Ana, la buena esposa (6)
La terca lucha de una femme fatale por ser leal a su amado, pero infiel a su instinto.
Ana, la buena esposa (6)
A mi joven y recién conocido vecino, Juan de Dios, lo he atrapado este jueves mirándome desde su bicicleta, al otro lado de la casa. Viste una camiseta celeste Nike y un pantalón corto negro y sin marca. Va con las zapatillas verdes de lona desatadas, con los cordones arrastrándose por el suelo al caminar.
El chico se acerca a saludarme y me ayuda con las dos bolsas del mercado. Según él, nuestro encuentro ha sido una coincidencia pero yo no le creo. No le digo lo que pienso, por supuesto. En cambio, le invito un vaso de limonada con menta y jengibre. En la cocina, mientras toma su jugo, noto que el muchacho de cabello castaño y ojos verdes no deja de mirarme. En un instante, lo descubro “comiendo con la vista” mis senos, ocultos bajo la blusa de seda roja. No hay ni un poco de escote o piel a la vista en esa área de mi anatomía, pero el sostén de copa realza aún más mi grande y erguido busto, haciendo destacar aquella zona.
Me hago la desentendida y gracias a eso el chico empieza a disimular mejor. Sin embargo, poco después lo pillo mirándome el relieve de mi culo. Hoy llevo un pantalón de tela blanco, a la cintura, con un cinturón negro y unos zapatos negros y de taco alto. Es ropa de trabajo, refinada y que, de todas formas, realza la fina cintura y mis femeninas formas. Mis redondos glúteos se ven muy bien en este pantalón; la tanga blanca y pequeña no se nota nada. Segura que el pobre chico se preguntará si llevo ropa interior. No me preocupan esos pensamientos ni las miradas de un muchacho como Juan de Dios, demasiado tímido y respetuoso. Sé que no será capaz de ir más allá.
Luego de una breve e inocente conversación con mi vecino, es el mismo Juan de Dios quien me recuerda que, hace unos días, le he pedido ayuda con el taller de pintura.
—Es verdad —digo, haciéndome la olvidadiza—. Te he pedido ayuda con el desorden de la habitación. Te advierto, ni la mujer del aseo se atreve a poner un pie en ese lugar. Así de desarreglado está.
Eso no es cierto, pero lo digo de todas formas. Realmente fui yo quien ha dejado una orden expresa a la empresa de aseo que se ocupa semanalmente de esos enceres de no entrar en aquel lugar. Aún en la cocina, tomo mi cartera y busco mi llavero. Sin querer, pienso en aquella habitación. El taller de pintura es mío, como Tomás posee su escritorio. Es un lugar donde mi esposo no suele entrar. Se supone que sólo yo tengo llave y mantengo cerrada la puerta por dos razones: la primera es la existencia de una caja fuerte y varios objetos de valor (cuadros, fotografías, esculturas y mis propios croquis y acuarelas). Pero la segunda razón, de mayor peso, es que almaceno ahí algunos objetos muy íntimos: recuerdos de mis aventuras, regalos de mis amantes, cartas de amor de hombres casados, media docena de consoladores, preservativos, píldoras del día después, medicamentos profilácticos y algunos discos de almacenamiento con fotografías y grabaciones comprometedoras. En su tiempo también guardaba droga. Pero ya no.
Quién sabe por qué no me he deshecho de todo aquello. Si mi esposo lo descubriera sería terrible. Pero yo aún conservo todo. Me digo a mi misma que tiraré la evidencia a la basura, lo haré muy pronto. Pero no lo he hecho. Y han pasado meses desde que debí hacerlo. Al sacar mi llavero de mi cartera y observar la larga y dentada llave del taller, me pregunto si será una buena idea dejar entrar a Juan de Dios. Hay demasiados secretos ocultos en esa habitación; eso me hace dudar. Me pregunto si podré confiar en Juan de Dios. ¿Será tan obediente como creo que es? Tal vez deba probar primero al muchacho. Ver si es confiable.
Mi mente aterriza de nuevo en la cocina. Juan de Dios me observa, silencioso como un cordero que ha quedado deslumbrado al encontrarse con una hermosa y hambrienta loba. Casi se me escapa una sonrisa ante lo que evoca mi imaginación. Y aquellos pensamientos me hacen querer jugar.
Me hago la distraída y le dejo vislumbrar mi cuerpo. Incluso guardo unas copas en un gabinete alto. Me empino. Luego me agacho en ángulo recto y dejo unos platos en su lugar. Mi culo seguramente aparece en exhibición. Con disimulo, mientras guardo el agua en el refrigerador y saco un par de platos preparados del enorme refrigerador, desabotono un par de botones de mi camisa de seda roja. Dejo a la vista el sostén negro y mis senos redondos asoman como montañas nevadas. Entonces, miro las zapatillas de Juan de Dios. Y finjo darme cuenta recién que están sus cordones desatados.
— Mira los cordones de tus zapatillas —digo, acercándome a Juan de Dios—. Así te vas a caer.
Antes que el muchacho logre reaccionar ya estoy junto a él. Me arrodillo frente a Juan de Dios con la clara intención de ser yo quien le ate el calzado. Mi joven vecino no reacciona, permitiendo mi maniobra. Comienzo entonces a atarle lentamente una zapatilla. Él se queda petrificado. De seguro que desde arriba ha descubierto mi escote, con los dos botones abiertos. Me imagino que tiene una visión magnífica de mis firmes y grandes senos contenidos en el sujetador negro. Yo me hago la desentendida y comienzo a hablar desde donde estoy, mirando de reojo a mi joven vecino.
—¿Seguro que quieres ayudarme con la habitación? —pregunto a mi vecinito.
—Sí, señora —logra responder.
El pobre muchacho no sabe qué hacer con sus ojos, dónde mirar.
—¿Y no tendrás problemas con tus estudios o con tus padres? —le interrogo, muy seria.
—No tendré problemas —contesta.
Juan logra sostener mi mirada. Yo deshago el nudo de su zapatilla, fingiendo que no me ha quedado como quiero. Comienzo a atar de nuevo esa zapatilla.
—¿Estás seguro que no tendrás problemas? —le vuelvo a preguntar, alargando mi postura y probando el control de mi vecino—. No quiero que tengas problemas, ni con tus padres ni con tu novia.
—No tengo novia —responde rápidamente Juan de Dios, mirándome a los ojos y luego hacia el escote.
Por un momento se le nota el deseo, lo puedo oler casi. No obstante, Juan de Dios retoma pronto su postura de cordero sumiso, pero está más nervioso. Trata de no mirar hacia abajo, que yo no le descubra mirando mis senos o mi sujetador negro. Pero los ojos se escapan a su control y vuelve a espiar donde no debe. Estoy segura que el muchacho está disfrutando lo que ve.
— Muy bien. Será un trabajo delicado. Hay objetos muy importantes para mí y cosas de trabajo que no debes mirar —le advertí a Juan de Dios—. Si llegas a estropear algo o te pillo mirando donde no debes…
Dejo la frase en el aire y Juan desvía la mirada hacia un lado. Casi suelto una risa, pero me controlo. Es tan fácil jugar con aquel muchacho. Me pregunto qué podría hacer con él o cómo me podría ser útil. Aún no lo sé. Pero se me ocurren muchas ideas. Todavía arrodillada, termino de atar con un fuerte tirón el calzado deportivo. El chico da un saltito al sentir la repentina presón del cordón sobre su largo piel.
—Dame ahora tu otra zapatilla —ordené.
Obediente como siempre, el chico hace lo que le pido. No le salía la voz. Yo le miré seria y luego empecé a atar su otra zapatilla. Sólo entonces noté que mi nueva postura, con mi espalda más recta, hace que su entrepierna quede a centímetros de mi rostro.
— Deberás tener mucho cuidado —repetí. Similando que la situación es muy normal.
— Tendré cuidado. Se lo prometo, señora Ana.
—Mucho cuidado —repito.
—Sí, señora. Lo sé.
Le miré a los ojos y en el camino doy un fugaz vistazo del pantalón corto negro y a la forma que se adivinaba en su entrepierna. Bajo la vista y de nuevo no puedo aguantarme. Elevo la mirada, como si hubiera olvidado decirle algo importante, y mientras lo hago olfeteo el aire para sentir el olor del muchacho.
—No debes descuidar tus estudios —le advierto.
—No lo haré.
—Y no quiero problemas con tus padres, Juan de Dios —advertí también, y luego le pido algo más conveniente—. Sería mejor que no supieran nada tus padres ¿entiendes? Tal vez no te den permiso.
—Lo entiendo, no les diré —dijo Juan de Dios, con la voz más firme.
—¿Y que les dirás? —pregunto—. Ellos querrán saber donde estás.
—Me inventaré un taller en el colegio, o les diré que estoy con algún amigo.
Me gustaban sus respuestas rápidas y bien pensadas. Até bien su verde zapatilla de lona y levanté la mirada, lentamente. Examiné las largas piernas de muchacho, casi sin vello; luego el pantalón corto, la camiseta celeste; mi mirada le completo, hasta los ojos verdes y febriles del flaco muchacho. Juan de Dios me enfrentó con algo que parecía entre temor y fervor.
—Muy bien, Juan de Dios.
Me puse de pie, junto al joven estudiante más cerca de lo prudente. Yo era más alta que él, bastante más gracias a los tacos altos. Le ofrecí la mano y Juan de Dios la estrechó pronto.
—Parece que tenemos un trato —dije—. Te dejaré ser mi ayudante. Ahora, sígueme. Vamos al taller.
Salimos de la cocina. Mientras caminamos por los pasillos, yo por delante, sentí la mirada de Juan de Dios sobre mi cuerpo. Estoy cien por ciento segura que me deseaba y eso me hacía feliz en ese momento. Me encanta sentirme deseada. Eso me hará mejor amante con mi esposo. Eso me digo. Es por eso que hago esto, por ningún otro motivo.
Al pasar de un pasillo de la casa a otro, espío a mi joven ayudante en los espejos y en los reflejos de las puertas de vidrio. El muchacho no deja de mirar mi trasero mientras avanzamos, primero por el amplio e iluminado pasillo, luego en la escalera que da al segundo piso. No recrimino a mi atrevido vecino. De hecho estimulo su voyerismo al empezar a mover mis caderas de forma cadenciosa. Camino con sensualidad, pero sin ser vulgar. Quiero que mi culo redondo y de formas deseables lo vuelva loco.
Al llegar al taller, Juan de Dios está sudando. Me detengo en la entrada y saco mi llavero. El joven está azorado, el rostro rojizo.
—¿Tienes calor? —le pregunto.
—Un poco —responde.
Abro mi cartera y tomo un pañuelo de papel. Estudiadamente y con recato le limpio la frente del sudor. Luego le paso el pañuelo para que lo guarde en su bolsillo. Incluso sin decir una palabra el joven hace lo que le pido. Me siento complacida.
—Estamos en verano y va a hacer calor mientras me ayudas —le digo—. Podemos tomarnos descansos durante el trabajo; hay agua o jugo en la cocina, puedes tomar durante el tiempo que estés aquí. Y bueno, si traes un traje de baño puedes usar un rato la piscina.
Juan de Dios asiente, como pensando en lo dicho. Incluso yo me sorprendo de mi último ofrecimiento. ¿Por qué lo había invitado a usar la piscina? No lo sé. Fue algo que se me ocurrió de improviso, pero ¿Por qué razón? No quise pensar demasiado en el asunto, no en mitad del pasillo. No quise contradecirme ni deshacer lo dicho. Otro día le diría a Juan de Dios que había sido un malentendido y que no podía hacerlo. Pero no ahora. No quería romper la ilusión de mi joven ayudante.
Abrí la puerta e invité a Juan de Dios a pasar al taller. A pesar de dos grandes tragaluces, prendí las cuatro lámparas de techo para dar más luz. Casi no había lugar para moverse. Varias docenas de cajas apiladas ocupaban casi todo el lugar. Eran cosas de trabajo, cajones con ropa vieja y estantes con libros. Además, había esculturas en el piso, algunas de un metro de alto. También contra las paredes estaba apiladas las pinturas, algunas envueltas y otras a la vista. Sobre dos mesas estaba todo mi equipo de pintura, incluido el delantal manchado. En un par de estantes había más libros y sobre un sofá pequeño unos viejo abrigos. Una puerta al otro lado de la habitación daba al almacén pequeño, donde estaba la caja fuerte, donde yo ocultaba mis secretos.
Entramos. Como dije había poco espacio, estrechos pasillos donde nos podíamos desplazar. Juan de Dios se movía detrás de mí, muy cerca. A veces, yo me detenía y el muchacho pegaba un salto hacia atrás para no estrellarse conmigo. Era tan gracioso, pero no me reí. Me mantuve seria, como se esperaba de una mujer casada y decente.
— Este es el hogar del caos —bromeé—. Debemos organizar los contenidos de las cajas, para ver que irá a la basura y que reorganizamos. Además, habrá que mover a alguna parte las esculturas y las pinturas, no todas pueden quedar aquí. Creo que la mayoría de los libros los conservaré, pero de todas maneras habrá que echar una mirada. Y después tendrás que limpiar hasta que quede todo muy limpio. Yo te supervisaré tanto como pueda.
Juan de Dios no dijo nada, sólo asintió.
— Por supuesto te pagaré algo de dinero —aseguré—. Especialmente si haces un buen trabajo.
— Lo haré bien, señora Ana —dijo el muchacho.
— ¿Cuándo te vas de la ciudad? —le pregunté.
Juan de Dios se mudaría pronto a otra ciudad. Era una de las razones por las que había iniciado ese juego. Era muy conveniente. El chico se iría pronto y ya no habría evidencias de aquel juego con Juan de Dios. Muy pronto no habría razones para preocuparme. Mi matrimonio estaría a salvo.
— No me marcho todavía. Aún tengo suficiente tiempo —respondió el muchacho.
A pesar de ahondar un poco en el asunto, Juan no sabía muy bien la fecha en que sus padres habían planeado la mudanza. Incluso le noté algo triste, con el rostro abatido. Me sentí algo responsable de su estado y con una mano le tomé del mentón para que levantara la vista y me mirara. Sin pensar, le acaricié el cabello un instante.
—No te pongas triste —le pedí—. Seguro que el cambio será bueno.
Bajo mi influjo el muchacho recobró parte de su fortaleza y al notar mi caricia en su pelo, cerca de su oreja izquierda, se le escapó de pronto una sonrisa. De inmediato, dejé de acariciarle y el se dió cuenta que su sonrisa había roto el hechizo entre los dos. Alejándome un poco del muchacho, me pregunté en qué estaba pensando. No podía tocarlo o acariciarlo. Ni siquiera para consolarlo. No podía tocar o dejarme tocar por nadie, excepto por mi marido. Me di la vuelta y noté que mi escoté era, tal vez, demasiado generoso. Abroché un botón. Sin embargo todavía dejé algo para alegrar la vista al chico.
Recorrimos un poco más el taller, mostrándole alguno de mis cuadros y señalándole cual era la idea de algunos cambios. Durante el corto recorrido, el muchacho estuvo luchando por no chocar conmigo cada vez que yo me detenía repentinamente. Debo decir que siempre tuvo éxito.
Al salir del taller, de nuevo al pasillo, cerré la puerta. Le indiqué un baño y le dije que se fuera a lavar las manos. En el taller había demasiado polvo.
— Yo me lavaré en mi habitación y me pondré otra ropa —confesé—. Pronto llegará Tomás.
Vi una sombra en su mirada cuando mencioné a mi marido. Pero lo dejé ahí. Yo no estaba ahí para contener a ovejas heridas. Fui a mi habitación y elegí que me iba a poner. Quería algo cómodo y sexy. Algo que le gustara a mi esposo. Habíamos vuelto esas semanas a follar muy bien. Y con bastante frecuencia debo decir. Lo único que me ponía mal era el uso continuo del condón por parte de mi marido. Pero ya se le pasaría esa tontería. Y Tomás me follaría como Dios manda.
Moví un espejo de cuerpo afuera de walk in closet y me quedé frente al reflejo. El cabello del color del trigo caí hacia mi esbelta espalda y sobre mis delicados hombros. Giré para notar los efectos de la mejor alimentación y el ejercicio en el nuevo gimnasio. Mis glúteos y mis piernas estaban como yo quería. Nada de estrías y todo en su lugar. Sonreí.
Luego rebusqué mi vestimenta en el amplio walk in closet. Finalmente elegí un vestido de color blanco, de tela elástica y mangas largas. Realmente muy cómodo. Además, de unas sandalias bajas. Iba a sacarme el sostén, pero me detuve al notar una sombra extraña en la base de puerta abierta. Mi cerebro pronto dio forma al hallazgo. Disimulé mi temor primero y mi sorpresa después. La sombra en la puerta no era una araña o un roedor, sino otro insecto: era Juan de Dios.
En una esquina inferior, oculto, estaba Juan de Dios espiándome. Estaba en el piso, cuan largo, acechándome en ropa interior. Sin duda, a pesar de su incómoda postura, me espiaba hacía un buen rato. Ciertamente me había visto en ropa interior. Así como estaba ahora podía ver mis glúteos casi en su totalidad, pues mi tanga blanca era pequeñísima. Además, mi sostén de copa negro realzaba en demasía mis grandes senos. Qué vergüenza.
Estuve a punto de estallar en cólera y echarlo de mi casa. Pero no sé cómo me aguanté la rabia. En cambio a lo normal, a lo que hubiera hecho la mayoría de las mujeres, me mantuve paralizada frente al espejo y así le dejé echar una última mirada. Después respiré profundo varias veces y con pasos largos y estudiados me metí con el vestido que me iba a colocar ropa al baño de la habitación matrimonial. Sintiendome en ese lugar protegida del voyerista vecino, decidí quedarme ahí hasta recobrarme de la sorpresa.
Aquel muchacho debía aprender su lugar y a obedecer, pensé. Tendría que ser muy fría con él. No sería sólo una prueba para él, sino también para mí. Una examen de dominio. Cerré la puerta con cerrojo y no me vestí de inmediato. Estuve un buen rato mirandome al espejo, pensaba. Sin querer, me bajé la tanga y empecé a masturbarme. No supe como llegué tan rápido a ese estado. En un momento estaba cabreada y al siguiente estaba excitada. Había pasado de un instante a otro. Me miraba al espejo la cara, la boca de labios carnosos abierta y la lengua asomando, como esperando el beso de un amante invisible. Mis manos acariciaban mi propia carne. Qué rico se sentían mis dedos en mi clítoris, subiendo y bajando por mis labios vaginales. Poco a poco me permití ese momento, sumergida cada vez más en aquella marejada. Era como dejarse llevar por las olas a un lugar de puro placer.
Mi sexo se humedeció pronto, mis dedos estaban empapados de mis flujos. Mi sujetador cayó, no sé cuándo, y mis pezones rozados y pequeños quedaron al aire, duros, apuntando hacia arriba. Con una mano amasé una mama y la otra, pellizqué un pezón, tirándolo hacia adelante hasta sentir un ligero dolor. Luego volví a la caricia suave y apreté, probando la fortaleza de mi carne. A su vez, la mano a cargo de mi coño estaba bien ocupada, iba y venía, y luego entraba en aquella gruta mojada. Me miré al espejo del extenso del baño y vi ese brillo tan mío en mis ojos turquesas. Me vendría bien un consolador, pensé. Pero no tenía ningún aparato cerca. Por lo tanto me ayudé con mis dedos más largos, dos o tres a la vez.
En el baño encerrada y en medio de aquel estado, mis reflexiones desfilaban en dos vertientes: primero, qué podía hacer con el travieso Juan de Dios, y al mismo tiempo pensaba en Tomás, en qué me gustaría hacer con mi esposo esa noche. Al chico había que enseñarle obediencia y a mi esposo le pediría que me coma el coño, que me penetre. A Juan de Dios debería enseñarle respeto. A Tomás le suplicaría que me folle sin condón y que acabe en mi coño.
Mientras me lamía los dos dedos que habían penetrado mi concha y saboreaba mis propios flujos, planeaba la forma de adoctrinar a esos machos tan diferentes. Les juro que en ningún momento mis reflexiones se confundieron o se mezclaron. Uno era mi vecino y el otro mi esposo. Cuando tuve mi orgasmo, con un dedo índice metido bien adentro de mi concha, estoy segura que estaba pensando en Tomás. Mi amado esposo era la causa de todo ese orgasmo, de todo ese placer. Juro que no pensaba en Juan de Dios. Juro que fue así y que a pesar de todo soy una buena esposa.