Ana, la hermana de mi mujer (2)

Dos días después el segundo encuentro.

Martes. Hace dos días mi vida se convirtió en un constante paseo al borde del precipicio. María no deja de preguntarme si me pasa algo, me ve como perdido me dice. No pasa nada y la acaricio por no hablar, no decir nada que la haga sospechar.

No puedo dejar de pensar en Ana, en su cuerpo, en su sexo, pero tampoco puedo dejar de pensar que si alguien llegara a saber qué pasó estaría en medio de un quilombo. Será mejor tratar de olvidar, y tal vez dejar de escribir esto sea una buena medida.

La tentación me venció. Llamé desde mi trabajo al consultorio donde atiende. No parecía contenta de que la llamara.

Ayer -Martes- estuve pensando en vos, la verdad es que no puedo dejar de hacerlo.

Me dijo que mejor era olvidar todo, que era demasiado peligroso y no quería lastimar a nadie. Le contesté que sentía lo mismo, pero que necesitaba verla, al menos un rato, para charlar y dar todo por terminado. Tengo pacientes hasta las seis, si querés nos podemos ver acá- sin dejar que terminara la frase le dije que seis y cuarto estaba por ahí.

Cuando salí del trabajo fui a casa a bañarme y cambiarme, quería estar dentro de mis pocas posibilidades lo mejor posible. Dejé una nota en la mesa diciendo que iba a ver a un amigo y volvía a cenar.

A la hora convenida entré en el consultorio, le informé a la secretaria que venía a ver a la lic. X. Me pidió que me sentara a esperar, la licenciada está demorada. Dude entre quedarme o irme, pero apareció de nuevo la imagen del domingo, es decir, aquellos shorts de lycra ajustados que se convirtieron en mi obsesión, y me quedé.

Diez minutos después, una mujer sale llorando de su consultorio, detrás de ella con mala cara aparece Ana, arreglándose el pelo y con cara de cansada. Nos saludamos con un beso de amigos. Le pidió a la secretaria que no la molestara por un rato, no me pasés llamadas, por favor, dijo y entramos al consultorio.

Nos sentamos uno de cada lado de su escritorio; la distancia era prudente y necesaria. La charla, por suerte, se dio con naturalidad, como si recordáramos algo que ocurrió hace mucho tiempo. Se encontraban dos amigos que se habían conocido en la facultad a recordar el tiempo pasado y los buenos momentos compartidos. Claro que ninguno de los dos mencionó a María, pero la verdad es que no se trataba de ella en este momento. Estuvo bien, coincidimos y nuestras miradas dieron a entender que no se repetiría. Charlamos, ahora sí, de nuestras parejas, de las decisiones que habíamos tomado y de lo bien que estábamos. Nos reímos finalmente, debería pasar en algún momento y ya pasó, le dije encogiéndome de hombros.

Me acerqué a la puerta para despedirme, nos abrazamos y nuestros cuerpos se fundieron. Apoyó su cabeza en mi hombro y acaricié su pelo. Mi pija reaccionó al contacto de su cuerpo, ella me miró y no pude evitar besarla.

Era ella quien ahora tomaba la iniciativa, me tomó de la mano y me llevó hasta el diván. Me sentó en él, se arrodilló y sin dejar de mirarme a los ojos -pensé que me hipnotizaría para siempre- bajó el cierre de mi pantalón. Con su mano derecha sostuvo mi pija, y antes de comenzar a chuparla dijo: por qué no una vez más. Me recosté para ver  mejor la escena. Más suelta que el domingo, se mostraba sabia para comerla. Parecía que su boca había sido hecha para mi pija. Me levanté pronto porque la imagen y la sensación eran poderosas, tuve miedo de acabar demasiado pronto. Los dos de pie nos besamos. Desprendí su pantalón negro de vestir y encontré una bombachita de algodón negra: parecía una colegiala. Mis dedos recorrieron el exterior de su ropa interior y sentí la humedad de sus labios. Corrí un poco la tela y comencé a recorrer su concha delicadamente hasta que me pidió que me la cojiera. Esperá, le dije, esto recién empieza.

Mi dedo índice primero, pero después también el del medio se perdieron dentro de esa humedad, de ese paraíso tibio, mientras ella se mordía los labios para no gemir. La recosté y pasé mi lengua primero, para cojerla después con mis dedos mientras chupaba su clítoris. Tardó no más de un minuto en abrazar mi cuello con sus piernas y tomarme con sus manos de la cabeza para acabar. Cójeme, me dijo. Me di cuenta que no tenía forros. Se lo dije y tuve que decir además mierda, maldiciéndome por el descuido. No importa, metémela igual, estoy tomando pastillas. Sin pensarlo, apoyé mi pija en los labios de su concha y la penetré con suavidad. Me enloqueció en ver entrar y salir mi pija mojada. Dejé de cojerla por un momento y la puse en cuatro sobre el diván con las  rodillas en el piso. Me di cuenta de lo delicado y frágil que parecía su culo y sentí ganas de romperlo; evité la tentación y la cojí como una perra. Y es que pensé eso, que era una perra en celo queriendo mi leche, necesitando mi leche. Sus caderas se movían y marcaban el ritmo que querían para gozar a pleno. Ya no era dueño de mis movimientos, comencé a darle a fondo y con fuerza. Más, por favor más, me pidió y sentí que mi verga estaba por explotar. Su espalda se tensó y gimió como aliviando su cuerpo, apuré mis movimientos por última vez y acabamos juntos.

Saqué mi pija y vi como su concha estaba chorreando, húmeda y satisfecha. Me dejé caer sobre el piso, con los pantalones bajos. Se subió la bombacha y me miró. Será mejor que te vayas me dijo.