Anna IV
Un reencuentro y la historia se repite
Capítulo IV
Saqué el móvil del bolso y me puse a hojearlo. No tenía mensajes. Revise el WhatsApp, la última entrada era la de Manuel esta misma noche. La borré, como si con este infantil gesto pudiera borrar los últimos meses de mi vida; pero no, las cosas no son tan fáciles. Revise el WhatsApp de Albert, su último mensaje era del jueves y se despedía con un te quiero. Fui bajando por la interminable lista de contactos y entonces me fijé en Mario, su cara sonriente, de triunfador que nunca ha dado un palo al agua, me hizo recordar la última vez que nos vimos.
Ana, Julio 2005
- Anita, cariño. ¿A que no sabes de lo que me he enterado?
La voz de mi madre resonó en mi mente como si fuera un tambor etrusco. Ayer habíamos salido de marcha con los compañeros del trabajo y apenas había dormido 4 o 5 horas. Llevaba algo más de un año trabajando para esta compañía de publicidad y de momento no me podía quejar, me habían aceptado como una más y estaba perfectamente integrada en la empresa; aunque el precio que había tenido que pagar eran las más que frecuentes salidas nocturnas a las que no me había parecido correcto negarme.
- Ana, mamá. Llámame Ana; ya sabes que me molesta que me llaméis así.
- Sí, cariño. Es que a veces lo olvido. Van a hacer una fiesta, tienes que venir.
- Mamá no te preocupes, pero no estoy yo para fiestas en estos momentos.
Probablemente se trataba de alguna estratagema de mi madre para ver si encontraba un chico serio y responsable con el que casarme y fundar una familia. Últimamente el nivel de indirectas sobre el tema había subido de manera exponencial.
- No, no lo entiendes. Nos ha llegado una carta de tu instituto; porque ésta es la dirección que les consta. Van a hacer una fiesta de antiguos alumnos en el gimnasio. Irán los de tu promoción. Tienes que venir, Anita.
Lo que me faltaba: una fiesta de antiguos alumnos, donde todas mis “queridas amigas” a las que no había visto desde entonces se presentarían felices del brazo de sus novios o esposos. Mi madre me informaba regularmente del parte matrimonial del pueblo, para ver si me animaba y tomaba buena nota y lo cierto es que la mayoría de chicas de mi grupito estaban casadas, e incluso hasta teníamos una divorciada. Si me hubieran dado a elegir, casi prefería ir a trabajar al huerto con mi padre.
- Bueno, mamá. Veré lo que puedo hacer. Ya te diré algo, adiós.
- Adiós, cielo. Te envío una foto de la invitación para que sepas cuándo es.
A los pocos instantes de colgar, un pitido me informaba que la amenaza de mi madre se había cumplido y en la bandeja de entrada me esperaba la maldita invitación.
Estaba a punto de confirmar el borrado, cuando me pudo la curiosidad y le pegué un vistazo. Era un sábado, en quince días. Una reunión en el remodelado gimnasio de 4 a 8 de la tarde. Espero que tuvieran aire acondicionado, porque si no aquello se iba a convertir en un concurso de lipotimias. El dedo pasó un par de veces por la tecla de confirmar, iba y venía. Entonces pensé que quizás fuese una buena ocasión para ver a Susi. Llevábamos más de medio año sin vernos y pese a mis reiterados intentos para que nos viésemos, mis variados planes acababan con alguna excusa de su parte. Desde aquel verano, nos fuimos distanciando poco a poco; como si me hiciera culpable sin decírmelo de lo que pasó allí, como si me echara en cara que la hubiera dejado ir sola a aquella fiesta. El caso es que poco a poco y muy a mi pesar fuimos dilatando nuestros encuentros.
Me apetecía verla y quizás la reunión sirviera de excusa para reunirnos. Y si aceptaba, entonces me enfrentaría al segundo problema, el que ya de por si me quitaba todas las ganas de acudir; porque naturalmente no podía presentarme sola. Eso sería como reconocer que mi vida se había estancado y que me había convertido en una pringada. ¿Pero de dónde sacaba yo un príncipe azul que hiciera morir de envidia a aquellas arpías en tan solo un par de semanas? Era imposible o…no. Se me acababa de ocurrir una posibilidad; aunque no estaba segura de que fuera una buena idea y en todo caso habría que asumir un precio.
Mario era un encanto: guapo, con un cuerpo de gimnasio diario, simpático y encima sus padres pertenecían a una de las familias adineradas de la ciudad. Solo tenía un pequeño defecto: era un idiota integral. Pero vamos, si conseguía que no abriera demasiado la boca; podría dar el pego.
A Mario lo conocí mientras diseñábamos una campaña de publicidad para una cadena de tiendas de su padre. Lo único que dijo en una reunión que duró más de dos horas y donde discutimos las estrategias de la campaña fue si quería ir a cenar con él.
A los pocos instantes de empezar la cena ya me di cuenta la razón; o mejor dicho las dos razones por las que había sido la escogida. De hecho, creo que en toda la noche solo apartó alguna vez la vista de mi escote cuando pasaba otra mujer cerca de nosotros. La verdad es que se mosqueó un poco cuando le hice saber que debido a un molesto y repentino dolor de cabeza, tenía que declinar su amable invitación para enseñarme su apartamento de lujo, cama incluida. Aunque si algo se le ha de reconocer al chico es su perseverancia; pues desde aquella cita había seguido llamándome todas las semanas para ver si volvíamos a quedar.
Aquella misma tarde llamé a Susi y pesé a su inicial negativa, conseguí convencerla para que fuéramos a la reunión; ahora sólo me quedaba atar la segunda parte de mi plan. La verdad es que fue más fácil de lo que hubiera podido prever; Mario estuvo dispuesto a acompañarme y a cambio solo pidió que después aceptara su invitación a cenar. Incluso no se molestó cuando le insinué que no estaba interesada en visitar su apartamento; supongo que debió pensar que eso ya lo solucionaría más adelante.
Durante ese tiempo, llamé un par de veces a Susi para confirmar su asistencia y que no se me echara atrás y por fin llegó el susodicho sábado.
Lo primero que hice fue comer pronto. Sobre las 12, me preparé un plato de espagueti y una ensalada. Después empezó el inevitable ritual que toda chica debe seguir para prepararse ante una cita y que esencialmente comprende ducha con lavado de pelo incluido, maquillaje suave (ése que apenas se nota, pero que no baja de media hora) y por supuesto el vestuario, que esta vez no significó un problema porque ya me había gastado la mitad de mi sueldo la semana pasada para no tener que ponerme a decidir en el último momento. Ya sabéis algo sencillito: un vestido de tirantes negro con estampado floral y escote de V (aquí la V serviría tanto para señalar la forma como para sugerir que era de vértigo), con falda asimétrica, que traducido viene a ser que una pierna no enseñas mucho y la otra casi todo y unas sandalias griegas de esas que se atan a los muslos con acabados dorados de Aquazzura.
Justo cuando ya estaba dándome los últimos retoques, sonó el interfono, contesté y solo hice esperar a Mario unos 15 minutos mientras me acababa de arreglar. Al salir a la calle, me esperaba resplandeciente, sujetando sonriente la puerta de su Maserati para que tomara asiento. ¡Qué desperdicio de cualidades había tenido la naturaleza con Mario!¡ Si solo le hubiera dado un poquito más de cerebro!
Subirse a un coche así con el suelo tan bajo y tú con la falda tan corta resulta un ejercicio de contorsionismo de muchos quilates, bueno eso en el caso de que no quieras ofrecer un espectáculo extra a los transeúntes que ya de por si se sienten atraído por el coche; pero al final lo conseguí y pudimos partir sin más demora.
Afortunadamente el ir por la autopista a 200 kilómetros por hora, nos permitió recuperar el cuarto de hora de la puesta a punto final. Supongo que lo debió hacer para impresionarme, pero en realidad lo único que consiguió fue que llegara con los nervios a cien.
En el vestíbulo del instituto habían montado sobre una mesa un punto de recepción/información donde a cambio de tu nombre y teléfono que apuntaban en una lista te regalaban una de esas tarjetas identificativas con tu nombre. Supongo que para que nadie metiera la pata y pudiéramos buscarnos con más seguridad. En la mesa, estaba Inés una de mis amigas del instituto. No pude dejar de observar que había ganado algunos kilos y que el vestido en el que se había embutido había conocido tiempos mejores. Por supuesto nos dimos un par de besos protocolarios a ambos lados de las mejillas, antes de presentarle a Mario y observar con agrado esa mirada mitad envidia, mitad admiración que me devolvió. Solo por eso ya valía la pena haber venido.
Entramos en el gimnasio, que por cierto estaba muy cambiado, tanto que prácticamente no lo reconocía. Afortunadamente estaba dotado de aire acondicionado y la parte central estaba montado como si de una gran pista de baile se tratara, rodeada por mesas y sillas. Al fondo habían instalado un bar improvisado.
Estuve cerca de una hora deambulando por ahí, saludando a todos los que conocía y presentando a Mario, un amigo, a todas mis amigas. Ya que me lo había traído, tenía que amortizarlo.
Sin embargo, después de recorrerme todos los rincones, no encontré a Susi. Aquí he de precisar que la reunión incluía un recorrido por el edificio con una visita final a las aulas donde tanto nos habían hecho sufrir. No sé porqué, pero en aquel momento se me pasó por la cabeza un grupo de viejecitos judíos visitando el campo de Mauthausen.
Llamé a Susi. No se encontraba bien y no se sentía con fuerzas para asistir al evento. Lo sentía mucho, porque tenía muchas ganas de verme. Mentiría si dijese que me sorprendió; algo dentro de mí, me decía que no vendría.
La gente empezó a bailar, en el techo habían instalado una enorme bola lumínica que repartía destellos por toda la pista. La música era la típica de nuestra época del Insti, por lo que casi todas las canciones me resultaban conocidas. Al cabo de un rato de sonar música disco y viendo que la afluencia en la pista empezaba a bajar, alguien debió decidir que era hora de introducir música lenta, esa que se baila agarrados mientras le susurras tonterías a tu pareja. Ahí tuve mala suerte y tuve que aceptar algunas invitaciones a bailar de excompañeros para no parecer borde, mientras Mario permanecía rodeado de compañeras mías que empezaban a tomarse sus confianzas, por lo que antes de que empezasen a hacer preguntas incómodas y Mario a dar respuestas inadecuadas, decidí salir y volver a su lado.
Eran casi las siete, ya habíamos pasado lo peor. Unos minutos más y podríamos abandonar la fiesta con la satisfacción del deber cumplido.
- Mario, cielo. ¿Me traerías algo fresquito de beber?
- Lo que tú me digas, princesa - dijo agarrándome por la cintura
- Un gin tonic, si puede ser que no sea de garrafón.
- Inmediatamente, tus deseos son órdenes para mí.
Está vez acompañó sus palabras con un sutil beso en mi cuello. Estaba claro que Mario había decidido que ya era un buen momento para empezar a cobrarse sus servicios. Sería mejor que nos fuéramos lo antes posible.
- Parece que contigo siempre llego tarde.
Me di la vuelta para enfrentarme a aquellos ojos verdes que una vez tanto me habían impresionado.
- ¿Albert? No te había visto.
Claro que era él. Lo hubiera reconocido entre miles; aunque debo reconocer que estaba bastante cambiado. El chico desgarbado y pobremente vestido, había dejado lugar a un hombre alto y delgado; pero con unas proporciones de lo más correctas. Vestía unos tejanos y un polo azul cielo de Ralph Lauren. Pero eran sus ojos, aquellos ojos verdes los que captaban toda tu atención. Te obligaban a fijar tu vista en ellos y no te dejaban apartarla. Irradiaba una seguridad en si mismo casi molesta. Su voz guardaba aquellos matices cálidos que me hicieron reconocerla al instante.
- Sí, bueno he llegado hace unos minutos. No sabía si venir o no y al final me he decidido a abandonar Barcelona y pasar a saludar a algunos amigos de nuestra ex clase.
- ¿Por qué has dicho que conmigo siempre llegas tarde?
- Ja, ja. Nada cosas mías. Me acordaba de una vez que te invité a ir al cine…
- Y que yo no acepté porque habíamos quedado con unos chicos.
- Vaya veo que te acuerdas. Nunca lo hubiera dicho.
- Pero al final no me invitaste. Estás en deuda conmigo. ¿Por qué no me invitas uno de estos días? Yo también vivo en Barcelona y ya sabes, las promesas se han de cumplir.
- Sí claro, por supuesto. Dalo por hecho, uno de estos días te llamo.
¿Qué porqué lo hice? Pues no lo sé. La verdad es que yo no soy de las que dan el primer paso y estaba fuera de lugar recordar aquella invitación hecha tantos años atrás, pero no pude resistir la tentación.
En ese momento volvió Mario con un vaso en cada mano y alargando uno de ellos dijo:
- Aquí tienes, cariño. Tu bebida.
- Éste es Albert un compañero de clase. Mario, un amigo.
Procuré que lo de amigo sonase lo más aséptico posible; pero por la manera con que Albert pasó su mirada del uno al otro, creo que no lo interpretó así. Al final, la obra que interpretábamos se había vuelto en mi contra y no podía hacer nada para arreglarlo.
- Si me disculpáis, voy un momento al lavabo.
Cuando volví, al cabo de unos minutos, Albert se había ido. Lo busqué con la mirada, pero ya no lo vi más en aquel pabellón.
- ¿Quién era, princesa?
- Nadie, un compañero de clase. Si te digo la verdad creo que hemos estado más tiempo hablando ahora que durante todo el curso. ¡Ah y ya puedes dejar la interpretación! Es hora de marcharnos, la función ha acabado.
- Pues la verdad es que me lo he pasado bien y todo. Quizás debería plantearme trabajar en el teatro o en el cine.
- Sí quizás no sería mala idea. Venga, vámonos de aquí.
La tarde estaba ya bastante avanzada cuando salimos. Tres o cuatro personas rodeaban el coche de Mario, observándolo con curiosidad. Por lo menos había dado tema para hablar en el pueblo los próximos días. Justo cuando Mario arrancó el coche, Albert pasó por delante y me saludó con su mano extendida. Ni tan siquiera pude devolverle el saludo, me quedé como petrificada viendo como la historia volvía a repetirse. Tenía muy claro que Albert no me iba a invitar al cine.