Andrea, mi antipática vecina (1)

Un relato que... véalo usted mismo...

Andrea, mi antipática vecina I

Andrea -que así se llama la protagonista de esta historia- es fundamentalmente antipática. No hicieron falta más que unos días, después de haberme mudado yo a un apartamento casi contiguo al suyo, para que me demostrara todas sus dotes de chiquilla repelente, especialista en desaires, desplantes y otros alardes de mala educación. Uno de estos gestos me forzó a dejar de saludarla, algo que no me costó demasiado esfuerzo y que, para decir toda la verdad, hago con cierto gusto. Aquel desencuentro con la pequeña Andrea -que en otras circunstancias podría pasar como un simple episodio de mala vecindad- me hizo reflexionar hasta caer en cuenta de que la niña (que no tan niña, pues llevaba bien puestos por lo menos veintidós años) había adoptado esa actitud tan poco civilizada al suponer que los estúpidos diálogos que manteníamos en el ascensor llevaban, por debajo y cuidadosamente encriptado, un atrevido lenguaje de seducción. "Este ascensor funciona mejor que los otros dos porque lo hace con otra fase de corriente", me dijo una vez. "Efectivamente, marcha de forma más suave y estable", dije para corresponder a su insípido comentario. Lo de "suave y estable" debe haberle sonado no a cualidad de ascensor, sino tal vez al de los genitales masculinos, por lo que tras aquella conversación las cosas fueron muy diferentes con ella.

Para ser franco y en cierto modo también más directo, diré que la niña y sus dedeñosos giros de mentón, me tenían hasta los cojones. Afortunadamente no solía cruzarme con ella muy a menudo, ni en los pasillos, ni en el ascensor (para fortuna de ambos), ni en la propia calle por donde solía verla con su uniforme de maestra jardinera. No coincidíamos, entre otras cosas, porque los dichosos tres ascensores del edificio nos permitían montarnos cada uno en el suyo, aunque fuéramos al mismo piso. En cierta manera disfrutaba yo de una ligera ventaja en la sórdida disputa que se había entablado entre ambos: para entrar o salir de su casa ella debía pasar forzosamente por delante mi puerta.

A veces, cuando llegaba yo antes que ella, cerraba a toda prisa mi puerta para verla pasar unos segundos más tarde e imaginarme en el acto de qué forma iría mascullando su rabia en mi contra. Al pasar, lo hacía con la cabeza inclinada y sin mirar, aunque algo me invitaba a pensar que, cada vez que cruzaba mi línea, aquella mujercita producía algo más interesante que simples pensamientos desagradables. Muchas veces había música en casa y no precisamente las alocadas estridencias que ella -imaginaba yo- escucharía. Aquellas melodías cerradas con sus barrocas orquestaciones y arreglos eran en cierto modo una invitación a la más descarnada sensualidad y creo que ella se daba cuenta.

Las cosas cambiaron radicalmente -diría que a peor- una cierta mañana en que con la puerta entornada despedía a una amiga que me había acompañado durante la madrugada. Llevaba yo una bata de seda y debajo solamente un calzoncillo que no hacía ningún esfuerzo en disimular el hecho de que mi polla se encontraba todavía media dura a causa del encuentro con mi visitante. No solía circular gente por el corredor a esas horas, de forma tal que sin pudor ninguno abrí la puerta y despedí a mi amiga con la bata tan abierta como la puerta. Con tanta mala suerte, que la mentada Andrea pasó por delante, sin hacer ningún tipo de ruido, con sus zapatillas de piso de goma, y sin reprimir sus ganas de mirar (como lo hacía cuando la espiaba por la mirilla de la puerta) clavó sus enormes ojos negros en la parte baja de mi anatomía que no alcanzaba a responder con rapidez a las órdenes que emitía mi parte alta en el sentido de tapar aquel bulto tan poco elegante. Mi amiga -que se marchaba ya a toda prisa- me dijo: -va a ser mejor que te abrigues un poco, no vaya a ser cosa que cojas algo. El verbo coger, deliciosamente ambiguo a ambas orillas del Atlántico, me trajo a la mente una espantosa idea relacionada con la furtiva caminadora matutina de pasillos, a quien imaginaba en aquellos momentos pensando las peores cosas de mí a causa de mi descarada semidesnudez.

Nuestro siguiente encuentro fue, a todas luces, diferente. Nada hacía suponer que su actitud hubiera cambiado para mejor, sino acaso todo lo contrario. Lo que sí advertí, definitivamente, fue que aquel juramento de no-mirar no era tan fuerte como yo había supuesto, ya que la tal Andrea, en lugar de su habitual ademán altivo, consistente en girar la mandíbula para el lado en que yo no estaba, mantuvo su cabeza recta y sus ojos dirigidos hacia la línea de mi cinturón. En un reflejo de pudor, intenté juntar un poco las piernas y levantar el culo de forma tal que nada pudiera notar, aunque con aquella vestimenta y por más que me esforzara, nada notaría. No era yo de andar por la vida con erecciones visibles a diestra y siniestra, y de verdad la joven maestrita no conseguía levantarme un solo pelo del cuerpo.

Los días que siguieron fueron más o menos por la misma dirección. Cuando pasaba por mi puerta miraba por el rabillo del ojo (más tarde con todo el ojo) a mi puerta y, especialmente, a la mirilla, como quien intenta descubrir a alguien del otro lado. Un cierto día, no había más forma que coincidir en el mismo ascensor, ya que los otros dos, por motivos diferentes, no estaban en condiciones de funcionar. Ella estaba acompañada por quien supuse sería su novio, un sujeto de aspecto atlético y modales bastante condescendientes con la niña. Ésta, sin embargo, no pudo ocultar su incomodidad por mi compañía en el ascensor y, más que todo, sus nervios, incontrolables en el momento en que le dio a todos los botones del ascensor, incluida la alarma, para llegar a nuestro piso. En esta ocasión y tal vez influida por la severa mirada del supuesto futbolista del torneo de ascenso, Andrea no dirigió sus ojitos a mi entrepierna.

En situaciones similares, Andrea nunca caminaba por delante mío. Era más que obvio que no quería que me fijase en su culo. Pero la presencia del futbolista le obligó a ponerse por delante, por mucho y que hiciera el intento de caminar junto a la pared y, por algunos momentos, ocultarse detrás del zaguero. No pudo y yo, casi sin querer, me quedé a la vista de un culo bastante bien formado. Para decir mejor, el culo parecía mejor formado que sus piernas, rectas, bien formadas pero con escasas curvas.

Hablaban entre ellos. Pensaba yo que Andrea le diría a su novio: "este es el cabrón que suele despedir ‘amiguitas’ casi en pelotas en la puerta de su casa". Tampoco le imaginaba utilizando ese lenguaje. Pero las cosas fueron empeorando lentamente. Un día, al querer echarle una miradita detrás de la puerta, me doy con que el pasillo se había oscurecido por completo. Nada de éso: alguien (y sospecho que ella) había pegado un chicle chupado justo allí. Al darme cuenta de ello, abrí la puerta pacientemente para quitar aquella guarrería de la mirilla y al hacerlo me di cuenta que no se trataba de una bola de goma masticada inocentemente. Quien lo había puesto había tallado con el chicle la figura de una polla casi perfecta, sobre todo en el esmero que le había puesto en la parte del frenillo. Era una broma bastante ingeniosa, sobre todo si se piensa que el bromista intentaba que al mirar yo por el agujerito, en vez de ver a una vecina con cara de pocos amigos, viera a una gigantesca polla adornada por unos no menos voluminosos cojones. La verdad es que no se veía nada. Debo confesar que me dio un poco de cosa quitar aquello de allí, sobre todo porque a pesar de mi indignación procuraba todavía no alterar las formas de la escultura y porque me provocaba cierto respeto su vívido aspecto (era de chicle rosado y además todo chupado). Fue una operación perfecta: un poco de fuerza y no quedarían ni rastros de la broma.

No tardé en atribuir aquello a la tal Andrea, jurándome en ese mismo instante que me las pagaría. Pensé en vengarme colocando algo sobre el sillín de su bicicleta, a la que tenía perfectamente identificada pues solía guardarla muy cerca de mi plaza de garaje. Pronto abandoné aquella idea, pero los acontecimientos se iban a precipitar.

Un cierto día, sobre las nueve de la noche, el edificio tenía otra vez problemas con los ascensores. Regresaba yo a casa del trabajo, bastante cansado, y por ello fue que decidí tomar el ascensor en la misma planta del garaje, cuando habitualmente suelo subir un piso por la escalera para registrar mi buzón de correos. Tras abordarlo, noté que el ascensor se detenía en la planta baja y que subía una persona. Era Andrea. Al principio pareció no darse cuenta de que quien ocupaba el ascensor era su odiado vecino, pero más pronto que tarde caí en cuenta de que los otros dos ascensores estaban fuera de servicio.

En un alarde de machismo, me di toda la vuelta para mirarme en el espejo como quien que sustrae a su acompañante la posibilidad de que insistiera con sus miradas a la línea baja. Pero por el espejo yo podía verla, aunque de espaldas, y ella, puesta de cara a la puerta, no podía ver nada. De golpe las luces se apagaron y el ascensor se sacudió ligeramente. Dije en voz alta: "Oiga, ¡otra vez usted dándole a los botones equivocados!" -No, no, yo, esteee..., yo.... No supo qué responder salvo que debiera entender como una respuesta el desesperado golpe que le dio a la puerta del ascensor. No se veía absolutamente nada. Me acerqué a la botonera y comprobé que ni siquiera el botón de alarma estaba funcionando. Estábamos atascados entre dos pisos y, a pesar de la oscuridad reinante, la situación parecía controlable ya que la puerta interior del ascensor es de una especie de malla de metal que deja entrar el aire, los sonidos y además de permitir manipular, si uno quisiera, la puerta exterior.

El caso es que la chiquilla parecía presa de un cuadro de claustrofobia, agravado por la compañía.

-Quiero salir de aquí, me dijo con voz entrecortada y temblorosa. -Mire, creo que será mejor esperar a que vuelva la luz para salir porque no hay forma de abrir la puerta, dije un poco preocupado. -No, no, usted quizá no pueda pero yo que soy más pequeña puedo salir por arriba...". -Ha de estar usted un poco loca. Será usted pequeña pero también es bajita. ¿Cómo piensa llegar hasta ahí arriba? -Me va a tener que subir usted, dijo. -Claro, así luego sale usted y yo me quedo aquí hasta mañana. ¡No te jodes! -Mire, mire... yo puedo montarme sobre sus hombros y entonces usted me empuja un poco y puedo llegar a la puerta.

En ese momento el conserje gritaba desde el piso bajo preguntando si alguien estaba en los ascensores. Yo no dije nada y, sorprendentemente, mi compañera de encierro enmudeció de golpe. Daba la impresión que quería salir de allí por su propio pie, aunque valiéndose de mis hombros.

-Bueno, venga, le dije. -Espere que me quite los zapatos; no querrá usted que le estropee la chaqueta, dijo en un tono quizá más relajado. Me coloqué entonces de espaldas a la puerta de la cabina y, más propiamente, contra el muro que separa las dos puertas exteriores. Junté mis manos con fuerza y las coloqué en forma de canasta a la altura de mis rodillas para que pudiera colocar su pie y darse impulso. Sus ganas de huir de aquella asfixiante situación quedaron de manifiesto cuando en su intento de encontrar mis manos, su pie en cambio encontró mis cojones, doblándome de un patadón a la altura de la puntita del izquierdo.

-¡Joder!, dije. ¿Me quiere usted sacar al córner? -Uy, perdóneme, no fue mi intención. -Mire, sé que no lo hizo aposta pero me ha dejado sin fuerzas. Espere a que me reponga para volver a intentarlo.

Esta vez fui yo quien tomó su pie desnudo en el suelo. Tenía el arco vencido pero se trataba en todo caso de un pie caliente, seco y bastante perfumado. Lo acomodé entre mis manos mientras ella intentaba con las suyas impulsarse apoyándose sobre mis hombros. Casi conseguía encaramarse y estaba ya más cerca de su objetivo al cuarto o al quinto intento.

-¿Qué piensa hacer cuando esté arriba? - Bueno, por lo que veo tendría que pararme sobre sus hombros...

Si aquella era su estrategia, algo fallaba y creo que su principal obstáculo era el largo faldón que vestía, que le impedía de hecho mover su pierna izquierda.

-No parece usted debidamente equipada para escalar... - Sí, la verdad es que esta falda molesta un poco... a ver ahora...

¿Ahora qué?, me preguntaba yo mientras que para evitar una nueva patada en los huevos tomaba aquel delicado pie entre mis manos. De golpe sentí su otro pie en mi hombro derecho y rápidamente me di cuenta que se había recogido toda la falda sobre su cintura para poder hacerlo. Rápidamente cayó en cuenta mi vecina que mi futuro no estaba en el circo y en vez de intentar ponerse de pie sobre mis hombros, pasó su pierna izquierda por detrás de mi hombro. Sólo para ayudarla, me cargué su pierna derecha sobre mi otro hombro y de golpe me di cuenta de que la posición resultante era en cierto modo inconveniente. Presa de la inquietud, Andrea daba manotazos de ciego por arriba mío, mientras que a la altura de mi cara sentía la proximidad de una inconfundible fuente de calor. Mientras la ayudaba a sostenerse en la altura, le tomaba por los muslos -delicadamente tapizados por unos pelillos que intuía casi transparentes- y aquéllos se apretaban contra mi cara cada vez que procuraba llegar un poco más arriba. Al subir y al bajar, rozaba la parte más caliente y jugosa de su braguita contra la punta de mi nariz y, casi inconscientemente, yo aspiraba aquellos vapores con un enorme gusto, sin dejar de tomar -ya con cierta suavidad, esos muslos tiesos, por debajo del maldito faldón que aún entorpecía las operaciones de autorescate.

-Un poquito más...

(CONTINUARÁ)