Ana y psicoanalítico

Encuentro absurdo en el despacho de un psicoanalítico.

Ana y psicoanalitico

Encuentro absurdo en el despacho de un psicoanalítico

-         Buenas tardes, doctor.

-         Pasa, Ana, ponte cómoda, mi casa es tu casa.

-         ¿Me acuesto en el sofá?

-         Sí. Desde ahí se abren buenas perspectivas… para el tratamiento.

-         Soy un caso perdido.

-         Ya veremos. Te ayudaré a encontrar el pollativo, pues es necesario paliar el dolor, tan grande que te hincha esos globo… globales problemas psíquicos. Ante todo debemos aclarar por qué te sientes culpable por la muerte de tu marido. No fuiste tú quien organizó el accidente, ¿verdad?

-         ¿Qué más da? Мi culpa es indirecta.

-         Hay que ir directos hacia el culo… perdón, hacia la verdadera culpa. ¿Crees que no le querías lo suficiente?

-         En otros tiempos le amaba con locura. Tuve que recurrir a unas medidas extremas para incitarle a casarse conmigo.

-         En otros tiempos… Significa que más tarde dejaste de quererle, ¿no?

-         No lo sé, no lo sé.

-         Unas medidas extremas… ¿cuáles eran?

-         Le diré con una condición: si usted promete darme un beso. Un beso de verdad.

-         Ya te expliqué que

-         Claro, transferencia, aberración, obsesión natural por psicoanalítico y todo por el estilo. ¿Tiene alguna idea de lo sexy que es?

-         Sí, me lo decían más de una vez.

-         Entonces voy a repetir.

-         No, Ana, es mejor que volvamos a las extremidades… es decir, a medidas extremas.

-         Vale, si me promete un beso. Ahora.

-         Uno, no más.

(…)

-         М-м-м… Dios… por fin… tiene una lengua riquísima… ¿para qué la desgasta en palabras inútiles?

-         Estoy esperando. Respeta tu promesa. Quiero darte un buen remedio anal… analítico. Es preciso explorar el fondo… a fondo.

-         Mi marido Raúl era mujeriego, se hartaba de sus amantes al instante, independientemente de su belleza. Tuve que montar todo un espectáculo para mantenerle intrigado durante años.

-         ¿Qué era?

-          Le decía que no podía enamorarme de él con toda mi alma, puesto que no me permetían cosas de pasado, en particular, un hombre. Su presencia invisible no dejaba de abrumarnos. Raúl hacía esfuerzos descomunales para destruir a esta sombra, por ello se atrevió a casarse, por ello nunca se cansó de mí.

-         ¿Te importaría esbozar el retrato de aquel hombre inexistente?

-         Según las reglas del juego debía crear un antípoda de mi marido. Dije que había emigrado al Canadá siendo él mismo medio canadiense.

-         Raúl encarnaba un tipo moreno mediterráneo. Resulta que tu héroe ficticio pertenecía al pálido tipo nórdico. ¿He acertado?

-         Por supuesto. Presenté la descripción de un rubio tomando por modelo a David Bowie.

-         ¿Por qué?

-         Me encantaba la película “Laberinto”, soñaba con ser raptada por el rey de seres sobrenaturales. Raptada y gozada hasta el final de los tiempos.

-         ¿Y qué nombre tiene el canadiense ideal?

-         Eric. Le dije a Raúl que había sido mi primer hombre, mi alma gemela. Nos separaron “circunstancias trágicas”.

-         Suena normal.

-         Raúl lo tragó también. Y en realidad mi primer amante era él.

-         ¿Cómo?  Qué suerte…qué mala suerte, lo fue y nunca lo supo.

-         Le emborraché… pero no era tan borracho para no poder desvirgarme bestialmente… Después se durmió como marmota y yo cambié las sábanas manchadas de sangre. Muy pronto celebramos la boda. De vez en cuando fingía una depresión, me quedaba calladita, miraba al cielo, suspiraba, no le dejaba acercarse. Pasado un cierto período, las depresiones empezaron a salir de un modo natural, le echaba de menos a mi Eric. Un día escribí una carta, puse un sello extranjero en el correo y lo eché en el buzón. Raúl pensó que habíamos reanudado el carteo, pero no me lo prohibió. Sufría en silencio. Y yo me acostumbré a enviarme cartas de Eric y a contestarle.

-         ¿Сuántos años duró todo eso?

-         Cinco. Hasta que

-         Hasta que el coche de Raúl se estrelló contra un camión.

-         Le digo un secreto: mi marido me dejó el último mensaje, el de despedida.

-         ¿De qué se trataba?

-         Pidió que no me preocupara. Escribió que le había llamado Eric, quedaron en citarse y hablar como hombres. ¿Ahora entiende por qué me atormenta el complejo de culpa? Cometí un crimen al mentirle a Raúl. Tendría que aceptar un lío común y corriente, permitir que se hartara de mí. Nuestro matrimonio fue un gran error.

-         Hay una explicación científica. Raúl llegó a quererle a Eric, llegó a compartir la ilusión contigo y… se volvió loco.

-         Tiene razón, doctor. Los dos llegamos a quererle a Eric.

-         Аna, eres tan guapa cuando lloras… ¿Qué haces?  Déjame, por favor… somos amigos… no debemos… no… no… no… sí… oh, sí… no pares

-         ¿Así le gusta?

-         Más fuerte. Y no desgastes la lengua en palabras inútiles.

(…)

-         ¿Qué tal, doctor? ¿Estás bien?

-         Te quiero.

-         ¿Vas a ser el hijo de mi padre? Ay, quiero decir el padre de mi hijo.

-         ¿Tienes hijo?

-         Raúl sospechaba que el niño no fuera suyo. Nació rubio, de ojos azules, una copia de mi madre. Creía que Eric había regresado secretamente de Canadá, y yo me quedé embarazada de mi primer amor.

-         Sí, estoy dispuesto a ser esposo y padre.

-         ¡Pero ya estás casado!

-         Me divorciaré.

-         Мi querido doctor… eres un milagro

-         ¡Ana!

-         ¿Qué?

-         ¿Me vas a presentar a Eric?

-         Te presentaré en cuanto venga a España.

-         ¿Y cuándo vendrá? ¿Cuándo?

-         Algún día. Sin falta.