Anna V
Primarii Lapidis
Capítulo 5
Ana, Agosto del 2005
- ¿Has visto La Isla?
Pues si Mahoma no va a la montaña, decidí que al final sería la montaña quién llamaría a Mahoma para proponerle una sesión de cine. A fin de cuentas, para eso me aseguré al volver del aseo de pasar por la recepción del gimnasio y apuntar el teléfono de Albert, que tan amablemente me dio Inés. Este mediodía, había estado comiendo con mi amiga Carla y de paso habíamos escogido una película que podíamos ir a ver. Se trataba de encontrar algo que le pudiera gustar; pero que no resaltase mi interés como demasiado obvio. Las películas románticas y las comedias, que son mis favoritas, quedaron descartadas en la primera ronda, no fuera a pensar que estaba desesperada.
- ¿Quién es? ¿Con quién hablo?
- Soy yo, Ana…, que había pensado que podíamos ir juntos al cine.
- ¿Ana, qué Ana?
Empezábamos bien. Quizás no había sido tan buena idea llamarle después de todo.
- Soy Anita - Lo que hay que hacer algunas veces, para salirte con la tuya. - Tu compañera de clase, nos vimos hace un par de semanas en la reunión de antiguos alumnos. Como quedamos que me invitarías al cine; pero te fuiste sin pedirme el teléfono, pues he pensado que te llamaba yo y quedamos. ¿Qué tal mañana?
- Verás…, no creo que sea buena idea.
Primer inconveniente que había que sortear y que ya estaba previsto. Había que borrar a Mario del escenario lo más rápidamente posible o esto no nos llevaría a ninguna parte.
- Ah, perdona, tal vez tienes pareja y me he precipitado; pero vamos solo pretendía ir a ver una peli y charlar un poco de los viejos tiempos.
- No, no es eso. No tengo novia, ni nada que se le parezca, es que…
- Si lo dices por mi acompañante del otro día, que sepas que solo es un amigo que me acompañó a la fiesta para no ir sola; pero no hay absolutamente nada entre nosotros.
Por supuesto pronuncié con énfasis la palabra absolutamente para que no quedará ni la más mínima sombra de duda sobre nuestra no relación.
- Es que verás, me resulta imposible…
- Vale, lo entiendo. No me quieres ver, no hace falta que me des largas.
- No, no me has entendido. Mañana me resulta imposible porque tengo guardia de 24 horas en el hospital y al día siguiente tengo que dormir, no sería una buena compañía. Pero si quieres, estaría encantado de invitarte este sábado que tengo libre.
- Así que eres médico. Pues nada ¿cómo quedamos?
- Te paso a buscar por la tarde, pongamos a las 5. ¿Te va bien a esa hora?
- Perfecto, te envío un mensaje con mi dirección y me recoges a las cinco. Ciao
- ¡Adiós, nos vemos!
Así que era médico. Mamá pensaría que era un buen partido, sobre todo después del disgusto que le di cuando tuve que explicarle que “aquel chico tan majo que acompañaba a tu hija” solo era un amigo y no iba a ver nada entre nosotros. Mario se había convertido en la comidilla del pueblo, bueno Mario y el Maserati, para que vamos a engañarnos. No todos los días cruza un auto como ese por las calles de una pequeña población del Penedés.
Los dos siguientes días se me hicieron eternos. Estuve esperando que me llamara para seguir en contacto con él; pero no dio señales de vida durante todo ese tiempo y yo evidentemente no podía llamarle, ya había arriesgado bastante con mi primera llamada.
El sábado amaneció radiante, uno de esos días calurosos y húmedos en los que te la juegas. El maquillaje quedaba por lo tanto descartado y necesitaba algo fresquito, pero que no fuera muy llamativo. Se trataba de no asustarlo a las primeras de cambio. Y aquí se produjo la primera gran crisis. Después de rebuscar durante una hora en mi armario, probarme cuatro o cinco conjuntos, concluí horrorizada que no tenía nada para ponerme y lo que es peor no tenía tiempo para salir a comprar algo. Decidí que la única opción que me quedaba era reunir a mi gabinete de crisis y planear una estrategia, así que cogí el móvil y llamé a mi amiga.
- Carla, no puedo salir esta tarde.
- ¿Qué ha pasado?¿ No te habrá dado plantón el gilipollas ese?
No es que Carla conociese a Albert, por lo tanto el calificativo de “gilipollas” lo englobaremos en lo que viene siendo solidaridad femenina.
- Peor. No tengo nada que ponerme - grité desesperada.
- Vamos a ver, cielo. Si no recuerdo mal, tienes un armario ropero lleno de vestidos y conjuntos preciosos. ¿Oye… y por qué no te pones aquel vestido floreado que te compraste cuando fuimos de compras hace unas semanas? Era una pasada…
- Estás de broma, es el que llevé a la reunión del Insti. No querrás que piense que solo tengo un vestido, ¿no?
- Vale, vale que no cunda el pánico, en quince minutos estoy ahí.
Al final, pudimos resolver el entuerto. Carla me convenció que con una minifalda con vuelo de color salmón y una blusa blanca con trasparencias podía ir lo suficientemente sugerente, pero sin pasarme. Repasarme las cejas y pintarme los labios con el sexto lápiz que probamos apenas nos llevó un cuarto de hora y justo cuando acababa sonó el interfono. Lo cogí y le dije que ya bajaba y a Carla que cerrara la puerta cuando se marchase y me despedí.
- Se puede saber dónde vas - me increpó mi amiga.
- Al cine, ya te lo he dicho.
- Y vas a bajar ahora sin hacerle esperar. ¿Estás loca, no te das cuenta que lo estás malacostumbrando desde el primer momento?
Y ahí estábamos las dos, mano sobre mano, sentadas en el sofá haciendo tiempo, mientras esperábamos que pasaran esos minutos reglamentarios.
El coche de Albert era amarillo como el de Mario, pero era un Renault 5. Si nos había visto algún vecino seguro que pensaría que mi vida cotizaba a la baja; aunque Albert también era guapo; quizás no tanto como Mario; pero tenía ese punto que lo convertía en un hombre atractivo; como suele decirse, resultaba un chico interesante.
De la película apenas me acuerdo de nada. Lo único que recuerdo es a Ewan McGregor, ¡qué bueno estaba el tío!, y la chica esa de Lost in Translation que se pasaban medía película corriendo de un sitio para otro. Al acabar, Albert sugirió que podíamos ir a tomar algo y yo naturalmente acepté de inmediato.
- ¿Te ha gustado la película? – me preguntó
- La verdad para mi gusto hay demasiado movimiento y ¿a ti?
- Bueno ya la había visto la semana pasada con mi primo, pero esta vez la compañía era mucho mejor.
- ¿Por qué no me lo dijiste? Podíamos ido a ver otra.
- Y arriesgarme a que te arrepintieras, ni hablar. Me ha costado 8 años poder invitarte al cine.
- ¡ Qué tonto eres! ¿Y qué ha sido de ti en estos últimos años?
Albert me contó que se sacó la carrera de Medicina y ahora estaba haciendo el MIR, la especialidad de neurocirugía en el hospital de Bellvitge. En dos años acabaría y dentro de 10 años se convertiría en el mejor neurocirujano del mundo.
Años después descubrí que Albert no estaba fanfarroneando y que sus notas tanto en la facultad como cuando fue residente siempre fueron las mejores de su promoción. Tal vez, si no hubiera sido por mí, hubiera alcanzado su meta.
Yo, por mi parte, le ofrecí una breve y edulcorada revisión de los últimos años de mi vida; sin entrar por supuesto en detalles escabrosos y acabamos hablando de otras personas de las que teníamos conocimiento mutuo.
- Y aquella chica pelirroja tan guapa que siempre iba contigo. ¿Qué ha sido de ella?
- Te refieres a Susí,¿no?- al verle asistir con la cabeza, continué – pues acabo Magisterio hace unos años. Nos llamamos de cuando en cuando; pero ya hace tiempo que no nos vemos. La verdad es que hemos perdido bastante la relación que teníamos.
Como siempre que hablaba de Susi, me entristecía; todavía la recordaba abrazándome en la cama la noche que perdí mi virginidad y sobre todo la imagen de ella desvalida, tirada en aquella cama que me ha perseguido toda la vida y nunca he conseguido olvidar. Albert supongo que se dio cuenta y rápidamente cambió de tema.
Una hora más tarde paraba su vehículo delante del portal de mi casa.
- Me lo he pasado muy bien- dije a modo de despedida.
- Yo también, ha sido una noche mágica.
Y nos quedamos los dos mirándonos como tontos, como adolescentes de una película americana sin saber que hacer cuando por mi parte estaba deseando que me besará, que me cogiera entre sus brazos y que me hiciera el amor; pero no me atrevía a dar el primer paso, por alguna extraña razón parecía que había vuelto ocho años atrás cuando aquel chico de ojos verdes me invitó al cine.
- Adiós, espero que volvamos a vernos algún día.
- Claro, que sí - respondí algo frustrada - Adiós…
Abrí la puerta y despacio me dirigí al portal de casa. Cuando estaba metiendo la llave en la cerradura, me giré y vi como sus ojos seguían fijos en mí. Extendí mi mano para despedirme y crucé el umbral. Recuerdo una peli de esas románticas que tanto me gustan que un amigo le decía al protagonista que si al final la chica se giraba, eso quería decir que le gustabas. Esperaba que Albert también hubiera visto la película.
El lunes por la mañana durante el break del café me tocó poner al día a Carla.
- ¿Me estás diciendo que ni tan siquiera te besó?
- Bueno era nuestra primera cita – le defendí; aunque interiormente estaba tan sorprendida como Carla.
- A ver si va a ser gay.
- No digas tonterías – respondí furiosa.
En ese mismo instante, como si fuese consciente de la gravedad de la situación sonó mi móvil. Era él.
- ¿Te gusta el pescado?
- Por supuesto. Como de todo y no hago ningún tipo de dieta.
Bueno esto último no era del todo cierto; porque cuando empiezas a entrar en una edad o controlas un poco lo que comes o acabas optando al premio foca del año.
- Muy bien, el próximo sábado pasaré a buscarte y te llevaré a cenar. ¿Te parece bien a las ocho?
Estuve tentada de decirle lo de consultaré mi agenda. Más que nada para castigarle un poquito, pero no quise tentar la suerte y me apresuré a aceptar.
- A las 8 me parece perfecto. Hasta el sábado.
- Muy bien. Adiós, princesa.
Escuetamente informé a Carla.
- No es gay, me ha invitado a cenar el sábado y me ha llamado princesa.
Estuve toda la semana impaciente, ansiosa como si fuera una adolescente esperando su primera cita. Estaba totalmente confundida ante el alud de sensaciones enfrentadas que me proporcionaba Albert ¿Cómo podía ser que nunca le hubiera hecho ni caso y ahora no dejara de pensar en él?
Y llegó el sábado. Esta vez no dude y escogí un vestido corto, de color azul eléctrico con la espalda totalmente descubierta y un buen escote delantero. Se habían acabado las tonterías, no pensaba hacer prisioneros esa noche.
Albert me llevó a un pequeño restaurante, al lado del mar en un pueblo costero cercano a donde me había criado. Compartimos una xatonada, una ensalada de escarola, salazones y una salsa xató, similar al romesco. De segundo pedí un lenguado menier, todo ello regado con un Muscat muy frío.
Fue una velada maravillosa. Albert era un conversador excepcional y además estaba dotado de un fino sentido del humor; no podías evitar reírte una y otra vez: El tiempo se me pasó tan rápido que cuando me di cuenta, ya estábamos otra vez en el coche dirección a Barcelona.
- ¿Dónde te gustaría ir ahora?
Iba a responderle que al fin del mundo, pero me quedé en un “a donde tú quieras”, que para mi sorpresa resultó ser su casa.
Albert vivía en un apartamento de un solo dormitorio, con un comedor lleno de estanterías rebosantes de libros y revistas científicas y una enorme terraza que contrastaba con la escasez de la vivienda. Desde allí se divisaban unas magníficas vistas del puerto de Barcelona totalmente iluminado. Me explicó que para él lo más importante era tener contacto visual con el mar.
Salimos a la terraza y mientras dejaba vagar mi vista por aquel paisaje urbano, volvió con una cubitera donde reposaba una botella de cava y un par de copas.
- ¿No estarás intentando emborracharme para aprovecharte de una pobre chica, no?
El ruido del tapón al ser liberado ocultó mis últimas palabras y cuando me pasó mi copa de cava pregunté mirándole fijamente a los ojos:
- ¿Por que brindamos?
- Por los sueños. Para que se hagan realidad.
Ya sé que no soy de llevar la iniciativa, pero no me pude contener y le besé. Al principio fue un beso tímido, de tanteo que se convirtió en un volcán desatado de pasión. Albert me arrastró hasta su habitación y sin dejar de besarme, bajó los tirantes de mi vestido y permitió que cayera ingrávido hasta el suelo dejando mi desnudez apenas cubierta por un pequeño tanga de color azul cielo.
Se separó un poco, mientras me permitía que desabrochara los botones de la camisa y le quitara el pantalón. Entonces me estiró sobre la cama y me empezó a besar. Al principio mis labios, luego fue bajando por mi cuello, por mis senos, deteniéndose en lamer mis pezones que aparecían duros como piedras y siguió bajando, rozando mi ombligo y llegando hasta el final del trayecto donde empezó a chupar mis labios exteriores tras quitarme el tanga poco a poco mirándome con aquellos ojos verdes tan suyos, mientras una oleada de deseo me iba embargando.
Después los abrió y su lengua subió hasta mi clítoris, produciéndome escalofríos de placer que se acentuaron cuando introdujo primero un dedo y después un segundo dentro de mi encharcada vagina.
Y exploté, grité. Me había propuesto no ser muy ruidosa; pero no lo pude evitar. El orgasmo me cogió de sorpresa. Normalmente me cuesta más alcanzarlo; pero aquella noche simplemente en los preliminares había alcanzado el cielo. Quedé por unos momentos exhausta, sin poder moverme, mientras Albert seguía besándome el cuello y sus manos recorrían mi cuerpo entre caricias suaves.
Era mi turno; ahora fui yo la que le bajó el bóxer negro que ya mostraba su excitación y liberando su miembro, empecé primero a reseguirlo con mi lengua mientras mi mano masajeaba su escroto. Estuve así unos minutos y luego de repente paré, me incorporé y le miré fijamente para evaluar el efecto de mis maniobras. Apenas pudo pronunciar un “sigue, por favor”, antes que volviera a coger su pene erecto y me lo llevara a mi boca, primero el glande, dejando que rastros de saliva cayeran por todo el miembro y luego me lo fui metiendo poco a poco, devorándolo hasta sentirlo en mi garganta mientras mis manos masajeaban sus testículos. Repetí la maniobra una y otra vez; sacándola de vez en cuando para dedicarme a repasar su escroto con mi lengua; hasta que noté que su excitación se había disparado y se iba a correr.
Entonces volví a su lado y le besé para que probará mis labios humedecidos con su liquido preseminal que ya fluía por su miembro erecto, para que probara el sabor de su propio sexo.
- Ponte un condón.
Cortó un preservativo de una tira que tenía el cajón de la mesilla de noche, pero no dejé que se lo pusiera, se lo arrebaté y rasgando la envoltura con mis dientes, lo saqué y se lo puse. Chupé su miembro un par de veces más, notando el sabor del látex en mi boca y entonces lo monté. La introduje poco a poco mientras observaba como estaba en mi poder, como sus ojos reflejaban el placer que le daba y escapaban pequeños gemidos de entre sus labios. Y me empecé a mover. Al principio muy lentamente haciendo que su pene se deslizara por toda mi vagina. Sus manos dejaron de agarrar mis caderas y se posaron sobre mis pechos, al principio acariciándolos para posteriormente pellizcar suavemente mis pezones.
Toda mujer tiene una zona erógena a la que no se puede resistir. En mi caso, son los pezones. Cuando alguien consigue masajearlos con habilidad, me derrito, pierdo la compostura y me dejo llevar.
Ese fue el momento en que perdí el control y empecé a acelerar el ritmo hasta convertirlo en una galopada desenfrenada, mientras apretaba el miembro con mis músculos vaginales. Creo que no resistimos más de un minuto hasta fundirnos los dos en un tremendo orgasmo que me hizó caer rendida sobre su pecho y esconder mi cara entre las sábanas.
Poco a poco recobré el sentido mientras sentía como su pene iba perdiendo su dureza y sus manos me acariciaban la espalda y masajeaban mi nuca. Me incorporé de repente y quitándome el pelo de mi frente no pude dejar de preguntarle:
- ¿Se han cumplido tus sueños?
- Ocho años, ocho años de sueños se han hecho realidad esta noche, mi princesa.
Éramos jóvenes, nuestros cuerpos pedían más y más placer con el que saciarse. Volvimos a hacerlo; está vez sin premura, recorriendo los cuerpos con nuestras manos, examinando todos los pliegues y rincones y cuando volvimos a estar a punto lo atrapé cruzando mis piernas en su espalda y empujándole para que alcanzará la parte más íntima de mi vagina.
Finalmente nos levantamos y nos metimos en la ducha donde seguimos con nuestros juegos, enjabonándonos el uno al otro, pasando la esponja por todo su cuerpo; mientras el agua de la ducha mojaba nuestros labios unidos por el deseo.
Al salir de la ducha y volver a la habitación, me apresuré a rescatar mis prendas para empezar a vestirme.
- ¿Qué haces?
- Pues vestirme, ¿no pretenderás que vuelva así a casa, no?
- Lo que pretendo es que te quedes a dormir conmigo. Te presto una camiseta y mañana ya veremos.
Me quedé parada, sin saber qué hacer. Ninguna de mis expectativas pasaba por no dormir en mi cama aquella noche; aunque Albert resolvió rápidamente la cuestión tirándome una camiseta de un equipo baloncesto americano que me iba enorme pero con la que compartí la noche. Entré en la cama y me apretujé contra su cuerpo tapado simplemente con un pantalón corto mientras dejaba que sus largos brazos envolvieran mi cuerpo y así ,ocho años después , volví a dormirme sintiendo el abrazo de una persona que me quería.
Desperté y me encontraba sola en la cama. Me levanté siguiendo el aroma del café recién hecho que me condujo hasta la cocina donde Albert estaba acabando de preparar un desayuno para un ejército. Tostadas, croissants, fruta, zumo natural…y en el centro de la mesa un pequeño jarrón con una rosa azul.
- Es que como no sabía que es lo que desayunas… - dijo con una carita de niño bueno de ésos que nunca han roto un plato.
Mi abuela siempre me decía que el hombre con el que me habría de compartir mi vida lo conocería desayunando una mañana y no en la cama por la noche.
Un año después, me casé con Albert.