Ángel de la noche (22)

La primera misión de la Brigada

LA PRIMERA MISIÓN DE LA BRIGADA.

30 de marzo de 2014

Solo la aguda voz del Comandante Araña resonaba en la sala de guerra de la oculta sede del B.A.E. y los integrantes de la brigada prestaban mucha atención a sus palabras, sentados en sus sillas con amplios reposa manos. Tras muchos días de espera y desgracias, llegaban unos informes satisfactorios que prometían una buena incursión y una anhelada venganza.

Según explicaba el niño comandante, siguiendo el contorno de varios planos, que se ampliaban en la gran pantalla reflejada en la pared del fondo, se había descubierto el mayor campo de entrenamiento de la Sociedad Van Helsing. Había costado lo suyo, tiempo y vidas de hecho, pero, finalmente, disponían de la información necesaria para dar un golpe – puede que uno de gracia – a la logia.

El campo de entrenamiento se ubicaba en un vasto complejo al aire libre que, anteriormente, había sido un afamado club ecuestre usado como colonias vacacionales para hijos de la pudiente sociedad francesa. Se encontraba en el sudeste de Francia, en el departamento de Languedoc- Rosellon, en una localidad casi perdida en las montañas llamada Freneux. La información sobre el lugar era tan buena que incluso disponían de una maqueta a escala sobre la gran mesa iluminada que separaba la pantalla de los asientos.

En ella, habían podido examinar mejor los reformados edificios que constituían los habitáculos de los reclutas, de los monitores y oficiales, el área de entrenamiento y otras particularidades. El espacio circundado por un alto muro y alambres de espinos cubría varias hectáreas bien aprovechadas.

El Comandante Araña repasaba de nuevo el plan diseñado, insistiendo siempre en dividir a la Brigada en cuatro grupos. La incursión debía ser cronometrada y precisa para no dar posibilidad alguna a los miembros que se entrenaban allí, ni que, por supuesto, pudieran llamar refuerzos de ningún tipo.

—    Tanto el grupo uno como el dos saltaran el muro tras cortar las alarmas. Se internaran por la arboleda del este, a la espera que Albatros y Terciopelo eliminen los vigías de las torres del edificio principal, en donde están los grandes focos oscilantes. Justo entonces, el grupo cuatro avanzará hacia los bungalows de la colina norte, donde duermen monitores y especialistas. El grupo uno asaltará el edificio principal, sede mayor, y el grupo dos los barracones que hay tras el viejo domo de entrenamiento. El grupo tres se quedará oculto en el área de entrenamiento del oeste, cubriendo las espaldas a los demás y manteniendo abiertas las salidas al sur – la varilla metálica del Comandante Araña repiqueteaba en la pared blanca que servía de pantalla, a medida que señalaba los objetivos en la imagen.

Todos asentían, asimilando el plan. Era rápido y sencillo. Tomarían a todo el mundo durmiendo tras eliminar los centinelas. No debía de haber más de un centenar de humanos, según los informes, entre reclutas y personal. El Comandante había sido muy claro con aquella palabra: “reclutas”. No debían confiarse, no se trataba de ningún aprendiz de soldado aún inexperto, no. Se suponía que eran soldados de la logia o de otras organizaciones, con un entrenamiento básico ya asimilado e incluso experiencia en combate real. El campo de entrenamiento no era más que un paso más para enfocar la voluntad de sus voluntarios y habituarles a trabajar juntos, pero cualquiera de ellos podía ponerles en dificultades si se confiaban.

Pero todos los miembros de la Brigada estaban motivados y dispuestos a entrar a sangre y fuego, como se solía decir. Los últimos asaltos de la Sociedad Van Helsing habían sido especialmente sangrientos y crueles. El veintidós de marzo una docena de Técnicos, repartidos en varias grandes empresas del cinturón industrial de la ciudad, habían sido secuestrados durante el almuerzo y crucificados hasta la muerte en una nave abandonada de Palleja. No había que recalcar que eran puestos importantes y comprometidos para el clan, esta vez.

El veintiocho de marzo, apenas dos días antes, una vieja masía en pleno centro del parque natural de la sierra de Collserola, la cual escondía un Nido con sesenta Ocultos, quedó totalmente calcinada. En ella había una docena de niños inocentes, junto a sus familias. Nadie sobrevivió.

Los informes habían llegado justo a tiempo, para calmar las voces que se levantaban a lo largo del clan. La Sociedad Van Helsing había ido demasiado lejos; ya no sería una guerra, sino un plan de exterminio.

Ángela, como una de las Guerreras más cualificadas, se sentaba en las primeras filas de sillas. No se atrevió a girarse y mirar atrás para contemplar a sus compañeros, pero los rostros de los que alcanzaba a ver eran decididos y tenían las mandíbulas tensas. Todo el mundo era consciente de lo que iban a hacer y por qué lo harían. Hubiera querido tener tiempo para invitar a Ginger a pasarse por su apartamento, pero la reclamación de la Brigada era intensiva; no había tiempo para sentimentalismos por el momento.

Sonrió para sus adentros al pensar en sentimientos. Aún maldecía a Barbie cada vez que le llegaba un mensaje de Mirella a su móvil. La catalana parecía haberse colgado un poco tras el meneo que le había dado Raquel en la Madriguera. El problema que el número que tenía sí pertenecía realmente a Ángela y solía recibir varios mensajes al día, reclamándole cosas como “¿cuándo iban a ir juntas de compras?” o “si quedaban para almorzar en tal o cual sitio”. Realmente, Mirella quería ser su amiga, pero no cesaba de insinuarle ir más lejos a la misma vez. Ángela, que se había divertido con la jugada de su compañera, ahora no estaba tan ufana con lo que estaba ocurriendo. Mirella no significaba nada para ella, más allá de que era la chica de su mejor amigo, pero no quería entrar en una dinámica que acabaría dañando a David. Se lo había pasado muy bien con él, como siempre ocurría cuando le urgía disponer de un tío macizo sobre ella, pero los dos sabían que no llegarían más lejos. David estaba enamorado de Mirella y ella de Ginger, lo demás era puro ardor pasajero y necesario.

Pero ahora tenía que atender las demandas de la caprichosa catalana, la cual creía haber descubierto el epítome del arte sáfico, y no podía decirle que ella no era quien se había metido entre sus piernas, sino que era otra persona que había asumido su aspecto. Demasiado tenía con aceptar que la supuesta Ángela había llevado a cabo una especie de embrujo para que los demás no se apercibieran que ellas dos se escabullían para amarse.

Todo eso hacía torcerse de risa a Raquel y Ángela estaba cada vez más dispuesta a acostarse con la catalana y morderla para controlar un tanto su mente y deseos, pero también sabía que eso era un círculo sin salida; si caía en la tentación, tendría que seguir haciéndolo cada pocos días.

Tensó su espalda para alejar todos esos pensamientos y seguir prestando atención a las explicaciones del Comandante, quien dejaba muy claro, en aquel momento, sobre acabar con todas las vidas humanas del complejo, sin excepciones.

2 de abril de 2014.

Ángela parpadeó varias veces, como si de esa forma pudiera incrementar su rango de visión nocturna, pero no añadió más detalle a la grisácea penumbra que podía distinguir en una noche casi sin luna. Ella era una de los Guerreros más preparados para moverse en la oscuridad, así que sus compañeros debían de estar usando las lentes tácticas de visión nocturna como cualquier soldado humano.

Agachada tras el tronco de un viejo pino observó los componentes del grupo Dos, en el cual ella misma se incluía. Se agazapaban como ella, en silencio, a cubierto bajo los árboles pero al borde de la arboleda. Cuatro grupos de seis adanitas, así los había dividido el Comandante Araña, quien estaba muy seguro de la letalidad de sus hombres.

El auricular crepitó suavemente en su oído pero no habló nadie por el canal. Se apoyó en el tronco con las manos para liberar la tensión de sus piernas y paseó la mirada por el oscuro hoyo del campo de entrenamiento. En él, antes entrenaban caballos a saltar obstáculos, ahora había toda una pista americana llena de rampas, muros y otras formaciones artificiales para entrenar soldados que cubría toda el área, la cual se encontraba embutida en una hondonada de suaves bordes llenos de altos arbustos. Allí es donde se parapetaba el grupo Tres y Cuatro, entre las sombras que los potentes focos de luz, que oscilaban de lado a lado del complejo, no eran capaces de ahuyentar. El Tres debía cubrir la retaguardia y mantener limpias las vías de escape. En él, se incluían Barbie y Apoyo, cuyas habilidades no eran combativas.

Los dedos de Ángela hormigueaban, ansiosa por soltar la primera andanada de fuego, pero debía esperar la sincronía que buscaba el Comandante. Se serenó ajustando mejor las cinchas del chaleco blindado, oscuro y sin ningún logotipo, que todos portaban, y recordando los oscuros contenedores en los que la mayoría se introdujo para ser cargados en un tren con destino a Montpellier. De allí, una empresa de transporte propiedad del clan Tutatis, quien controla los adanitas franceses, suizos y del centro de Europa, trasladó todo el B.A.E. a unos almacenes a las afueras de Freneux. Cuando llegó el anochecer, los Guerreros partieron en varios vehículos hacia el antiguo club ecuestre, y allí estaban, esperando la orden de asalto.

Sus ojos se detuvieron en la oscura mole del viejo domo que contenía el coso de arena, en el cual se habían celebrado tantos ensayos, exhibiciones ecuestres y hasta corridas de toros, según los informes del Comandante. Su objetivo, el de todo su grupo, se encontraba detrás del domo y de las cuadras, ahora reconvertidas en depósito de materiales. Allí se habían levantado unos anexos que servían de barracones para los reclutas, que estarían durmiendo como benditos en aquellos instantes. El propio coso, con su domo de paneles de vidrio esmaltados al ácido, asumía las funciones de gimnasio y aula magna, sobre todo en días de mala climatología.

El grupo de Ángela debía cerrar los barracones, minando sus posibles salidas, para así contener dentro a los sesenta y tantos soldados que dormían allí cuando empezara el follón. La Sociedad debía de estar muy segura del camuflaje de su campo porque la brigada no se había encontrado con muchos centinelas, apenas un par en las puertas y otros patrullando los laterales con perros.

—    Grupo Uno en posición – murmuró el auricular.

“Bien, el baile comienza”, pensó la vampira rubia, cabeceando con firmeza y levantó la mano y la bajó secamente. Los demás, detrás de ella, se pusieron en marcha hasta alcanzar el domo.

—    Grupo Dos en posición – susurró apoyando la punta de los dedos sobre su cuello para que la banda del micrófono que rodeaba su garganta recogiera la vibración.

Avanzó siguiendo la curva del coso hasta asomarse cuidadosamente cuando el barrido de uno de los focos se alejó. Las dos torres recién construidas sobre el edificio principal dotaban al lugar de una especial vigilancia. Debían deshacerse de aquellos focos para poder coordinar el asalto, o, al menos, de los ojos que vigilaban allí arriba, sino el grupo Cuatro no podría salir de la hondonada del área de la pista americana y asaltar los bungalows de la colina que se remontaba al lado del edificio principal, donde dormían los entrenadores y especialistas.

Prácticamente contando los segundos, Ángela dio la silenciosa señal a su grupo para que empezaran con la disposición de los explosivos. Siguió observando la oscura masa de las dos torres metálicas, atenta a los barridos de los dos grandes focos que cubrían un amplio semicírculo. Sabían que había un centinela en cada uno. Las dos torres no eran muy altas, apenas unos seis o siete metros por encima del tejado del edificio principal, que era de una sola planta y con forma de “C” cuadrada. Parecían crecer desde sus esquinas traseras, estrechas como las antenas de un bicho.

Apenas pudo distinguir las enormes alas grises tras el fulgor de los focos, pero la vampira pudo imaginar perfectamente el felino cuerpo de Judit soltándose de las manos de su alado compañero y aterrizando sobre un desprevenido centinela. El propio Albatros, el único miembro de la Brigada proveniente de un Nido, usó su subfusil con silenciador para abatir, en la misma pasada aérea al otro guardia de la torre gemela, apenas un par de segundos después. No hubo más ruido hasta que la voz del Casta alado informó:

—    Torres limpias.

—    Grupo Cuatro, adelante. Grupo Tres, retroceda y asegure puertas – restalló la infantil voz del Comandante Araña, que controlaba todo desde uno de los vehículos dejados atrás, junto con un par de de compañeros que le hacían de escolta.

Allá atrás, mientras un grupo remontaba la colina, el otro salía de la hondonada sin hacer más ruido que un animal nocturno. La misión de Barbie era situarse en el lugar del humano que estaba en la pequeña garita de la entrada y que ahora yacía detrás, con la garganta cortada. Apoyo, por el contrario ocupó un puesto desde el que controlaba varios avances, justo en la rotonda del centenario olivo que se levantaba a la entrada del gran aparcamiento asfaltado. Otro de su grupo recorrió corriendo el sólido puente de cemento que cruzaba la manga de río que alimentaba el gran estanque del sur de la finca, instalándose en otra de las salidas.

Ángela se reunió con su grupo, que estaba terminando de instalar minas Claymore bajo las ventanas de los barracones y paquetes de C4 en las puertas. En ese momento, comenzaron a escucharse los primeros disparos tanto en los bungalows de la colina como en las inmediaciones del edificio de los oficiales. Ángela casi rezó para que Colmillo no encontrara demasiada resistencia en la colina.

David, desnudo en su forma lupina bajo el chaleco antibalas, gruñó al iniciar el ascenso de la empinada colina, atajando por entre los cuidados macizos de flores y arbustos ornamentales para no pisar la crujiente grava que rellenaba el sendero entre bungalows. El olor humano estaba en el aire pero no conseguía situar sus objetivos, lo que le tenía nervioso y ansioso. Se detuvo, alzando la cabeza y las puntiagudas orejas. Sus sensibles fosas nasales palpitaron, húmedas, indagando más en la noche. Detectó un crujido lejano, como cristal rompiéndose, proveniente del edificio principal. Sin duda, sus compañeros habían roto una ventana para entrar.

Algo no iba bien y no sabía qué era, pero el pelambre de su nuca se estaba erizando como la cola de un gato furioso. Alzó el puño cerrado, deteniendo el avance del grupo y estuvo a punto de gritar “¡Cuerpo a tierra!” cuando la primera ráfaga le golpeó con tanta fuerza como para enviarle rodando colina abajo. Aún así, pudo distinguir los fogonazos brotando de entre los arbustos y parterres, donde los humanos se habían camuflado perfectamente. Mientras rodaba, sin fuelle en los pulmones, su mente aún le daba vueltas al detalle: los tiradores estaban apostados, esperándoles, cubiertos de tierra para no ser detectados u olidos.

Los adanitas, atrapados en pleno ascenso y por total sorpresa, no pudieron hacer nada, ni responder al fuego aquellos que portaban armas, ni escapar de la masacre. Desde una docena de puestos emboscados, a diferentes niveles, los francotiradores los cazaron como a muñecas de feria, antes de surgir para controlar las inmediaciones, rematando, uno a uno, cada cuerpo con el que se encontraban.

A menos de cincuenta metros, a la derecha de todo aquello, el Grupo Uno se había introducido en el interior del edificio principal. Albatros, con sus enormes alas plegadas a la espalda, cubría la retirada de su grupo, acunando su subfusil STAR Z-90, provisto de un gran silenciador, entre sus delgados brazos. No era un Casta apto para interiores, sus grandes alas no le dejaban manobriar en pasillos y escaleras, por lo que se mantuvo atrás, en el porche, atisbando en la noche. Los disparos en la colina le sobresaltaron. Podía ver los fogonazos a lo largo de la mole oscura y cuando estos no remitieron, sino que aumentaron en cantidad y frecuencia, supo que algo había salido mal.

Abrió la puerta de un brusco tirón, agachándose cuanto pudo para pasar el remate óseo de sus alas bajo el dintel, mientras decía con urgencia en su micrófono:

―           ¡Tíos! ¡Aquí afuera se está liando la del 2 de mayo, coño! ¿Cómo lo lleváis?

Nadie de su grupo contestó pero la voz del Comandante le pidió explicaciones.

―           Informa, Albatros.

―           Los chicos no responden, Comandante, y el Grupo Cuatro anda a tiros en la colina. Tiene toda la cara de un jodida trampa, señor – farfulló mientras penetraba en el amplio vestíbulo acristalado.

El Comandante pidió confirmación a los demás grupos, pero tan solo respondió el Dos y el Tres. En el interior del edificio principal, Albatros estaba caído en medio del enmoquetado vestíbulo. Su larguirucho cuerpo se hallaba preso de fuertes convulsiones, sus alas se extendían y agitaban sin control, barriendo muebles y cuando alcanzaba como si fuesen briznas de paja. Se estaba asfixiando entre bocanadas de vómito y una baba pastosa, blanca y agria que surgía de sus colapsados pulmones. Más adentro en el edificio, sus compañeros yacían de igual manera, muertos por las inodoras emanaciones de un gas tóxico y letal y seguramente totalmente ilegal.

Ángela, tras dar novedades, se quedó mirando la puerta cerrada de los barracones. La larga cadena de disparos había resonado en la noche y no se movía un alma en el interior de los barracones.

―           ¡Atentos, chicos! ¡Esto es una trampa! ¡Debemos…! – exclamó en voz alta para alertar a todo su grupo, pero quedó interrumpida por varios disparos que la obligaron a agacharse.

Unos minutos antes, la arena del coso se removió lentamente. Unas siluetas se definieron al desenterrarse y, finalmente, se pusieron en pie, sacudiendo los granos minerales que quedaban sobre sus ropas. Dejaron sobre la arena del oscuro y silencioso círculo bajo el domo las máscaras respiratorias, dotadas de largos tubos que les habían ayudado a respirar y permanecer ocultos bajo tierra, y quitaron los seguros de sus armas. Siguiendo las indicaciones de sus radios, salieron del recinto por la entrada principal, quedando al otro extremo de los asaltantes. Eran ocho soldados que se apostaron, mitad y mitad, a ambos extremos curvos del domo, y empezaron a disparar.

―           ¡Joder, joder! – masculló Ángela rodando por el suelo.

A su lado, Antón, el gitano lojeño capaz de matar con su sombra, cayó con la cabeza destrozada por un disparo. La Uzzi que empuñaba repiqueteó sobre el rajado cemento del suelo. Otros compañeros respondieron al fuego instintivamente, agazapados cuanto podían, pero apuntaban directamente a la mole del domo más que al enemigo. Ángela, con la nariz pegada al suelo, maldecía indiscriminadamente tanto a los santos como a los diablos. ¿Cómo habían podido caer en una trampa así? ¿Por qué no habían descubierto a los humanos ocultos? Y, para colmo, ahora se encontraban atrapados entre unos francotiradores y un edificio minado que podía estallar con algún rebote.

¿Estallar? ¡Eso era! Una alocada idea germinó en su cerebro, arrasando cualquier preocupación por la seguridad personal. No tenían defensa contra los tiradores y los disparos en la colina habían cesado, así que podría haber más enemigos en los minutos siguientes. ¡Tenía que llevar a cabo su idea ya!, se auto convenció.

Alargó la mano y atrapó el cadáver de Antón por el cinturón, atrayéndolo hasta ella. Rebuscó en la pequeña mochila que el gitano llevaba a la espalda hasta dar con dos tabletas de C4 y unos detonadores. A ella le quedaba una tableta y un detonador en su propia bolsa de útiles. Clavó cada detonador en su cuadrado de explosivo plástico, habilitando la opción de detonación por radio control, o sea, sin tiempo dispuesto. Mientras las balas silbaban a su alrededor, se puso de rodillas y arrojó los explosivos contra el domo, con toda la fuerza que fue capaz. En su oído, la voz del Comandante machacaba su mente, pidiendo que alguien le explicara la situación.

―           Grupo Dos, escape hacia el toril que se conecta al coso. ¡Resguardaros detrás! ¡Ya! – chilló en su comunicador.

―           ¿Qué cojones pasa, Ángela? – reclamó el Comandante Araña, insistente.

―           ¡Ahora no, coño!

Ángela arrojó un par de bolas incandescentes hacia los tiradores, que impactaron contra los gruesos vidrios del domo, transformándose en fuego líquido que les obligó a esconder la cabeza unos segundos; un tiempo que su gente aprovechó para correr hacia el pequeño edificio de cemento del este, conectado al domo por un pasillo enrejado. Ángela comprobó que dos de los chicos de su grupo estaban heridos y tuvieron que ser ayudados por los dos compañeros que quedaban sanos. Con rabia, activó el disparador aún sin llegar a la esquina del edificio. Detrás de ella, la noche se incendió con un fulgor intenso y maligno. El soplo ardiente la empujó con fuerza, al mismo tiempo que el sonoro estallido hacía vibrar sus tímpanos y su misma esencia. Tanto los barracones como una gran parte del domo saltaron por los aires, incendiado a su vez, el almacén/polvorín que estaba en medio, ocupando las remodeladas cuadras.

―           ¡Sí! ¡Os he pillado, cabrones! – exclamó Ángela, levantándose de un salto del suelo adonde había sido arrojada. -- ¿Lo ha escuchado, Comandante?

Sin embargo, asombrosamente el hasta ahora parlanchín Comandante Araña no contestó. Había voces alzándose en la noche, voces inquisitorias y cargadas de furia, que no pertenecían a su gente. Una figura apareció desde el sur, cruzando el polvo de la explosión. Parecía llegar desde donde el Grupo Tres estaba custodiando las salidas de la finca. Algunas llamas que aún ardían sobre los escombros la iluminaron, revelando a Apoyo caminando pesadamente, llevando sobre el hombro otro cuerpo. Ángela estuvo a su lado en un parpadeo, ayudando a poner en el suelo a una sangrante Barbie que gimió al moverla.

―           La han herido en la espalda – comentó Apoyo en un jadeo. – Nos han barrido a todos. Hay humanos por…

Ángela la interrumpió, tapándole la boca con una mano. Miraba por encima de su hombro. Una fila de soldados humanos, en media luna, se acercaba a ellos desde las dos entradas de la finca. Por lo que podía entrever e imaginar, debían de ser casi tres docenas avanzando hacia ellos, dispuestos a rodearlos. Si la intuición no le fallaba, los que habían tiroteado al Grupo Cuatro estarían haciendo lo mismo para atraparles en medio. Tan solo la explosión y la onda generada habían impedido que se acercaran hasta ahora.

―           Chicos, necesito que no les dejéis avanzar hasta que vea lo que tenemos a la espalda – les pidió la rubia a sus compañeros. – Tenéis munición suficiente si espaciáis los disparos.

Los supervivientes de la Brigada asintieron. Sus poderes eran de contacto, así que tendrían que confiar en sus armas. Mientras se apostaban y cubrían lo mejor que podían, Apoyo se acercó a ellos e impuso sus manos en aquellos heridos. Los disparos empezaron de inmediato, bien dirigidos y sin ráfagas, consiguiendo alcanzar a los dos humanos más cercanos. Apoyo volvió a su posición junto a Ángela, tosiendo debido al polvo en suspensión y jadeó con dificultad:

―           He incrementado sus sistemas curativos, como he hecho con Barbie. Al menos, se han detenido sus hemorragias y aguantaran hasta ver cómo salimos de aquí – su tono tenía algo de histérico, pero Ángela sabía que Dumbala no era una combatiente per se, pero había sido entrenada.

―           Bien, sígueme – le silbó la rubia, dándose media vuelta y alejándose del almacén que seguía ardiendo. No sabía lo que había dentro, pero si allí habían municiones u otra cosa igualmente conflictiva, no quería estar cerca.

Ángela se movió hacia la cercana arboleda, seguida por Apoyo. Ambas corrían agazapadas, sus negros uniformes camuflándolas en la noche. Al abrigo de los árboles, remontaron la pendiente natural de la finca hacia el edificio principal. Detrás de ellas, el intercambio de disparos se había incrementado bastante al entrar en liza la facción enemiga. Ángela estuvo a punto de dejar atrás a Dumbala, impulsada por el nudo que se había instalado en su esófago. Era el resultado de la impulsiva intuición que tenía sobre el destino de David, una certeza que la amenazaba con derrumbarse sin la dejaba ganar el control.

Una parte de la arboleda se desviaba por delante del edificio en forma de “C” boca abajo, permitiéndola atisbar sin mostrarse. Las luces del edificio de oficiales estaban apagadas, así como las de los bungalows sobre la colina, un poco más allá, indicando claramente que no había nadie en su interior. Unas voces amortiguadas llamaron su atención pero no vio a nadie cercano. Se giró y puso un dedo sobre sus labios mirando a Dumbala, esta asintió y la siguió hasta el límite de la menguante arboleda. Allí, apostada detrás de una centenaria higuera de ramas bajas, descubrió los soldados humanos. Estaban medio ocultos tras la esquina oeste del edificio, seguramente resguardados de los cascotes que habían llegado hasta allí con la voladura de los barracones.

Uno de ellos se quitó la máscara antigas que portaba y su voz se hizo mucho más nítida.

―           ¡He dicho que vamos a cumplir con las órdenes!

―           Pero Hermano Chovin… nuestros hermanos ya se están ocupando. Nosotros ya hemos cumplido. Nos hemos cargado a ambos equipos – contestó otro.

―           ¿Es que acaso te pagan por hacer la tarea, hermano Jules? No se hable más, les pillaremos por la espalda mientras disparan a nuestros hermanos. ¡No va a escapar ni uno solo de estos monstruitos!

Con un súbito impulso, Ángela se subió a las ramas de la higuera, trepando velozmente hasta encontrarse a una altura suficiente como para dar un gran salto hacia el tejado del edificio. Cayó sobre las lajas de pizarra sin un ruido. Más allá, la forma metálica de las torres de vigilancia se alzaba. No perdió el tiempo y remontó el tejado para dejarse caer por la otra parte en el momento que el equipo de humanos se ponía en marcha, saliendo al descubierto. Ni siquiera pensó en Dumbala, que se quedó atrás con la boca abierta a punto de preguntarle qué era lo que tenía que hacer.

Al caer al suelo, percibió bultos informes en el suelo a su derecha, al inicio de la colina, pero no quiso pensar en aquel momento sobre qué significaba. Su objetivo era la decena de hombres vestidos como si fueran Marines americanos en mitad de Afganistán que se movía en fila india hacia las llamas. En ese instante, una explosión de mediana potencia hundió el tejado en llamas de las antiguas cuadras y derribó una de sus paredes. Una interminable traca silenció las armas de ambos bandos.

Los soldados humanos, sorprendidos por los estallidos, se agazaparon en mitad del camino de chinos redondeados que seguían, elevando sus armas y agrupándose instintivamente. Ángela sonrió e invocó su poder antes de saltar salvajemente. La trayectoria de aquel magnífico movimiento la elevó sobre los hombres agachados y dejó caer dos de sus esferas llameantes antes de impactar ella misma sobre ellos.

Dumbala, desde su escondite arbóreo, contempló la escena, extasiada. Era como estar frente a una gloriosa película que había esperado ver mucho tiempo. Solo le faltaban las palomitas de maíz. Vio como la ropa de varios hombres se incendiaba, consiguiendo que se pusieran en pie y bailotearan estúpidamente para apagar las testarudas llamas. Ángela cayó como la encarnación de una terrible diosa sanguinaria, usando sus dos rodillas para quebrar la espalda de un humano que ni siquiera chilló, sin aire ya en sus pulmones. Fue como ver una danza tan incomprensible como horripilante a la vez, pero digna del mejor escenario. La vampira se movió casi con elegancia, girando y esquivando con movimientos tan fulgurantes que las descargas a bocajarro impactaban en sus compañeros humanos en vez de en ella. Saltar sobre aquel grupo sin duda fue la mejor idea, ya que la melé era muy propicia para Ángela y bastante negativa para los soldados. Sus uñas, afiladas como cuchillas, rasgaban rostros, cuellos y torsos con facilidad y rapidez. Los alaridos se elevaban en torno a ella, como si aclamaran su labor y Dumbala hubiera jurado, desde donde se encontraba, que su amiga tenía una gran sonrisa en su cara.

Pero llegó un momento en que resguardarse entre el enemigo ya no le sirvió. La mayoría de los humanos estaban tirados en el suelo, agonizando y ardiendo. Tres balas impactaron en ella, una en el torso, otra en el flanco y la tercera en su bíceps izquierdo. El feroz y triple impulso la derribó en el suelo, pero, a pesar de eso, no soltó el hombre que mantenía apresado bajo su axila. Procuró mantenerlo sobre su cuerpo al caer, cubriéndola parcialmente. Con un seco impulso, acabó de partirle el cuello y esperó a que los otros tres restantes humanos se acercaran.

―           ¿Está muerta? – preguntó uno a cinco metros de su cabeza.

―           No lo sé… esa cosa se movía como una segadora, joder – respondió otro, el más cercano.

―           Quitadle al hermano Ramón de las manos. Puede que aún esté vivo – sugirió el tercero.

Mantuvo los ojos cerrados mientras le apoyaban el cañón del M4 en el cuello y percibió como el humano buscaba el pulso de su compañero en la carótida.

―           Está vivo, tiene pulso – exclamó el soldado. Otro se acercó a ayudar. Ángela sabía que no serviría de nada, con el cuello roto no tardaría en morir a la mínima que le movieran, pero esa era su oportunidad.

Esperó a que el tercero se arrimara, quedando de pie junto a su cabeza. En el momento en que uno de ellos tiró del cuerpo que la cubría, su mano subió hasta el cañón del arma apostada sobre su garganta, tirando de ella con fuerza hasta clavar el extremo en el suelo, a su lado. Al mismo tiempo, corcoveaba su cuerpo tan tensamente que acabó golpeando la entrepierna del que tenía sobre su cabeza. El frenético tirón del arma hizo que el humano apretara el gatillo instintivamente, disparando una ráfaga de tres balas en el suelo. El cañón no aguantó la presión y reventó, arrojando esquirlas de metal al hombro de Ángela y a la pierna del soldado. La rubia apretó los dientes y soportó el dolor, pero el hombre empezó a saltar a la pata coja, aullando mientras que su compañero se derrumbaba lentamente en el suelo, apretando cariñosamente sus maltratados genitales.

El tercero se quedó mirando, con su agonizante compañero aún asido por los sobacos, sin saber qué ocurría pero deseando encontrarse a varios kilómetros de allí en ese instante. El dolor recorría todo el tronco superior de Ángela y eso mismo hizo que la llamarada, que utilizó para acabar con los tres humanos en un artístico semicírculo, fuera espectacular, engendrada de su rabia y frustración. Se quedó jadeando, mirando a su alrededor, con los puños apretados, mientras Dumbala se acercaba hasta ella.

―           ¡Por el Profeta, te has deshecho de todos tú sola! – exclamó Apoyo al llegar a su lado, llevándose una mano al rostro por el hedor a carne quemada.

―           Es lo que pretendía pero me he agotado…

―           ¿Estás herida? – se interesó Dumbala, palpando el chaleco de su compañera.

―           Las balas que llevaban malas intenciones han sido frenadas por el chaleco, aunque duelen de la hostia. Me han agujereado el brazo y el hombro, pero viviré. Ahora lo que necesito es alimentarme – replicó Ángela andando hacia el tipo del cuello roto y aún vivo. – Eres un buen chico, me has esperado y todo – murmuró al inclinarse sobre él, sacando los colmillos.

Esta vez, Ángela no se frenó al alimentarse. Dejó que el poder rugiera en sus venas, que calentara todo su cuerpo y que amenazada con escapar por su boca. Se alzó sobre su víctima, tomando aire con fuerza. Su cabello se encrespó aún estando sujeto por la fuerte gomilla que conformaba su cola de caballo. Miró a Dumbala con ojos fantasmales, cuyas pupilas se habían empequeñecido tanto que parecían haber desaparecido.

―           Te necesitaré, Apoyo… si debo acabar con todos esos fanáticos que nos rodean, tendrás que incrementar mi don como nunca lo has hecho…

―           Pero… te puede afectar a…

―           ¿Acaso importa eso ahora, Dumbala? – Ángela le puso una mano en el hombro y la egipcia negó, bajando la mirada.

―           Ven, es hora de unirnos a la batalla – dijo la vampira con una voz tan neutra como letal, concentrada en aguantar el huracán que nacía en sus entrañas.

Cogidas de la mano, bajaron como exhalaciones por la oscura hondonada del área de entrenamiento. Los sentidos incrementados de Ángela percibían los humanos apostados. Sin duda, esperaban a que apareciesen sus difuntos compañeros para cerrar la trampa, y muchos de ellos se habían apostado entre los setos de la parte inferior de la hondonada. Desde allí no podían ver el toril que servía de defensa a la Brigada, pero podrían moverse al asalto en cuanto alguien le diera cobertura desde el lado norte, o sea desde la colina o el edificio principal. Solo que nadie aparecería por aquel lado, nunca. De ello, se había ocupado Ángela con ahínco.

Sin embargo, para ella era toda una muestra de carne expuesta la que se tumbaba ante sus ojos. Los humanos se recostaban entre los gruesos arbustos del gran seto, seguros que no quedaba nadie a sus espaldas ya que, por lógica, habían controlado toda el área para llegar allí. La sangre de Ángela hervía literalmente cuando soltó la primera esfera, que se expandió como gelatina llameante sobre las plantas y la carne humana. Una esfera de ardiente plasma, una corta carrera, otra esfera, y otra… y otra más. Todo el seto fue un infierno en segundos mientras la vampira y su compañera descendían hacia la zona asfaltada de los aparcamientos, frente al destrozado domo, dejando atrás los agónicos chillidos de los soldados envueltos en llamas. En aquel gran aparcamiento era donde se atrincheraban los demás humanos, tras varios vehículos aparcados. Devolvían un fuego pausado a la Brigada, en espera de que sus “hermanos” les atraparan por detrás. Asomaban la nariz por turnos para disparar dos o tres balas y mantener así entretenidos a los asaltantes.

Ángela y Dumbala llegaron hasta el grueso y anciano olivo que ocupaba la rotonda que daba acceso al aparcamiento; el mismo lugar donde estaba apostada Apoyo al comienzo de la misión. Desde allí pudieron ver los seis o siete coches reunidos casi en el centro del espacio asfaltado y la docena larga de hombres agazapados a su amparo. Sin duda, habían movido los coches hasta organizar una barricada porque Apoyo no recordaba que estuvieran antes así.

―           Bien, es una distancia que puedo alcanzar perfectamente – musitó para sí Ángela. – Una treintena larga de metros… fácil…

―           ¿Qué vas a hacer? – le preguntó Dumbala, ojeando desde detrás del árbol.

―           Voy a hacer que caiga una divina lluvia de fuego sobre ellos, literalmente – la rubia esbozó una amplia sonrisa que dejó a la vista sus dientes manchados de sangre.

―           Dispararan hacia aquí…

―           Tú cúbrete con el olivo lo mejor posible, yo me iré moviendo para alcanzar más dianas. Dame caña, Dumby – le dijo alegremente Ángela, alargando la mano.

―           No me llames así, zorra – le contestó la egipcia apretando su mano y poniéndose en pie para darle un suave beso en los labios. Ángela notó su poder rugir de nuevo, impaciente por brotar y quemar.

Recorrió una veintena de metros hacia la derecha antes de detenerse y lanzar una esfera en trayectoria alta y curva, como si se tratase de un partido de baseball. Corrió de regreso al árbol, deteniéndose otras dos veces para repetir el tiro. Pasó al lado de Dumbala y se dieron de nuevo las manos mientras las esferas caían sobre su objetivo, dos sobre los vehículos y una a los pies de los soldados. Cuando se escucharon las primeras imprecaciones y gritos, Ángela corría hacia el otro lado del aparcamiento, repitiendo otros dos lanzamientos antes de que la descubrieran. Las balas repiquetearon sobre el asfalto, siguiéndola, pero llegó de nuevo al lado de Dumbala, a cubierto, sin recibir ningún impacto.

La egipcia la abrazó para formar un solo cuerpo con ella y tener la protección del árbol y, además, para recargar de nuevo el poder. Apoyo rió quedamente y la rubia, jadeando, la miró como si estuviera loca.

―           Es que les he escuchado decir algo sobre que estabas arrojándoles extraños cócteles Molotov.

―           Sí, dentro de globos llenos de gasolina – siguió la broma la vampira, mientras asomaba un ojo.

Todos los coches estaban ardiendo, anulando el refugio que ofrecían. Pronto, el depósito de alguno de ellos estallaría, detonando un infierno en cadena. Los soldados humanos, atrapados entre dos efectivos, trataban de llegar hasta el cercano domo medio derruido. Ángela apretó el comunicador y radió la situación a sus compañeros para que cambiaran ellos también de posición.

―           Bien, es hora de ir de caza – dijo Ángela, arañando profundamente con una garra la corteza del olivo.

―           ¿Te vas a acercar a ellos? – Dumbala la miró, atónita.

―           La mitad han quedado tumbados allí – señaló el asfalto al pie de los coches incendiados, donde varios cuerpos ardían. Justo en ese momento, una explosión levantó uno de los coches por los aires y varios lo imitaron al cabo de unos minutos. – Quédate aquí hasta que me oigas por la radio.

Ángela salió a correr hacia la izquierda, siguiendo la carretera que salía de la finca, hasta perderse en el nacimiento de la larga arboleda que remontaba la finca, la misma que habían utilizado para emboscarse cuando saltaron el muro. En un minuto, surgió a la espalda de sus compañeros que apuntaban hacia las ruinas del domo. Con un gesto, les indicó que se ocupaba del asunto y que no dispararan. Con un salto, se subió al tejado del toril y se desplazó hacia el derruido coso pisando sobre el pasillo enrejado que conectaba los dos edificios. Sus compañeros, casi jubilosos, la vieron desaparecer entre los rotos cristales del domo.

Dumbala, recuperó el aliento al quedarse sola, tranquilizándose al acallarse los disparos y gritos. Con la serenidad, vinieron las lágrimas. Se echó a llorar con largos sollozos que casi no la dejaban respirar. Se abrazó para intentar paliar los estremecimientos que la recorrían. No era la primera vez que era testigo de una acción violenta, pero no con aquella eficacia. Lentamente, recobró el control y estaba enjugándose las lágrimas con el tejido de su manga cuando una menuda sombra se acercó a ella, pasando por delante de la garita de entrada a la finca.

La sorpresa y el miedo se apoderaron de ella hasta que comprobó que aquella forma de moverse pertenecía a la del Comandante Araña. Se puso en pie y corrió hacia él, llena de alegría y esperanza. Lo alzó en volandas, riendo y llenándole el rostro de besos.

―           Oh, bendito sea Alá, estás vivo, ¡vivo! – no dejaba de exclamar.

―           Apoyo, estoy muy agradecido por este recibimiento pero ponme en el suelo, coño – repuso el chico, con mucha calma.

―           Lo siento, señor – pero Dumbala aún seguía sonriendo al depositarlo en el suelo.

―           ¿Qué está pasando? Ya no se escuchan disparos.

Como queriendo desmentirle, unas cuantas ráfagas se escucharon detrás del coso, pero no se repitieron.

―           Es Ángela. Está cazando los pocos humanos que quedan – explicó la egipcia.

―           ¿Ángela? ¿Y los demás? Perdí mi radio…

―           Solo quedamos Ángela, yo, Clavo, Anguila y dos más que están heridos, no sé quienes son… ah, y Barbie, pero está muy mal, no sé si podrá…

―           ¡Me cago en mi…! ¡Esto ha sido una puta emboscada!

―           Sí, señor, absolutamente.

―           Estuvieron a punto de atraparme… varios humanos, no sé, una docena quizás, nos sorprendieron donde hemos dejado los vehículos. Tambor y Motor resistieron lo que pudieron pero no tuvieron oportunidad. Al final, tuve que ocuparme de todos ellos pero las radios quedaron destrozadas en toda el área, así que no sé exactamente lo que ha pasado. Sin embargo, sí he sacado cosas en claro tras interrogar a unos cuantos.

―           ¿Cómo qué?

―           Como que tenemos un puñetero topo.

―           ¿En la Brigada?

―           Más bien en el clan – el rostro ceñudo del Comandante parecía mucho más adulto, al reflejar las llamas de los automóviles. – No teníamos ninguna oportunidad y ahora me dices que estamos ganando, no tengo ni puta idea de cómo lo habéis hecho.

―           Ha sido Ángela, ella se ha ocupado de todo.

―           ¿Todo eso lo ha hecho ella? – preguntó con sorpresa el Comandante, señalando con una mano los destrozos que podía entrever al fondo.

―           Sí, señor. ¿Por qué dices que no teníamos ninguna oportunidad?

―           Porque sabían exactamente cual era el plan y los movimientos que haríamos. Han utilizado francotiradores al paso de la Brigada y hasta un gas neurotóxico de acción rápida. Sobre todo lo que he sacado en claro, aún no comprendo cómo Ángela le ha dado la vuelta a la tortilla.

―           Bueno, debo decir que ha achicharrado un tanto esa tortilla, Comandante, y yo la he ayudado un poquito incrementando su talento.

―           Bien hecho – el jovencito palmeó la mano de su ayudante, antes de echar a andar hacia el toril.

Al reunirse con el resto de sus hombres, el Comandante se hizo una idea general de lo que había ocurrido allí. Ángela había acabado con los pocos humanos que se escondían y tenía las manos tintas en sangre. Sin embargo, no parecía contenta ni mucho menos, aún cuando el Comandante la felicitó efusivamente. Ángela le pidió permiso para buscar a sus camaradas y él mismo se ofreció para acompañarla y comprobar el escenario. Al mismo tiempo, llamaba por teléfono a un contacto del clan Tutatis para que se ocuparan del club ecuestre. Los incendios no se verían desde otras localidades por la situación oculta de la finca, pero las explosiones si debieron oírse, así que disponían de poco tiempo a no ser que interviniese el clan galo directamente.

Recuperaron un par de máscaras antigas antes de entrar en el edificio principal. No tuvieron que andar demasiado para encontrar los compañeros de Albatros; habían caído registrando las primeras habitaciones, todos muertos de la misma manera, asfixiados. El Comandante demostró que no era un simple niño cuando recogió el primer cuerpo a pulso y lo sacó fuera. Ángela le imitó hasta tenerlos todos los cuerpos en el porche. Después, ambos se dirigieron a la colina, encontrándose los cadáveres alineados en el camino que se iniciaba en su ladera.

Ángela, con un hondo gemido, cayó de rodillas junto al cuerpo acribillado de David. Tomó su sanguinolenta cabeza y la recostó sobre su regazo, meciéndose y llorando con desconsuelo. De pie, a su lado, el Comandante Araña guardó silencio, atribulado por su propio dolor. Era consciente que había perdido a toda su Brigada en su primera misión y le costaría conseguir compromisos adecuados para poder reconstruirla.

―           La Casta se ha vengado… pero ¿a qué precio, Comandante? – susurró Ángela, girando la cabeza para mirarle, sin dejar de mecer a su amigo muerto.

―           Demasiado caro, Ángela… demasiado caro…

CONTINUARÁ…

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