Anna I
La noche que todo cambió (versión de Anna)
Aunque no es estrictamente necesario, antes de leer este capítulo, sería aconsejable leer un pequeño un pequeño prólogo en tres cortas partes titulado “Una noche en el Juli”, que podréis encontrar en esta misma categoría. Cuando estéis dispuestos, acompañadme en este pequeño viaje por mi vida, contemplad mi alma desnuda y a cambio una única cosa os pido: antes de juzgarme, escuchad mi historia.
Anna, Capítulo 1
Me bajé del taxi delante de las escaleras del vetusto edificio de la Complutense que servía de Instituto anatómico forense, subí las escaleras y ante mí se abrió un sobrio vestíbulo donde dormitaba un conserje que me atendió.
- Soy Anna Calvet, me han llamado hace unos minutos la policía. Al parecer mi marido ha sufrido un accidente y está muerto.
- Si fuera tan amable de facilitarme los datos.
El conserje introdujo los datos de mi marido en el ordenador y asintió con la cabeza.
- Sí, señora, el accidente ha tenido lugar hace un par de horas. El forense está con él, cuando acabe la llamarán para que reconozca el cadáver. Acompáñeme por favor.
Lo seguí a través de un auténtico laberinto de pasillos, con puertas cerradas y etiquetas identificativas sobre cada puerta. Me condujo hasta la parte trasera de aquel edificio de otra época, una estructura rectangular completamente funcional, dividida en varias plantas. Un silencio sepulcral se extendía por doquier y eran nuestros pasos los únicos testigos mudos de vida en aquellas salas. Subimos unas escaleras que habían conocido mejores tiempos y al final de un pasillo, se detuvo frente a un banco de madera situado al lado de una puerta con un cartel que rezaba sala de autopsia. Creo que fue en ese momento cuando noté el olor, un olor dulzón; ese mismo olor que a veces se expande por las casas viejas y abandonadas. Era el olor de la muerte y me hallaba claramente en su palacio.
- Puede esperar aquí – me sugirió el conserje, ofreciéndome galantemente el banco con un gesto teatral- si necesita cualquier cosa, no dude en pedírmela.
- ¿Sabe cuándo me dirán algo?- logré medio balbucear.
- No, señora. Por lo que sé el cuerpo ha quedado muy deteriorado. Tendrán que recomponerlo, supongo. No se preocupe; les avisaré y en cuanto puedan saldrán a informarla.
- Gracias - conseguí responder antes de dejarme caer sobre aquel banco de madera.
El conserje desandó sus pasos y se perdió por la puerta que habíamos cruzado unos instantes antes. Estaba sola, rodeada por un silencio que no parecía propio de este mundo, esperando que de algún momento a otro algún fantasma cruzara las paredes.
Al poco tiempo noté que el cansancio me embargaba, mis ojos pugnaban por cerrarse o por llorar. ¡Dios cómo me hubiera gustado poder llorar en aquel momento! Pero sentía tal dolor en mi corazón que me lo impedía. Era una sensación extraña, deseaba dejarme ir, deseaba que el dolor me inundase por completo y refugiarme en las lágrimas que limpiasen mi cara, mi culpa; pero no podía; supongo que mi penitencia comportaba el no poder liberarme. Hasta eso me era vetado.
Entonces empezaron a acudir los recuerdos a mi mente para atormentarme, para hacerme más culpable. Me veía en aquella habitación de hotel, a cuatro patas y desnuda sobre la cama mientras mi jefe se venía una y otra vez, mientras llenaba mi vagina húmeda y conseguía mis primeros gemidos. ¿En qué pensaba en aquellos momentos? Creo que en nada, simplemente me dejaba llevar, le cedía toda la iniciativa a mi cuerpo y dejaba mi mente en blanco. No, no quería pensar, solo sentir; sentir que era una puta que estaba engañando a su marido, sentir que había vendido mi futuro por un plato de lentejas, que encima estaban mal cocidas. Pero así de estúpida había sido.
- ¿Dónde quieres que me corra, cielo? Te gustaría probar mi lechecita hoy, hace tiempo que no lo haces.
- No, hoy no. Córrete en mis tetas.
Me di la vuelta, mientras se sacaba el preservativo y se pajeaba de rodillas sobre mi cintura. Apenas fueron unos segundos antes de que notara el semen cálido y viscoso que se esparcía entre mis senos.
- Ha sido genial, como siempre. Me pones como el primer día; pero ¿tú no te has corrido?
- Claro que sí, no lo habrás notado; pero ha estado muy bien – mentí acompañándolo con mi mejor sonrisa. No, no me había corrido; pero tenía la sensación de que podríamos estar toda la noche intentándolo e igualmente me quedaría a dos velas.
- Voy un momento a refrescarme y tomamos algo antes del segundo asalto. ¿Qué te traigo?
- Nada, bueno una botella de agua.
- ¿Agua? ¿te has vuelto abstemia? ¿No prefieres un gin tonic?
- No agua, solo agua. Es que creo que algo me ha sentado mal en la cena.
- Pero si apenas has probado bocado, cariño. Parecías un pajarito mordisqueando la comida.
- No sé quizás sean los nervios. Ha sido una semana estresante.
- Ja, ja; pero al final te has salido con la tuya; le has vendido todo el paquete al cliente. Lo estamos celebrando, ¿no?. En unos meses vas a dirigir definitivamente tu propio equipo, ya verás.
Manuel se levantó y se dirigió al lavabo. Mientras cogí mi bolso y rebusqué hasta encontrar un paquete de toallitas húmedas; saqué una y me fui limpiando, la arrojé y cogí otra; los restos de semen parecían no querer abandonarme. Todavía sentía esa sustancia pegajosa al moverme. Me sentía sucia. Cogí otra toallita más, mientras veía como Manuel salía del aseo y se dirigía hacia el completo minibar de la habitación. Una suite en uno de los mejores hoteles de Madrid, Manuel no reparaba en gastos; aunque la verdad es que apenas disfrutábamos de la excelencia de las habitaciones; nuestra actividad quedaba reducida a la cama.
- No me pongas nada. No quiero tomar nada. ¿Me podrías llevar a casa? No me encuentro muy bien.
- Vaya, hoy me vas a dejar acompañarte a casa. Ya no te importa que alguien nos vea o quizás quieres el segundo en tu camita de matrimonio.
En ese momento sentí que una arcada subía desde mi estómago y a través de mi esófago subía hasta mi boca. Salté rauda de la cama y abrí como pude la puerta del lavabo y la tapa del retrete poco antes de arrojar los restos de mi frugal cena . Vomité una, dos tres veces; sintiéndome cada vez peor mientras intentaba como podía retirarme el pelo de mi frente.
- Vale, vale. Sé entender un no, cuando me lo dicen. Venga vístete que te acompaño a casa.
Apenas un minuto para lavarme la cara y extender mi mano húmeda sobre mi nuca. Después volví a la habitación a recoger mi ropa y sentada sobre la cama, me empecé a vestir mientras Manuel hacía lo propio. No hablábamos, la noche había acabado de la peor manera. Nos dirigimos al garaje apresuradamente sin intercambiar apenas unos monosílabos. La verdad es que no recuerdo lo que me preguntaba. Las puertas del ascensor se abrieron y pasamos por delante de la cabina de vigilancia. Había dos guardias de seguridad hablando; pero callaron cuando pasamos ante ellos. Noté su mirada acusadora en mi nuca. ¿Ya me diréis quién podía abandonar el hotel a esas horas? Supongo que pensarían que era una puta que ya había acabado el servicio y no iban muy desencaminados.
Nos subimos al Mercedes de Manuel, al instante la piel tapizada de sus asientos me rodeó y me reconfortó. El frío del cuero pasó a través de mi liviano vestido y me concedió una pequeña tregua.
- ¿Estás mejor? ¿Quieres que te acompañe a urgencias? – preguntó solicito Manuel, él siempre tan atento, tan caballero fuera de la cama.
- ¡No!- grité – Llévame a casa por favor. No es nada, seguro que mañana ya estaré bien.
- ¿Quieres que ponga música?
- Sí, por favor- respondí no tanto porque tuviera ganas de escuchar música , sino porque me brindaba la ocasión de seguir en silencio, de dejar que mi cerebro volviese a tomar las riendas de mi vida.
Empezó a sonar una canción antigua, de los años ochenta o noventa. Reconocí los nombres propios: Johnny and Mary; pero me resultaba difícil de entenderla.
- ¿De qué va la canción? – pregunté curiosa, sabiendo que Manuel hablaba perfectamente inglés. Se había educado en Inglaterra.
- Una pareja de tortolitos; pero que viven en mundos diferentes; él se da cuenta de que cada vez está más solo, mientras ella se peina. Carne de abogados, ya sabes.
Sí, quizás ésta era nuestra historia ahora. Nos habíamos convertido en dos extraños que compartían hipoteca y poco más. Estábamos llegando. Le pedí a Manuel que me dejará a dos calles de distancia.
¿ De verdad quieres que te deje aquí? No tienes muy buena cara. Si quieres te llevo hasta la puerta. Tampoco tiene que sospechar nadie porque te vea llegar con tu jefe con el que has cenado junto con tus otros compañeros.
No, de verdad, prefiero llegar andando. Así me despejo.
Manuel paró el coche y yo abrí la puerta.
- ¿ No me vas a dar un beso de buenas noches, tampoco?
- Prefiero no hacerlo, alguien nos podría ver. Nos veremos el lunes a primera hora en la reunión. Buenas noches.
- Buenas noches, cariño. Ponme un whatsapp para que sepa que has llegado bien a casa; sino no podré dormir tranquilo esta noche.
- No te preocupes, este barrio es muy seguro – dije antes de cerrar la puerta y encaminarme hacia mi casa.
Estuvo unos segundos observándome desde el coche y al llegar a la esquina puso el coche en marcha y me sobrepasó en un instante. Un par de minutos después, llegué hasta la puerta del portal y me dirigí al ascensor.
Al llegar a mi planta, saqué las llaves con cuidado del bolso y las introduje en la cerradura procurando hacer el menor ruido posible. La casa estaba a oscuras; no se oía nada. Me dirigí al lavabo de la primera planta. Era un ático dúplex y las habitaciones estaban en el piso superior.
Abrí el agua y recogiéndola con la palma de mi mano, la pasé por la frente que sentía caliente. Quizás había menospreciado los síntomas y había agarrado algo. ¡Menos mal que tenía un médico en casa! Pensé mientras dejaba salir una pequeña sonrisa sarcástica. ¡Vaya noche! Todo parecía ir de mal en peor. Recordé que había encontrado a Albert especialmente raro aquella tarde; pero como siempre me abstuve de preguntarle, hacía tiempo que vivíamos en dos mundos como los de la canción.
Me retiré el pelo de la cara, para hacerme una coleta y acabar de desmaquillarme y digo acabar porque parte del maquillaje se había quedado en las sábanas donde me habían follado. En ese momento me di cuenta de que las cosas siempre pueden ir a peor, el lóbulo de mi oreja derecha apareció huérfano; había perdido un pendiente; precisamente uno de aquellos pendientes…
Me apoyé en la pica y bajé la cabeza. Todo se iba a la mierda, me había convertido en una espectadora de mi propia vida, continuaba por inercia sin saber dónde iba, presa de mi propio miedo, de mi inseguridad.
Me quité los zapatos y subí al piso de arriba. No me había ni desmaquillado, no me veía con fuerzas. Me paré delante de nuestra habitación y empuñé el pomo de la puerta. Tuve que reunir fuerzas para abrirlo. Dentro, más oscuridad. Fijé la vista en la cama para comprobar que continuaba hecha, Albert todavía no había vuelto. Mejor así, pensé mientras encendía la luz. En la mesita, el reloj señalaba casi las tres, era extraño que Albert no hubiera vuelto todavía, a él que no le gustaba trasnochar; pero bueno últimamente muchas cosas estaban cambiando y él no era ajeno a toda aquella tormenta que parecía a punto de llevarse todo por delante.
Me desnudé, cogí un camisón corto de tirantes de la cómoda y me lo puse antes de sumergirme en mi lado de la cama. Noté la vibración del teléfono sobre la mesita. Era Manuel, un mensaje de Whatsapp. ¿Estás bien? Respondí con un lacónico sí y tras dejar el teléfono en la mesita, apagué la luz. La persiana no estaba completamente cerrada y se filtraba algo de luz de la calle, sumiendo la habitación en la penumbra.
No, no estaba bien. Hacía ya casi un año que todo empezó a ir mal, que todo se complicó. Hacía unos meses que engañaba a mi marido con mi jefe, mientras que él posiblemente hacia lo mismo con una compañera de trabajo. Hacia unos meses que apenas hablábamos, que apenas coincidíamos en casa y que los pocos momentos en que estábamos juntos, los dedicábamos a nuestras hijas. Quizás porque nos sentíamos culpables y no éramos capaces de afrontar la realidad.
Estaba cansada, harta. De mañana no pasaría. Le confesaría todo lo que había estado haciendo a sus espaldas, me liberaría. Sabía muy bien que era un camino sin retorno, sabía que sería el final de nuestro matrimonio; pero ya no aguantaba más. Era consciente de las consecuencias, en realidad no me importaría que lo descubriera y pudiésemos poner fin a esta farsa en la que se había convertido nuestro matrimonio.
¿ Y después qué? Esa era la pregunta que me martillaba las últimas noches. ¿Qué pasaría con nuestras hijas? ¿En qué nos convertiríamos? ¿Podría soportar su mirada cuando las viniera a recoger? ¿Podría sobreponerme a su desprecio? ¿Podría olvidarme de él?
Con estas preguntas, mis habituales compañeras de sueño últimamente, me dormí; acosada por un cansancio que cada vez hacía más mella en mí.
La melodía de mi IPhone, me despertó. Me costaba reconocer dónde estaba. Me incorporé mientras observaba en el despertador que apenas había pasado algo más de una hora y comprobé que era un número que no constaba en la agenda. Era raro, tenían que haber llamado varias veces, pues así estaba configurado el teléfono por las noches. Apreté el botón verde y me llevé el teléfono a mi oído.
- Buenas noches. ¿Es usted Ana Calvet? – preguntó una voz masculina que no fui capaz de reconocer.
- Sí, soy yo. ¿Qué pasa? ¿Por qué me llaman a estas horas de la noche?
- Señora Calvet….- hizo una pequeña pausa- Le llamamos de la Policía Municipal. – otra pausa- Su marido ha sufrido un accidente.
Se paró, puedo jurar que en aquel momento mi corazón dejó de latir durante unos instantes. Haciendo acopio de toda la energía que me quedaba pude todavía preguntar balbuceando:
- ¿Cómo …está?
- Lo sentimos mucho Señora Calvet, su marido ha fallecido.