Ángel de la noche (1)

El Barrio Gótico. Ángela es una vampiresa muy joven y aún novata en estas lides, y trata de ocultarse entre humanos.

S i alguien quiere comentar, criticar, o cualquier otra cosa, puede hacerlo en mi correo: la.janis@hotmail.es

Gracias a todos. Janis.

PRÓLOGO.

Apoyó el pie en el murete de la azotea e inclinó el cuerpo hacia delante. El asomarse a cuarenta metros de altura no le produjo ninguna impresión. El vértigo no estaba impreso en sus nuevos genes. Sus peculiares ojos se esforzaron en perfilar asombrosamente las hormigas humanas que se movían abajo. Pudo percibir el color del pelo de los transeúntes, así como el calor corporal que desprendían. Sonrió al sentir el leve picor sobre su lengua, las papilas gustativas despertando. Aún podía controlar el Hambre.

Su nariz se llenó con los diferentes aromas que la brisa nocturna le traía. Olor a comida, a sudor, a miedo… a todos los estados que podían asociarse con un humano y a su trágico y limitado mundo. En ese mismo momento, todos se movían apresuradamente hacia sus nidos, sus refugios familiares, buscando el calor de la compañía, de la cena compartida. Sentimientos de ganado humano, que buscaban paliar la soledad que planeaba sobre cada uno de ellos; soledad al nacer, soledad al morir…

Unas palomas, a su espalda, arrullaron antes de echar a volar. Alguien subía por la escalera metálica. Con un seco impulso, saltó hacia el otro lado de la calle, a doce metros de distancia, aterrizando con suavidad sobre el tejado del edificio de enfrente. Se puso en pie y giró el cuello, enfocando el lugar donde había estado unos segundos antes. El chico de las plantas de marihuana había subido a echar un vistazo a su pequeña cosecha.

Con una sonrisa, se dejó caer hasta el fondo del patio interior del edificio, aterrizando sin un ruido, como un ángel que hubiera descendido.

EL BARRIO GÓTICO.

12 de junio de 2013

Aún era temprano para que el club se llenase. Apenas había anochecido y fuera, las farolas cobraban fuerza. Las chicas fumaban cigarrillos o tomaban algún refresco, disfrutando de la buena música que Pacopi solía poner a aquellas horas. Ligeras de ropa, algunas ensayaban sus propios números de strip-tease, tanto en la pasarela como entre las mesas. Ginger, a pesar de tener la noche libre, le había cambiado el turno a una de las chicas que trabajaban tras el mostrador. Su madre se había puesto enferma y tenía que cuidar de ella. A Ginger le pareció perfecto, ella siempre necesitaba dinero, para el alquiler de su piso, para ropa, para comer, para caprichos…

Ginger, sin dejar de mascar su eterno chicle, secó otro vaso mientras admiraba la figura de Carla, la italiana que se contoneaba contra la barra de metal del escenario. Al contrario que ella, Carla era exuberante y descarada. Se tomaba muy en serio su ascendencia latina y sacaba todo el provecho que podía de ella. Con una melena cobriza, grandes pechos, y amplias caderas de matrona, solía desnudar a los clientes con sus provocativos ojos, antes de desnudarse ella.

Ginger, cuyo verdadero nombre era Huni Go Mei, era tailandesa. Tenía casi veintisiete años y llevaba tres en España. El “cómo” había acabado en un club de strip-tease de Barcelona era una larga historia. Su vida se complicó en cierto momento y tuvo que escapar de los embarullados intereses familiares. Sin embargo, gracias a sus estudios de danza, supo encauzar su vida en un país extraño como aquel, aunque fuera bailando para los hombres. Por eso mismo, al buscar un nuevo nombre, adoptó aquel por el que siempre la llamaba su madre cuando bromeaba, Ginger Rogers.

Más que hermosa, Ginger era muy sensual, con un largísimo pelo oscuro, lacio y fino, y un cuerpo esbelto y vibrante, duro como la piedra. Además, su corta estatura le restaba años a su aspecto. Reventó una nueva pompa de su chicle y colocó el vaso seco en la estantería. Se sentía un tanto atrapada en su actual vida, quizás un tanto rutinaria, pero Ginger se negaba a profundizar más como otras chicas, dedicándose directamente a los hombres. La tailandesa tenía una buena educación y se sabía capaz de enfrentarse a los retos de la vida sin tener que prostituirse. Pero, por otra parte, no quería arriesgarse a ser pillada en falta por la policía sin tener el permiso de residencia.

Era un inmigrante ilegal y eso la limitaba mucho, ya que Europa cada vez controlaba más y más la entrada de ilegales. De hecho, fue uno de los incentivos que la impulsaron a trabajar en un local como La Gata Negra; nadie hacía preguntas allí. Las autoridades, debidamente untadas, hacían la vista gorda con el club de strip-tease, ya que lo que importaba es que no hubiera fulanas dando el cante en la calle, por el tema de turismo y vecinos cabreados. Si las chicas estaban a cubierto, se solía correr un tupido velo de comprensión. Todo el mundo estaba de acuerdo que los hombres deben tener una salida para sus necesidades. ¿Acaso no lo pone en la Biblia? Así que Ginger se había acomodado a su forma de vida, diciéndose que era lo que le había tocado vivir.

La cortina que separaba la entrada de la sala principal se movió y Ginger pensó que entraba el primer cliente de la noche. Sin embargo, no fue un hombre el que entró, sino una chica. Ginger, con el ceño fruncido, la observó mientras se acercaba al mostrador. No debía de tener más de dieciséis años, con un cuerpo desgarbado y flexible que enfundaba en unos raídos vaqueros y en un fino suéter.

“Demasiado joven para pedir trabajo”, pensó Ginger.  Sin embargo, cuando la chica llegó ante el mostrador, le preguntó por el dueño del club. Ginger la contempló de cerca, antes de responderle. Poseía una gloriosa y natural melena rubia, que llevaba recogida en una graciosa cola de caballo. Sus ojos, ligeramente almendrados, eran del más puro azul, y sus rasgos, delicados y perfectos, convertían su rostro en una verdadera muñequita de porcelana. Ginger no podía creer que buscara trabajo de bailarina. Una chiquilla así, con esa belleza, debía de tener disponibles otros recursos.

—    No es dueño – contestó Ginger, con su gracioso acento y su castellano forzado. – Es dueña. Señora Olivia Infante. Aún no llegado, más tarde.

—    Gracias, señorita. ¿Puedo esperarla aquí?

Ginger sonrió, al escuchar la educada contestación. Esa niña aún no tenía maldad, ni experiencia. La tailandesa se apiadó enseguida.

—    Aquí clientes molestarte. Mejor sube piso arriba. Espera ante el office de la señora Olivia – indicó Ginger, señalando las escaleras del fondo del local.

La rubita asintió y se dirigió hacia allí, con los ojos atentos a los devaneos de Carla.


Olivia Infante aparcó su pequeño BMV en el patio trasero del club. Aquel patio, situado en la Baixada de Viladecols, una transversal de Carrer de Jaume I, la “avenida” que cruzaba el Barrio Gótico de Barcelona, no tenía más función que guardar su coche y varias docenas de cajas vacías de refrescos. Una puerta trasera conducía al interior de “La Gata Negra”, casi oculta tras las escaleras que llevaban al primer piso. Solía acudir todas las noches al club, tras cenar con su hija Lola, y pasar unas cuantas horas en su despacho. Le gustaba controlar personalmente su negocio y las chicas.

Olivia era una mujer divorciada. De hecho, había conseguido el club, junto con otros bienes, con ese divorcio, y la enorgullecía hacerlo funcionar mucho mejor que cuando pertenecía a su ex. A sus cuarenta y seis años, tenía una vida plena, una hija adolescente preciosa, y un tren económico que le daba holgura. Prueba de ello, eran los constantes retoques estéticos a los que solía someterse, obsesionada con su aspecto. Senos nuevos, pujantes y erguidos, labios turgentes, estiramiento de piel, y, sobre todo, dedicaba casi todo el día a sus sesiones de yoga y horas de gimnasio. Todo ello, complementado con una buena dieta, la mantenía aún atractiva y lozana.

Ginger le hizo una seña al verla entrar y Olivia se acercó al mostrador. Algunos clientes se repartían por las mesas, atentos a la chica que bailaba. Las demás no habían comenzado aún a dar sus rondas. La noche del lunes siempre era floja. Admiró la gruesa trenza con la que Ginger se había recogido sus flotantes cabellos. Olivia recordaba muy bien la fogosa semana que ambas habían pasado el año pasado. Olivia era una enamorada de la belleza y, como tal, de las mujeres. Le había llevado muchos años darse cuenta de ello, pero había acabado aceptándolo. Tenía por norma invitar a casa a una de las chicas que trabajaba en el club, en el momento en que convertía su contrato en indefinido. Ninguna de ellas se había negado nunca, pero Ginger había sido una de las más resistentes.

Olivia nunca las acosaba en el trabajo, ni tampoco se metía con ciertas actividades extra laborales. Tampoco les pedía comisión por lo que podían ganar “de más” con los clientes. Respetaba a sus chicas y las mimaba, teniéndolas contentas. Todas sabían de que palo iba ella, y aceptaban o no, sin presiones. No se consideraba una madame, ya que eso era denigrante y siempre dejaba muy claro que no quería ningún problema con sus actividades a la hora de una redada. Por otro lado, era conciente de que los hombres acudían a su club por eso y por la calidad de sus chicas, lo que se traducía en más copas y en más dinero.

—    Hola, preciosa – saludó a Ginger.

—    Hello, señora Olivia. Tiene visita arriba – respondió la guapa tailandesa.

—    ¿Quién?

—    A girl. Preguntó por dueño.

—    Está bien. Llámame si necesitas algo.

—    OK.

Olivia subió las escaleras pensando que tenía el cupo de chicas cubierto por el momento. Chicas como aquella llegaban todos los días a la ciudad y Olivia consideraba que tenía un buen ojo para descubrir sus cualidades. Le daría su tarjeta y la rechazaría por el momento.

Cuando alcanzó el gran rellano, que hacía las veces de salita de espera ante la puerta de su despacho, se encontró con una chiquilla no mucho mayor que su propia hija. La esperaba, dignamente sentada en una de las sillas acolchadas, con la espalda muy recta, su cola de caballo describiendo un arco perfecto sobre su nuca. Olivia se pasó la lengua por los labios, súbitamente secos. Aquella niña era una visión, tan joven, tan bella, tan…

—    Buenas noches, jovencita – la saludó.

—    Buenas noches, señora – respondió la chica, poniéndose en pie.

—    ¿Qué se te ofrece? – preguntó Olivia, rebuscando las llaves de su despacho en el interior del bolso.

—    Me gustaría pedirle trabajo, señora.

Olivia se quedó estática, la mano aún dentro del bolso. Miró a la rubia chiquilla. No podía ser posible.

—    Eres muy joven para trabajar aquí.

—    He cumplido los dieciocho años – dijo la joven, sacando su documentación del bolsillo trasero del pantalón.

—    ¿De verdad?

—    Si, señora.

Según el carné, los había cumplido hacía mes y medio.

—    Tienes cara de niña – dijo Olivia, dándole la espalda y abriendo el despacho. – Pasa…

—    Lo sé, pero puede ser un reclamo, ¿no?

—    ¿A qué te refieres? – preguntó Olivia, sentándose tras su escritorio.

La chiquilla miró a su alrededor, como calibrando todas las rutas de escape. Observó las dos ventanas enrejadas, los distintos muebles, y el sistema de cámaras que se controlaban desde allí.

—    Podría jugar con mi aspecto, parecer menor… aún más…

El tono de la chiquilla era muy tranquilo, sosegado, y, de repente, Olivia la vio vestida de colegiala, con una falda cortita, corbata y medias, bailando ante los hombres. Supo, con certeza, que no necesitaba hacer ningún gesto erótico con aquellos rasgos perfectos, ni un solo ademán provocativo, para conseguir que aquellas bestias aullaran como locos. Sencillamente, sería perfecta, única.

—    Siéntate, ¿cómo te llamas?

—    Ángela… Ángela Núñez, señora.

—    ¿De dónde vienes?

—    De Madrid.

—    No tienes acento. ¿Por qué Barcelona?

—    Problemas familiares…

—    Bien. ¿Sabes bailar?

—    Me defiendo. Soy bastante ágil. Estaba en un equipo de gimnasia rítmica en el colegio.

—    Ya lo veremos. ¿Por qué quieres dedicarte a esto?

Ángela inclinó la cabeza, dudando de su respuesta.

—    Le seré sincera. No hay mucho más donde elegir. Sé que puedo hacerlo y conseguir sobrevivir, es lo único que busco.

—    Son palabras muy tristes para tu edad.

La chiquilla se encogió de hombros y volvió a fijarse en lo que hacía con sus manos, raspando la tela de su pantalón.

—    ¿Tienes familia en Cataluña?

—    No, señora.

—    ¿Dónde resides ahora?

—    Con unos amigos. Tengo que buscar algún sitio ya…

—    Está bien. Voy a ponerte a prueba. Te conseguiré ropa adecuada para trabajar aquí y ensayaras unos días con las chicas. Son buenas profesoras. Solo tengo tres reglas: primera, nada de alcohol o drogas durante el trabajo; segunda, nada de acostarse con los clientes en los reservados; tercera, nada de problemas con novios y amantes aquí dentro. ¿Comprendes? – Ángela asintió, muy seria. – A cambio, no tienes que compartir propinas con las otras chicas, ni darme a mí nada. Pago al finalizar la semana y el trabajo no está cubierto por seguro alguno.

—    Gracias, señora.

—    Ya veremos si me lo agradeces. Ahora, baja y habla con la chica del mostrador. Ella te dirá los horarios y lo que necesites saber. Quiero que debutes sobre el escenario el viernes.

—    No se arrepentirá, señora – dijo Ángela, abriendo la puerta.

Olivia ya lo sabía. Lo sentía en sus entrañas desde el momento en que la vio. Aquella chica haría mucho ruido en cuanto saliera al escenario.

Ángela se acercó al mostrador. La chica asiática estaba en el mismo sitio, siguiendo secando vasos. Había algo más de gente en el local, pero apenas un par de tíos contra el mostrador. Se acodó contra el grueso pretil de cuero y miró hacia la camarera, quien no tardó en acercarse.

—    Me han dicho que hable contigo sobre los horarios y las normas a seguir – dijo, alzando la voz para aventajar la música.

—    ¿Trabajas aquí? – se extrañó la asiática.

—    Si, la señora acaba de contratarme.

Ginger la miró fijamente. No podía imaginarse a una belleza así contoneándose ante los babosos desgraciados que se reunían allí. Pensar que esas manos la manosearían y sus conductas la envilecerían, oprimía su estómago con una sensación de acidez. Pero la decisión no era suya, así que se encogió de hombros y le indicó que pasara tras el mostrador.

—    Así no gritar – comentó cuando Ángela estuvo a su lado.

Una invisible pantalla acústica aislaba el interior del mostrador, atenuando la música. Aquello reducía los dolores de cabeza de las camareras y permitía poner oídos avizores sobre las conversaciones.

—    Me llamo Ángela.

—    Ginger – dijo, estrechándole la mano.

—    ¿Ginger? No es un nombre asiático.

—    New country, new name – contestó Ginger, riéndose.

—    Si, comprendo. ¿Tú bailas?

—    Si. Hoy sustituir a camarera. Su madre enferma. Así gano un poco más.

—    ¿A qué hora se empieza?

—    Only for the night. A las ocho. Días normales acaba a las dos madrugada, fin de semana a las cinco. Turnos para bailar en escenario, cada hora en weekends, un solo pase días normales.

—    Parece justo – contestó la joven, mirándola a los almendrados ojos.

—    Señora Olivia is a excelent boss. Es justa y amable, buena amiga.

Ángela asintió, con la atención puesta en el escenario, donde se sucedía un cambio de bailarina.

—    ¿Cuándo ensayáis? – preguntó.

—    Por las tardes. Club close for clients, pero abierto para nosotras y limpieza. Tres tardes en semana.

Ángela hizo una mueca que no pasó desapercibida para Ginger.

—    Me es imposible venir por las tardes… -- susurró.

—    Bueno, you can training at home y traer música que deseas a Pacopi. Aquí es más cómodo, solo eso – dijo Ginger con un encogimiento de hombros.

—    ¿Pacopi?

—    Es DJ de local, muy bueno pero loco, loco…

—    Comprendo – sonrió la chica rubia. -- Oye Ginger, otra cosa, ¿no conocerás a alguna chica que necesite compartir piso? Necesito dejar el sitio donde estoy ahora.

—    ¿Buscas piso? – se aseguró la asiático de haber entendido bien.

—    Si, algo a compartir. No puedo pagar un alquiler completo.

—    ¿Quieres un refresco? – sugirió Ginger con una sonrisa.

—    Si, gracias.

—    Look, yo tengo piso alquilado aquí cerca. Me gustaría compartir contigo – dijo, ofreciéndole un refresco de cola.

—    ¿De verás? ¡Es genial! – palmoteó Ángela. -- ¿Cuánto?

—    No ser caro. Suficiente con lo que saques una semana, y eso incluye comida. Ser pequeño, pero suficiente para las dos.

—    Me parece perfecto. ¿Cuándo podría verlo?

Ginger miró el pequeño reloj de su muñeca.

—    Si esperas una hora, tengo descanso. Podemos ir entonces. Está al final de esta calle.

—    Claro, no tengo nada más que hacer esta noche.

—    Bien – respondió la tailandesa, alejándose para atender a una camarera de mesa.

Ángela se sentía contenta. Por una vez, las cosas parecían salirle bien. Encontrar trabajo y techo en una sola noche era una victoria últimamente. Pero, de todas formas, no se hacía demasiadas ilusiones. Aún quedaban muchos detalles y problemas a solucionar, pero no se sentía con ánimos de enfrentarse a todos ellos de una vez. Las cosas de una en una, se decía.

Ginger regresó a su lado, como deseando seguir con la conversación. Le caía bien a Ángela. El aplomo que mostraba la serenaba.

—    ¿De qué país eres?

—    Tailandia – contestó Ginger, desenvolviendo un nuevo chiche, y ofreciendo uno a la rubia.

—    Dicen que es muy hermoso.

—    Mucho. Yo vivía en zona interior, en montaña. Selvas, templos, y buena gente – los ojos de Ginger se entristecieron con el recuerdo.

—    ¿Por qué lo dejaste?

La tailandesa agitó una mano, en el inequívoco gesto de que no quería comentar sobre aquello, y Ángela la comprendió.

—    ¿Cuánto tiempo llevas en España?

—    Three years, todos aquí, en Barcelona.

—    ¿Te puedo preguntar por qué España?

Su mirada se armó de un brillo cauto y receloso. Tras unos segundos, se encogió de hombros.

—    Buen clima. Tuve facilidad para llegar aquí.

El alma oscura de Ángela se desemperezó un momento y susurró: Mentiras…

Ángela tragó saliva y se juró no preguntar más sobre el tema.

—    ¿Tú eres de Barcelona? – esta vez era el turno de Ginger para posar preguntas.

—    No, nací en Madrid.

—    ¿Tus padres saben?

—    Si, claro. Tengo ya dieciocho años…

Ginger cruzó los brazos sobre el pecho y enarcó una ceja, lo que le confirió una intensa expresión brujeril a su rostro.

—    ¿No te lo crees? – se defendió Ángela, sacando de nuevo la documentación del bolsillo.

—    Papeles fáciles de falsificar. No tienes dieciocho…

Ángela se guardó el carné lentamente, el rostro serio. Ambas eran conscientes de que cada una tenía sus secretos y que no estaban dispuestas a hablar de ellos.

—    ¿Va a suponer un problema? – musitó la rubia.

—    Para mí no, pero no quiero problemas en casa…

—    Descuida. Nadie me busca.

—    ¿Cómo lo sabes?

—    Porque ya llevo varios años sola…

Ginger supo enseguida, por la forma en que había musitado aquella frase, que la chiquilla había vivido en la calle, con verdaderos problemas, fueran los que fueran. Los suyos, en comparación, no habían sido nada.

—    ¿Varios años? – se asombró la tailandesa.

Ángela metió sus manos en los bolsillos traseros para no retorcerlas y descubrir su estado de ánimo. A pesar de su condición y experiencia, aún sentía la necesidad de desahogarse. Sabía que no podía contarlo todo, pero podía volcar una parte sobre las espaldas de otro… En ese momento, un cliente se acercó a ellas, para entablar conversación, y aunque Ginger supo despacharle rápidamente, las dos supieron que la ocasión había pasado.

Hablaron de otras muchas cosas y el tiempo pasó rápidamente. Ginger incluso le dio diversos consejos sobre la forma de bailar, ejemplarizándolos con la bailarina que actuaba.

—    ¿Vamos? Me sustituyen – le preguntó Ginger con una sonrisa, tras atender un cliente.

—    Si, claro, perfecto – respondió.

Ginger la condujo a la puerta trasera y cogió un largo abrigo del almacén, de vinilo negro y brillante. Se lo abrochó completamente, tapando sus piernas casi desnudas y su generoso escote. La tailandesa no la había engañado. El inmueble estaba relativamente cerca, al final de la calle. Tendría unos cincuenta años, pero se veía sólido y bien cuidado. Sobre el tejado había un gran luminoso apagado, pero que se podía leer perfectamente: Cine Eldorado.

—    ¿Es un cine?

—    Viejo cine, convertido en apartamentos. Todo edificio es de señor Naviero, un hombre comprensivo – explicó Ginger, abriendo la puerta del vestíbulo. – No hay ascensor…

El edificio era pequeño relativamente, con tan solo tres pisos, pero parecía tener profundidad. Frente a él, en la otra acera, un vetusto edificio de apartamentos subía alto, en comparación, con al menos doce plantas. El Barri Gotic era viejo y pintoresco, quizás el más antiguo de la ciudad. Subieron al tercer piso, y Ginger abrió la puerta de la derecha. El pisito era pequeño y coqueto, bien decorado, al estilo oriental. Ginger la fue guiando y explicando. La puerta de entrada se abría directamente a la sala de estar/cocina/comedor, separada por un par de biombos de papel de arroz, bellamente pintados. A la derecha, un pequeño cuarto de baño y una pequeña balconada interior que se abría a un lóbrego patio comunitario, más parecido a un pozo por su estrechez. Allí se ubicaba la lavadora y el armario para los zapatos. A la izquierda, dos dormitorios, uno más grande y otro más pequeño.

El mayor era el dormitorio de Ginger, con un gran colchón en el suelo, o al menos eso parecía. El otro dormitorio estaba vacío, con un par de barras metálicas que lo cruzaban, de las cuales colgaban muchas perchas y todos los vestidos de Ginger.

—    Lo uso como vestidor – se disculpó ella. -- ¿Tienes muebles?

—    No.

—    Bueno, puedes hacer como mi cama. Es mejor para espalda.

—    Ya lo veo – se rió Ángela. – No me importa. Estoy acostumbrada a dormir en sitios peores.

—    ¿Te gusta?

—    Es… interesante, si.

—    ¿Quieres té?

—    Si no te importa.

—    Hago muy buen té, no como japoneses, pero casi – dijo Ginger, sacando una tetera de un armarito.

Ángela apoyó su espalda contra el fregadero, mirando como la asiática encendía la pequeña cocina a gas.

—    Ginger, tengo que decirte algo…

—    ¿Si?

—    El motivo por el que no puedo ir a ensayar por las tardes.

—    ¿Trabajas en otro sitio?

—    No, es que no puedo salir de día. Sufro una fuerte alergia a la luz solar.

Ginger se giró y la observó.

—    Se te ve pálida, pero no albina.

—    No, no tiene que ver con la melanina. Es una reacción química. La luz solar aumenta la temperatura de mi cuerpo, produciendo fuertes reacciones, sarpullidos, quemaduras, migrañas…

—    ¿Qué es migrañas?

—    Fuertes dolores de cabeza.

—    Extraño… ¿es de nacimiento?

—    Apareció al hacerme mujer.

—    ¿Es motivo por el que dejaste tu casa? – Ginger no parecía tener ni un pelo de tonta.

—    Si, así es. Solo podía salir de noche y mis padres eran… demasiado controladores.

—    Comprendo. Está bien. Your window abre a patio interior. Allí no hay sol. Además, podemos poner fuertes persianas…

—    Perfecto.

—    De día, no hago mucho ruido. Un poco de tele y la cocina, eso es todo. Leo mucho y voy a ensayar. Así que no molestaré.

—    Gracias, de verdad, pero no molestaras. Duermo poco, pero como una muerta – ambas se rieron. – El problema puede estar en que, cuando despierte, tenga que poner esto en penumbras si quiero ver un rato la tele, o algo así.

La tetera silbó y Ginger la retiró, escanciando dos tazas que perfumó con canela y limón. Entregó una de ellas a la chiquilla y, alzando una mano, le acarició la mejilla, mirándola a los ojos.

—    No importa, Ángela – pronunció el nombre con un extraño acento en la g. – I’m happy que aceptes. I don’t like be alone y llevo many time. Además, el alquiler is hard para una sola,

—    Si, es mejor compartir…

—    Y si no puede darte sol, siempre podemos quedar charlando entre las sábanas, a oscuras, ¿no?

Ángela sonrió y dio un sorbo de su taza. La traviesa mirada de Ginger no le había pasado desapercibida. Ya habría tiempo para romances, se dijo. Lo cierto es que la tailandesa la atraía mucho, con ese cuerpo cimbreante y sus ojos almendrados. Además, intuía que podría confiar en ella, llegado el caso, pero, por el momento, necesitaba mudarse.

Media hora más tarde, cuando ambas se despidieron, Ángela reconoció los alrededores y descubrió una cosa sobre el gran edificio de enfrente que lo hacía perfecto para ella. Disponía de una gran terraza que nadie parecía utilizar, salvo algún listo que había sembrado en dos jardineras semillas de marihuana. Era el edificio más alto del entorno, por lo que nadie podía alcanzar a ver la azotea tras sus muretes, y, además, tenía fácil acceso a ella, tanto desde el interior, como del exterior, gracias a la escalera de incendios.

Se asomó al muro y calculó las diversas vías de escape que tenía desde allí, saltando a los demás edificios, mucho más bajos, e incluso cruzando la calle hasta los inmuebles de enfrente. El neón apagado sobre el tejado de “su” edificio atrajo su mirada. Mal asunto ese conglomerado de hierros y tubos de neón para saltar sobre él. No lo intentaría.

Decidió probar una de estas rutas, ya que tenía que recoger sus pertenencias de casa de Rubén. Tomó impulso, recorriendo toda la terraza rápidamente, y saltó por encima del muro, sin tocarlo. Fue como si planeara los doce metros vacíos que separaban los edificios, de acera a acera. Aterrizó como una ardilla al otro lado. Pero Ángela no planeaba sobre las corrientes aéreas. De hecho, ni siquiera había viento. Todo era impulso, un fortísimo estiramiento de sus músculos, unido a su escaso peso, la llevaba a realizar estos prodigios. Poseía una estructura muscular y ósea totalmente extraña, diferente a la de los humanos, aunque el exterior, la fachada, pareciera la de una niña cándida y mona.

De hecho, sus huesos más bien se asemejaban a los de un pájaro, extremadamente duros y huecos. Ángela apenas pesaba treinta kilos, pero sus músculos, tendones, y articulaciones, podían soportar mover un peso diez veces superior. Esto le permitía realizar acciones físicas incomprensibles para las mentes humanas. Todo esto lo descubrió años atrás, por las bravas, al saltar desde una azotea para salvar el cuello.

No tenía otra salida, la policía la persiguió hasta allí, y debía tirarse si quería escapar. Confió en su cuerpo y se lanzó al vacío. Rebotó contra la fachada en su caída, y su cuerpo reaccionó por instinto, girando y retorciéndose en el aire hasta caer de pie. Sus rodillas y tobillos amortiguaron el impacto, absorbiendo una tremenda presión. Sintió el golpe en todo su cuerpo, sus dientes se cerraron como un cepo, a punto de pillarle la lengua, pero salió renqueando unos cuantos metros y luego echó a correr como una gacela. Desde entonces, se había probado muchas veces, acostumbrándose a manejar aquella habilidad. Hasta ahora, podía saltar unos cinco metros verticalmente, y dejarse caer de una gran altura, sin sufrir demasiado daño. Por otra parte, estaba siempre probando, en todo momento, su agilidad y flexibilidad, intentando cosas que un gimnasta ni siquiera concebiría.

Se situó en el mapa mental que había memorizado de la ciudad condal y empezó a saltar de azotea en azotea, a toda velocidad, tomando un rumbo lo más recto posible que la llevó hasta plaça Nova, al lado de la catedral, donde vivía Rubén. Se deslizó hasta el suelo, se arregló la ropa, y caminó tranquilamente hasta el lujoso edificio.

—    Buenas noches, Emil – saludó al viejo portero de noche. Llevaba viviendo allí tres semanas, y había tomado confianza.

—    Buenas noches, Ángela. Un poco tarde, ¿no? – la regañó el hombre.

—    Ya sabes como son los chicos. No dejan que te vayas – rió ella.

—    Ya, hay que tener cuidado con ellos.

—    Hasta mañana, Emil.

Tomó el ascensor hasta el piso doce y sacó la llave del bolsillo. El amplio apartamento, de corte vanguardista, estaba en silencio. Rubén debía estar dormido. Abrió la nevera y bebió algo de leche. Mordisqueó un trocito de pastel de manzana, y se sintió juguetona. Tenía que despedirse de Rubén…

Rubén González era uno de los arquitectos que se ocupaban de la citá de Tividabo, un emplazamiento de súper lujo que se estaba edificando en el emplazamiento del viejo parque de atracciones. Ángela le había escogido en una cafetería cuando le escuchó hablar de que su esposa se iba durante un mes a Inglaterra, a visitar a sus padres. Ante un colega, se jactaba que iba a estar un mes de Rodríguez, sin esposa, ni hijos, disfrutando de su nuevo apartamento.

Ángela coqueteó con él, con miradas intensas, hasta que consiguió llevarle a los lavabos. Allí, entre apasionadas caricias, tomó algo de su sangre, solo la suficiente para subyugarle. Como siempre le ocurría, la ingestión de sangre activaba su fuego interno, y la única manera que conocía de refrenarlo de forma efectiva era el sexo. Se folló literalmente al hombre, sentándole sobre uno de los váteres, con urgencia, sintiendo como su miembro la penetraba, acallando el rugido de sus venas.

Al día siguiente, tras llevar su esposa y sus dos hijos al aeropuerto, Rubén quedó con ella y la llevó a su casa. A la semana de estar en Barcelona, Ángela se instaló con Rubén, quien le compró ropa nueva y cuantos caprichos quiso. El arquitecto, de unos cincuenta años, se mantenía en forma, era atento y se desvivía por ella, debido a su subyugación. A Ángela le gustaba jugar con él, sobre todo porque debía extraerle algo de sangre cada dos días para mantenerle bajo control, pero no porque ella la necesitara para alimentarse.

Hacía tiempo que había descubierto que el uso de sus dones drenaba sus fuerzas, y sólo la sangre reponía esa energía gastada. Cuanto más los usaba, más sangre necesitaba. A veces, bromeaba diciéndose que la sangre no era más que gasolina para sus especiales motores. Pero, podía tomar cualquier alimento para mantenerse, lo mismo que comía cualquier humano, sólo que ella quemaba esas calorías inmediatamente.

“El sueño de cualquier modelo”, bromeó. Sólo la sangre le aportaba fuerzas y vitalidad, sangre humana.

Pero la buena vida se le acababa. Quedaban tres días para que la señora de Rubén volviera de Inglaterra y Ángela tenía que marcharse. Además, lo deseaba. No estaba acostumbrada a estar mucho tiempo en un mismo lugar.

Quería un nuevo rumbo para su vida. Estaba dispuesta a dejar de mendigar, de subyugar, de robar… Debía reorganizar su vida, dependiendo de sus medios y de sus dones, pero de cierta forma legal, o lo más cercana a ella.

Se desnudó al entrar en el dormitorio. El hombre dormía, abrazado a la almohada. Ángela sintió la dureza de sus propios pezones. Estaba excitada desde que Ginger se insinuó. Se arrodilló al lado del arquitecto y pasó una mano por el velludo pecho desnudo. Rubén abrió los ojos y le sonrió.

—    Has vuelto pronto… -- le dijo.

—    Quería estar contigo. Es la despedida – dijo ella, besándole.

—    Lo sé. Te voy a echar de menos…

“No me recordarás”, pensó ella, y aferró su pene, sintiéndole crecer por momentos.

—    No te muevas… déjame hacer a mí – susurró Ángela, subiéndose a horcajadas sobre el hombre.

Se ayudó con la mano para introducirse el pene, notando como la colmaba perfectamente. Inclinó la cabeza y hundió su lengua en la boca de él. Aspiró su colonia, su olor corporal, y empezó a moverse sinuosamente. Su vagina atrapaba aquel miembro con una habilidad innata.

—    Oooh… Ángela, eres la mejor… -- susurró Rubén.

—    Lo sé – musitó ella, muy cerca de su oído, antes de que sus caninos crecieran en su boca, finos y puntiagudos. Los hundió muy suavemente en la yugular. El hombre gimió de placer al sentir el mordisco.

Ángela solo tomó un sorbo, controlando perfectamente la cantidad. Sintió el fuego abrirse paso hasta su coño. Cabalgó más rápido y fuerte, lo que hizo que Rubén se corriera sin remedio, antes de que ella consiguiera su orgasmo. Notó su semen derramarse en su interior y dejó que el fuego lo quemara, anulando así cualquier posibilidad de embarazo. El pene, empequeñecido, se salió de ella. Entonces, se impulsó con las manos y quedó sentada sobre el pecho velludo del hombre. De esa forma, le ofreció su vagina aún rezumante.

—    Lame… me has dejado sin acabar…

Rubén su puso a la tarea, feliz de contentarla. Ángela acabó arrodillada sobre el rostro del hombre, restregando su coño como una posesa, llenándolo de cálidos humores, y jadeando sordamente. Bailoteó sobre su cara mientras Rubén le limpiaba el coño de su propio semen. Tras un buen par de orgasmos, se abrazó a él, susurrándole:

—    Tu mujer vuelve a casa. Ha estado un mes fuera, te ha echado de menos. Tienes que hacerla feliz…

—    Si, claro – contestó él, con los ojos turbios.

—    Tienes que follarla como a mí, todas las noches. Yo seré ella, ¿comprendes?

—    Si, tú eres ella.

—    Mi rostro se esfuma en la neblina. Ahora ves los rasgos de tu esposa…

—    Si.

—    Has estado solo todos estos días, solo y aburrido, has añorado a tu esposa, ¿verdad?

—    Mucho…

—    Adiós, Rubén – susurró Ángela, dándole un suave beso con el que se durmió.

Ángela se levantó y se fue a la ducha. Tras esto, aún desnuda, empacó sus cosas, colocó un chándal sobre su cuerpo desnudo, y subió a la azotea, para perderse en la noche.


13 de junio de 2013

Lo primero que Ángela tuvo que hacer en su nuevo nido, fue comprar un colchón. Aquel primer día, al ocaso, salió de su habitación, luciendo braguitas infantiles y saludó a Ginger, quien estaba mirando la tele.

—    ¿Has pasado noche mala? – le preguntó la tailandesa.

—    No, ¿por qué? – respondió Ángela con una sonrisa.

—    Dormido sobre alfombra. No bueno. Estuve a punto de invitarte a mi cama por esta noche.

—    No te preocupes, estoy habituada a las superficies duras. Además, ya te dije que dormía como una muerta, ¿no? – Ángela dejó escapar una risita. – No puedo comprarme un colchón hasta que no cobre el primer sueldo. No tengo un euro en el bolsillo.

—    Pues vístete, vamos a salir y comprar colchón. Uno bueno y duro.

—    Pero…

—    Yo pago. Ya me devolverás dinero cuando cobres – alzó una mano Ginger, interrumpiéndola. – No puedes dormir en suelo.

Ángela se encogió de hombros, lo que hizo subir su corta camiseta y mostrar más las braguitas de ositos que llevaba. Se giró y caminó hacia su habitación. Ginger no quitó ojo de aquel culito respingón. Finalmente, suspiró cuando la puerta se cerró.

Su nueva amiga asiática la llevó a una cercana tienda de muebles y compraron un magnífico colchón de matrimonio, de muelles firmes, que prometieron servirle en casa en una hora.

—    Mañana pediré a Cristian que haga otra plataforma como la mía – le dijo Ginger, al salir de la tienda.

—    ¿Quién es Cristian? ¿Tu novio?

—    No, no – se rió la tailandesa. – Es vecino. Vive arriba del todo y es sobrino de señor Naviero. Él lo arregla todo.

—    Ah, un manitas…

—    ¿What?

—    Que hace bricolaje – dijo Ángela haciendo una pantomima con las manos.

—    Sí, sí… arregla todo, todo. Y es atractivo, además.

—    Vaya… ¿te gusta? – Ángela le dio un suave codazo a su compañera.

—    No, nada de chicos – exclamó, riendo y agitando una mano. – Trae complicación…

—    ¿Ah, sí? ¿Por qué?

—    Hombres volverse posesivos con la relación. Nosotras trabajar de strippers, ¿recuerdas? ¿Qué te dijo señora Olivia sobre novios?

—    Que no quería malos rollos ni problemas con los novios – respondió Ángela, recordando su conversación.

—    Exactamente. No compatible relación con trabajo.

—    Veo que tienes las cosas claras – Ángela se detuvo al llegar al amplio portal del cine Eldorado.

—    Cuánto más pronto tenerlas tú, mejor para ti – le aconsejó Ginger. – Ahora voy al club, a trabajar. Tú espera colchón. Hay ropa de cama en mi armario.

—    Vale – dijo Ángela, y siguiendo un impulso, la besó en una mejilla. Ginger sonrió y despidiéndose con una mano, se alejó.

Mientras subía las escaleras del edificio, decidió conocer mejor la estructura de cada piso. Ángela ponía mucha atención en cuanto se refería a sus nidos. Ya había inspeccionado los alrededores y ahora tocaba el interior. Pronto tuvo una idea básica de los cambios y añadidos a la vieja y gran sala de cine. El suelo del palco superior había sido continuado para formar los dos últimos pisos, y se había construido un piso intermedio en la platea, obteniendo tres plantas más la del nivel del suelo. En cada planta, el propietario había sacado cuatro apartamentos, salvo en la planta baja que había sólo dos, pero más grandes, lo que generaba un número de catorce viviendas, más el estudio de arriba, donde Ginger le había dicho que vivía Cristian. Ya llegaría el momento de conocer a todos sus vecinos, se dijo, abriendo la puerta de casa.

Aquella noche, mientras Ginger dormía, Ángela encontró la mejor forma de subir y bajar del tejado del viejo Eldorado, con su luminoso apagado y seguramente fuera de servicio. Examinó los mejores sitios para aterrizar, si llegaba el caso, y tan sólo encontró dos plataformas seguras: una, sobre las viejas y oxidadas máquinas del aire acondicionado, que debían datar de los años 80 al menos, y dos, la vertiente norte, en la que el tejado se unía al edificio colindante que era un poco más alto.

También descubrió la vida de por lo menos tres de sus vecinas, todas ellas prostitutas que trabajaban en las cercanas Ramblas. Una de ellas se estuvo despidiendo de su acompañante durante media hora, al menos, en un rincón oscuro del vestíbulo del edificio. Ángela, pegada al techo, se excitó con la paja que la opulenta chica le hizo a su proxeneta o novio, vete a saber. Meneó aquella gruesa polla con todo arte y vicio reflejado en su rostro, la lengua pisada con los dientes, hasta hacerle eyacular sobre las baldosas del suelo.

En aquel barrio, las noches no serían aburridas, se dijo.


14 de junio de 2013

A la noche siguiente, Ángela estuvo tomando ciertas nociones de lo que se esperaba de ella en el club, como conocer la disposición del mostrador, de sus botellas, y de los precios de las copas. También visitó los camerinos y conoció a sus compañeras. Contempló parte de los shows entre bambalinas y escuchó los consejos que quisieron darle.

Domingo terminó de hacer una de sus habituales rondas por el local y se dirigió a los camerinos. Las chicas estarían cambiándose y charlando. Apenas habían dado las ocho de la tarde y el club estaba despertando. Domingo era un auténtico coloso. Medía tres centímetros por encima de los dos metros y pesaba ciento treinta kilos, lo que le convertía en una mole de carne y músculos impresionante. Llevaba el cráneo afeitado y, en contraposición, lucía una bien recortada barbita. Llevaba ocupando el puesto de seguridad de La Gata Negra tres años y estaba orgulloso de ello. Los clientes le conocían y le respetaban, y los tipos de paso le miraban de reojo, impresionados, cuando pasaba por su lado.

Le gustaba vestir con clase, quizás demasiado elegante para un club nocturno, pero nadie pensaba decírselo. Siempre llevaba traje y corbata, todo muy conjuntado. A media noche, sobre todo en verano, se quedaba en camisa, mostrando una colección de chalecos de elaboradas filigranas, a la par que unos brazos impresionantes.

Las chicas le adoraban, sin excepción. Bromeaban con él, le confiaban secretillos, y sabían que estaban seguras. Muchas de ellas habían pasado por su gran cama, como una forma de agradecimiento por haberlas ayudado con algún problema. En el fondo, Domingo, que podía optar a cualquier puesto mucho mejor renumerado y fácil en aquel mundillo, se quedaba en La Gata Negra por eso mismo: las chicas. Para él, era el paraíso terrenal. Durante el día, podía dedicarse a sus amados libros, por las noches al más puro erotismo.

Domingo era un erudito autodidáctico. Aprendió a leer con doce años y, desde entonces, devoraba libros continuamente, de casi cualquier tema. Su tremenda curiosidad le impulsaba a indagar sobre aquellos temas que no comprendía, desde Internet hasta cursos profesionales. Su increíble memoria retenía nombres, fechas, y textos completos, sin dificultad alguna. Todo esto le ayudó a remodelarse como persona. Ya no quedaba apenas nada de aquel pandillero de Santa Coloma. Aprendió a expresarse bien, a mantener los tiempos y tonos para que su dicción fuera casi perfecta, como un buen orador. Al tiempo que su vocabulario se enriquecía, fue introduciendo términos mucho más cultos, coloquialismos inteligentes, y, sobre todo, respeto y decoro. Las chicas quedaban fascinadas por aquel gorila que sabía hablar como los ángeles y que se comportaba como un caballero. En más de una ocasión, algunos clientes conocidos entablaban una buena discusión con Domingo, lo que acareaba que las chicas ociosas les rodearan, atraídas por la charla. Domingo era muy bueno discutiendo.

Paseó entre bambalinas, saludando a una y otra, admirando aquí una pierna, allá unos pechos descubiertos. Las chicas estaban acostumbradas a su presencia y no les importaba que las mirara, porque Domingo no demostraba maldad alguna. Al fondo del gran camerino, se ubicaba el tocador de las novatas, y aquella noche, tras más de seis meses, alguien estaba sentado ante el espejo. Le llamaban así porque se trataba de un viejo tocador, con el espejo desvaído y poca iluminación. Por eso mismo, las chicas no lo querían y lo dejaban para las nuevas que llegaran.

Una chica esbelta, muy joven, estaba sentada en la silla giratoria, vestida de calle, con vaqueros y blusa, así como zapatillas deportivas. Poseía un cabello dorado perfecto que retorcía descuidadamente con un dedo mientras observaba como Ginger, frente a ella, retocaba su maquillaje. Se la notaba un tanto nerviosa, ya que una de sus piernas no dejaba de moverse bajo el tocador. De pronto, se levantó y le quitó el lápiz de ojos a la adorable Ginger de las manos, le puso una mano en el hombro, y la giró hasta encararla. Entonces, con mucho tiento, aplicó el lápiz sacando la punta de la lengua al mismo tiempo. Domingo, llevado por su curiosidad, se acercó.

—    Mi querida Ginger, ¿harías el honor de presentarme a esta exquisita criatura? – dijo, ocupando todo el reflejo del espejo.

—    Oh, sorry, of course – respondió Ginger. – Es Domingo, nuestro protector… ella es Ángela…

La jovencita se giró y levantó su carita para mirarle. Las mejillas de Domingo quedaban a casi medio metro por encima de su cabeza, pero este se inclinó caballerosamente para que ella pudiera besarlas.

—    Realmente encantado, pero prefiero pensar que soy su caballero andante, su paladín.

Ángela rió suavemente, pero era conciente de que los ojos del coloso la recorrían lentamente desde su altura. Domingo se encontraba absolutamente impresionado por aquella ninfa surgida del más bello cuento de hadas. Ni siquiera pudo disimularlo. Era perfecta, como una muñeca viva, encarnada. La pose de su cuerpo, el aleteo de sus largas pestañas rubias, el mohín de sus labios… todo la dotaba de una aparente fragilidad que le impulsaba a protegerla de cualquier riesgo. Alocadamente, pensó que aunque tuviera la mitad de su tamaño, eso la volvía aún más deseable, como si pudiera meterla en uno de sus bolsillos; guardarla para atesorarla.

—    Señora Olivia contratado como bailarina. Se está poniendo al día – apuntilló Ginger.

—    ¿Bailarina? – Domingo no podía creer que una criatura así fuera una stripper. Tenía que haber un error.

Se obligó a respirar profundamente y concienciarse que si estaba allí era porque era otra bailarina. Parecía muy joven pero cuando la jefa la había contratado era por una razón; no solía equivocarse, ni arriesgarse, eso lo sabía bien. Aquella chiquilla no era una princesa elfa, ni nada por el estilo, iba a desnudarse ante hombres. Pero, aún así, podía ver la inocencia en su limpia mirada.

—    Espero hacerlo bien – dijo Ángela.

—    Lo harás. Recuerda que no tiene que gustar a nosotros, sino a los de fuera – dijo Ginger.

—    No dejes que eso te preocupe. Me ocuparé de aquellos que protesten – dijo Domingo, cogiéndole una mano e inclinándose para besársela.

Ángela no pudo responderle, ya que otras chicas se lo llevaron, entre besos y risas, para que les leyera uno de sus poemas.

—    Es muy galante, ¿no? – comentó Ángela.

—    Así es Domingo, a gentleman, pero he visto como se ha encargado de dos marineros suecos, uno con cada mano.

—    Si, grande si que es.

—    Bien, ahora mira todo lo que hacemos y retenlo para tu número, ¿OK?

Aquella noche, cuando regresaron a casa, Ángela se envaró al llegar ante la puerta. Escuchó ruidos en el interior mientras Ginger abría con su llave. Con un elegante movimiento, se coló antes que ella, tensando los músculos de su mano, convirtiendo la aparente extremidad en una férrea garra de durísima uñas. Los ruidos provenían de su habitación.

—    ¡Hay alguien ahí! – le cuchicheó a Ginger.

—    Ah, debe ser Cristian – respondió la asiática, sin darle importancia.

—    ¿Cristian?

—    Sí, le dije que hacer trabajo de noche, cuando trabajamos, porque tú duermes de día. Así que eso hacer, seguro…

Ángela relajó los tendones y cerró el puño, sonriendo, mientras Ginger llamaba a Cristian. Un chico alto y delgado surgió del interior del dormitorio. Poseía un rebelde pelo castaño, que se rizaba y ondulaba sobre las orejas y nuca. Vestía una especie de mono de trabajo con peto, y un cinturón de herramientas rodeaba sus caderas.

—    Cristian, ella es mi compañera, Ángela – les presentó Ginger.

—    Mucho gusto – dijo él muy bajito, extendiendo una mano.

—    Hola, Cristian – contestó ella, estrechando su mano. “Del tipo tímido”, se dijo, mirando el tono verdoso de sus ojos tras aquellas gafas de empollón que se resbalaban casi hasta la punta de su nariz.

—    He… he acabado – señaló él con el pulgar por encima del hombro.

—    ¿Ah, sí? ¿Puedo verlo? – palmoteó Ángela.

—    C-claro, es tu dormitorio…

La plataforma tenía unos treinta centímetros de altura y, en realidad, no era más que un ancho marco de madera con una cruceta en su interior y varios soportes repartidos homogéneamente. Impedía que el colchón, una vez colocado sobre ella, se hundiera y tocara el suelo. También impedía que el polvo se acumulara debajo.

—    Es perfecta.

—    ¿Dónde quieres situarla? – preguntó Cristian, dispuesto a ayudarla.

—    Oh, aquí mismo, contra la pared – respondió ella, moviendo con facilidad la estructura hasta dejarla pegada al muro. Después, miró pensativamente la pared de enfrente. – Necesitaría unas tablas para hacer unos estantes y colocar mis cosas… mi ropa…

—    Puedo montarlas mañana noche, sin problemas – dijo Cristian, con una dulce sonrisa.

—    ¿De verdad? No quiero forzarte a ello…

—    Me dedico a esto. No será un problema.

—    ¿Ves? Cristian siempre solución – puntualizó Ginger, desde la puerta. – Tendrás estantes para ropa mañana.

—    Pondré un par de barras como tiene Ginger, pero al hilo, para que puedas colgar las perchas – comentó el joven, recogiendo su caja de herramientas.

Se despidió de ella y Ginger le acompañó hasta la puerta, hablándole de que ya ajustarían cuentas cuando acabara el trabajo.

—    Ha dejado todo súper limpio – comentó Ángela cuando Ginger regresó. – Ni una viruta…

—    Cristian es muy limpio y gran… inventor…

—    Será manitas.

—    No, inventor. Él crea cosas raras e increíbles. Ya verás. ¿Qué te parece nuestro vecino? ¿Guapo?

—    No sé. Tiene aspecto de empollón y no es mi tipo, pero es dulce y tímido, así que está bien, supongo. Parece joven…

—    Tiene veinticinco años, un niño...

—    Venga, casamentera, pongamos el colchón…

—    ¿Qué es casa… mantera?

Ángela se rió, aferrando el colchón por un extremo, desprovisto de sábanas y mantas. Le gustaba su nuevo nido y esperaba pasar una buena temporada en él.

CONTINUARÁ…