Anita de tus deseos (capitulo 14)

Relato autobiográfico de Anita, dónde nos cuenta sus aventuras de sumisión desde que descubrió el sexo de la mano de su padre. En el capitulo de hoy: termina el castigo de Anita.

Este relato lo encontraras también en:

http://abismoinsondable.blogspot.com.es/

*   *   *   *   *

Empiezo casi todos los capítulos abriendo los ojos por la mañana. Tengo que ir pensando en variar los comienzos, pero la verdad es que por las mañanas abro los ojos. Hoy también es así.

No estaba a mi lado cuándo me desperté. Fui a moverme y comprobé que me dolía todo. La piel la tenía cómo acartonada y los hombros casi no los podía mover. Pero lo peor era la zona genital. Encendí la luz y vi que estaba tumefacta e inflamada. Con mucho esfuerzo me pude poner en pie y casi no podía andar. Papá entró en la habitación y me vio apoyada en la mesilla de noche intentando mantenerme erguida.

—¿Te encuentras mal?

—Me duele mucho, —dije quejándome mientras me llevaba la mano a la vagina.

Me ayudó a tumbarme otra vez y se acercó a la ventana subiendo la persiana. El sol entró a raudales, lo que significaba que era medio día por lo menos. Me separó las piernas y me estuvo inspeccionando la zona genital. Me tocaba con el dedo y se quedaba marcado de blanco en la piel.

— Si, está muy inflamado, —dijo al fin. Me ayudo a levantarme y me llevo al baño para que orinara. Limpiarme con el papel fue una dolorosa experiencia. Después bajamos a la cocina, me senté cómo pude en la silla y me dio un par comprimidos y un vaso de agua.

—Tomate esto que te hará bien. Ya es muy tarde para desayunar, esperamos un poco y comemos. ¿Vale? —afirmé con la cabeza—. ¿quieres un café u otra cosa?

—un poco de vino, —dije después de dudar un poco. Papá me miró con cara de desaprobación, pero finalmente me sirvió una copa.

—No me parece bien que bebas vino en ayunas: eso no lo hago ni yo. Pero bueno, lo tomaré cómo una excepción.

—Nunca tomo alcohol en ayunas papá, lo sabes muy bien, pero… no sé, me apetece.

—Vale, no te preocupes, no pasa nada, — y se sentó a mi lado con otra copa de vino.

Estuvimos charlando de cosas intrascendentes, y me fui animando al tiempo de las molestias remitían un poco, por la acción del vino y de los comprimidos. Al cabo del rato, se puso a hacer la comida: unas rodajas de salmón que sacó de la nevera.

—¿Vamos a bajar al sótano? —pregunté y afirmó con la cabeza. Extrañamente, a pesar de los dolores y de las marcas que habían quedado sobre mi cuerpo después de la intensa sesión de ayer, quería bajar otra vez, deseaba con todas mis fuerzas bajar y que me hiciera lo que quisiera. Pero además quería que él me lo ordenara, que me mandara, que me hiciera sufrir, que me utilizara para su placer: que me usara.

—Y tu ¿Quieres bajar? —afirmé también con la cabeza.

—Quiero hacer todo lo que tu quieras que haga.

—Buena chica, —dijo papá acariciándome la mejilla, y levantándose, añadió—: arrodíllate.

Hacerlo me costó un triunfo, pero cuándo lo conseguí, cómo recompensa, me encontré con la polla de papá en la cara. Empezó a restregarla, a amagar con que me la metía en la boca, pero no me dejaba. Intenté cogerla con la mano, pero no me dejó.

—Las manos a la espalda, —rápidamente le obedecí y siguió restregándome la polla por la cara. Después, empezó a darme golpes con ella. Me agarro por el pelo, me inclino hacia delante hasta que mi cara tocó el suelo al tiempo que él se arrodillaba, y sin miramientos metió un dedo en mi ano. Empezó a follármelo con el dedo y luego dos. En ese movimiento con los otros dedos me rozaba la vagina produciéndome mucho dolor, pero el placer se fue abriendo paso hasta que termine jadeando y gimiendo. Siguió hasta que notó que estaba al borde del orgasmo y entonces paró dándome una docena de azotes en las nalgas con la mano.

Se levantó y tirándome del pelo me hizo levantar a mí también.

—Vamos para abajo, —dijo dándome un fuerte azote en el trasero. Le seguí y comprobé que me podía mover mejor: seguramente por los comprimidos y la excitación. Bajar las escaleras, sí me costó mucho trabajo. Papá no me metió prisa, y estuvo pendiente por si me caía. Cuándo llegué abajo iba sudando por el esfuerzo. Volvió a cogerme del pelo y me llevó hasta el potro, poniéndome delante. Me separó las piernas hasta que los tobillos coincidieron con las patas y los sujeto con tobilleras. Después, me inclinó hacia delante y me sujeto con muñequeras las manos por el otro lado. De un cajón sacó una mordaza con un aro muy grande y me lo puso en la boca. Me mantenía las mandíbulas muy abiertas y me molestaba mucho. Por debajo del potro, vi cómo papá colocaba una banqueta justo detrás de mi y se sentaba con el mueble a mano. Cerré los ojos y me preparé porque comprendí que iba a empezar a manipularme los genitales.

Me estuvo lubricando y me separó los labios vaginales. Noté cómo me introducía algo en el interior: grande, posiblemente redondo y tuvo que apretar para que entrara. Me dolió al hacerlo, pero casi no me quejé. Por debajo, entre las piernas vi cómo colgaba un trozo de cable. Entonces, si previo aviso, recibí un golpe a la altura de los riñones con el látigo de colas. Intenté levantar la espalda, pero las ataduras de las muñecas me lo impedían. No fue uno aislado, los latigazos fueron cayendo rítmicamente y aunque al principio no grité mucho, cuándo llevaba un rato recibiendo unos golpes que me quemaban la piel, chillaba a pleno pulmón a través del aro que me mantenía abierta la mandíbula. Sin dejar de darme golpes, papá se situó junto a mi cabeza y sujetándola por el pelo me metió la polla en la boca de dónde salían interminables hilos de babas. Entonces entendí por qué es tan grande el aro: está a la medida de papá.

Me folló la boca mientras seguía azotándome la espalda y ahora ya no podía gritar: su polla me lo impedía. Solo se oía el sonido cadencioso de los golpes de látigo y mis gruñidos. Noté el sabor de su semen, pero con la boca tan abierta fue imposible que me lo tragara, y cuándo se retiró, babas, semen, junto a mis lágrimas llegaron al suelo.

Dejó de golpearme, y después de rebuscar en el mueble, se metió debajo de mi y vi, y sentí, cómo me ponía unas bolas de plomo sujetas a una pinzas metálicas dentadas en los doloridos pezones. El peso tiraba terriblemente de ellos hacia debajo. No se que me dolía más, si los dientes de las pinzas o el peso de los plomos. Después, vi cómo cogía una fusta, se situaba detrás, e intenté prepararme para el golpe que sin lugar a dudas iba a recibir. Me afectó a las dos nalgas a la vez y el dolor fue tremendo, pero distinto a que me causaba el látigo de colas. Siguió golpeándome mientras lloraba, chillaba, e intentaba incorporarme, algo que era imposible. Ese forcejeo, hacía que las bolas de plomo de los pezones se bambolearan con violencia de un lado a otro. Entonces, mientras seguía recibiendo fustazos, sentí algo en el interior de la vagina. Una vibración que fue aumentando lentamente, hasta llevarme inexorablemente, a un orgasmo. Papá no paró. Indiferente a mis gemidos y chillidos, siguió con la fusta y con la vibración, pero empezó a golpear más abajo, casi donde se unen a la parte alta del muslo. Los golpes abarcaban las dos nalgas y la vagina, y el dolor era tremendo. Aun así, llegue a otro orgasmo, momento que aprovecho papá para cogerme con los dedos el clítoris y empezar a retorcerlo, mientras mis jugos le mojaban la mano.

Quedé casi inerte sobre el potro, y papá desconectó lo que tuviera metido en la vagina y me dejó descansar un poco. Mi respiración se fue tranquilizando, pero estaba empapada de sudor y me causaba escozor en las marcas de los fustazos.

Cuándo descansé unos minutos, metió la polla a través del aro y me echó otra vez alcohol en la espalda. ¡Joder! Cómo rabié mientras notaba cómo la polla llegaba al fondo de la garganta empujándome la campanilla y provocándome arcadas y asfixia, y los pezones volvían a dolerme por el peso de los balanceantes bolas de plomo.

No se corrió y cuándo se cansó, soltó mis muñecas y me incorporó. Al hacerlo, el dolor de las marcas de los fustazos aumentó y el de los pezones ni os cuento.

Soltó las tobilleras y me llevó a la cruz de San Andrés con las pesas colgando de los pezones. Me sujetó manos y tobillos a los brazos de la cruz y procedió a quitarme en aro de la boca.

—Gracias papá, gracias, —articulé con dificultad por el dolor de la mandíbula. Me acarició la mejilla con la mano mientras yo totalmente entregada intentaba besársela. Puso la mano en mi vagina y solté un gemido de dolor al tiempo que juntaba sus labios y los míos y su lengua penetraba en mí. Al rato, se separó, cogió un cinturón de cuero y me lo paso por la cintura y la parte estrecha de la cruz, inmovilizándole el tronco.

Con terror vi cómo de uno de los cajones sacaba una bolsa de terciopelo y de su interior extraía un látigo largo de cuero negro. Hizo restallar varias veces el látigo, que hizo un chasquido fuerte, potente y aterrador. Empecé a llorar, pero en ningún momento pensé en decirle que no lo hiciera.

Siguió restallando el látigo y a cada chasquido me aterrorizaba más. Cuándo vi que se ponía a algo más de dos metros delante, y tuve la certeza de que me iba a azotar con él, aparté la vista y contraje el cuerpo para recibir el golpe. Oí zumbar el látigo varias veces cerca de mi mientras papá ajustaba la distancia y finalmente sentí un golpe que me quemaba la piel y me produjo un dolor insoportable. Grité, y mientras lo hacia, seguí recibiendo impactos. Me mire la tripa pensando que vería chorrear la sangre pero no había ni una gota: solo el nítido verdugón del impacto. Aunque no podía mover la cintura, si tenía los hombros más libres, pero al hacerlo, los pesos de los pezones se balanceaban descontrolados. Termine mirando a papá y mientras recibía el castigo admiré la maestría que demostraba. Gritaba, chillaba, lloraba, y berreaba mientras papá seguía impasible, pero en ningún momento le pedí que parara. Grité tanto que terminé un poco ronca durante varios días.

Y entonces, otra vez empecé a sentir cómo la vibración aumentaba en el interior de mi vagina y reparé que papá tenía el mando en la mano izquierda. Otra vez sentí cómo me encaminaba irremediablemente al orgasmo. Mientras me corría, dejó de azotarme y se acercó pasándome la mano por mis abdominales. Entonces me percate de que los tenía tan encogidos que los tenía perfectamente definidos, y a papá le gustaba. Cuándo me fui tranquilizando, se retiró de nuevo y comenzó con el látigo y el mando iniciando de nuevo el proceso. Y así, tres veces más. Cuándo consideró que era suficiente, de acercó otra vez y me morreo con mucha pasión. Sentir su boca en la mía con esa pasión casi hace que me corra otra vez. Estaba agotada. La piel del torso me solía cómo nunca pensé que pudiera dolerme. La verdad es que del torso y de la espalda y del trasero: de todas partes.

Cuándo creía que todo había pasado, todavía quedaba el final. Me quitó una pinza del pezón y cuándo la sangre empezó a fluir, sentí un dolor localizado tremendo. Mientras papá lo apretaba con los dedos, volvió a pasarme la mano por el chocho, y sin dejar de sobarlo, pasó al otro pezón con el mismo doloroso resultado, y a los pocos segundos pasó lo inevitable: me corrí en la mano de papá mientras su boca pasaba a la mía para aprovechar mis gemidos.

Primero me soltó los pies, pero me dejó las tobilleras de cuero. Paso un brazo por mi cintura para sujetarme y me soltó las manos dejándome las muñequeras. Me ayudó a andar y me llevó a la cama que había en el lateral. Reparé que todavía tenía la bola con la antena en el interior de mi vagina, y pensé que se le había olvidado a papá, pero lo deseché rápidamente cuándo vi que llevaba el mando en la mano. Entonces comprendí que no habíamos terminado.

Me puso de rodillas sobre la cama con las piernas bien separadas y los tobillos juntos uniendo las tobilleras con un mosquetón. Me inclinó hacia delante y me pasó las manos por entre las piernas. Quedé con los hombros y la cara sobre la cama mientras unía las muñequeras a las tobilleras. Sentí nítidamente cómo me echaba algo viscoso en el ano y comprendí que me estaba lubricando. Introdujo un par de dedos y estuvo un ratito metiéndolos y sacándolos mientras veía cómo se echaba un buen chorro en la polla que estaba tremendamente erecta con las venas a punto de reventar. Daba miedo, si no fuera porque la conocía perfectamente. Entonces noté cómo la bola de mi vagina se activaba otra vez, pero en esta ocasión no fue gradual, directamente empezó al máximo, y eso me obligo a chillar. Fue cómo un trallazo al principio doloroso y luego fantástico. Se colocó detrás, flexionó las piernas para poner mi ano a tiro, y sin más me embistió metiéndola toda de golpe. No sé si chillé, grité o gruñí, pero lo que si es seguro es que a los pocos segundos me había corrido. Papá me sujetaba firme por las caderas y siguió imperturbable metiéndola hasta el fondo mientras seguía gozando enloquecida. Entonces empezó a azotarme fuerte las nalgas con ambas manos hasta que se corrió. Yo no había llegado al segundo, pero me faltaba poco. Metió la mano entre mis piernas y alcanzó mi clítoris agitándolo vigorosamente hasta que llegué nuevamente al orgasmo.

Papá siguió un rato con la polla en mi interior, mientras me acariciaba la espalda. Sus manos se deslizaban sin dificultad por el sudor que me cubría. Salio de mí y me empujó con suavidad hacia un lado tumbándome. Me soltó las manos y los tobillos, pero continué en esa posición exhausta. No quería moverme, quería seguir así cómo estaba y dormir. Tiró de la antena de la bola y no sin dificultad lo extrajo. Se sentó a mi lado y siguió pasando su mano por mi cuerpo. Me dolía, me escocia por el sudor, pero era tan feliz que incluso tenía ganas de llorar.

Me ayudo a levantarme, pero casi no podía andar: sentía que las piernas no me sujetaban. Paso un brazo por detrás y sujetándome por los codos me subió casi en volandas por la escalera mientras sentía cómo su semen salía de mi ano tremendamente dilatado. Llegamos primero a la cocina y de ahí al dormitorio. Me sentó en el sillón y mientras se llenaba la bañera, papá bajó a la cocina y regresó con un par de botellas isotónicas. Me dio una y no me la bebí de golpe porque no me dejó. Cuándo la acabé, me llevó a la bañera, nos metimos dentro con la espalda contra su pecho, y mientras me pasaba la esponja seguí bebiendo de la otra botella.

Estuvimos mucho tiempo en ese espacio perfecto, hasta que el agua se fue enfriando y empezó a no serlo. Entonces, me ayudo a salir y me seco el cuerpo con una toalla. Me senté otra vez en el sillón y papá bajo a la cocina a por la cena. Regresó con fruta y dos copas de vino. Me comí un par de plátanos y algo más que no recuerdo, y un par de comprimidos que me dio. No me terminé el vino: me quedé dormida en el sillón. No me enteré de cómo papá me cogió en brazos y me depositó suavemente sobre la cama, solo sé que cuándo me desperté al día siguiente, estaba sola.