Andrea, mi antipática vecina (3)

Tercera -y mejor parte- de un relato que... véalo usted mismo...

Andrea, mi antipática vecina III

  • No lo haré si no me deja tocarle las tetas, le dije en tono francamente negociador.
  • Jamás, dijo ella, haciéndose a un lado.

Y al decirlo se abalanzó sobre mi tendiéndome en el suelo de la cabina. En un movimiento de prestidigitación se quitó la braguita, ya completamente macerada en todos los líquidos que uno se pueda imaginar y me la puso en la cara, justamente del lado mojado. Mientras hacía el intento de quitármela, Andrea tomaba con maestría mi polla y lentamente comenzó a sentarse sobre ella. Al comienzo pareció entretenerse con la parte superior de sus genitales, pero después me hizo sentir que aquello era un mar de líquidos y que sin el menor esfuerzo aquel coñito hermoso, perfumado y perfectamente lubricado, se tragaría toda mi polla y la apretaría hasta dejarla muerta. Ella se dio cuenta en el acto que el prepucio era un poco largo, de modo que llenó la punta de mi polla con su cristalino líquido para luego arremangar con suavidad la piel excedente y proceder a extenderla por toda la cabeza y sus aledaños, antes de enviar todo el tubo de carne a su más recóndita intimidad. Y así lo mantenía sujeto por su base mientras subía y bajaba con lentitud.

  • Eres un hijo de puta, me dijo.
  • Bueno, si vamos a empezar a ofender...
  • Pero me encanta que me folles así.
  • ¿Oiga, no será que usted me está follando a mí?

Cada intento por tocar sus tetas era rechazado por toda su artillería. La cosa no pasaba por sus tetas. Las acciones se desenvolvían abajo, aunque de tanto en tanto nos enzarzábamos en unos besos interminables, favorecidos por su boca abierta y por la temperatura de su lengua, algo inferior a la del resto de su boca. Cada vez que me besaba pensaba que iba a acabar en ese mismo acto, y sin que la tal Andrea me hubiera proporcionado información básica sobre sus hábitos contraceptivos.

  • Mire, esto me está cansando, le dije en tono enfadado.

Me puse de pie rápida y desordenadamente, la empujé contra el fondo de la cabina y de un zarpazo desgarré su blusa e hice volar un pequeño botón de su sujetador. Dos kilos y medio de genuina crema de leche cayeron sobre mis manos, al mismo tiempo que le daba totalmente a vuelta y comenzaba a follármela por detrás, más a mi gusto. Ni por un minuto dejaba de sobar con ambas manos aquellas durísimas tetas blancas, aunque cuando aquel embeleso comenzó a ceder, me entretuve hurgando con mis pulgares el agujerito del culo, que cada vez estaba más prieto y lubricado. Notaba que cada vez que hacía un circulito alrededor de su agujero con el dedo e intentaba "llevar agüita" desde la fuente de más abajo, Andrea respondía levantando el culo y apretándome contra la pared. Sin pensármelo mucho, saqué la polla de su lugar y puse proa hacia el otro orificio.

  • Ni se te ocurra, me dijo.
  • Sería incapaz, respondí con cinismo, pidiéndole que se relajara.

Al lanzar un suspiro de alivio sentí que los músculos que mantenía apretados con casto valor y esfuerzo se aflojaron en exceso. Un diabólico impulso me llevó entonces a empujar con fuerza y a traición. El grito fue desgarrador y el insulto que me dirigió, igualmente descalificador.

-¿Hay alguien allí arriba? Volvió a preguntar el conserje, alarmado por semejante grito.

Nadie respondería otra vez.

  • Eres un rematado hijo de puta, volvió a decirme.
  • Esto va por la polla de chicle que me pusiste en la puerta, le dije.
  • ¡Coño! Una cosa es ponerla en la puerta y de chicle, y otra bien diferente es ponerla de carne y por el culo. No te lo perdono... pero me encanta.

Aquello me dio mas bríos para empujar y al hacerlo con más fuerza sentí como Andrea se desvanecía y se aflojaba toda. Al recobrarse, retrocedió para terminarse de tragar la media pulgada de polla que quedaba aún fuera del afilado y potente esfínter que amenazaba con cortarme de raíz el miembro en algún movimiento convulsivo. Rogaba entonces que no se le ocurriera toser, por ejemplo, aunque la muy maldita frunció toda su musculatura para que en ese mismo instante me sentiera en la más puta de todas las glorias y dejara en aquella cavidad cuando menos un medio litro de lo mejor que pueden producir los huevos que antes me había pateado con singular alevosía.

Ni qué decir que las cuatro horas que duró el encierro fueron un culiadero desenfrenado e inenarrable. En cada orgasmo de Andrea el gilipollas del conserje preguntaba otra vez si había alguien adentro. "Sí, está todo adentro, pelotudo", dijo Andrea, en perfecto argentino.

Nunca más nos saludamos ni abordamos, por pura precaución, el mismo ascensor. Es más, creo que desde aquella noche nos odiamos cada vez con más fuerza, más desagrado y más irracionalidad. Pero es que odiarse de aquel modo sí que valió la pena.

FIN