Ana, la Vecina 4

Cuando una puerta se cierra, una ventana se abre.

Viernes a mediodía. Se acabaron las clases por esa semana. Dentro de poco empezaríamos con los exámenes, el calor empezaba a hacer acto de presencia y, en general, parecía que iba a mejorar el tiempo para el fin de semana, que se presentaba como el último libre antes de encerrarse para preparar los exámenes.

Salí del instituto y encendí un cigarrillo, como no, pensando en mi vecina. Por circunstancias extrañas, no habíamos tenido tiempo de quedarnos a solas en toda la semana, entre enfermedades del imbécil, la presencia del marido y la estricta vigilancia de mis padres. Así que tenía los huevos hinchados y unas ganas de marcha que no os podéis imaginar. Esperaba que, por fín, ese fin de semana tuviera un momento para follarme a la vecina en condiciones, exprimir sus tetas, apretar sus carnes y quedarme exhausto sobre su pecho. Quería meter la polla en su boca, deleitarme con sus estupendas mamadas, y hacerle luego los honores recíprocos, lamiendo su almeja hasta que gritara de placer. Vamos, que me iba para casa con el bulto de los pantalones erguido y orgulloso.

Fantaseaba por el camino con lo que le iba a hacer a mi vecina. Atarla a la cama, desnuda y con los ojos tapados. Meterla en la cocina, con la puerta de la terraza abierta, con el excitante riesgo de que mis padres nos pillaran. Follármela en la cama de su hijo, a cuatro patas, obligándola a morder la almohada. Besarnos bajo la ducha, con sus tetas restregándose en mi pecho. Dejarme cabalgar en su cama, la que comparte con su marido, y correrme sobre su espalda, dejando mi simiente esparcida por las sábanas en las Paco había dormido. Fantaseaba tanto que a punto estuve de que me atropellase un coche. Esperaba llegar a casa, asomarme a mi ventana y ver que Ana ya estaba allí, dispuesta y preparada para mí.

Así que cuando abrí la puerta de mi habitación y vi que la persiana de la habitación del imbécil estaba bajada, solo pensé que Ana estaba desnuda caminando por la casa, a la espera de que su semental llamase a la puerta para echar un clavo. No supe ver las señales. Hasta que mi madre me llamó para poner la mesa. Entré en la cocina y allí estaba Ana, charlando con mi madre. Como otras veces, saludo con un escueto “Hola, qué tal”, y siguió recogiendo la ropa tendida. Esperó el momento exacto para dejar caer la bomba: “Paco se queda en casa este fin de semana”. Por lo visto, había huelga de camioneros, y el vecino había optado por quedarse en casa. Imaginaos la mala leche que me entró. Toda la semana sin poder follar, caliente como el palo de un churrero y calentándome más aún con la mera posibilidad de estar a solas con mi vecina. Y de repente, todo se va a la mierda. Las cucharas se me cayeron de las manos con estrépito. Me disculpé y seguí poniendo la mesa.

Con un humor de perros, me encerré en la habitación después de comer. Pasé el pestillo y busqué porno en la red. No es mi costumbre machacármela después de comer, pero ese día necesitaba hacerlo. O eso, o me tiraba encima de cualquier animal, doméstico o no, con el tamaño suficiente para acoger mi miembro. Me imaginaba a mí mismo con una nubecita negra sobre la cabeza, que de vez en cuando lanzaba rayos sobre mi frente. Pasé la tarde encerrado, distraído buscando material de estudio en la red. Al menos, que la tarde tuviera algo de provecho.

Mi madre llamó a la puerta para ver si quería cenar. Sorprendido, miré el reloj. Se me había pasado la tarde en un momento, y viendo el montoncito de folios con notas sacadas de internet, comprendí que no se me había dado mal. Es más, me sentía bastante mejor que después de comer. Tan solo había hecho falta una buena paja a la salud de unas jovencitas de la red y unos cuantos juramentos dirigidos al imbécil y al vecino. Luego, todo fue concentrarse y estudiar. Estaba contento.

Mi padre estaba esperando a mi madre en el salón, viendo la tele.

-¿Vais a salir?-, pregunté, sentándome a su lado. Mi padre torció el gesto.

-No me apetece demasiado, pero tu madre ha quedado con una amiga, así que sí, vamos a cenar y a tomar una copa-.

-¿Una solo?-.

-Bueno, a lo mejor dos. Pero no llegaremos tarde-.

-No sé si os esperaré despierto-, bromeé.

-Más te vale que estés en casa cuando volvamos-, me avisó mi padre. Todavía estaba bajo arresto domiciliario.

-No tengo pensado nada raro. Los exámenes están a la vuelta de la esquina-.

Mi padre asintió, con ese gesto tan característico. Ya estaba todo hablado. Mi madre apareció con los abrigos de la mano, y tras darme las pertinentes instrucciones sobre lo que me dejaba de cena, las amonestaciones y advertencias sobre lo que me podría pasar si pensaba hacer algo prohibido, y los besos y mimos para relajar las amonestaciones anteriores, salieron de casa. Y allí me quedé, con los pies en alto, mirando sin ver la tele, con algo de hambre y sin saber qué hacer. No quería caer en la tentación de pensar en las posibilidades que un viernes sin padres en casa permitían a un chaval de dieciséis años. Ni lo que había pasado tantos viernes en circunstancias similares con Ana. Sobre todo, no quería pensar en Ana, porque volvía a sentirme frustrado. Me fui a la ducha. Agua fría. Era lo más indicado.

Solo que mi natural comodón acabo imponiéndose, y abrí el chorro del agua caliente todo lo que soportaba. Sabiéndome solo en casa, mis instintos me impelían a acariciarme la entrepierna, morcillona por la temperatura del agua y por mi imaginación calenturienta. Mi yo responsable apartaba la mano, pero mis fantasías volaban a la casa de al lado. ¿Qué estaría haciendo Ana? Paco estaría viendo la televisión, quizá con una cerveza de la mano. El imbécil estaría en su cuarto, hablando con los imbéciles de sus amigos. Y Ana estaría, casi con toda seguridad, en la cocina, preparando la cena para su familia, con su bata y sus zapatillas de andar por casa. ¿Llevaría bragas? ¿Intentaría jugar con Paco como lo hacía conmigo? No sentía celos. Paco hasta me caía bien, aunque tampoco es que sintiera pena por lo que hacía con su mujer. Claro que tampoco quería que se enterara, más por miedo a la reacción de mis padres que a lo que Paco pudiera hacerme. Pero cambiarían las cosas entre Ana y yo, y francamente, prefería que siguiera durmiendo con Paco y follando conmigo.

Salí de la ducha. Con las luces apagadas, me asomé a la cocina. La luz de la cocina de Ana estaba encendida, aunque no podía ver el interior. ¿Estaría ella allí? ¿O sería Paco? Igual no había nadie. Para asegurarme, hice una ronda rápida por las ventanas que daban a casa de Ana. Constaté que Paco estaba delante de la tele, y las rendijas de luz que asomaban en la persiana del imbécil me daban una pista bastante fiable de que éste estaba allí, haciendo cualquier cosa. Así que me decidí. Volví a la cocina envuelto en el albornoz, cogí una pinza del tendal y la lancé a la puerta de la terraza de los vecinos. Sonó más de lo que me esperaba, pero dio resultado. Ana abrió la puerta:

-¿Qué...?-, empezó a decir, mirando hacia abajo. Luego levantó la cabeza, y por un momento, se quedó sin palabras. –Miguel...-. Me devoraba con la mirada, igual que yo a ella. Un cierto nerviosismo, no sé si por la cercanía de nuestros cuerpos, o la presencia de su familia en casa, o por todo ello al mismo tiempo, hacía que se envolviera con fuerza en la bata. Eso acabó por volverme osado. Hice un gesto con la cabeza, señalando el interior de la vivienda.

-Qué buena noticia, ¿eh?-, comenté, sabiendo que a ella le hacía tanta gracia como a mí. Miró adentro, asintiendo.

-Cuando me lo dijo se me cayó el alma a los pies... Después de la semanita que he pasado-.

-Pues no sabes cómo me ha sentado a mí-, susurré, acercándome más. Metro y medio de caída libre nos separaban.

-Imagino. No has levantado la persiana en toda la tarde-. Noté un deje de enfado en su voz.

-Estaba estudiando-, contesté.

-Muy concentrado estabas-. Beligerancia. Me extrañé.

-¿Qué te pasa?-.

-Nada, nada-. Obviamente, mentía. Repetí la pregunta con un gesto de las manos. -¡Oh, nada, de verdad! No puedo reprocharte nada si te has hecho una o dos... ya sabes-. Alcé las cejas con gesto de sorpresa.

-De verdad, estaba estudiando. Me sentó fatal cuando dijiste que tu marido se quedaba en casa todo el fin de semana, y, bueno..., no sabes lo caliente que venía. Miré porno, no te digo que no, y sí, también me hice una paja. Pero fue después de comer-.

-¿Y el resto de la tarde?-.

-Preferí estudiar que pensar en lo que no podía hacer-, confesé. Los ojos de Ana brillaron. Lo pude ver pese a que ella estaba a contraluz. Mi polla reaccionó sabiendo que la sonrisa curva y lasciva de mi vecina se había dibujado en sus labios, aunque no pudiera verlo.

-Y... ¿qué habías pensado hacer?-.

-No vayas por ahí-, advertí.

-¿Era algo sucio?-.

-Bastante-.

-¿Me lo hacías o te lo hacía?-.

-¡Vale ya! No merece la pena calentarse a lo tonto-, repuse, empezando a mosquearme.

-Pues sé de una que no piensa lo mismo-, contestó ella, señalando mi entrepierna con el mentón. Sí, es verdad. Se me había puesto dura con el jueguecito, formando una tienda de campaña sobre el albornoz.

-¿Tú no tienes una cena que hacer?-, ataqué, molesto.

-Preferiría hacer una comida-, repuso ella, en un tono de perra en celo que hasta dolía, -pero tienes razón. Me voy a hacer la cena-.

Ana se metió en su cocina, dejándome con la polla tiesa. Sabía que se estaba riendo, encantada de que mi cuerpo reaccionara tan violentamente a sus truquitos. Por mi parte, encendí la luz de la cocina, metí el tupper que había dejado mi madre y calenté un poco la cena. Cuando el micro hizo “ding”, el timbre de la puerta hizo “ring”. Como no esperaba visita alguna, me acerqué a la puerta con el ceño fruncido. Abrí y, evidentemente, era Ana. Se abalanzó sobre mí, pegándose a mis labios. Pude cerrar la puerta sin hacer demasiado ruido, mientras ella me arrancaba literalmente el albornoz, dejándome en pelotas en el pasillo.

-¿Pero, qué...?-.

-Le he dicho a Paco que venía un momento a por sal. Tenemos poco tiempo-, contestó mientras acababa de abrirse la bata y bajarse las bragas. Su almeja peluda quedó al aire, y su bata hecha un guiñapo junto a mi albornoz. -¡Dios, no puedo esperar!-, gimió al observar mi rabo, duro y preparado para la batalla. No era lo que yo esperaba, pues quería follar con tiempo para disfrutar, pero tampoco le iba a hacer ascos a un polvo rápido y excitante. Ana puso las manos en la pared del pasillo, ofreciéndome su culo. -¡Rápido, ponte detrás!-.

Obedecí, superado por los instintos. Palmeé sus cachas y restregué la polla contra el trasero de Ana. Iba a magrearle las tetas cuando noté que su mano agarraba la polla y la apuntaba al centro de sus placeres. -¡Venga, rápido, fóllame, no tenemos tiempo!-. Se la clavó con un gemido lento, mientras se iba hundiendo todo el cuerpo. Yo no me movía. Estaba lo suficientemente caliente como para correrme si empezaba a empujar. Así que la dejé empalarse a su ritmo, lento al principio, más y más rápido a medida que su vagina se adaptaba al tamaño de la polla invasora. Después de que su mano hiciera de mamporrera, Ana volvió a apoyarse en la pared. Aproveché para meter las manos por debajo de sus sobacos y bajar el sujetador, liberando a las tetas. Me las imaginaba botando al ritmo de la follada que me estaba haciendo mi vecina, y dejé que las palmas de mis manos rozaran levemente los pezones inflamados de la cuarentona, aprovechando el ritmo de sus caderas. Ella jadeaba, gemía y soltaba guarradas por la boca, calentándose más y más. No era lo que yo quería, pero empecé a notar los espasmos previos al orgasmo, obligándome a apretar las nalgas. Eché mano a su conejo, frotando el clítoris de mi amante.

-¡Sí, así, no pares!-, contestó Ana ante mis manejos. -¡No me queda mucho, sigue, por favor!-. Ante la constatación de su inminente orgasmo, el mío no se hizo esperar.

-¡Me voy a correr, Ana! ¡Tengo que salir!-.

-¡Ni se te ocurra sacarla ahora! ¡Sigue follándome y no te preocupes! ¡Córrete dentro!-. Antes de sentir sorpresa por las palabras de Ana, el orgasmo hizo explosión. En los dos. Antes de que la conciencia me obligara a salir de su estrecha almeja, noté los músculos tensándose alrededor de mi polla, abrazándola, negándose a dejarla escapar, y mi rabo respondió llenando su coño de leche espesa y caliente. Ambos dejamos escapar un ronquido prolongado, dejándome caer sobre la espalda de Ana. Al sacar la polla de su encierro, el semen resbaló por sus muslos. Jadeante yo, sonriente ella, recogió las bragas y la bata, se vistió y se metió en la cocina. La vi al momento con un vasito lleno de sal. –No puedo mentirle a mi marido-, contestó a mi muda pregunta. Y dicho esto, me dio un beso en los labios y salió por la puerta, dejándome tan satisfecho y bien follado que una sonrisa estúpida empezó a dibujarse en mis labios.

Volví a la cocina. La cena todavía estaba caliente. A través de la puerta de la cocina de Ana, que había dejado abierta, la ví limpiándose mi semen de los muslos con papel de cocina. Me miró y sonrió pícara. No es lo que esperaba, pero estuvo muy bien.