Ángel de la noche (7).

Los señores pecaminosos.

Les recuerdo que pueden comentar o contactarme en *la.janis@hotmail.es*

LOS SEÑORES PECAMINOSOS.

12 de septiembre de 2013.

Ginger abrió los ojos, aún adormilada, y se frotó sensualmente contra el caliente cuerpo que se encajaba entre sus brazos. Ángela, tan desnuda como ella, no respondió, tan inerte como una muerta. A pesar de dormir con ella casi cada noche, Ginger aún no se acostumbraba a ello. Le puso una mano en el pecho, entre los menudos senos, y la dejó allí más de medio minuto, hasta estar segura de que había pulso; un pulso lento pero regular y firme.

Se levantó sin ningún cuidado. Sabía que su compañera no se despertaría con ninguno de sus movimientos, ni siquiera golpeándola. Aún no se había visto en la necesidad de despertarla de urgencia, pero se preguntaba qué es lo que tendría que hacer para ello. ¿Una buena patada? ¿Agua helada? ¿Subirse sobre ella e inflarla a hostias, gritándole su nombre?

De pie, miró a Ángela con ternura y se encogió de hombros. Entonces, caminó hasta el cuarto de baño, sin cubrir su cuerpo. La desnudez era un estado con el que Ginger no sentía pudor alguno. Estar desnuda, para ella, era algo liberador, como si se despojase de las capas de hipocresía de la sociedad, como si se librase de los pecados con los que el mundo la envolvía a diario.

Evidentemente, desnudarse en La Gata Negra no era lo mismo, pero había algo de eso en su trabajo también. No le importaban las miradas lascivas, los murmullos de deseo, los comentarios soeces, aquellos dedos siempre hambrientos… No la podían tocar, más allá de un roce inoportuno, de un tembloroso contacto que nacía de forma instintiva. Cuando bailaba, Ginger se sentía libre y viva, alejada de los asuntos materiales que la ataban a la existencia.

Tras una rápida ducha, Ginger se acicaló ante el espejito. Se lavó los dientes, perfiló sus almendrados ojos, y aplicó algo de carmín a sus labios. Contempló su reflejo un minuto, diciéndose mentalmente lo vital que se veía desde que Ángela vivía con ella; la rubia era importante para su vida. Lo supo desde el primer momento en que la vio, allá en el club.

Se vistió en su dormitorio, olvidado desde hacía semanas, con un largo vestido estampado, alegre y veraniego. Se calzó unas sandalias rojas, sujetas al tobillo, y cogió su bolso, comprobando que llevaba la cartera. Abrió el frigorífico y repasó rápidamente sus estantes, tomando nota mental de las carencias y las necesidades comunes. Zumo de naranja, yogures, leche, queso, algo de embutido, mantequilla… quizás mejor aceite, ¿no?

Animada, decidió caminar hasta el gran mercado de la Boqueria para comprar pescado fresco. Tampoco estaba tan lejos, se dijo. Sacó el carrito de la compra de entre la lavadora y la secadora y bajó a la calle. Atravesó el Pati d’en limona hasta salir a la plaza San Miguel, y, desde allí, remontar carrer de Ferran hasta desembocar en la Rambla. Desde la amplia avenida, pudo vislumbrar la cubierta metálica que forma el tejado del enorme mercado central.

Las paradas, o puestos, que se abrían a la Rambla eran verdaderas obras de arte en su propia exhibición, dedicadas sobre todo a atraer a los numerosos turistas. Ginger sonrió al contemplar tanta exuberancia de formas, colores, y, porque no, aromas. Frutos secos envasados, productos naturales para la piel o el cabello, pescados ahumados o salados, conservas naturales de todo tipo, volatería exquisita, y tajos de carne al gusto… todo un universo gastronómico y odorífero se entreabría al paso de la tailandesa, quien, con una sonrisa hermética, dejaba pasar los cada vez más prolíferos sonidos de reclamo.

El ambiente que englobaba todos aquellos puestos comerciales se metía en la médula y anonadaba los sentidos. El murmullo era constante, salpicado por las expresiones de los vendedores, las súbitas exclamaciones que brotaban de las pescaderías – el gremio gritón por excelencia--, las risotadas de las emperifolladas marías, que más que comprar, paseaban sus carritos, y los canturreos de los distintos loteros que deambulaban por doquier.

A Ginger le recordaba el mercado de Nan-Tupa, donde acompañaba a su madre para comprar, casi a diario. Allí no había tantos collares al cuello de las clientas, pero, por lo demás, era muy parecido. Quizás otras carnes colgaban de los ganchos, como tiras secas de serpiente, o martas tailandesas ahumadas, pero no variaba tanto.

Le gustaba venir a la Boquería de vez en cuando y, ahora, con la presencia de Ángela, tenía la excusa para pasarse una vez a la semana. A Ginger le gustaba cocinar, y siendo dos en el apartamento, ya no sentía la desgana de antes para ponerse a guisar. Además, Ángela también sabía hacer algunos platos interesantes, a pesar de su juventud. Otro punto a tener en cuenta era cómo devoraba su compañera rubia. Era increíble que una chiquilla con aquel cuerpecito etéreo y casi frágil trasegara platos con tanto apetito.

Así que la tailandesa compró dos porciones de buey, algo de pavo, berenjenas, dos pepinos, varios pimientos de distintos colores, unas fresas y papayas, y, finalmente, unas pescadillas y berberechos naturales.

Cuando regresó al apartamento, estaba harta de arrastrar el carrito. Como tantas veces, echó de menos la bicicleta con la que se movía en su tierra natal. Metió el pescado en la nevera, así como las verduras y la fruta, y la carne en el congelador. Miró el reloj en forma de búho que colgaba de la pared de la cocina: las doce y cuarenta y cinco.

Estaba a punto de tomar el mandil que colgaba tras la puerta y ponerse a limpiar pescado, cuando el timbre sonó. Con un suspiro, se dirigió a la puerta. Sabía perfectamente de quien se trataba. Al abrir la hoja de madera, se encontró con un tipo maduro, de baja estatura, pero masivo. El señor Naviero no era exactamente grueso, sino pesado y duro como un viejo luchador. Para más semejanza, sus fuertes antebrazos eran muy peludos y su cara interna estaba recubierta de tatuajes que formaban una especie de intrincado puzzle de colores.

Antón Naviero era el casero de Ginger, y el tío de Cristian, y solía recabar dinero de sus inquilinos cada quince días. Decía que así era mejor para ambos, menos dinero que entregar de golpe, y él podía mantener el precio bajo.

Ginger sabía que, aparte del viejo cine, tenía más apartamentos repartidos por el barrio, por El Raval, y por Balmes. Precisamente, no era dependencia económica lo que impulsaba al señor Naviero a trabajar, y ella lo sabía de primera mano. El señor Naviero era muy comprensivo con sus inquilinas. Si no disponían de dinero, él estaba muy dispuesto a cobrarse en especies.

—    ¡Señor Naviero! No esperaba… – exclamó ella, con una tonta sonrisa en la cara.

—    Sí, suele pasar que se olvide mis visitas. Es como la fecha de cumpleaños en una cincuentona – rezongó él, con una voz profunda y cínica.

—    Oh, por favor, pase – invitó la tailandesa, echándose a un lado.

—    Gracias, Huni.

Aquel hombre era el único que utilizaba su auténtico nombre para referirse a ella, y, de alguna manera, sonaba totalmente erótico y degradante en sus labios. Como preso de un estrambótico tic, la punta de su lengua repasó nerviosamente los finos y resecos labios. El señor Naviero tenía aún una buena mata de pelo que se estaba volviendo gris en ciertas partes. Más que largo era frondoso, ahuecado sobre las orejas. Hacía parecer su cabeza más cuadrada de lo que era, y los pequeños ojos marrones estaban quizás demasiado juntos, lo que le confería un aspecto un tanto extraño y peligroso.

—    Me han dicho que tienes compañera para compartir el piso – le dijo, abarcando el salón comedor con un ademán. – Me parece muy bien. Así podrás llegar mejor a final de mes.

—    Sí – respondió ella –, pero hemos tenido gastos para ella instalarse. Ya sabe. Cama nueva, armario… y otras cosas.

—    Ya. Es comprensible. Entonces, ¿no dispones del alquiler en este momento?

—    No, señor Naviero – inclinó ella la cabeza, avergonzada.

—    ¿Y qué habías pensado? – preguntó el hombre, con los ojos chispeantes.

—    ¿Podría pagar… en carne? – titubeó ella, en un tono muy bajo.

—    Mmmm… no sé… apenas he empezado con la ronda – el señor Naviero se frotó la áspera barbilla con dos dedos.

—    Por favor – musitó Ginger, aferrándose las manos.

—    Está bien. Era broma – sonrió el hombre. -- ¿Cómo iba a negarme con una preciosidad como tú, Huni?

—    Gracias – suspiró ella.

—    ¿Dónde está tu compañera? ¿Trabajando?

—    Durmiendo, señor Naviero. Trabaja de noche, duerme de día – dijo Ginger, señalando al dormitorio.

—    ¿Es puta? – levantó una ceja el casero.

—    No. Hace pan y bollos – mintió con todo descaro.

—    ¿Entonces? ¿No la despertaremos?

—    No, tiene sueño profundo. Vamos a mi dormitorio – abrió ella la marcha.

Ginger era consciente de que sus bragas se habían mojado en el mismo instante en que ella se ofreció sexualmente. Era algo que sólo ocurría con el señor Naviero y aún no era totalmente consciente de ello. Había algo en el hecho de ofrecerse como una guarra que la ponía frenética, algo que no entendía todavía. ¿Cómo podía sentirse tan cachonda con un retaco como ese? El recuerdo de la vez anterior pasó por su cabeza como un misil, arrasando toda culpa y duda. El tacto de aquellos brazos peludos, el tosco manoseo de las fuertes manos, el brusco acto sexual sin miramientos hacia el placer de ella…

Tragó saliva al llegar ante su cama, con los nervios a flor de piel. El hecho es que tanto Ángela como ella disponían de dinero para pagar el alquiler, pero, en el momento de abrir la puerta, Ginger cambió de opinión y mintió, sin saber realmente el motivo. Bueno, era un decir. Ahora, delante de la cama, sí sabía el motivo: quería que la follara como a una puta.

Con un estremecimiento, sintió las manos del casero abarcarla por la cintura, desde atrás. Una mano sobó sus nalgas por encima del vestido, apretando con firmeza. la otra finalmente remontó su flanco hasta abarcar el seno izquierdo con la misma fuerza, lo que la hizo gemir de dolor.

—    Sigues estando bien buena, Huni… la mejor de todas mis inquilinas – susurró el hombre roncamente contra su hombro.

Ginger no contestó, pero un fuerte estremecimiento recorrió su cuerpo, poniendo sus pezones como piedras. Si estaba tan bien con Ángela ¿por qué sentía la necesidad de ser poseída por aquel hombre zafio? Por otra parte, no quería que su mente le respondiera a eso. Era algo que provenía de aquel oscuro rincón de su pasado, algo a lo que no quería enfrentarse de ningún modo.

El hombre la arrastró en su caída sobre el colchón, manteniéndose abrazado a su espalda. Le mordisqueó el cuello y arañó la suave piel con su barba de tres días. Ginger cerró los ojos y apretó las nalgas contra la pelvis masculina, notando el bulto que se frotaba contra ella. Sus manos se dispararon hacia atrás, manipulando el cinturón y la bragueta del hombre, casi con desesperación.

Con un esfuerzo, consiguió bajar un tanto el pantalón, pero el miembro que ella buscaba no surgió hasta que el señor Naviero la ayudó, bajando la prenda hasta sus rodillas. Antón no solía usar calzoncillos. Le gustaba que su corta pero gorda polla se rozara contra el basto tejido vaquero.

Con un puñado, subió el estampado vestido hasta la cintura de la chica asiática, y apartó la blanca y estrecha braguita a un lado. No era amante de preámbulos amorosos, ni de artísticas florituras, él follaba, punto. Follaba y follaba sin descanso, por cualquier lado. Ese era su método y, hasta el momento, ninguna había puesto pegas.

Arremetió como una bestia, insertando su miembro en la pequeña y mojada vagina. Su mano palpó el órgano femenino en toda su magnitud, gozando del suave tacto sin vello alguno. Lo que había dicho era cierto, la tailandesa era la mejor de sus chicas..

Ginger gruñó al ser embestida de aquella forma. La polla del casero no era larga, pero era del tamaño de un buen pepino de gorda, lo que hendía su vagina brutalmente, obligándola a abrirse de caderas. Alzó una pierna para ello, manteniendo la rodilla doblada, exhibiendo su braguita obscenamente, las tiras por encima de sus caderas.

“Follada como una puta guarra.”, le dijo una voz en su cabeza, una voz que se parecía muchísimo a la de su madre.

La tensión sexual le hizo apretar los dientes y empujar con las nalgas hacia atrás, para empalarse totalmente. Subió una mano hasta la nuca del hombre, acodándose con el otro brazo. De esa forma, pudo girar el cuello hasta encontrar con sus labios la boca de su amante. El señor Naviero atrapó inmediatamente la lengua de la mujer, en el mismo instante en que asomó, succionándola con pasión y fuerza, además de un ruido obsceno.

Antón empujaba con su propia cadera lentamente, pero con fuerte impulso. Su pelvis chocaba contra la nalga de Ginger con un ritmo constante y lento. A cada embiste, la tailandesa dejaba escapar un delicioso quejido que enardecía completamente al hombre.

—    ¡Dios, te voy a follar hasta que sangres, chinita! – masculló a su oído.

Ginger tan sólo respondió volviendo a hundir su lengua en la boca del casero. Estaba a punto de correrse por primera vez.

Lo hizo dejando caer el rostro contra la sábana y empujando cuanto pudo con sus caderas hacia atrás. Mordió la tela y babeó.

—    ¡Eso es, chinita! ¡Córrete con esta polla española, jodía! – gruñó él.

Al instante, el señor Naviero se puso en pie y se quitó los zapatos y el pantalón. Pasó sus manos por las caderas femeninas y tironeó de la cinturilla de la braguita.

—    No soy china – musitó ella, mirándole con ojos entrecerrados.

—    ¿A quien coño le importa? – masculló el hombre, quitándole la braguita y tirándola al suelo. – Ábrete de piernas, que aún tengo que acabar…

El hombre se superpuso sobre ella, que le acogió abriendo sus muslos en un clásico misionero. La polla se coló nuevamente en su vagina, asimilándola plenamente. El casero lamió la punta de la escasa nariz de ella, mirándola como si fuese a devorarla, y comenzó a moverse como una máquina incansable.

Al poco, Ginger estaba gimiendo como una buena plañidera, con los brazos alrededor de los peludos hombros del hombre. Los embistes eran secos y fuertes, agitando todo su cuerpo. Ella respiraba entrecortadamente junto a la oreja de él. En la cúspide de su clímax, dejó escapar, en tailandés, que se corría otra vez, y el señor Naviero, aunque más castizo que el Cid, lo entendió a la perfección, aumentando su ritmo.

—    Por favooor… no condón – se quejó ella, recobrando la plenitud de sus facultades.

—    No te… preocupes… chinita – respondió él, entre dientes, dando un terrible empujón a cada palabra. – Me cortaron… la vena… ooooohh… me vacíoooooo… ¡Abre… ábrete bien… para mí! – dijo antes de derrumbarse sobre ella.

Durante todo un minuto, el señor Naviero estuvo resoplando sobre ella, los labios contra su cuello. De la misma manera, su pene no dejó de descargar en su coñito en una larga e inagotable emisión de fluido sin vida.

—    Dios, Huni, una corrida de antología – dijo él, alzándose sobre sus brazos y besándola en la mejilla.

—    Gracias, señor Naviero – sonrió ella débilmente.

—    Bien podríamos repetirle dentro de quince días, ¿no?

—    Tendré dinero – aseguró Ginger, poniéndose una mano en el coño para levantarse y caminar, de esa cómica forma, hasta el cuarto de baño.

Meneando la cabeza y sonriendo, el señor Naviero se puso los pantalones y despidiéndose con alegre “buenas tardes”, se marchó para seguir su ronda de cobros.

Ginger, tras limpiarse, se quedó mirándose en el espejo. Ya no tenía hambre, así que se fue al dormitorio de Ángela, quien seguía en la misma posición en que la dejó, horas antes. Se desnudó y se metió en la cama, pegándose al cálido cuerpo desnudo de la rubia. Ya limpiaría el pescado por la tarde, para la cena.


Ángela hizo ondular sus caderas con lentitud, dejando que los ávidos ojos del público se recreasen en su afeitado pubis desnudo. Como siempre, tenía a la mayoría de los hombres embobados, atrayéndoles con sus movimientos sinuosos y acrobáticos, y cuando llegaba al punto en que se quedaba desnuda, hasta los tíos que tenían un baile sobre sus piernas giraban la cabeza hacia el escenario.

Eso, en el fondo, levantaba su ego enormemente. ¿Qué mujer no se siente bien al ser deseada? Sonrió ante la idea, otorgando a su rostro una cualidad casi diabólica. Los aplausos surgieron espontáneamente con las últimas notas del genial Joe Bonamassa, en un extracto de su tema “Blues de Luxe”. Ángela hizo una reverencia, inclinando una rodilla y llevando la otra pierna atrás, como una auténtica cortesana, y envió besos volados a todos los rincones.

En el camerino se encontró con Ginger que se estaba retocando los labios ante su espejo, de pie y algo inclinada. Ángela aprovechó para darle un suave cachete en las nalgas casi desnudas. Ginger, sonriente, removió las caderas.

—    Muy buen número – alabó la tailandesa. – Cada vez bailas mejor.

—    Gracias – sonrió Ángela, echando mano de uno de sus bikinis de fantasía. – La sala se ha llenado.

—    Sí. Buena noche para nosotras – rió Ginger. – Para alguna será aún mejor…

—    ¿Por qué lo dices? – enarcó una ceja la rubia.

—    Ha venido el señor Lolo y su esposa.

—    ¿El señor Lolo? Suena a diseñador mariquita… ¿quién es?

—    Un cliente excéntrico. Sabemos que no es verdadero nombre, pero quiere que le llamemos así. Viene siempre con esposa, ella muy callada. Se sientan en un reservado y piden un baile. Siempre es una chica de las más voluptuosas… les gustan gorditas.

—    ¿Te refieres que vienen a ver cachas los dos? – se asombró Ángela.

—    Sí y también por algo más.

—    No jodas. ¿Sexo?

—    Sólo para ella – musitó la tailandesa.

—    ¿Para ella?

—    Por lo visto al señor Lolo le da muchísimo morbo mirar a su mujer con otra chica. Ofrecen mucha pasta por lamerle el coño a esposa.

—    Vaya – susurró Ángela, un tanto asombrada.

—    Sé que más de una chica se ha ido a casa con ellos, después de trabajo. Por lo que me han dicho, señor Lolo se sienta en una butaca y contempla lo que hace su mujer y se toca la polla, pero no se une a ellas nunca.

—    Un auténtico mirón.

—    Sí.

—    ¿Y paga buena pasta?

—    Bastante, pero no te hagas ilusiones. No busca chicas delgadas como nosotras – indicó Ginger, señalando alternativamente de una a otra.

—    ¡Qué mierda! No me hubiera importado aceptar esa oferta. ¿La esposa está buena?

—    Ven.

Ginger la tomó de la muñeca, sacándola del camerino y conduciéndola por las estrechas bambalinas hasta dar con el recio aglomerado de la pared trasera de uno de los reservados. Retiró una especie de pequeña portilla, cubierta al otro lado por un retazo de transparente tul.

—    Es idea de la jefa para controlar cliente – explicó Ginger en un susurro, al notar la presión de su amiga en su mano. – Mira…

Ángela acercó el rostro a la falsa pared y echó un vistazo. Carla, la opulenta italiana, se contoneaba ante una pareja sentada en distintos sillones. Sus insinuaciones lascivas eran enviadas exclusivamente hacia la fémina de la pareja, la cual cabalgaba una pierna sobre la otra, dejando que su falda se subiera bastante. A pesar de la penumbra del reservado, cuyo foco principal sólo iluminaba a la bailarina, Ángela no tuvo problema alguno en vislumbrar los rasgos de la mujer. Debía rondar la treintena, al menos quince años más joven que su esposo, y poseía un precioso perfil. Nariz pequeña y perfecta, labios gruesos, y una barbilla voluntariosa. Sus piernas eran largas y torneadas, muy bien cuidadas, al parecer. Sus pechos, embutidos en una especie de corsé de fantasía, eran macizos y amenazaban con desbordar la tela. Por lo que podía ver, era tan formidable como la propia Carla, pero mucho más bonita.

—    Su marido la llama sólo Madame – susurró Ginger a su oído.

La tal Madame acariciaba su propia pierna, desde la rodilla hasta el muslo, con su dedo índice, mientras admiraba el baile de la italiana. Sonreía casi imperceptiblemente y balanceaba un pie al ritmo de la música. En el otro sillón, su marido vertió más champán en sus copas, casi de forma indolente. Carla se volteó, colocando sus grandes y duras nalgas casi contra el rostro de la mujer. Ésta sonrió y deslizó el mismo índice con el que se acariciaba la pierna por los pletóricos glúteos. Carla los agitó y se rió antes de separarse e iniciar un nuevo baile aún más sensual ante la pareja.

Ginger tiró de su amiga, separándola de la mirilla.

—    Tenemos que trabajar – indicó cerrando el portillo y Ángela suspiro, asintiendo.

—    ¿Suelen venir a menudo? – preguntó mientras caminaban por el estrecho pasillo.

—    Una vez al mes, más o menos. No son de aquí. No tienen acento catalán. ¿Qué te ha parecido Madame?

—    Es una pena… le comería hasta la etiqueta de las bragas si quisiera.

—    Bruta – se rió Ginger.

—    ¿Tú no? – se giró Ángela, quien andaba en cabeza.

—    No sé – Ginger se encogió de ojos y bajó la mirada. Ángela no tuvo ninguna duda sobre lo que pensaba.

Ángela no insistió y le dio la mano, conduciéndola hasta la sala, en donde se separaron. Ambas no tardaron en ser reclamadas por los clientes.

En el interior del reservado, Carla se mantenía muy cerca de la clienta, de pie, con una pierna a cada lado de las rodillas de Madame. Los dedos de la mujer ascendían por una pierna de la italiana, con una lentitud exasperante y con toda la intención del mundo de excitarla. En verdad, lo estaba consiguiendo. Carla no era una chica de tendencias bisexuales; no, a ella le gustaban los machos bien machos. Sin embargo, no le hacía ascos a una buena posibilidad de conseguir dinero fácil, y por lo que otras chicas comentaban de esa pareja, ésta lo era. Si tenía que tragar con otra hembra, lo haría por el dinero que podía conseguir.

Sin embargo, ahora mismo, ante aquella hembra de ojos centelleantes, casi lo haría gratuitamente, cada vez más caliente por los insinuantes dedos de ella y las miradas encendidas de él.

Aprovechando el cambio de canción, cedió a los insinuantes tirones de la mujer para acabar sentándose sobre sus piernas, con las rodillas encarando al esposo. Las manos de Madame se posaron sobre ella, concretamente una abarcando su cadera, la otra sobre el muslo, con los dedos apretando su cara interna. Lo hizo con toda naturalidad, como si fuera algo que hiciese cada día. Las pupilas ámbar se posaron sobre las suyas, atrapándolas con su intensidad. Era como si le estuviera hablando sólo que a ella, sin mover los labios. Fue una extraña sensación que conmovió todo el ser de Carla. Los dedos apretaron un poco más su muslo, transmitiéndole un agradable calor.

—    ¿Puedo tocarte? – le preguntó Madame con un hilo de voz.

—    Sí – respondió la italiana, sin dudarlo. Si se hubiera tratado de un hombre, no hubiera parecido más dispuesta.

Los dedos de la mujer se deslizaron muslo arriba, ejerciendo una presión dura y sensual. Carla se estremeció toda y apretó aún más su abrazo al cuello de Madame.

—    ¿Qué te parece que mi marido nos observe?

—    Está bien – respondió Carla, con una sonrisa.

—    ¿Sólo eso? Dime la verdad… venga, sé buena…

—    Me excita – confesó la italiana, lamiéndose el labio superior.

—    Sí, eso es. A mí también. ¿Puedes notar lo caliente que está mi maridito?

—    Sí.

—    Saltaría sobre ti si le dejara.

—    ¿Por qué no… le dejas?

—    Porque esta noche es sólo para mí. Nada de hombres, sólo coñitos… pero eso no quita que no engañe a mi esposo. Le dejo mirar – la punta del dedo índice de Madame chocaba lentamente contra la tapada entrepierna de la stripper, atormentándola poco a poco –, le dejo babear y retorcerse, no pudiendo acercarse a nosotras, y eso me pone como una puta tigresa, ¿sabes?

Carla asintió en silencio, pues se estaba mordiendo el labio. Nunca había estado con una mujer de aquella forma, y nunca creyó que podría excitarse tanto. Casi había perdido la cabeza por el insano toqueteo en su entrepierna, y eso que aún no había sentido la piel de ella contra su propia carne.

—    ¿Notas mi dedo? ¿Notas como empuja contra tu coñito, deseando penetrarte? – susurró Madame, junto a su cuello.

—    Sssí…

—    ¿Quieres que te lo meta hasta el fondo?

—    Oh sí – asintió la stripper con ganas.

—    Bueno, ya veremos cómo te portas, porque antes tienes que hacerme algo a mí… ¿lo comprendes, putita? – Madame subió el dedo índice de la entrepierna hasta la boca de la bailarina, haciendo que lo lamiera lentamente. La cabeza de la opulenta chica se movió, asintiendo de nuevo.

Una palmada de la mujer en las nalgas la puso en pie y una imperativa señal de la mano la arrodilló prestamente. Carla se quedó encarando las bonitas rodillas de la clienta, que seguía manteniendo sus piernas cerradas aunque se había escurrido un tanto sillón abajo. Se podría decir que estaba casi acostada sobre el respaldo, manteniendo sus piernas fuera de él, en escuadra.

Sin ninguna prisa, fue abriendo los muslos, mostrando a la stripper que no llevaba ropa íntima alguna. Carla admiró aquel chochito depilado salvo una pequeña franja que remontaba el pubis aparentando un rayo. Una mano de la mujer se adelantó y se quedó esperando en el aire. Sin que nadie se lo hubiera dicho, Carla gateó hasta dejar que esa mano se posase sobre su encrespado cabello oscuro. Quedó allí como si hubiera nacido para eso, como si fuese el sitio adecuado para ella. La mano empujó suavemente la cabeza de la bailarina hasta la entrepierna, ahora expuesta totalmente al estar los muslos abiertos de par en par.

Carla hundió la lengua en aquellos labios que la esperaban, con un ansia que nunca sintió antes. Por un momento, se preguntó si era una lesbiana reprimida, pero en cuanto degustó el sabor del sexo de Madame, toda cuestión se borró de su mente. Sólo quedó un vestigio de resquemor en su pecho… ¿por qué demonios había puesto tantas pegas a comerse un coñito? Estaba delicioso, tan suave, tan cálido…

Madame seguía con su mano apoyada sobre la cabeza de la bailarina, controlando así sus largos lametones. Giró el cuello hacia su esposo, los ojos entornados y llenos de placer. Su boca se entreabrió, como si fuera a decir algo, pero sólo surgió un ahogado quejido que puso el vello de punta al hombre. El Sr. Lolo se dijo que su esposa llegaba al punto máximo de belleza cuando tenía la lengua de otra mujer entre sus piernas. Era el momento de amarla con todo su corazón. ¡Era divina y espléndida!

Su polla amenazaba con reventar la bragueta, al máximo de excitación, y su mano derecha empuñó el miembro sobre la tela del pantalón, mientras que su izquierda levantaba la copa de champán, haciendo un mudo brindis hacia su esposa. Madame le respondió con un lengüetazo que asoló sus labios, al comprobar los raudos movimientos que hacía la mano derecha de su marido.

La lengua de Carla parecía haber tomado la iniciativa por su cuenta, sin atender las órdenes de su dueña. Se colaba para succionar el clítoris con fuerza, haciéndole brotar cada vez más. Se adentraba en el interior de la vagina, explorando lo que podía, llenándose del flujo continuo que brotaba de las profundidades. Bajaba para iniciar el camino de fuego hasta el apretado esfínter que parecía esperarla. Era cómo si hubiera hecho eso una y otra vez, pero en otra vida, perteneciendo a otra persona.

Carla jadeaba, pues no podía mantener un buen ritmo respiratorio, demasiado ansiosa por seguir lamiendo como para respirar bien. Llegó un momento en que los sonidos que emitía le hacían parecer una cerda hocicando en busca de alguna trufa, lo que excitaba aún más a la señora.

—    Vamos, cerdita… cómetelo… todo – le susurraba de vez en cuando.

Animada por aquella frase, Carla llevó el pulgar hasta el coño de Madame. Introdujo el grueso dedo de un tirón, que fue tragado con toda reluctancia hay que decir. La vagina estaba tan encharcada que no tuvo ninguna traba con ello. Madame removió las caderas y sonrió, los ojos entrecerrados y perdidos en el oscuro techo.

—    Eso es, putita – musitó.

Comprobando el éxito que había tenido con aquella maniobra, Carla arriesgó a cambiar el pulgar por el índice y el corazón, ahondando más con el empeño. La mano de Madame le acarició la cabeza con gratitud y Carla unió el anular al dueto táctil, consiguiendo que la señora empezara a cantar el aria final.

Madame empezó literalmente a botar sobre al asiento, haciendo que la lengua de la bailarina no consiguiera alcanzar los objetivos a seguir lamiendo, aunque lo intentó. Sólo sus dedos seguían machacando como podían el punto G, curvados en un férreo gancho que procuraba estrellarse con suficiente presión en aquel lugar recientemente descubierto por ella.

Apoyó la frente sobre el pubis de Madame, con fuerza, intentando aquietarla, pero lo único que consiguió fue que el presionado clítoris detonase un coletazo al tremendo orgasmo que la señora estaba experimentando. Las dos manos de Madame se cerraron sobre la cabeza de la bailarina, empujándola con extraordinaria fuerza contra su pelvis. Los muslos se cerraron, apresándola aún más, los zapatos apoyados contra el final de su espalda curvada.

Carla subió sus manos del suelo, intentando apartar aquellas largas piernas que la asfixiaban, pero la presa estaba bien cerrada, y tuvo que esperar a que los espasmos del explosivo orgasmo empezaran a remitir, para que la presión cesara.

Tras un minuto, Madame descabalgó una de sus piernas de la espalda y hombros de Carla y le hizo levantar el rostro, colocando un dedo bajo la barbilla.

—    Lo has hecho muy bien, putita… te has ganado el premio – le dijo con una sonrisa que barrió la penumbra.

—    Gracias, Madame.

—    A ver, arrodíllate sobre mi pie.

—    ¿Sobre… su pie? – al asentarse sobre sus talones, Carla miró hacia atrás, descubriendo que el pie que la señora había bajado al suelo, estaba sin zapato.

Reculó con las rodillas en el suelo y se dejó caer sobre el descalzo pie al sentirle con la piel de los glúteos. Madame movió el pie con destreza para acariciar toda la abierta entrepierna. Carla se izó un tanto, levantando el trasero, para dejarle paso. El dedo gordo tanteó camino y jugueteó con los labios vaginales de la bailarina.

—    Déjate caer, putita… voy a meterte el pie en el coño – susurró Madame.

Carla dejó escapar un gemido que indicaba cuan caliente estaba y lo mucho que deseaba aquello, aún sin haberlo hecho nunca. Con cuidado, dejó que su coño tragara el dedo gordo, que se acomodó perfectamente en su interior. Sin embargo, el pie no dejó de empujar suavemente, presionando su sexo. Un segundo y un tercer dedo se agruparon tanto que empezaron a tomar el mismo camino que el dedo gordo. Carla bufó y culeó varias veces, buscando acomodar tantos apéndices. Madame estaba encaprichada en seguir metiendo más pie en su cueva íntima y a la bailarina ni siquiera se le pasaba por la cabeza negarse a ello; era más, estaba deseando conseguirlo.

Gracias a la elasticidad de su coño – y a los dos niños que había procreado –, consiguió tragarse el pie de la señora hasta la mitad del empeine. Se movía sobre sus rodillas, haciendo que el apéndice se deslizara lentamente en su interior, arrancándole jadeos y quejidos que la música no era capaz de acallar. Apoyaba sus manos sobre la rodilla de la otra pierna de la señora, ayudándose de ese punto de apoyo para izar su cuerpo y dejarle caer con brío. Sus cabellos oscuros pendían sobre el rostro, la cabeza caída entre los hombros, tan sólo concentrada en lo que estaba sintiendo entre las piernas, dejando que los gemidos escaparan de entre sus labios abiertos, como si fuesen el escape de un fuelle roto.

—    Ven, querido, que te de placer con mis manos mientras esta putita se corre – le hizo una seña a su marido.

Éste se puso en pie con una sonrisa y se acercó a ellas, mientras se abría la bragueta. Una polla gorda y dura asomó como un animal furioso por su apresamiento. Madame se lamió largamente la palma de su mano, antes de aferrarla suavemente. El marido gruñó con el contacto.

—    Escúchame, putita… si te corres antes que mi marido, todo habrá terminado. No vendrás conmigo a mi casa… a seguir jodiendo en mi cama… ¿lo entiendes? ¿Quieres venir con nosotros o no?

—    Sí… oooh, sí… señora…quiero ir contigo… a tu cama…

—    Eso es. Así que no te corras hasta que el esperma te alcance la cara.

—    Sí… Madame – jadeó Carla, frenando el ritmo de su cabalgata de pie.

El glande del hombre rozaba la mejilla de la bailarina cada vez que la esposa estiraba el pene en su manoseo. El marido, en pie, con las rodillas algo flexionadas, y las manos a la espalda, sonreía como un beato tonto, contemplando el cuadro desde arriba.

De todas formas, Carla no tuvo que esperar demasiado. El marido estaba lo suficientemente berraco cómo para soltar su carga a los pocos vaivenes. Con una sonrisa, la opulenta bailarina aumentó prestamente el ritmo, en cuanto notó la primera salpicadura de semen sobre su cara, metiendo el pie todo lo que pudo en su vagina. Cerró los ojos y llevó a sus caderas a un enloquecido baile mientras que sus dedos apretaban el muslo de Madame, a medida que se corría largamente.

—    Como un reloj – musitó la señora, con una risita.

Ángela se encontraba cabalgando el regazo del cliente, ambos en el asiento trasero del amplio y flamante Chrysler Voyager, aparcado en la misma calle del club. El hombre, de unos cuarenta y tantos años, le había dicho que era comercial de una famosa marca y que disponía de un coche cómodo, en la misma puerta. Una oportunidad así no se dejaba pasar, pensó la rubia. Así que, entre carantoñas, le sacó fuera y se dejó llevar hasta el vehículo.

En este momento, se lo estaba follando a toda máquina, empalándose sobre un pene algo ridículo, pero erecto. Ángela se atareaba en lamer el pequeño reguero de sangre que surgía de la herida del cuello, con una mano en su nuca, tironeando de los cabellos masculinos para echar la cabeza hacia atrás.

Aunque el pene del cliente no la llenaba en absoluto, la dura cabalgata hacía vibrar su sensible y grueso clítoris, llevándola de la misma forma al éxtasis.

—    Oh, sí… sí… pedazo de… me co… corroooo… ¡Joder! ¡Qué bueno! – exclamo ella, al notar el fuerte esputo de semen que se abría camino en su vagina. Inmediatamente, su calor interno se ocupó de que los espermatozoides masculinos no sobrevivieran, al mismo tiempo que gozaba de un merecido orgasmo.

Cerró la herida del hombre con su saliva y se dispuso a mirar en la cartera del tipo, mientras aún estaba medio ido. Se apoderó de veinte euros como propina – tras haberle sacado otros cien por llevársela a follar – y se arregló la ropa, sentada al lado del comercial.

En ese momento, observó como la pareja salía del club, aferrada cada uno a un brazo de Carla. El Sr. Lolo y su esposa se marchaban a casa, llevándose a una aturdida Carla, por lo que Ángela pudo ver.

“Será cuestión de preguntarle a la italiana por ello, mañana”, se dijo Ángela, bajándose del Chrysler. El tipo quedó dentro, adormilado y con los pantalones por las rodillas.

“La noche aún es joven”, se animó Ángela, entrando de nuevo en La Gata Negra.

CONTINUARÁ…