Anna VIII

La noche de los cristales rotos

Capítulo 8

Anna, Diciembre de 2015

Por la mañana apenas coincidimos en el desayuno, cuando llegué lista para tomarme un café, Albert y las niñas, estaban acabando de recoger la cocina, metiendo los platos y cubiertos en el lavavajillas.

Apenas nos dirigimos “un buenos días”, para dejar constancia de que las heridas seguían abiertas y que ninguno de los dos estaba dispuesto a dar su brazo a torcer.

-          Acuérdate de recoger las niñas esta tarde. Hoy llegaré tarde. Tengo que resolver todas las guardias de Navidad.

-          Si, claro; como siempre. Saluda a Cristina de mi parte.

Albert prefirió no contestarme y se llevó a las niñas al colegio.

Aquella noche fue especialmente tensa: Albert llegó pasadas las 8 de la noche, cuando las niñas ya estaban preparadas para irse al baño y a dormir. Se empeñó en hacerlo él y no volvió hasta casi las 10.

-          Cuando quieras cenamos.

-          Yo ya he cenado con las niñas, como ni siquiera te molestas en decirme a que hora volverás…, te he dejado tu cena en el microondas.

Albert se fue a la cocina y cuando acabó de cenar, sin decir nada, se fue nuevamente al cuarto de invitados. Esto no podía continuar así; estaba dispuesta a pedir el divorcio si la situación no se arreglaba, lo que visto los últimos días parecía realmente una quimera.

A la mañana siguiente, todo continuaba igual. Esta vez desayunamos todos juntos envueltos en un extraño silencio. Hasta las niñas parecían notar que algo no iba bien.

-          Acuérdate que esta noche tenemos la cena de mi empresa.

-          Sí claro. ¿cómo podría olvidarlo?

Esta vez fui yo la que me mordí la lengua; pero lo que estaba claro es que la comunicación entre nosotros se había reducido a unas cuantas pullas y a unos cuantos saludos para mantener las apariencias.

Y esa misma tarde se desató la tormenta. Fui a recoger a las niñas, como solía hacerlo últimamente cada día y al entrar en casa me percaté que Albert ya había llegado.

-          Anna, tenemos un problema. Ha llamado la madre de Julia, que lo siente mucho pero que su hija tiene fiebre y no va a poder venir esta noche.

Era viernes, el último fin de semana antes de Navidad. Una noche que medio Madrid aprovecha para celebrar sus cenas de empresas; por lo que la tarea de encontrar una canguro a aquellas horas resultó imposible. Después de estar cerca de una hora al teléfono, consiguiendo solo negativas, me rendí.

-          Vete tú a la cena. Yo me quedaré con las niñas- propuso Albert.

-          ¿Qué bien te ha salido, verdad? Por fin te libras de aguantar a mis compañeros a los que no has soportado nunca. ¡Ojalá hubiera hecho yo lo mismo antes de ayer! – respondí con una rabia que hasta a mí misma me sorprendía.

-          ¿Qué quieres que hagamos entonces? No es culpa mía que nos hayamos quedado sin canguro.

-          Sí, si es culpa tuya. Es culpa tuya que estemos en esta situación y será culpa tuya cuando….

En aquel momento, Montse se puso a llorar. Había olvidado que estaban las niñas delante y al ver sus caras de espanto, me di cuenta que habíamos cruzado otra línea. Nuestras hijas nunca nos habían oído discutir y aquella noche se dieron cuenta de que la relación entre sus padres no iba bien. Sin decir nada más, me retiré dejando que fuera Albert quien las calmara. Estaba realmente agotada, sin fuerzas para seguir discutiendo. Simplemente me estiré en la cama boca abajo y cerré los ojos.

Tenía que calmarme, no podía dejar que la rabia que sentía recorrer mi cuerpo se apoderara de mi mente. Me dirigí al baño y tomé una ducha caliente. Estuve bajo el agua más tiempo de lo habitual, tratando de recomponer mi calma, de tranquilizarme. Volví a mi dormitorio y me empecé a preparar para la cena. Me puse unas medias negras de autosujeción de esas que llevan una liga de fantasía en la parte del muslo, una combinación de encaje negro y escogí un vestido negro de fiesta con una apertura lateral que dejaba ver mi pierna generosamente. Me puse los pendientes de esmeraldas que me regaló Albert cuando nació nuestra hija; pero al mirarme al espejo para maquillarme, decidí cambiarlos por unos pendientes argolla de plata rematados con un pequeño brillante. Me estaba acabando de peinar cuando llamaron a la puerta. Habían pedido un par de pizzas para cenar, Cuando salí tras recoger mi abrigo, los ví preparando la mesa. Las niñas estaban más alegres, parecían haber olvidado el incidente que tuvimos esa tarde y se movían deprisa, mientras su padre las arengaba para que fueran preparando la mesa. Albert se acercó hasta mí, dudando si darme un beso o no y al final se limitó a decir:

-          Lo siento, no quería que fueses sola.

Yo no dije nada, besé a las niñas y extendiendo la mano me despedí de él desde la puerta. Creo que era lo máximo que le podía ofrecer en ese momento.

Me desplacé en mi coche hacia las afueras de Madrid donde nuestro jefe había reservado un salón en uno de esos macrohoteles de lujo que tienen varios salones de restaurante, un complejo de piscinas y jacuzzis y dos o tres pequeñas discotecas, una de las cuales quedaba a nuestra disposición al acabar la cena. Introduje la información en el navegador y me dispuse a seguir las indicaciones de la amable voz que me habría de guiar hasta allí

Hoy sería uno de esos días que aparecería el gran jefe que a decir verdad apenas asomaba un par de veces al mes por la agencia y delegaba todo el trabajo en Manuel que era a efectos prácticos el director ejecutivo y la persona con la que estábamos acostumbrados a tratar. Aparqué en el parking del hotel, como nos dijeron que hiciéramos pues el aparcamiento estaba incluido en el pack de la velada.

Tomé el ascensor y me dirigí hacia el primer piso, donde estaba situado nuestro salón. Junto a la puerta había una pequeña consigna donde dejar nuestros abrigos y cruzando la puerta aparecía un enorme espacio completado por una quincena de mesas redondas para 8 personas y decoradas con muy buen gusto con motivos navideños. Al final del salón había una barra donde se congregaban la mayoría de los comensales haciendo tiempo hasta que llegara el jefe que como cada año se hacía esperar.

Fui saludando a mis compañeros mientras repetía cansinamente la letanía de porqué Albert no había podido asistir y recogía una colección de comentarios sobre  la mala suerte que habíamos tenido.

Llevaba cinco minutos escasos charlando con una de mis compañeras en la barra del bar cuando oí la voz de Manuel a mi espalda.

-          ¿Me aceptaría una copa, Ana? – me dijo ofreciéndome una copa de cava con un liquido de color anaranjado y adornado con un gajo de melocotón y unas hojitas de menta.

-          Si, claro. ¿cómo no?

-          ¿No he visto a su marido? ¿Quizás llegará más tarde?

-          Hemos tenido un problema a última hora con la canguro y ha tenido que quedarse con las niñas.

-          ¡Vaya, que mala suerte! No sabe cómo lo lamento. Le gusta el cóctel; es un Bellini, le pusieron ese nombre en honor al pintor renacentista.

-          Cava, zumo de melocotón y…

-          Unas gotas de Cointreau; aunque este tercer elemento, me lo sopló un barman amigo mío. Digamos que está usted tomando un Bellini, convenientemente adulterado.

En ese momento apareció el Director general por la puerta y empezamos a dirigirnos todos a nuestras mesas. A diferencia de años anteriores que nos sentábamos como queríamos; este año habían añadido  tarjetas con nuestros nombres sobre las servilletas. Localicé mi mesa de las primeras y al sentarme vi acercarse a Manuel, acompañado por Begoña; una becaria que había empezado a trabajar con nosotros hace unos meses y que tenía unas curvas de infarto y que las mostraba sin pudor alguno en un vestido entallado. Manuel separó la silla para que Begoña se sentara a su lado y de esa manera quedaron los dos enfrente mío.

A mi izquierda se sentó Lidia una de mis amigas del trabajo que como no tenía pareja, había venido sola y a mi derecha el asiento permaneció libre, puesto que era el reservado para mi marido.

La cena resultó mucho más amena que la del otro día. Lidia era una gran conversadora y estuvimos hablando toda la noche. Lo único que resultó extraño fue observar como Manuel se dedicaba descaradamente a tontear con la becaria y como ésta no paraba de reírle las gracias. No es que fuera nada del otro mundo, pero todos los que nos sentamos en aquella mesa nos percatamos del más que evidente juego que se traían entre ellos, incluso Lidia hizo un comentario sobre ello y reímos las dos.

La noche iba pasando, así cómo alguna copa de vino y cava que tuvieron el efecto de desinhibirme un poco y alejarme, aunque fuera por unas horas, de mis problemas cotidianos. La verdad es que me encontraba muy a gusto y por primera vez en los últimos meses me permití el lujo de reír y demostrar una parte de mi misma que había empezado a enterrar.

Al acabar la cena, el director general se despidió de nosotros, no sin antes desearnos que tuviéramos unas felices navidades y nos recordó que “los jóvenes”, podían disponer de la discoteca del segundo piso con barra libre incluida. Tal como dijo, afortunadamente mañana no tienen que ir a trabajar.

Le pregunté a Lidia si se iba a quedar y me dijo que solo un rato, que quería estar en casa pronto porque mañana se iba de viaje a su pueblo y pensaba salir pronto. La verdad es que no sabía que hacer. Por un lado, no estaba para muchos bailes, pero la perspectiva de meterme en la cama sola otra vez y empezar a darle vueltas a la cabeza tampoco es que me sedujera. Al final opté por una solución intermedia, acompañaría a Lidia y cuando ésta se marchara, nos iríamos las dos.

Ya en la disco nos fuimos las dos para la pista y empezamos a movernos. Me noté fuera de forma, tanto tiempo fuera del mercado se había cobrado su precio. Hacía un calor insoportable así que decidimos tomarnos un descanso y aprovechar las ventajas de la barra libre. Pedimos dos gin tonics de Bombay y nos los bebimos como si hubiéramos hecho la travesía del desierto sin agua. En ese momento vimos como Manuel se acercaba hacia nosotras con un vaso en su mano.

-          Vaya veo que han decidido quedarse un rato más, sabía decisión, la noche es joven.

-          ¿Y dónde ha dejado a Begoña, don Manuel?

Sé que no había tenido que hacer esa pregunta. A fin de cuentas, qué me importaba a mí lo que hiciera con la becaría y además corría el riesgo de que lo interpretara mal, como si estuviera celosa de que le hiciera más caso a ella.

-          En mi pueblo solemos decir: ¿Quién quiere chorizo, si puede comer jamón?

-          ¿Me está comparando con un jamón o tal vez con un chorizo?

-          Por favor, nada más lejos de mi intención, pero me niego a acabar la noche sin que me conceda un baile.

No me había dado cuenta, pero la música había cambiado y ahora era mucho más lenta. Supongo que la edad media del público que sobrepasaba los cuarenta años, había influido en ese cambio.

-          Está bien un baile y me voy a casa.

Nos dirigimos a la pista y empezamos a bailar. Manuel fue en todo momento correcto y mantuvo las manos en su sitio y una distancia de seguridad entre los dos de lo más casta, pero no bailamos una sola canción. Seducida por su conversación, no me di cuenta de que pasó cerca de media hora hasta que dirigí la mirada esperando ver a Lidia y no la encontré. En ese momento, decidí acabar el baile y volver a buscarla o irme a casa.

Fui al lavabo y la estuve buscando, pero evidentemente se había ido. Cuando ya me disponía a seguir sus pasos; apareció Manuel con dos cubatas en la mano.

-          Me aceptará tomar la última copa conmigo en agradecimiento a sus atenciones de esta noche.

No le podía decir que no; así que haciendo de tripas corazón, me dispuse a tomarme la última copa que a todas luces me sobraba.

Al cabo de un rato, de estar hablando con mi jefe, miré el reloj y decidí que ya era hora de volver a casa y así se lo hice saber.

-          ¿Me permite que la acompañe a buscar su abrigo y a buscar el coche?

-          No se moleste, he aparcado en el parquin del hotel.

-          Insisto no es una molestia, pasar unos momentos más a su lado es todo lo que puedo pedir para redondear la noche.

Mientras íbamos a buscar el abrigo me di cuenta que había bebido más de lo aconsejable y que quizás no estuviera en condiciones de conducir.

-          No sé si sería mejor pedir un taxi y ya pasaré mañana a recoger el coche.

-          Viernes, a tres días de Navidad y a estas horas; me parece que va a ser imposible conseguir un taxi. He reservado una suite para esta noche, ¿por qué no me acompaña, nos tomamos un café y cuando se encuentre mejor recoge el coche?

Aquí cometí mi gran error. En mi defensa solo puedo alegar que mi cerebro no discernía claramente y que hasta aquel momento Manuel se había comportado conmigo en los últimos años como un perfecto caballero. ¿Quién en su sano juicio hubiera pensado que aquella noche iba a dejar de serlo?

La suite era de película, con una antesala con sillones y un minibar sobre el que se alzaba una tele de plasma de muchas pulgadas. El dormitorio estaba separado de esta estancia por unas puertas correderas. En un rincón sobre una cómoda había una cafetera de esas de capsulas, con todo tipo de cafés depositados en una pequeña bandeja. Manuel fue hacia allí y preparó dos cafés que me ofreció al momento.

Al principio me encontraba incómoda, tensa. Sabía que no debía estar allí y que si no iba con cuidado se me podía ir de las manos y las consecuencias serían impredecibles; pero poco a poco, Manuel fue consiguiendo que me relajara, incluso me arrancó alguna carcajada cuando me contaba anécdotas del trabajo. El ambiente poco a poco se fue destensando y empecé a sentirme cómoda, segura en su compañía.

-          ¿Podría ir al aseo?

-          Claro que sí, acompáñeme.

Manuel abrió la puerta corredera y ante mi apareció una de esas habitaciones que solo ves en las películas. Reconozco que al ver la cama, tuve un pequeño estremecimiento, como si mi parte cuerda me enviase una señal; pero rápidamente cruzamos la estancia hacia una puerta lateral  que daba paso a un aseo enorme todo de mármol con un jacuzzi al fondo.

Me quedé alucinada por el lujo que emanaba aquella habitación. Nosotros teníamos un buen nivel económico, pero nada que ver con lo que estaba viendo esa noche. Estaba contemplando cómo viven los ricos.

Me recreé en el lavabo, lo reconozco. Me contemplé en aquel enorme espejo, apreté todos los botones del jacuzzi y  curioseé en una bandeja donde se apilaban todo tipo de productos de higiene. Por unos momentos me sentía como una niña a la que han llevado de excursión. Cuando abandoné el aseo, me encontré a Manuel, que se había quitado la chaqueta, sentado sobre aquella cama descomunal.

-          Siéntese aquí conmigo, por favor. Verá que cómoda es.

Y yo que estaba totalmente deslumbrada le hice caso y fui atraída como las polillas a la luz, sabiendo que pueden encontrar la muerte, pero incapaces de evitarlo. Y me besó y yo le correspondí y me metió la lengua mientras jugaba con mis labios y me gustó. Y no supe o no quise pararlo. Y así mientras me quitaba mi vestido y me dejaba con las medías y la combinación negra, encerré mi cerebro y me abandoné a mi cuerpo. ¿Por qué lo hice? ¡Ojalá tuviera la respuesta a esa pregunta! ¿Por rabia, por todo lo que había pasado estos últimos meses, por vengarme de mi marido, porque no podía ahora parar a mi jefe sin asumir las consecuencias o tal vez, simplemente para tener sexo, porque mi cuerpo así me lo pedía, porque llevaba mucho tiempo negándome ese placer que esa noche necesitaba? ¿Quién sabe?¿O tal vez fuera por todo a la vez?

Y así mientras me estiraba en la cama y se arrodillaba entre mis piernas, en un atisbo de consciencia, entendí que mi mundo moría ahí; pero que no podía hacer nada por evitarlo.

Apartó mis braguitas y empezó a recorrer mi sexo que ya se encontraba totalmente húmedo con su lengua, mientras apoyaba uno de sus dedos en mi clítoris y lo masajeaba con movimientos circulares: Entonces cuando ya estaba a punto, cuando sentía subir mi orgasmo, paró bruscamente y me dejó caliente como una perra, metió su dedo en mi boca para que saboreara el jugo de mi sexo y con la otra mano se desabrochó el cinturón y se bajó los pantalones mientras permanecía con su mirada fija en mis ojos. Yo no los podía apartar, me tenía subyugada, me tenía bajo su control, era como una marioneta sin voluntad propia. Y entonces se sacó la polla. Era de un tamaño mediano, como la de mi marido; aunque considerablemente más gruesa y estaba dura como el acero, marcándosele las venas perfectamente. No pude evitar tocarla cuando dirigió mi mano hacia ella.

-          ¿A qué esperas? ¿Es que tengo que decírtelo todo?

Me arrodillé delante de él y empecé a chupársela. La verdad es que me costaba meterla en mi boca. La sacaba y la metía, mientras notaba como en mi boca se estaba formado un mar de babas que iba cayendo e impregnando todo el suelo. Empecé a reseguirla con la lengua para concederme un descanso y poder respirar un poco.

-          Así no. Métetela en la boca.

Entonces pasó su mano por detrás de mi nuca y empezó a marcarme el ritmo. Me estaba follando utilizando mi boca; mientras me atragantaba y empezaba  a sentir arcadas. Me faltaba la respiración, quería que parase. No, no quería que parase. Quería que hiciera conmigo lo que quisiera.

-           Súbete a la cama y ponte a cuatro patas que te voy a follar como la perra que eres.

Ni se me pasó por la cabeza desobedecer, en aquel momento era suya y él lo sabía. Me puse a a cuatro patas y contuve la respiración al notar como su polla tocaba mis labios vaginales. Y me penetró, fue brusco, de un solo golpe. Lancé un gemido de dolor, dolor que fue sustituido inmediatamente por una oleada de placer cuando empezó a moverse, hacia atrás y hacia adelante, llenando hasta el último pliegue de mi vagina, llegando hasta mi cérvix. Aumentó el ritmo, notaba como sus testículos golpeaban cada vez con más rapidez mi pelvis y entonces me propinó un fuerte cachete en una de mis nalgas. Quise protestar, rebelarme; pero en ese instante sentí como un orgasmo salvaje recorría todo mi cuerpo y penetraba en todas las células de mi ser.

-          ¿Te lo has pasado bien, eh putita?

Lejos de parar, continúo con la penetración, como si no le importara mi placer y solo buscara el suyo. Como después supe, la píldora azul que había tomado nada más llegar a la habitación le proporcionaba una energía sin límite.

-          Vaya culito que tienes, uno de estos días tendré que rompértelo y me correré dentro para que puedas volver a casa rellenita y lo compartas con tu marido.

Manuel tenía una doble personalidad. Era un hombre formal y educado, pero en la cama se transformaba en un salvaje primario que se recreaba en lo soez. Era como una de esas personas tranquilas que cuando se ponen al volante, empiezan a insultar a diestro y a siniestro.

Entonces apoyó su mano en una de mis nalgas y poco a poco fue introduciendo su dedo pulgar en mi ano virgen. No podía pararlo, mi cuerpo estaba completamente descontrolado. Fue acelerando un poco más el ritmo, haciendo que todo mi cuerpo temblase cada vez que me penetraba mientras su dedo se movía en pequeños círculos y me volví a correr, mientras gritaba de placer, mientras hacía participe a medio hotel  que me habían follado como una perra y que estaba exhausta y no podía más. Entonces Manuel sacó su polla de mi coño y se empezó a correr repartiendo su semen por mis nalgas, mi espalda y seguramente incluso alcanzando mi cabello. Ni siquiera me di cuenta que no había utilizado preservativo. Me dejé caer sobre la cama y cerré mis ojos un instante. Cuando los abrí, vi como Manuel se dirigía al lavabo. Al poco tiempo, escuché la ducha mientras empezaba a sentir como el remordimiento se apoderaba de mí. ¿Pero qué había hecho? ¿Cómo había sido capaz de engañar a mi marido? ¿Qué pasaría ahora?

Mi cerebro se iba llenando de preguntas sin respuesta y en ese instante apareció el miedo. Miedo a perderlo todo, a tener que renunciar a mi matrimonio, a ver la culpa reflejada en los ojos de mi marido y de mis hijas y en ese preciso momento, me quise morir. Sentí que todo había acabado y que mi vida había dejado de tener sentido.

-          ¿Quieres que te acompañé a casa o que intente buscarte un taxi?

Manuel había vuelto. Aquel Manuel atento y educado con el que llevaba años trabajando, ahora después de dejarme abandonada sobre las sábanas, parecía preocuparse por mí. Pasé a su lado como una sonámbula y me metí en la ducha procurando que no se mojara el pelo, pues sería difícil de explicar  volver a casa con el pelo húmedo y aquel día por primera vez mientras las gotas resbalaban por mi cuerpo me sentí sucia, sentí que algo de mí se quedaría para siempre en aquella habitación y lloré. Lloré por mí, pero también lloré por Albert y por mis hijas. Pero sobre todo lloré porque sabía que nada volvería a ser igual.

Como por arte de magia, los efectos del alcohol abandonaron totalmente mi cuerpo, por lo que decidí ir a buscar el coche y regresar con él a casa. Durante el viaje, no podía dejar de pensar en lo que había hecho, las imágenes se amontonaban en mi cerebro y no conseguía encontrar una explicación, buscar una razón que explicase lo que había pasado. Era como si otra persona, hubiera tomado mi voluntad aquella noche y me hubiera limitado a ser una mera espectadora; pero no era verdad, la verdad, la única verdad es que había engañado a mi marido, que por primera vez en tantos años le había sido infiel.

¿Y ahora qué? La pregunta me martilleaba una y otra vez, mientras me veía incapaz de tomar ninguna decisión. Debía contárselo a Albert, debía ser sincera y exponerme a las consecuencias, me veía incapaz de ocultárselo y seguir con nuestras vidas como si nada hubiera pasado; pero por otro lado sentía un miedo que me atenazaba, que se iba apropiando de mí. Y en ese momento aparecieron mis hijas. ¿Cómo iba a ser capaz de explicárselo si todo acababa en un divorcio? ¿Cómo las podía privar de su padre al que ambas adoraban?¿Qué sería de todas nosotras?

Entré en casa procurando no hacer el más mínimo ruido como si de un ladrón se tratara. De alguna manera, así me sentía ahora, como una extraña que ha ocupado el lugar de la dueña de la casa. Antes de subir, pasé por el lavabo, donde me desmaquillé y me lavé los dientes con saña como si con esa acción pudiera borrar los rastros de aquella polla que había tenido en mi boca. Abrí la habitación de mis hijas e iluminada únicamente por la luz del pasillo, me dirigí hasta el cabezal de sus camas. Dormían tan tranquilamente, sus caras reflejaban esa paz e inocencia que solo la infancia alienta. Al pensar como iba a destrozar sus vidas, como mi conducta las iba a arrastrar a un mar de dolor e incomprensión, no pude menos que dejar escapar una lágrima más. Besé sus frentes, tocándolas ligeramente con mis labios. ¡Cuánto daría porque esa noche no hubiera sucedido nunca, por poder volver en el tiempo y borrar todo lo que había pasado! Pero no podía, debía contárselo a Albert y debía prepararme para asumir las consecuencias que estaba segura que pasarían por separarnos.

Salí de la habitación de nuestras hijas y me dirigí a nuestro dormitorio, encendí las luces dispuesta a confesarlo todo y a afrontar lo que decidiera mi marido; pero Albert no estaba, se había ido a dormir a la habitación de los invitados. Me desnudé y me metí en la cama agotada, la conversación tendría que esperar hasta mañana.