Ángel de la noche (5)
El Viejo Vicioso.
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EL VIEJO VICIOSO.
30 de agosto de 2013.
Ángela agitaba lentamente sus nalgas, enmarcadas por un sucinto tanga morado. El cliente se mordía el labio sin parar, admirando aquel cuerpo esbelto y perfecto que se agitaba para él. Su pene, corto pero grueso, de cabeza amoratada, temblaba de ansiedad, sacado a través de la bragueta.
Ángela se movía al compás de la especial música que Pacopi creaba para las chicas. El maduro D.J. mezclaba buenos riffs de guitarra, junto con una percusión acompasada, que permitía a las strippers exponer todo su arte con buen ritmo. Ángela se dijo que ningún cliente se daba cuenta de lo importante que era la música para que ellas les excitaran.
“Lástima que no haya Goyas para los disjockeys de garitos de strippers. Pacopi se merece uno.”
La rubita siguió con su baile provocador, detrás de las cortinas, despojándose del tanga lentamente. Se había saciado de sangre una hora antes y se sentía eufórica, aunque no ansiosa, por lo que estaba como en trance, divirtiéndose con la música y con el cliente, pero su mente estaba en otros lares, con otras motivaciones.
En aquel momento, pensaba en David, su nuevo amigo. Con el fin de semana por medio, no había tenido tiempo de visitarle, pero le había llamado. El chico se estaba recuperando perfectamente – ahora que disponía de carne cruda – y estaba deseando salir con ella a recorrer tejados.
Sentándose sobre el regazo del cliente, un tipo maduro y regordete que sudaba como una cafetera vieja, recordó la noche de su encuentro con David, sin importarle las ávidas manos que recorrían sus caderas y muslos.
Aquella tarde había despertado tarde y se había lanzado a los tejados para despejarse. Ni siquiera tenía un destino en mente. Vagaba de azotea en tejado cuando escuchó el disparo. Provenía de algún lugar a su derecha, desde una ventana de un último piso o de una terraza. Un segundo disparo la llevó directamente hasta los dos tipos. Uno tenía un rifle con mira telescópico apoyado sobre el muro de una azotea, las patas metálicas del arma desplegadas; el otro, a su lado, oteaba con unos extraños binoculares.
Deteniéndose en el tejado, por encima de ellos, Ángela siguió la línea imaginaria del cañón. Varias azoteas más allá, algo se movía para esconderse detrás de una torre de ventilación metálica. La visión de la chica estrechó el campo, aumentando la nitidez de su objetivo. Pudo distinguir una garra en vez de una mano, y una larga zarpa peluda en lugar de un tobillo o un pie.
“¿Qué diantres es eso?”, se dijo.
Detenlos…
El susurro la estremeció, inyectándole urgencia a su cuerpo. Sin pensarlo siquiera, se dejó caer sobre los dos hombres. Aplastó la cabeza del francotirador contra el muro, haciendo que su cara reventase como un melón maduro. No tuvo más que empujar el de los binoculares para que hiciera un seudo ángel hasta el suelo de la calle, doce pisos más abajo. Lo contempló un segundo, preguntándose qué es lo que dirían los diarios al día siguiente, cuando les encontraran.
Intrigada, saltó cruzando una calle, y se dirigió hacia lo que había entrevisto. Se mantuvo en las sombras, observando, evaluando. Había tres tipos armados y enmascarados, parecidos a los que ella había eliminado. Una especie de bestia peluda, del tamaño de un hombre, se quejaba en el suelo, la espalda apoyada contra la redonda chimenea metálica. Jadeaba penosamente y gruñía cada vez que los hombres enmascarados se le acercaban. Estos, entre risas, propusieron esperar a que se desmayara.
Ángela olió la sangre de la bestia. Estaba herida en la pierna. Su sangre tenía un olor diferente a la de los humanos. De alguna manera, se parecía un poco a como olía ella. A pesar de su debilidad, la bestia parecía formidable y peligrosa. La intrigaba demasiado como para dejar que esos tipos la cazaran, así que actuó. Tomados por sorpresa, no opusieron apenas resistencia.
Cuando se acercó a aquella cosa peluda, se había desmayado, y su aspecto empezó a cambiar, adoptando la forma y rasgos de un hombre desnudo. Su cuerpo estaba perfectamente formado, con músculos cincelados como por un artista, y rasgos bellos e inocentes. Decidida, lo cargó al hombro como un fardo, y enfiló la dirección hacia el cercano puesto de emergencia de la Escuela Universitaria de Enfermería de Sant Pau.
El cliente se estaba poniendo las botas, magreando las tetitas y nalgas de Ángela. Se concentró en él y empezó a rotar sus caderas sobre el regazo, oprimiendo la polla enervada. El hombre no aguantó el contacto directo y se corrió con una sonrisa beatífica en su rostro, sin importarle mancharse los pantalones. Ángela le acarició la barbilla con un dedo mientras el tipo sacaba la cartera y le daba sus bien merecidos doscientos pavos.
El cliente despareció por el cortinaje y Ángela se vistió con sus exiguas ropas. De nuevo volvió a pensar en David. Encontrarle constituía algo extremadamente nuevo, que le hacía sentir cosas inexplicables. Durante cincuenta años, Ángela había sobrevivido sola, sin familia, sin amigos, más que algunos ocasionales humanos con los que se había encaprichado. David era como ella, un monstruo con piel humana, un engaño que se alimentaba en la oscuridad; era un hermano…
Se sentía extrañamente atraída por él. No era algo sexual, ni mucho menos, pero era algo fuerte, como un vínculo que les unía. Se sentía impelida a protegerle, a cuidarle, como si fuese su hermano menor, a pesar de que David le sacaba una cabeza de altura. Se rió en silencio, disponiéndose a salir a la sala.
Mañana se pasaría por su casa y le vería.
Cuando salió a la sala, Ginger estaba sobre el escenario. Se detuvo, admirando su estilo, como proyectaba su aún tapado monte de Venus hacia la nariz del cliente elegido – el que tuviera más cantidad de billetes en la mano – provocándole hasta que introducía el dinero en su braguita. Ginger era buena y era maravillosa, por lo que conseguía pingues propinas.
Desde el mostrador, alguien le hizo una seña. Ángela suspiró, reconociendo al cliente. El señor Padilla la llamó con un gesto. La rubita esgrimió una sonrisa y se acercó al mostrador, contoneándose todo lo que pudo. Sintió como los ojos del obeso hombre de los mataderos la devoraban totalmente.
— Buenas noches, Ángela – la saludó el hombre, besándole ridículamente la mano. -- ¿Cómo estás?
— Un poco cansada, Octavio, pero bien, gracias. ¿Y usted?
— Oh, bien, bien, querida. ¿Te tomas algo?
— Por supuesto, Octavio – Ángela hizo una señal a Marisol, la habitual camarera de los fines de semana, quien se acercó. – Un Agua de Valencia, Marisol, por favor.
Contempló las opulentas caderas de Marisol moverse detrás del mostrador. Poseía uno de esos traseros imposibles que enloquecían a los hombres. Apretado y duro, grande y empinado. Los clientes no dejaban de admirarlo, lo cual se traducía en número de copas.
— Hace tiempo que no le veo, señor – entabló ella conversación.
— Bueno, he estado unas semanas en Zaragoza, por negocios.
— Ah, ¿y la familia? ¿Bien?
— Sí, si, gracias. Mi hija Carolina ha perdido diez kilos.
— ¡Vaya! Esa es una buena noticia, ¿no?
— Sí. Debo decir que su humor ha mejorado considerablemente – dijo el señor Padilla, alargándole el cóctel que trajo Marisol.
— Así que todo va bien. Perfecto – sonrió ella, bebiendo un largo trago con la ayuda de la cañita.
— Todo no, cariño – musitó el seudo Torrente, deslizando una mano sobre una nalga de Ángela. -- ¿Has pensado en mi oferta?
— Bueno, la verdad es que soy muy joven aún… me siento bien viviendo con mi compañera de piso, ya sabe – Ángela abanicó sus largas pestañas postizas, haciéndose la boba. – Lo que usted quiere es como comprometerse, creo.
— Bueno, algo así – sonrió él. – Tendrías todos los gastos cubiertos y un bonito apartamento.
— Ya… ya, pero sólo querrá follarme usted, ¿no?
— Es lógico – musitó el señor Padilla, sorprendido por lo directa que había sido la chica.
— Ese es el problema. Me encanta hacer el amor con mi compañera. Así es como nos relajamos de las tensiones del club – expuso Ángela, adoptando un tono casi infantil.
El señor Padilla tragó saliva al imaginar a aquella chiquilla retozando con otra mujer.
— Podemos discutirlo. Quizás tu amiga pueda visitarte ciertos días.
— ¿Y usted querría vernos juntas?
— Por supuesto, querida – exclamó, enrojeciendo totalmente. – Sería… interesante.
— No sé, no sé – Ángela tomó otro trago y lamió el filo del vaso, untado de menta y azúcar. – Tendré que hablar con ella.
— ¿Quién es tu compañera de piso, Ángela? – preguntó el señor Padilla con suavidad.
— Ella – contestó Ángela, señalando con el dedo hacia el escenario.
— Joder – se le escapó al hombre. – Ginger…
— Sí. Es muy cariñosa.
Ángela no podía saber que Ginger era una espina clavada en el grueso culo del señor Padilla. La primera negativa que había obtenido en su vida había sido la de Ginger y aún le quemaba aquel asunto. En aquel momento, se acercó Marisol y musitó algo al oído de Ángela, quien asintió con la cabeza.
— La jefa me llama. Me tengo que ir – le dijo al señor Padilla.
— Oh, bien, bien. Ya hablaremos en otro momento – se despidió el hombre, agradecido al interludio. La cosa se había complicado al incluir a Ginger en la ecuación. Debía reflexionar tranquilamente.
Ángela se alejó, en busca de las escaleras. Sonreía maléficamente. No conocía los detalles, pero pudo darse cuenta de cómo le cambió la cara al hombre al mencionar a Ginger. Sin duda, su compañera de piso lo había puesto en su sitio en alguna ocasión. No pensaba aceptar, de ninguna manera, sus proposiciones. Brrrrr… se le ponía la carne de gallina sólo de pensar en ello.
— ¿Se puede? – preguntó Ángela, abriendo un tanto la puerta del despacho de Olivia Infante, tras haber llamado con los nudillos.
— Pasa, pasa, Ángela.
La jefa estaba clasificando facturas en un bloc. Alzó la cabeza y le indicó el sillón frente a ella. Ángela acomodó su corta falda de tablas para no pisarla con el trasero y cruzó las piernas. A través de las pestañas, examinó el rostro de su jefa. Sabía que estaba cercana a los cincuenta años, pero no lo parecía realmente. Apenas tenía un par de patas de gallo, que aparecían cuando se reía, y un marcado pliegue de mejilla que le daba carácter a la comisura de la boca. Nada de papada, ni arrugas de cuello, ni frente fruncida. Según Ginger, Olivia se retocaba cada año un poquito y seguía manteniendo todo firme, incluso otras partes de su cuerpo.
Su compañera le había contado sobre la costumbre de la jefa. Le gustaba catar personalmente cada nueva stripper que llegaba. Solía dar un tiempo para aclimatarse y, entonces, comenzaba a tirar sus redes y arrinconar la presa. Todas habían acabado por aceptar su proposición, que no era otra más que disponer de ellas durante una semana, en su casa.
Ginger le había descrito perfectamente la casa, los jardines, y lo que la jefa deseaba de ellas, y, la verdad era que Ángela estaba deseando que la madura mujer se le insinuase. Se dio cuenta que los ojos color miel de su jefa estaban puestos sobre ella y alzó la vista.
— Usted dirá, señora – musitó Ángela.
— Sólo quería saber cómo te va, Ángela. ¿Te adaptas? ¿Qué tal con tus compañeras?
— Oh, sí. Todo va bien. Estoy viviendo con Ginger.
— ¿Ginger? Perfecto. Es muy buena chica.
— Sí, mucho.
— Te he visto bailar un par de veces y lo haces francamente bien, de forma original – la alabó la jefa.
— Gracias, señora.
— Llámame Olivia, como todas hacen.
Ángela asintió.
— Me gustaría invitarte a cenar en mi casa. Es una costumbre que tengo con todas las recién incorporadas, como una cena de bienvenida.
— Por supuesto, Olivia. Muchas gracias, es muy amable.
— ¿Te vendría bien este martes?
— Sí, tengo la agenda en blanco – las dos se rieron.
— Bien, eso es todo entonces. Ya te diré la hora.
— Gracias de nuevo, Olivia – dijo Ángela, poniéndose en pie.
Los ojos de la señora Infante se clavaron en los esbeltos muslos que el movimiento de la falda dejó al aire por un segundo.
Cuando tío Julián vino a visitarle, junto con su esposa, David intentó interpretar el disgusto que se pintaba en la cara de su pariente. Pero no supo decir si era pena por él, o frustración porque había sobrevivido. En lo más profundo de su pecho, David intuía que su tío tenía algo que ver con el ataque. El caso es que cuando David regresó a su trabajo, estuvo espiándole a cada vez que podía, hasta que sus sensibles oídos captaron parte de una conversación telefónica.
Estaba lavando tripas cuando escuchó el timbre del teléfono fijo del despacho de su tío. Sabiendo que su tío estaba allí, David se acercó a la puerta, cubierto por el ruido del agua a presión que seguía cayendo en la cuba. Aguzó sus oídos y prestó atención.
— Pero… ¿es que no vais a hacer nada? – el disgusto en la voz de su tío era evidente.
— Por ahora no – respondió otra voz, procedente del micrófono. Una voz chillona pero autoritaria. – Hemos perdido a buenos hombres. Esperaremos nuestra oportunidad.
— ¡Y mientras tanto, tengo que trabajar a diario con ese monstruo!
— Debes mantenerle vigilado, Hermano. Esa es tu tarea de ahora en adelante. ¿Entendido?
— Sí, Eminencia. Lo haré – capituló su tío.
David volvió a su barreño de tripas antes de que su tío saliera del despacho y le echara una mirada abrasadora. Ahora lo sabía con seguridad, su tío estaba en el ajo. Parecía tratarse de una especie de organización, quizás eclesiástica, dado el “Eminencia” que su tío había pronunciado. ¿Acaso era el Obispo que le se había escapado a uno de sus atacantes? Podría ser, pero, ¿a qué se dedicaban? ¿A matar a seres como él? ¿El Vaticano tendría algo que ver?
Ese día acabó más tarde que otros días, ya que había que hacer inventario. En un descanso, llamó a Mirella, la cual también se había llevado trabajo a casa. La cosa iba a más entre ellos, para alegría de David. Aunque no había comentado nada sobre ello, parecía que Mirella había quedado impresionada por las proezas sexuales de David, y andaba loquita por ser arrastrada a polvazos. Así que las citas se continuaban y no solamente una por semana.
Quedaron para el jueves, en una cafetería-galería de Balmes.
David olfateó la brisa que provenía del mar. El sol no era más que una pincelada en el horizonte y las sombras eran combatidas por la iluminación artificial de las calles. Caminaba con las manos en el bolsillo y apenas cojeaba ya. Tuvo la extraña impresión de que le observaban, y puso más atención a su entorno. Olisqueó de nuevo, pero no descubrió nada. Sin embargo, sus ojos no cesaban de buscar algo extraño y el vello de su nuca estaba erizado.
Se cruzó con un grupo de jóvenes que salían de un moderno gimnasio, comentando entre ellos. Portaban bolsas de lona y mochilas, recién duchados y oliendo a desodorantes, lo que le hizo estornudar. En ese momento, alguien le ofreció un pañuelo de papel.
Desconcertado, se quedó mirando a la chiquilla rubia que tenía delante, vestida con unas finas mallas y una ceñida camiseta de Gorilaz.
— ¡Ángela! – exclamó, tomando el pañuelo.
— Es fácil engañarte, camuflando mi olor – le dijo ella, con una sonrisa.
— No estaba atento – respondió él, sonándose la nariz.
— Sí lo estabas. No parabas de husmear y mirabas a todas partes.
— Bueno, tenía la impresión que alguien me vigilaba, y serías tú, ¿no?
— Claro que sí – Ángela se llevó las manos atrás, cogiéndose la muñeca.
— ¿Por qué me sigues?
— ¿Y por qué no? Te guardaba las espaldas, vale.
— Vale. Gracias – dijo tras una pequeña pausa.
— De nada – Ángela le miró a los ojos, admirando el raro color de las pupilas.
— Te invito a algo. ¿Bebes, comes?
— Claro, ¿tú no? – Ángela se hizo la sorprendida.
— Que graciosa. Me refería a comida humana.
— Lo que me eches, soy capaz de tragarme una vaca. Lo que pasa es que no dura nada en mi organismo, lo quemo inmediatamente – explicó ella, alzando la punta de los dedos de las manos.
— Bufff, tiene que ser una ruina invitarte a comer – Ángela se rió con fuerza y se cogió del musculoso brazo de David. Parecía aún más niña a su lado.
David la llevó a una cervecería que conocía en el Passatge de Sant Joan de Malta, a espaldas de la Gran Vía de les Corts Catalanes. Se sentaron en una plazoleta enlosada con grandes placas de granito y chinos, al amparo de grandes sombrillas celestes – que seguían abiertas en la noche – y rodeada de grandes macetas con palmeras. David encargó dos jarras de cerveza y unos camarones salados para acompañar.
— Tengo curiosidad – dijo Ángela, de repente. -- ¿Sabes si alguien de tu familia es diferente, aunque sea solo un poquito?
— No. Todos huelen a humanos – meneó él la cabeza.
— Tú hueles como yo, pero, ¿qué hueles en mí? – se interesó ella.
— Es un aroma exótico, que no he olido antes, así que no puedo describirlo. En parte a flores, en parte a exquisita carne.
— Vaya. No me lo esperaba tan gráfico – se rió Ángela.
— Ahora soy yo el que tiene curiosidad – dijo David, antes de beber un buen trago de la fría cerveza.
— A ver…
— Dejaste a tu familia muy joven.
— Sí.
— ¿Cómo sobreviviste? No me digas que te hiciste un nido y salías por las noches a robar niños, como en las leyendas medievales – bromeó él.
— No, nada tan extremo. Además, no le haría nunca daño a un niño – David asintió, aceptando la corrección. – Hasta que no descubrí todo lo que podía hacer, tuve que utilizar la astucia y el engaño, apoyándome, sobre todo, en mi aspecto.
— ¿Tu imagen de niña candorosa, que no ha roto un plato? – se rió David.
— Exactamente. No te imaginas siquiera lo que puedes conseguir pareciendo inocente – musitó ella, dándole vueltas a su jarra.
La conversación estaba haciendo que revivieran sepultados recuerdos en ella que, cómo ánimas despertadas, empezaron a rondar por su mente.
1967.
Era el mes de enero y en Vigo hacía un frío que cortaba. Ángela acababa de bajarse de un tren en la estación central, en la calle José Antonio Primo de Rivera. No sentía el frío, sino el hambre que gruñía en sus tripas, que la ebilitaba. Llevaba demasiado tiempo sin tomar nada, ni alimento sólido, ni sangre. Huía de los crímenes que había cometido en el Levante: tres albañiles desangrados cuando la descubrieron oculta en una buhardilla. No se pudo controlar y todo el edificio ardió a cuenta de eso. Por eso había pasado todo el tiempo escondida bajo una fuerte lona, en un vagón de mercancías, dirigiéndose al norte.
Deambuló por las calles casi vacías con el ocaso, hasta llegar a una placeta arbolada rodeada de casas de dos pisos, con tejados de diferentes formas. El aroma de unas castañas asadas asaltó su nariz. Sin pensarlo, se dejó conducir por el olor hasta quedar frente a un pequeño comercio en el piso bajo de una de las casas. Parecía ser un kiosco de prensa y chucherías instalado en una especie de portal. En su interior, sentado a una pequeña mesa camilla, un anciano asaba castañas en un hornillo.
La puerta de entrada estaba dividida en dos. La parte inferior estaba cerrada, para impedir que se colara algún gato o ratón desde la calle. La parte superior estaba abierta, para atender al público, por lo que el interior no estaba demasiado caldeado. Sin embargo, las enaguas, el brasero de picón que debía haber debajo, y la llama del hornillo, eran suficientes para que el anciano se encontrase medianamente a gusto.
El anciano giró la cabeza y la miró. No dijo nada, luego agitó la olla agujereada donde estaba asando las castañas para que éstas se meneasen y no se quemaran. Ángela le contempló largamente. El hombre tenía una nariz afilada, surcada por innumerables venitas. Unas espesas cejas grises surcaban su entrecejo y, bajo ellas, dos hundidos ojos del tono de la avellana se movían, inquisitivos. Estaba completamente calvo, salvo unas largas patillas blancas que iniciaban la recortada barba que lucía.
— ¿Qué esperas ahí plantada, niña? – barbotó, molesto por la contemplación de Ángela. -- ¿Estás sola?
— Sí, señor.
— ¿Y cómo es eso?
— Acabo de llegar en el tren de Valencia.
— ¿Viajas sola? – esta vez el anciano sonó intrigado.
— Sí.
— No debes de tener más de quince años. No deberías viajar sola. Vamos, entra y caliéntate – el hombre agitó la mano.
Ángela obedeció, encorvándose más de la cuenta y metiendo sus manos bajo las axilas, simulando tener frío. El anciano la hizo sentarse en otra silla y le tapó las piernas con las enaguas de la mesa, pero antes se fijó que la chiquilla vestía una simple falda que le llegaba un poco más debajo de las rodillas, y unos calcetines de lana. Agitó el brasero con la paletilla de hierro para reanimar las brasas y ofreció unas castañas a Ángela.
Con una sonrisa, la jovencita tomó dos y comenzó a pelarlas, sin importarle lo caliente que estuviesen. Las devoró en un santiamén. El viejo se rió y le ofreció otras pocas.
— Se ve que tienes hambre – le dijo, observándola atentamente.
— No he comido nada en todo el trayecto – respondió ella.
— Eso no está bien. A tu edad, tienes que comer.
Ángela se encogió de hombros, concentrada en quitar la piel del fruto asado.
— ¿Y dónde piensas quedarte? – nuevo encogimiento de hombros. -- ¿Conoces a alguien en Vigo?
— No. Ya buscaré un sitio, un sótano o un portal. Puedo dormir en cualquier sitio…
— Joder, niña, no puedes quedarte por ahí con el frío que hace – rezongó el anciano. – Vivo aquí encima. Tengo una cama de sobra, por lo menos para esta noche.
— Pero… ¿y su familia?
— Ya no me queda familia en España – repuso el anciano, meneando la cabeza. – Mis hijos se marcharon al extranjero y mi esposa murió unos años atrás.
— Lo siento, señor.
— Bien, no pasa nada. Dame unos minutos para cerrar el kiosco y subiremos a mi casa. Me llamo Desiderio.
— Yo… Ángela – repuso, extendiendo una manita.
Ángela era consciente de la intensidad que había visto en la mirada del anciano, pero no le dio importancia. Lo primero era lo primero, refugio y comida. Sin eso estaba perdida. Lo demás era secundario y el riesgo asumible. En la década de los sesenta, nadie conocía la palabra pederasta, y la mayoría de los hogares de España no se cerraban con llave. Todo el mundo confiaba en sus vecinos, en los extraños, en los forasteros, hasta la misma Guardia Civil. Sin embargo, lo que la chiquilla había visto en los ojos del anciano era pura lujuria.
El piso superior de la casa era amplio y luminoso, aunque estaba algo polvoriento. El fuego encendido en la chimenea mantenía toda la vivienda caldeada.
— La cocina, y éste es el salón comedor – señaló el anciano, al entrar en la gran sala donde ardía la chimenea. – Allí está el baño y, por ese pasillo, los dormitorios. El mío es el primero. Hay uno más al fondo. Te daré ropa de cama cuando cenemos.
— Gracias, Desiderio.
— Venga, siéntate al fuego y caliéntate, niña.
Tras unos minutos, el anciano regresó con unos cubiertos y unas servilletas de tela. Bajo el brazo, una hogaza de pan empezada. Ángela se levantó y le quitó las cosas de las manos para situarlas sobre la fuerte mesa del centro de la estancia. Después, le siguió hasta la cocina. El anciano había puesto a calentar un cazo sobre la hornilla de butano, que estaba empezando a hervir.
— Es sopa de verdura. Te vendrá bien algo caliente – explicó Desiderio. -- ¿Te gusta?
Ángela asintió, colocando sus manos a la espalda, como una niña buena. Desiderio abrió la puerta de una amplia alacena, de donde sacó una gruesa tripa de salchichón y una buena porción de queso de bola. De un cajón surgió una alargada tabla de madera, donde dispuso el embutido y el queso, y se los entregó a la joven, para que los llevara a la mesa.
Mientras que Ángela regresaba, el viejo sirvió la sopa bien caliente en dos tazones grandes.
— Llévate uno – le dijo Desiderio cuando entró en la cocina.
Ángela arrimó su nariz al vapor que humeaba del tazón, y su estómago hizo un obsceno ruido gorgojeante, que hasta el anciano pudo escuchar. Éste se rió y ella le secundó. Una vez sentados a la mesa, frente a frente, con el perfil bien calentado por las llamas, el anciano la dejó tragarse la sopa a toda prisa. Ángela no utilizó cuchara alguna, sino que tomó el tazón y tragó directamente, sin hacer un solo aspaviento al verter el líquido humeante en su boca.
Desiderio la miraba fijamente, sin dejar de trasegar con su cuchara de su propio tazón. Una vez terminada la sopa, el anciano sacó una afilada navaja del bolsillo, con la cual empezó a cortar salchichón y queso, alternativamente, ofreciendo trozos a la chiquilla, en primer lugar.
Era como alimentar a un pajarillo en el nido. Cada pedazo de embutido o de queso desaparecía inmediatamente en su boca, que se movía rápidamente para masticar y englutir. El viejo sonreía y suministraba más pedazos y, de vez en cuando, él mismo se llevaba uno a la boca salpicada de dientes ennegrecidos.
— Bueno, te veo algo más repuesta – comentó Desiderio, sin dejar de cortar.
— Me siento mejor – contestó ella, tragando lo que tenía en la boca.
— Pero aún te ves muy pálida.
— No se preocupe por eso, Desiderio. Es mi color natural. Soy muy blanca.
— Bien. Ahora, dime… ¿Te has escapado de casa?
Ángela ya tenía preparada su propia historia, pues llevaba pensando en ello durante todo su viaje.
— No tengo casa, Desiderio. Me he escapado del orfanato.
— Vaya, no me lo esperaba. Una huerfanita – los ojos del anciano se estrecharon. -- ¿Dónde vivías?
— En Murcia capital.
— ¿Y por qué te has marchado?
Ángela se encogió de hombros e hizo un débil puchero con la barbilla. Sus ojos se humedecieron. Se había convertido en una magnífica actriz en los años que había pasado en la calle.
— Vamos, puedes contármelo – insistió el anciano, alargando una mano y posándola sobre la que Ángela mantenía sobre la mesa.
— El señor Galindo… el dueño del orfanato me buscaba a todas horas.
— ¿Qué te buscaba? ¿Cómo es eso? – Desiderio frunció las grises cejas.
— Me llamaba a su despacho o me llevaba aparte en el recreo…
— ¿Qué quería?
— Me tocaba – las mejillas de Ángela se sonrojaron profusamente.
— ¿Dónde te tocaba?
— No sé… en el pecho… y entre las piernas – musitó ella, bajando la mirada.
— Ya veo – la punta de la lengua asomó entre los resecos labios del anciano, tan sólo un segundo, luego se escondió.
— Hace dos semanas, me sacó del dormitorio grande, donde dormimos todas las niñas, y me metió en una de las habitaciones para chicas mayores. Dijo que ya era hora que tuviera mi propio espacio. La habitación era para dos, pero la otra cama estaba vacía.
— Bueno, mejor para ti, ¿no?
Ángela negó con la cabeza y posó su otra mano, la que tenía sobre el regazo, sobre el dorso de la mano del anciano. La aferró con las dos manos y le miró a los ojos, dejando que viera sus silenciosas lágrimas.
— ¡Se metió en mi cama! ¡Conmigo! ¡Estaba desnudo! – exclamó.
— Dios…
— ¡Me decía que se ocuparía de mi futuro personalmente, mientras me quitaba el camisón y metía su asquerosa mano en…! ¡Me violó cada noche y me obligó a hacer cosas asquerosas! ¡Oh, Jesucristo!
— Serénate, Ángela – apretó el anciano su mano. – Ya no te puede tocar…
Desiderio tenía el semblante grave y preocupado, pero la entrepierna tan tensa como un adolescente. Imaginar aquella belleza obligada a obedecer sus deseos le enardecía como nada en el mundo.
— Yo te protegeré, ya verás…
— ¿De verdad? – preguntó ella, sorbiendo por la nariz.
— Te lo juro, niña. Aquí estarás a salvo, conmigo.
— Gracias, Desiderio – dijo Ángela, acariciando la áspera mano del anciano.
— Bien. Ahora, lo mejor es que preparemos tu cama – el anciano se puso en pie y se alejó por el pasillo. Ángela retiró la mesa, con media sonrisa en su rostro.
En los días siguientes, Ángela llegó a la conclusión que la suerte la sonreía. Los días invernales del norte eran tan cerrados que el sol no traspasaba la capa de nubes, por lo que podía andar por la casa casi todo el día, dedicándose a limpiar y a preparar sencillas comidas para los dos. Desiderio pasaba casi todo el día en el kiosco, salvo un par de horas para el almuerzo y una ligera siesta. Subía cuando cerraba, cerca de las nueve de la noche, que era cuando se sentaban a la mesa y charlaban un buen rato.
El segundo día de su estancia en la casa, apenas anochecer, Ángela salió a recorrer las inmediaciones. Tenía que conocer la zona para tener preparada una ruta de escape y, sobre todo, para conocer las posibilidades de alimento que hubiera. Tuvo la suerte de encontrarse con una taberna dos calles más allá, en rúa Rola. Para Ángela, constituía el lugar ideal para encontrar sangre fresca y poca defensa.
Sólo tuvo que apostarse en uno de los portales y esperar la salida de un hombre solitario, con suerte algo bebido. No tuvo que esperar demasiado. Con un siseo le llamó. El hombre se quedó mirando aquella niña que le hacía gestos desde el portal, preguntándose qué querría de él, pero, finalmente, movió sus inseguros pies hacia ella. Ángela supo engatusarle hasta meterle dentro del oscuro portal. Allí, manoseó su entrepierna, le sacó el pene, y jugueteó con él hasta que el hombre quiso pasar a mayores. Entonces, le tumbó en el suelo, se subió encima de él y le mordió el cuello, al mismo tiempo que se empalaba sobre su miembro.
Bebió su sangre y calmó su ardor al mismo tiempo, cabalgándole como una posesa. Controló, como pudo, sus llamas, tras su primer orgasmo, y dejó a su víctima dormida en el portal. Aún así, tuvo que detenerse otra vez, tras la tapia de un huerto, para meterse dos dedos en su vagina y correrse rápidamente, impidiendo que las llamas brotasen.
De mucho mejor ánimo, subió a la casa de Desiderio y puso la mesa para la cena. Por su parte, el anciano estaba deseando subir y contemplar la obra de arte que tenía escondida en casa. La había estado observando dormir la siesta tras el almuerzo. Por lo visto, Ángela tenía un sueño pesado, lo que le había permitido entrar en el dormitorio de ella y apartar las mantas. La niña dormía gloriosamente desnuda, a pesar del frío, y su respiración era tan lenta que parecía muerta.
No se había atrevido a tocar su piel, pero había estado a punto. La noche pasada, el anciano se había hecho una larga paja para poder tranquilizarse y dormir algo, sabiendo que la tentación estaba a dos puertas de su cama. Se preguntaba el por qué de este sino, a su vejez, cuando ya no pensaba complicarse más la vida, le había caído un dulce como aquel. Se había acostumbrado a sobrevivir con las fotografías pornográficas que llegaban al puerto, de contrabando. Él las compraba, gozaba de ellas, y luego las vendía a sus conocidos. El cabrón del Caudillo y su puta censura estaban matando España…
Sin embargo, ese ángel del cielo había aterrizado en su casa, y podía ser suyo si jugaba bien sus cartas. Aquella bondad e inocencia que parecían envolverla conseguían ponerle tan verraco como en sus años mozos.
El cuarto día de la estancia de Ángela, sábado para más señas, Desiderio cerró el kiosco un poco antes y subió a casa, portando un paquete atado con cordel y envuelto en papel de estraza, una botella de Ricard de estraperlo, y varias golosinas en los bolsillos. Lo que había dentro del paquete eran dos gruesos filetes de ternera que le había cambiado a Antonio, el carnicero, por una baraja de cartas impresa con modelos medio desnudas y una revista pornográfica francesa.
Ángela estaba a punto de empezar a preparar la cena cuando el anciano la detuvo.
— Déjame a mí. Voy a hacer unos filetes borrachuelos para chuparse los dedos. Con su mantequilla, sus ajitos, y bien hartos de sidra…
— Vaya. Parece todo un manjar – se rió la chiquilla.
— Ya me lo dirás – repuso el anciano, poniéndose a la tarea en la cocina. – Acaba de poner la mesa y cómete algunos de estos – le entregó un puñado de caramelos y algunos chupa-chups.
— Gracias – exclamó ella con entusiasmo.
Los filetes estuvieron hechos en unos veinte minutos y estaban deliciosos, la carne tierna y aromada por la sidra. Tras masticar en silencio un buen rato, Desiderio la enseñó a beber el pastis francés Ricard, con agua. El delicioso regusto a anís se quedaba en la boca tras beber aquel mejunje blanco que se producía al verter agua sobre el líquido ambarino de la botella. Al calor de la chimenea, trasegaron varios vasos de la mezcla, que pronto afectaron a la chiquilla. Se sentía eufórica y liviana, con ganas de saltar y bailar; reía todos y cada uno de los chistes que el viejo contaba, y no dejaba de meterse caramelos en la boca.
— ¡Ay, no siga, por Dios! ¡Desiderio, que me meoooo! – exclamó Ángela, doblada por la risa.
— ¡Cómo me manches la madera del suelo, te enteras! – se mofó el viejo, palmeando la mesa.
Ángela salió corriendo hacia el cuarto de baño, donde tan sólo había un inodoro y una antigua bañera de patas. Cuando regresó, venía limpiándose las lágrimas de risa. Se colocó delante de las llamas, dejando que la falda se transparentase con la luminosidad. Desiderio no se perdió detalle, por supuesto.
— Se lo dije… – musitó ella. – Me he orinado en las bragas…
— Uppss… lo siento, niña, pero el Ricard aprieta de la ostia – bufó el hombre.
— De la ostia – repitió ella, riendo de nuevo.
— Entonces, ¿qué has hecho con las bragas?
— Pues quitármelas y meterlas en agua – se encogió de hombros ella, desenvolviendo un chupa-chups del envoltorio.
— Tengo que comprarte algo de ropa – masculló Desiderio.
— No quiero ser ningún perjuicio para usted. Ya se ha portado muy bien conmigo – respondió ella, metiéndose la golosina en la boca.
— No es ningún perjuicio. Además, quiero verte con otra cosa que no sea esa ropa – señaló el anciano con un dedo. – Estarías preciosa con un vestido…
Ángela se sonrojó, de espaldas al fuego, succionando el caramelo teniéndole cogido del palo. No parecía consciente que su silueta se desdibujaba perfectamente con la luz de la hoguera, mostrando sus esbeltas piernas y sus estrechas caderas desnudas. La larga falda azulona la cubría hasta más debajo de las rodillas, pero no llevaba los calcetines, que estaban en remojo también. En casa, para asombro del anciano, la chiquilla iba liviana de ropa. En este momento, tan sólo llevaba una camisilla de tirantes de puro verano, con bordados. Una gruesa felpa azul remataba su cabeza, combinando con la falda.
— ¿De verdad que no tienes frío? – le preguntó Desiderio por centésima vez.
— De verdad. No se preocupe. Tengo el grueso jersey para salir a la calle. No necesito más ropa…
— Sí que la necesitas. Una chica tan guapa no puede tener cuatro harapos. El lunes te daré dinero e iras a comprarte unas mudas y lo que necesites.
Ángela inclinó la cabeza, rindiéndose a la evidencia. Era el momento de jugar una nueva carta. Dio un paso y se acercó a la mesa. Tomó su vaso de anisado y lo vació de un trago. Se metió el chupa-chup en la boca y miró fijamente al anciano.
— Desiderio… ha sido usted muy bueno conmigo. Me ha acogido en su casa, me ha dado cama y comida, y el calor de su compañía. Desearía hacer algo por usted…
— Ya lo haces. Te ocupas de la casa, lo que era un jodido coñazo para mí, ciertamente.
— Eso no es nada – agitó una mano ella. – Me refería a algo más personal, que demostrara mi agradecimiento… ¿Qué tal si le entrego lo que no he querido dar antes?
Y Ángela se levantó la falda con las dos manos, lentamente, pero sin pausa, hasta mostrar el delicioso pubis imberbe y su vagina cerradita. Desiderio se quedó con la boca abierta, atónito, notando como su pene reaccionaba prontamente, pasando de un estado morcillón a ser una cosa dura y dispuesta.
— P-pero, chiquilla…
— ¿No lo desea, Desiderio? – murmuró ella, apenada.
— Claro que sí, pequeña, pero no sé si es…
— Lamento no ser pura para usted, pero el señor Galindo me forzó – se mantuvo en la misma pose, con la falda levantada, sus desnudeces al aire, y una expresión compungida en su rostro. – Pero me gustaría entregarme a usted, sin resistirme, sin lágrimas, con alegría y respeto, para que haga conmigo lo que quiera…
— ¡Por los clavos de Cristo! – exclamó el anciano, revolviéndose sobre la silla, y acomodando su polla erguida dentro del pantalón.
— ¿Es que no le gusto, Desiderio? ¿No soy bonita?
— Oh, ya lo creo que lo eres… y una maravillosa putilla también. Ven aquí…
Ángela se acercó, manteniendo la falda siempre alzada, hasta detenerse a un paso de él. La mano del anciano se coló entre sus muslos, ávida por palpar aquel suave y tierno coñito. Con un dedo, repasó la vulva, entreabriéndola y haciendo que el cuerpo de la chiquilla se tensase.
— ¡La Virgen! ¡Qué caliente lo tienes! – masculló el hombre, colocando sus manos en la cintura de ella y girándola.
Atrajo las nalgas contra su regazo, frotando su oculto miembro contra ellas. Sus manos la abrazaron, pasando por delante de su vientre. Una de ellas descendió, apoderándose de nuevo de su sexo. Desiderio hundió su picuda nariz en el dorado pelo de ella, aspirando su olor, gozando de su suavidad. La mano que mantenía sobre el vientre femenino, ascendió hasta apretar uno de los pechitos rudamente.
Ángela se quejó con un gemido, pero Desiderio no se molestó en parar. La lujuria había prendido en él, después de años reprimida. Apartó el pelo y mordisqueó la exquisita nuca de Ángela. Sus manos se introdujeron bajo los tirantes de la camisola, pellizcando los erguidos pezoncitos, libres de cualquier sujeción. La parte posterior de la cabeza de Ángela se dejó caer sobre el hombro del anciano, poniendo el cuello a su alcance.
La experta lengua de Desiderio se ocupó de aquel lugar, subiendo hasta el lóbulo de la oreja, hasta la comisura de los labios, mientras sobaba a placer los pequeños pechos, a los que dejaba marcas rojizas con sus dedos. Ángela gemía y se retorcía, la espalda arqueada, las manos apoyadas en los muslos del anciano. Tenía los ojos cerrados, las aletas de la nariz pinzadas por el puchero que sus rasgos adoptaban con el placer.
— ¿Te gusta esto, zorrita? – musitó el anciano en su oído.
— Oh, sí, Desiderio. Me da mucho gustito…
— ¡Te voy a apretar más los pezones! ¡Chilla cuando no puedas más!
Ángela prefirió morderse el labio que gritar. El doble pellizco fue brutal, exprimiendo sus tiernos pezones, pero hizo que su coño goteara, literalmente.
— ¡Ah, no chillas, guarra! Veo que te van estas cosas… ¿Seguro que el señor Galindo te violó? ¿No te meterías tú en su cama para dejarle seco?
— No… no… de verdad… oooohh…
Ángela gimió cuando el anciano estiró sus pezones todo cuanto pudo, a punto de arrancárselos. Entonces, con una mano bajo su barbilla, Desiderio hizo que girase el rostro para besarla largamente en la boca, introduciendo una lengua blanca y quemada del tabaco en su interior. Sin embargo, la rubita no sintió ninguna aprehensión. Estaba más allá de eso ya, totalmente atrapada por el morbo más fetichista.
Se giró para colocar sus brazos alrededor del cuello de Desiderio, empujando la lengua del anciano para meter la suya. Succionó aquella lengua como el más preciado de los polos de verano, haciendo gemir, esta vez, al viejo. En respuesta, éste tironeó de la falda, bajándola por las piernas de la chiquilla. Masajeó aquellas nalguitas respingonas que se encontraban entre sus propias piernas, y comprobó la humedad del coñito. Le encantaba aquel sexo sin vello, tan joven y estrecho.
Sin embargo, la experiencia sexual del anciano se remitía a follar a lo bruto, sin delicadezas. Nada de comiditas de coño, ni caricias de anticipo. Lo suyo era empujar hasta depositar su cremosa ofrenda y punto. Sin embargo, en sus tiempos de marinero había descubierto cuanto le gustaba que se la chuparan las putas. Ahora, tenía la oportunidad de que la chiquilla aprendiera también.
La obligó a ponerse de rodillas sobre el suelo de tablas, y se abrió la bragueta ante su cara. Un sinuoso y largo miembro saltó ante los ojos de Ángela. Tenía una extraña curvatura hacia la derecha y era estrecho, con un glande descubierto y en forma de seta.
— Tómalo en la mano y bésalo…
— ¿Besarlo? – Ángela simuló no comprender.
— Chúpalo como uno de esos chupa-chups, con ganas… tragando todo lo que puedas.
La chiquilla se puso a la tarea, jugueteando primero con el glande, acogiéndolo en el interior de sus mejillas y presionándolo contra su lengua, para luego empezar a tragar cuanto pudo. Tosía y daba arcadas cuando tocaba su garganta, y escupía ingentes cantidades de babas sobre él, lo que parecía encantarle al anciano. Lamió las pesadas bolas que colgaban en un escroto ajado y lleno de canas, y masturbó lentamente la verga hasta que el viejo la detuvo, tirándole del pelo.
— Déjalo ya, putita, que vas a hacer que me dispare como un cañón – jadeó el anciano. – Date la vuelta y súbete sobre mis rodillas…
Ángela obedeció, quedando sentada, con las piernas separadas, una a cada lado de una de las rodillas de Desiderio. Éste pasó una de sus manos por la entrepierna de la chiquilla, desde atrás, y coló un par de dedos en la vagina, haciendo que Ángela se retorciera de gusto.
— Sí, eso es… dispuesta para recibirme – silbó.
Se aferró el miembro, poniéndolo bien erguido, y atrajo el cuerpo de Ángela, la espalda de ella contra el pecho de él. El pene prácticamente buscó, él sólo, el lugar donde debía enclaustrarse. Un par de sacudidas con las caderas y Ángela boqueó al sentir golpear contra su cerviz. Tenía al viejo Desiderio en su interior, follándola bien follada. Las manos del anciano sacaron su camisola por encima de la cabeza, dejándola completamente desnuda. Las llamas de la chimenea brillaban sobre su pálido cuerpo.
Subió las manos y se aferró a la nuca del anciano, mientras éste volvía a torturarle los menudos senos. Ángela saltaba sobre el regazo, respondiendo a los embistes de su viejo amante. En un momento dado, Desiderio bajó sus manos hasta las caderas femeninas, aferrando la piel con fuerza. Inclinó a Ángela hacia delante e dio comienzo a un frenético bombeo que producía un efecto entrecortado a los gemidos de ella.
Aferrada a una esquina de la mesa, Ángela se corrió brutalmente con aquel frenesí, pero el anciano no se detuvo. Aprovechando su posición, la tumbó de bruces sobre la mesa y se recostó contra ella, metiéndole la polla hasta la garganta. Jadeaba sobre el oído de la chiquilla, en una cantinela obsesiva que, al principio, Ángela no entendió, pero que, gracias a la repetición, acabó haciéndolo.
— Vas a ser mía, putilla… toda mía… hasta que me muera…mucho mejor que la idiota… de mi esposa… mucho mejor…
Con una agilidad que desconcertó a Ángela, Desiderio se apartó de ella de un salto en el momento de correrse. Colocó la polla contra la boca de la joven y se corrió largamente, con varios chorreones.
— Hay que tener cuidado de no dejarte preñada – dijo, cuando se apartó. – Estás en la edad en que te quedas encinta con sólo un suspiro.
Esa fue la primera vez. A partir de ese momento, Ángela ya no durmió más en su cama, sino en la de Desiderio. El viejo la follaba cada noche, con una potencia que no cuadraba con su edad. Parecía rejuvenecido. La inició en el sexo anal, pues prefería éste para no tener problemas de embarazo. Aunque Ángela ya había sido desvirgada analmente anteriormente, Desiderio la ensanchó a voluntad, acostumbrándola a la sodomía.
Ángela consentía en todo pues se encontraba muy a gusto con el anciano. Aunque él no lo supiese, lo utilizaba a su antojo. Hasta mucho después, Ángela no comprendió que aquel fue su primer “nido”.
Al cabo de ocho meses, el corazón de Desiderio no lo soportó más. Murió encima de ella, metiéndosela por el culo. Ángela le lloró, ciertamente. No se había alimentado de él nunca. Sólo le utilizaba para el placer. Abandonó la casa antes de que llegaran los hijos a reclamar las posesiones familiares.
Una mano sobre la suya la hizo volver al presente. David inclinaba su cabeza para mirarla mejor a la cara.
— Estabas sonriendo – le dijo él. -- ¿Algo gracioso que has recordado?
— Más bien sentimental. Recordaba mi primer nido – respondió Ángela, dando un buen tiento a su jarra de cerveza. – El próximo día invito yo. ¿Has bebido Ricard alguna vez?
CONTINUARÁ…