo tu postura. Adiós, Gemma, espero que nos veamos pronto.

-          Adiós cariño… , ¿Sabías que Albert ha vuelto a trabajar en la clínica donde trabajaba antes de irse a los Estados Unidos? Y ya debías saber que suele salir todas las tardes a las 5, porque cuando llega a casa lo primero que hace es llamar a las niñas, ¿no?

-          Sí, sí claro. Gracias, Gemma.

Era consciente de lo que arriesgaba Gemma pasándome esa información que me daba esperanzas de poder hablar con Albert

Al día siguiente me situé delante de la clínica donde trabajaba sin un plan determinado diez minutos antes de las cinco. No sabía exactamente qué haría, tal vez seguirle y hacerme la encontradiza o averiguar donde vivía y plantarme un día delante de su puerta. Dejaría que fuera la improvisación la que decidiera. Lo cierto es que conforme se acercaba la hora, un nerviosismo incongruente se iba apoderándome de mí, como si fuera una quinceañera que espera su primera cita.

No sabía tampoco que haría si Albert seguía su camino y se negaba a hablar conmigo, Conforme se acercaba la hora veía más inconvenientes a mi sencillo plan inicial.

Entonces lo vi salir, por una de las puertas laterales que daban directamente a un pequeño parquing para el personal de la clínica. Se paró junto a la puerta como si esperara a alguien, estaba a poco más de 50 metros de donde me encontraba, consultando su móvil: Tenía que decidirme, arriesgarme. Acercarme y cuando estuviera a unos metros, llamarle por su nombre y pedirle unos minutos. Empecé a caminar en su dirección y en ese mismo instante todo se derrumbó. Por la puerta acababa de aparecer Cristina, guapísima, enfundada en un vestido azul celeste y con paso decidido se dirigió hacia donde estaba Albert que al verla guardó su móvil, la besó en la mejilla y agarrándola del brazo la llevó hasta su coche, donde abrió la puerta del pasajero para que Cristina se acomodara antes de ponerse en marcha y desaparecer por detrás del edificio.

Allí me quedé yo como una tonta, paralizada, sin saber qué hacer. ¡Qué estúpida me sentía! ¿Acaso creía que Albert continuaría enamorado de mí y que no habría rehecho su vida? Al final parecía que aquellas dudas que habían provocado el hundimiento de mi matrimonio no eran tan infundadas como me quisieron hacer creer. Ahora todavía entendía menos la postura de Albert aquellos días ¿A qué venía hacerse el digno cuando él estaba haciendo lo mismo de lo que me acusaba? ¿A qué vino aquella escapada a los Estados Unidos? ¿Fue una simple cuestión de orgullo por sentirse engañado?

Di media vuelta y regresé a casa con la convención de que aquella puerta se había cerrado para siempre, si es que alguna vez permaneció abierta.