Anita de tus deseos (capitulo 12)
Relato autobiográfico de Anita, dónde nos cuenta sus aventuras de sumisión desde que descubrió el sexo de la mano de su padre. En el capitulo de hoy: Anita se escapa y asume las consecuencias.
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De cómo llegué hasta allí no me preguntéis porque no lo recuerdo muy bien. Todo me resulta muy confuso. Lo que si recuerdo es que los siguientes días, después de conocer a los amigos de papá, fueron terribles. Lo celos no me dejaban vivir, sobre todo la idea de que otra mujer competía conmigo para conseguir el afecto y el amor de papá. Al menos esa era la película que me había montado, tal demencial cómo absurda.
La situación me pareció tan insoportable que me dio por huir. Una mañana, después de que papá se fue a trabajar, me subí a mi pequeña furgoneta y sencillamente me fui. Solo me llevé el bolso: nada de ropa. No recuerdo dónde dormí esos días, ni cómo llegué a Algeciras —allí apareció más tarde el vehículo—, ni por qué me dio por coger el ferry y pasar a Ceuta. Todo se pierde en una bruma mental que no soy capaz de aclarar.
Mis recuerdos empiezan en una pensión de la zona de La Puntilla. Me encontré terriblemente sola y asustada sin entender muy bien que había pasado. Le echaba terriblemente de menos, y su ausencia me parecía tan insoportable que eclipsaba totalmente los celos que pudiera sentir. Constantemente miraba el móvil esperando una llamada que no llegaba y me embargaba una especie de vértigo por la incertidumbre. ¿Cómo reaccionaria papá? No lo entendía: ni siquiera me había bloqueado la tarjeta. Al principio me aterraba la posibilidad de un castigo por su parte, pero poco a poco fui aceptando esa posibilidad a cambio de estar de nuevo junto a el. Al final, incluso lo creí necesario: merecía un castigo y su dureza me daba igual. El deseo me podía, pero por más que intentaba conseguir un orgasmo en la soledad de la habitación, no era capaz y eso me desesperaba y terminaba llorando. Solo al final, ante la idea de un castigo corporal por parte de papá, logré sentir algo de placer. Entonces llegué al convencimiento de que en el momento en que papá me tocara con uno solo de sus dedos, me correría cómo una perra.
—¿Papá?
—¿Cómo estás Ana? —que no utilizara mi diminutivo me hirió.
—Bien. Lo sien…
—Ana, no sigas, —me interrumpió—. Solo quiero saber si vas a volver o no.
—Si papá, quiero volver, pero…
—¿Dónde estás?
—En Ceuta, —guardó silencio unos segundos—. ¿Papá?
—¿Y el coche?
—No sé dónde esta.
—De acuerdo, ¿sabes en que zona de Ceuta estás?
—Si, es una pensión junto al muelle de La Puntilla.
—Muy bien. Paga la pensión y dirígete al helipuerto: esta al otro lado del puerto. Esta cerca: puedes ir andando si quieres.
—Vale.
—Luego te llamo, —y colgó.
Salté de la cama, me vestí, y bajé a pagar la cuenta y rápidamente me dirigí al helipuerto. Era feliz y el corazón me latía debocado: por fin volvía a obedecer a papá.
Empecé corriendo, pero luego seguí andando. Todavía no me había llamado y no sabía nada de lo que iba a pasar. Parecía que solo por hablar con él mi mente empezaba a razonar mejor.
Tenía el helipuerto a la vista cuándo el móvil sonó. Lo miré y era un número desconocido.
—¿Sí?
—Buenas tardes. ¿Ana?
—Sí, soy yo.
—Tengo instrucciones de recogerla en el helipuerto. ¿Dónde está usted ahora?
—Estoy llegando ahí.
—Muy bien señorita. Cuándo entre a la terminal, a la derecha vera una fuente: ahí la espero.
—Vale gracias, —apresuré el paso y un par de minutos después entré en la termina, y efectivamente a la derecha había una fuente. Junto a ella, un hombre joven, de aspecto magrebí y con ropa de empresa me esperaba. Cuándo me vio vino a mi encuentro con una sonrisa en el rostro.
—Hola de nuevo señorita, —saludó tendiéndome la mano.
—Buenas tardes, —respondí estrechándosela con poca fuerza. La verdad es que creo que debió de ser la primera vez que lo hacia: todo el mundo me besa.
—¿Tiene las llaves del vehículo? —metí la mano en el bolsillo del vaquero y las saqué.
—No recuerdo muy bien dónde puede estar, —dije con cierto rubor mientras las cogía.
—No se preocupe que nosotros nos ocupamos, —mientras lo decía sonó el walki que llevaba en la cintura. Escuchó atentamente y pulsando el micro que llevaba en el cuello de la camisa, dijo—. Perfecto, ya salimos.
»Me dicen que el vehículo esta en el parking del puerto de Algeciras, —dijo a continuación mirándome—. Ya nos podemos ir: el helicóptero está preparado. Vamos a Algeciras, yo me quedo allí y usted sigue hasta Madrid.
—Muy bien: gracias.
Anochecía cuándo aterrizamos en el helipuerto de una gran industria del sur de Madrid, porque a causa de el fuerte viento, no pudimos hacerlo en el de la Torre Picasso cómo estaba previsto.
Salí del helicóptero e inmediatamente sentí frío acrecentado por el viento. Solo llevaba un polo blanco: mi cazadora estaba en el coche que había dejado perdido en Algeciras. Cómo a cincuenta metros vi el destelló de unos faros y me dirigí hacia allí.
Papá me esperaba sentado al volante de un vehículo que no reconocí. No dijo nada: se limitó a bajar la ventanilla y a hacerme una indicación con la cabeza para que subiera. Quise decir algo pero levantó la mano en señal inequívoca de que debía guardar silencio, y así lo hice.
Sentada a su lado mientras nos dirigíamos a casa, percibía nítidamente su olor y una punzada de placer me atravesaba la vagina. Estaba un poco asustada y no me atrevía a tocarme si él no me lo decía. Llegamos a casa y en silencio subimos a la habitación.
—Vete a la cama: mañana hablamos.
—Papá, yo…
—Ya me has oído, —me cortó tajante.
—Si papá, pero me gustaría ducharme primero.
—Muy bien, pero luego ya sabes.
—Sí papá, —me metí en el baño y me duché. También me depile: desde que hui, no lo había hecho. Cuándo salí del baño, papá no estaba en la cama. Me tumbe sobre ella, me arrope y me entraron ganas de llorar, pero no lo hice. A pesar de un silencio que me hería, era tremendamente feliz por estar nuevamente a su lado.
Esperaba que papá me despertase para echarme un polvo, pero no lo hizo. Abrí los ojos en la penumbra del dormitorio un poco desorientada. En un primer momento dudé de dónde estaba: si en Ceuta o en casa. Miré la hora en el móvil y ya era media mañana. Había dormido mucho y papá se había ido a trabajar: era viernes. Salté de la cama y bajé a la cocina. Tenía un hambre terrible porque entre unas cosas y otras llevaba casi veinticuatro horas sin comer nada.
Después de desayunar un poco, salí a hacer la compra porque comprobé que el frigorífico estaba vacío. De regreso, me puse a limpiar, que la verdad hacia falta. Pensé que la señora que lo hacia no habría venido durante esos días. Lo estuve haciendo hasta las cinco de la tarde. A esa hora me duche y espere el regreso de papá. Durante todo el día, mientras trajinaba, miraba las cámaras con el anhelo de que estuviera mirándome con su tablet. La verdad es que estaba un poco asustada ante la indiferencia de mi padre y miles de preguntas me bombardeaban la mente. Por mi imaginación pasaban los más disparatados castigos, y cómo papá me los infligía cómo un sumo sacerdote a su victima en el altar de la obediencia ciega. Esos pensamientos me mantenían en un estado de excitación permanente y llegó un momento en el que solo deseaba que llegara papá y me maltratara de alguna manera terrible y dolorosa.
Sobre las seis oí la puerta de la valla: era papá. Rápidamente me arrodillé en el centro del salón con las piernas muy separadas y las manos a la espalda. Entró y me miró cómo si fuera normal que estuviera de esa manera. Muy serio se acercó y después de acariciarme la mejilla me introdujo un par de dedos en la boca. Empecé a chuparlos con una entrega absoluta mientras una punzada me atravesaba el clítoris.
—No te muevas de aquí, —dijo mientras seguía chupando—. Voy a ducharme y cuándo baje vamos a hablar muy detenidamente tú y yo.
—Sí papá, —conteste cuándo saco los dedos de mi boca.
Subió al baño y al rato volvió a bajar vestido con un pantalón largo y una camiseta. Acercó una silla a dónde seguía arrodillada y se sentó frente a mi, muy junto: quedé entre sus piernas.
—Muy bien, dime que es lo que ha ocurrido, —seguía sin sonreír—. Quiero saber detalladamente por qué te has ido de esa manera.
Empecé a hablar, al principio de una manera un poco atropellada, de todo lo que había ocurrido. Me fui tranquilizando y mi relato se hizo más comprensible, aunque no pude evitar que las lágrimas inundaran mis ojos. Entre sollozos hable de mis miedos, de mis celos, hable de todo: no dejé nada en mi interior. Papá me escuchaba atentamente sin decir nada, sin hacer el más mínimo gesto, y lo peor de todo: sin tocarme.
—Jamás te voy a vender: ni lo había pensado antes, ni lo pienso ahora, ni lo pensaré en el futuro —dijo al fin cuándo yo hube acabado con mis explicaciones—. Nunca te voy a prestar a nadie si yo no estoy presente. ¿Lo has entendido?
—Si papá, lo he entendido.
—Muy bien, ahora dime por qué has regresado.
—Porque no puedo estar sin ti. Mi vida no es nada si no estoy a tu lado: no tiene sentido. Necesito que me quieras, que me folles, que me pegues, incluso que me mates si es tu deseo: en cualquier caso seré feliz. Lo he visto claro y todas las dudas que pudiera tener han desaparecido total y definitivamente, —estas palabras las pronuncie con convicción y con mucho aplomo: no quería que papá tuviera la más mínima duda sobre mí y mis sentimientos.
Estuvo unos segundos mirándome fijamente y lentamente introdujo otra vez los dedos en mi boca.
—¿Y ahora que voy a hacer contigo? —preguntó, pero no pude responder porque seguía con los dedos en mi boca—. Entiendo tus explicaciones y te creo, pero estoy terriblemente decepcionado: no me esperaba algo así de ti. Eres mi hija, te quiero cómo nadie ha querido antes a otra persona. Eres mi vida, pero las cosas no pueden volver a ser cómo eran hasta ahora. Ya no. Veo claramente que necesitas una mano firme que te guíe. Una mano que te trate con dureza y con amor, y esa solo puede ser la mía. ¿Estás de acuerdo?
Asentí con la cabeza. Me sacó los dedos de la boca y los introdujo en la vagina. Creí que me moría. Tuve un orgasmo instantáneo que me hizo gritar mientras me apoyaba en su brazo. Después, volvió a meter los dedos impregnados con mis fluidos en mi receptiva boca.
—Te voy a dar una última oportunidad para que cambies de opinión, —a pesar de tener los dedos en la boca negué con la cabeza. Papá los sacó y me dio una bofetada que me derribó. Inmediatamente me rehice y sin decir nada volví a la posición y papá volvió a introducir los dedos en mi boca—. Lo que has hecho estos últimos días merece un castigo acorde con la gravedad de tus actos. Será un castigo terrible, doloroso, continuo, que empezara ahora y terminara el domingo. Vas a llorar, a chillar, a berrear, pero me va a dar igual: continuaré hasta el final. No atenderé a súplicas o ruegos, y tus gritos no me ablandaran. Entonces, cuándo crea que el castigo es suficiente, te volveré a preguntar, y si quieres irte tendrás la puerta abierta, pero no vuelvas a llamarme. Nunca regresaras: habrás acabado para mí.
Sacó los dedos, me sujeto por el pelo y me condujo la boca a su polla. Empecé a chupar y unos segundos después la sacó y me dio un par de bofetadas. No me lo esperaba y separe las manos de la espalda. Pero papá me dio un par más para que las volviera a poner detrás. Nuevamente empecé a chupar y al rato, nuevamente me volvió a pegar. No me resistí, lloraba eso si, pero papá siguió con esa dinámica hasta que se corrió en mi boca.
Sin decir nada, se levantó mientras seguía sujetándome por el pelo. Seguía arrodillada y vi cómo con la otra mano se soltaba el cinturón y lo sacaba de las trabillas. Después, siempre en silencio, elevó la correa y empezó a golpearme. La dejaba caer aleatoriamente, y cómo yo me retorcía de dolor, el correazo no caía nunca en el mismo sitio. Estuvo así un buen rato mientras yo intentaba parar los golpes con las manos y gritaba sin parar. No hubo zona de mi cuerpo que no recibiera un golpe y tal el dolor que incluso me meé. Finalmente, papá, sudando copiosamente, se cansó de golpearme, me soltó el pelo y me dejó llorando tirada en el suelo. Se sirvió un vaso de ginebra, se sentó en la silla y durante mucho tiempo estuvo mirándome mientras seguía llorando. Me dolía todo el cuerpo, y los verdugones me escocían por el sudor que cubría mi cuerpo. Cuándo me serene un poco, gateé hasta él y de rodillas me abracé a su pierna mientras apoyé la cabeza sobre el muslo.
Al principio papá no hizo nada: siguió indiferente con su vaso de ginebra. Pero, al final, empezó a acariciarme el pelo y eso me hizo muy feliz. Terminó con la ginebra y dejando el vaso en la mesita, me hizo incorporar y de rodillas me puso entre sus piernas. Empezó a besarme mientras con los dedos de la mano derecha atrapaba uno de mis pezones y me lo retorcía con saña. Me quejaba mientras intentaba con ansia atrapar su lengua. Bajó la otra mano hasta mi vagina y empezó a estimularme mientras separaba las piernas para facilitarle la labor. Nuevamente, rápidamente me corrí mientras seguía retorciéndome la teta.
—Tráeme otro vaso de ginebra y algo de picar: rápido, —me ordenó cuándo ni siquiera me había recuperado del último. Salí corriendo mientras mis flujos resbalaban por el interior de mis muslos y al poco tiempo estaba de regreso con lo que me había pedido papá. Después me arrodille y volví a apoyar la cabeza en su regazo.
Estuvo picado y bebiendo mientras miraba la tele: había una película. Durante todo el tiempo seguí con la cabeza apoyada en su regazo y en ocasiones restregaba la cara con su bragueta, pero papá parecía indiferente.
Cuándo terminó la película, se arrodilló detrás de mí, me sujeto por las caderas y sin lubricante me penetró por el culo: nunca lo había hecho así. Con la mano izquierda me agarró muy fuerte del pelo y tiro hacia el hasta que mi espalda estuvo en contacto con su pecho, y mi cuello muy forzado hacia detrás. Me hizo mucho daño con la penetración, pero era tremendamente feliz porque otra vez me estaba usando. Mientras me follaba, con la mano derecha me retorcía una teta haciéndome aun más maño. Tardó mucho en correrse, y yo tampoco lo hice hasta que bajó la mano derecha y alcanzó mi vagina. A los pocos segundos acompañe a papá y los hicimos juntos puenteas con la palma de la mano me golpeaba el chocho.
Me dejó caer al suelo y me quede ahí tirada. Se sentó en la silla y mientras cogía en vaso puso un pie sobre mi cuerpo sudoroso.
—Por hoy ya vale: mañana empezaremos en serio, —dijo al cabo de un rato—. Vete a la cama y duérmete que mañana vas a tener un día muy intenso.
—¿Puedo ducharme papá?
—Si, dúchate, pero luego ya me has oído.
Me levante un poco asustada por sus palabras y subí las escaleras. Me di una ducha rápida y me metí en la cama con la incertidumbre de lo que me depararía el siguiente día.