Ana, la buena esposa (5)
El precario intento de una joven y sensual esposa de mantener intachable su matrimonio. La batalla por conservar su castidad es cruenta y de consecuencias insospechadas para ella.
Ana, la buena esposa (5)
1
Esa mañana de lunes, muy temprano, me concentro en esforzarme y sudar mucho en el gimnasio. Una de las instructoras, una muchacha rubia de músculos como correas, sigue mi entrenamiento de cerca; a unos metros la otra profesora atienda a otras dos alumnas. Recién empieza a salir el sol sobre la ciudad y el gimnasio está casi vacío y disfrutamos las instalaciones para nosotras tres.
Voy de máquina en máquina, trabajando mi cuerpo para mantenerme en forma y conservar mi cuerpo tal como yo deseo: bello, saludable y deseable. Me esfuerzo en cada estación hasta llegar al aparato que ejercita los aductores y abductores de las piernas. Primero trabajo con la resistencia hacia adentro, luego hacia afuera. He puesto bastante peso y tengo que esforzarme para lograr abrir mis piernas. Es su tiempo veía este ejercicio, la forma en que uno abre mucho las piernas estando sentada, un poco vergonzoso. Todavía lo pienso. Sin embargo, comprendo que es útil para mis seductores muslos y me enfoco en no claudicar, a pesar de la resistencia de los cuarenta y cinco kilos que se opone a mis movimientos.
Voy recién al inicio de la segunda serie (son tres series de veinte) cuando noto los ojos de mi instructora en mi entrepierna. Mira mi ajustada calza de lycra. Es de color turquesa, con diseños triangulares en tonos más oscuros. La prenda se amolda a mis curvas y a mis músculos; mis piernas largas y mi culo se exhiben muy bien en la ajustadísima calza. Pero no es el diseño lo que observa mi entrenadora, sino otra cosa. Al espiar a la espía, entre el repetitivo abrir y cerrar de mis piernas, noto que la rubia entrenadora sigue constantemente mis movimientos. Tal vez sólo está pendiente de mi rutina, para que no me lesione.
Dejo de preocuparme y continúo concentrada en mi ejercicio, pero al completar esa serie descubro una intensa mirada. Ahora, la instructora mira disimuladamente mi escote. Hace ya un buen rato me saqué la chaqueta y ahora visto sólo un sostén deportivo de color negro. El sujetador es una prenda de uso normal en los gimnasios, hay un montón de mujeres que los utilizan de esta forma, sin llevar una camiseta. Sin embargo, parece que la instructora nunca ha visto un sostén deportivo. Noto que su mirada intenta poseer el espacio superior de la prende, el lugar que esconde mis tetas; es como si quisiera tocarme con la mirada, fijando la vista en la porción de carne redonda y tentadora que asoma en el sostén deportivo. Hay un brillo febril en su mirada y reconozco los signos del deseo. Por un segundo me siento incomoda, pero justo después, esa fuerza oscura en mi ser empieza a sentirse a gusto. Es la maldita excitación y un deseo insano de exhibirme y sentirme deseada. Me echo hacia atrás, apoyando la espalda en el respaldo del asiento de la máquina: sacando pecho. Coloco los brazos en las barandas del aparato y abro bien mis piernas. Aguanto ahí unos segundos y miro de reojo a la instructora. Soy consciente de un fugaz vistazo de la mujer hacia mi entrepierna, luego otro vistazo a mis piernas. Repasa todo mi cuerpo, yendo de abajo hacia arriba.
Y me doy cuenta que la instructora pronto espiará mis senos otra vez, y mi mente es una torbellino que empieza a controlar mis acciones y ya no sé lo que haré. Entonces hago dos cosas: uno, cierro lentamente mis piernas; y dos, inclino mi cuerpo hacia adelante, alejándome del respaldo. La inclinación de mi espalda y el ángulo le permitirá a la instructora la mejor vista de mis tetas. Segura le gustará lo que le muestro.
Durante el resto del ejercicio, repito aquel estudiado acto de exhibicionismo un par de veces. Luego voy al siguiente ejercicio, consciente de mi poder de seducción y de la constante mirada de la rubia. Al final de la sesión, le doy las gracias y me despido. Ha llegado otras tres mujeres y ella se debe quedar ahí, gracias a Dios. Yo me voy a la ducha y libero la tensión bajo el chorro de agua caliento. Después me visto y me voy a trabajar. Ha sido una sesión de gimnasio singular: divertida y estimulante.
2
A media tarde, Jorge Larraín me llama a su oficina y de inmediato mi cuerpo se pone tenso. Me levanto y me quedo parada medio minuto pensando en cómo evadir la reunión. Pero es imposible. Jorge es mi jefe directo y, muy a pesar, le debo mi oficina y mi puesto. Además, puede que esta vez me llame por algo serio.
Me miro en el espejo. Utilizo ese día un vestido azul oscuro, sin mangas, por sobre la rodilla. La prenda se abotona por el frente, desde arriba hasta abajo. Complementa muy bien al vestido un collar de perlas, un brazalete de plata y unos elegantes zapatos negros de tacón. Todo muy propio de una oficina. No hay demasiado a la vista, pero se insinúan mi seductora voluptuosidad. Quizás lo que destaca más de la cuenta es la forma de mis glúteos. Pero espero que no demasiado. Es tal como debería ser, pues no podría ser menos. Al fin y al cabo necesito sentirme elegante y sexy a la vez.
Después de revisar mi maquillaje llamo a Julieta, la becaria que tengo a mi cargo, y le ordeno que retire las copias de unas minutas que he dejado copiando.
—Estaré en la oficina de Jorge —le informo a la pelirroja universitaria—. Llévamelas ahí, por favor. Necesito las copias, interrúmpenos si es necesario.
—Muy bien, Ana —responde la diligente veinteañera y se retira.
Julieta se marcha y yo quedo tranquila. La llegada de Julieta a la oficina de Jorge evitará que ocurra algo indeseado y será una buena excusa para dejar la oficina de mi jefe antes de tiempo. Es una medida de precaución.
Con casi todo controlado, atravieso la oficina con la vista al frente, evitando las miradas. Hay mucha envidia por mi posición en la oficina. Muchos creen que he escalado demasiado rápido y sé que hay rumores que he tomado algunos atajos. Ignoro a mis compañeros y también mis propias recriminaciones. Me presento ante la secretaria de Jorge, una muchacha bonita de cabellos castaños y ojos pardos llamada María Luisa. En el pasado, me saltaba a María Luisa, con la cual he entablado cierta amistad, y entraba sin presentaciones a la oficina. Pero ahora es diferente. La relación con mi jefe ha cambiado.
—Adelante, Ana —dice María Luisa, y luego me advierte en un susurro—. Parece que está de mal humor.
Tomo un respiro y entro a la oficina de mi superior. Adentro me sorprende no encontrar a Jorge solo, sino acompañado. Un hombre de traje gris y corbata azul está sentado en el sofá, leyendo unos papeles y bebiendo café. Al otro lado del escritorio, Jorge con su rostro cuadrado y su enorme cuerpo de oso, parece retraído. Levanta la vista al verme y sonríe con afabilidad.
—Buenas tardes, Ana —me saluda mi jefe—. Qué bueno que estás aquí.
Me extraña su comportamiento. Últimamente, desde que terminé nuestra relación, ha sido bastante duro en su trato. A veces trata de tocarme o me habla con vulgaridades; otras veces, en cambio, luce desesperado por mi venia y mi perdón. Pero siempre Jorge parece fuera de sí cuando estamos solos. En cambia ahora, en presencia del desconocido, se comporta como un hombre controlado.
—Buenas tardes, Jorge —le saludo, precavida—. Me dijeron que me necesitabas.
—Así es. Primero, quiero presentarte a Aldo Kotto. Es un cliente de la firma y un buen amigo —me presenta a su acompañante—. Aldo esta es una de nuestras abogadas: Ana Bauman.
El hombre ha dejado de leer y se levanta. Viste un moderno terno de color gris y una elegante camisa blanca sin corbata. Noto que sus movimientos son elegantes y estudiados. Me acerco a darle la mano. Al examinar su rostro descubro rasgos simétricos y agradables, pero también algo en la mirada. No saludamos muy brevemente, pues Jorge reclama mi atención.
—Muy bien, Ana —dice Jorge—. Quiero que corrijas estos contratos.
—¿Más contratos? —pregunto, tratando de controlar la voz. En el fondo de mi ser estoy muy irritada.
—Sí, más contratos —responde mi jefe—. Es un trabajo que todos hacemos. Para eso te contratamos ¿no?
Sonrío forzadamente y recibo el pesado grupo de carpetas. Últimamente Jorge no hace más que ponerme a corregir y revisar contratos. El imbécil cree que no noto que me sobrecarga con trabajo. Como si ese método pudiera conseguir que vuelva a sus brazos. Pero no volveré a acostarme con él. Imposible. Por suerte he contratado a Julieta a tiempo parcial. Gracias a ella y a mi propio esfuerzo no tengo que recurrir ni a Jorge ni a la cocaína.
—Muy bien —digo con voz displicente—. ¿Cuándo deben estar corregidos estos contratos?
—Pasado mañana.
No maldigo ni recrimino de inmediato porque está el cliente a un lado. Noto que Aldo Kotto no ha dejado de observar nuestra interacción. Lo ignoro, pero mantengo su presencia en una esquina de conciencia. Necesito mantener la calma y no dejar los buenos modos. Respiro profundo y con voz tranquila hago mis descargos:
—Jorge, no creo tener el tiempo suficiente para examinar estos contratos. Hoy tengo la reunión con el directorio de Klaus & Hott toda la tarde, y mañana tengo que acompañar a Marcos y Sandra a la revisión del contrato de la minera Escondida. La Tercera Licitación es importante para todo el estudio. Necesito dedicarle tiempo. Estos contratos pueden esperar ¿No los puede hacer alguien más? Por favor.
Odio suplicarle a mi jefe. Pero lo hago.
—En realidad estas carpetas no pueden esperar. Y no, no hay alguien más que pueda hacerlo. Además, yo confió en ti más que en nadie —dice Jorge, con soberbia—. Y debes comprender, Ana, estos contratos son de clientes tan importantes como los que has mencionados. Tu participación en el proceso te servirá de experiencia y ayudará en tu desarrollo profesional.
Jorge finge ser un buen jefe y mentor, pero yo sabía que todo es pura actuación. Maldito, pensé. Quedamos en silencio un instante. El aire estaba denso, pesado. Siento deseos de arrojarle los contratos en la cara. Él debe darse cuenta a pesar de mi aparente tranquilidad. Sabe que si no estuviera Aldo Kotto en la habitación yo le diría las cosas de frente. Y no sería amable. Ni un poco. Entonces, Jorge se levanta y cambia la expresión de su rostro.
—Mira, Ana, hagamos un trato —dice de pronto mi jefe, como si recién se le hubiera ocurrido una solución—. Acompáñanos mañana, a Aldo y a mí, a almorzar y te liberé de los contratos por unos días. Tal vez busque a otra persona para que los revise, si es que la encuentro.
Ahora, me doy cuenta que lo de los contratos ha sido sólo una estratagema para dejarme entre la espada y la pared. Miro un instante a Aldo Kotto. Acaso se ha coludido con mi jefe para esto. Quiere que nos quedemos sola, mi jefe y yo, en el almuerzo. A pesar de poder liberarme de los malditos contratos, voy a negarme de forma rotunda a su propuesta. Pero en ese momento tocan la puerta. Es María Luisa, la secretaria.
—Disculpe, don Jorge —dice la mujer—. La señorita Julieta busca la señora Ana.
Jorge toma solo un segundo en contestar.
—Hazla pasar —dice mi jefe—. Y tú también quédate un momento, María Luisa.
Julieta pasa a la oficina con timidez. Es solo una becaria y está un poco nerviosa de estar ahí, frente al gran jefe. Pobre chica, no sabe que Jorge no es más que un tonto con mucho poder, como un montón de hombres.
—Aquí tiene las minutas, señora Ana —dice Julieta, pasándome media docena de carpetas.
Entonces, Jorge hace algo que me sorprende.
—María Luisa, Julieta —Jorge llama la atención de las dos mujeres que han entrado a la oficina—.Quedan ustedes invitadas mañana a almorzar con el señor Aldo y conmigo. Iremos a un restorán muy elegante ¿Les apetece?
Julieta me mira a mí. Es como si esperara mi venia o mi presencia, no lo sé.
—María Luisa, ¿Le gustaría ir? —pregunta Jorge a la secretaria—. Es algo informal. Mi amigo Aldo quiere saber de la ciudad y su gente para unos negocios y yo no he sido capaz de darle una dimensión completa del asunto. Tal vez ustedes me puedan ayudar.
—Sí, señor; me gustaría ir y ayudar al señor Aldo —responde la secretaria, sin dudar demasiado.
—Por supuesto, Ana también ha sido invitada —agrega mi jefe—. Aceptarás la invitación, Ana ¿cierto?
No sé qué hacer o decir. Me preguntó si será una trampa. Pero con Julieta y María Luisa a mi lado estaría segura. Sólo sería asunto de no separarme de ellas.
—Iré —respondí tras una vacilación.
—Entonces, yo también voy —responde Julieta, casi inmediatamente.
Nos despedimos de mi jefe y de Aldo Kotto que nos observa de forma extraña. Me da la impresión de un ganadero que inspecciona el ganado.
No por primera vez maldigo a Jorge y a mi trabajo. Empiezo a odiar a mi jefe y sus tretas. Y pensar que sólo hace un año o menos pensaba que estaba enamorada de Jorge, mi jefe. Aunque quizás enamorada en mucho decir. Más bien estaba encaprichada con lo que Jorge me daba. No sé cómo me enredé tanto con ese tipo.
A pesar de todo, no puedo evitar que una parte recuerda lo bien que lo pasé con Jorge en el pasado. Las fiestas, la risa y los divertidos enredos. También los viajes, las travesuras y toda esa excitación. Espanto con esfuerzo aquellas memorias de libertinaje. Es hora de volver a concentrarme en el trabajo y luego ir a casa.
Al llegar a mi propia oficina me cuesta volver a lo que estaba haciendo antes de la llamada de mi jefe. Una parte de mi está caldeada.
3
En aquel día tan estresante, para colmo, al volver a casa está don Esteban en la entrada de la urbanización. Sonríe al ver mi automóvil aproximarse al portal cerrado. Su nariz aguileña y su mirada de perro callejero me dan la sensación de enfrentarme a una bestia inmunda. No está solo, le acompaña Anacleto, uno de los viejos jardineros que se ocupan de los parques del lujoso condominio. En la garita se escucha un partido de fútbol en un pequeño televisor. Don Anacleto no desvía ni un poco la mirada de la pantalla, en cambio don Esteban me observa con toda su atención.
—Buen día —saludo—. Me abre el portón, por favor.
—Buenos días, señora Ana —saluda don Esteban, echando una mirada a su abstraído compañero—. Aquí mi amigo ve a su equipo favorito luchar por salvarse del descenso. Van veintidós minutos del primer tiempo y los equipos están empatados.
El viejo Anacleto levanta la mano a modo de saludo, pero su concentración es absoluta. No deja de mirar la pantalla e incluso sube el volumen del televisor. Pero a mí no me importa ni un poco lo que hagan esos dos miserables hombres. Sólo quiero llegar a casa.
—Como ve, es un verdadero fanático —dice don Esteban, echándose la camisa azul dentro del pantalón negro y arreglándose la ropa.
—Me puede abrir el portón, don Esteban —repito, con más vehemencia.
—Tenemos un trato, señora Ana —afirma el vigilante—. ¿Se acuerda?
Mierda. El trato. A cambio de que don Esteban no revele a mi esposo lo que sabe de mis aventuras extramaritales, yo debo mostrarle mis piernas cada vez que él esté en la portería. Sólo así me abrirá la reja. Es un trato estúpido, peligroso. Más que un trato es un chantaje. Hijo de puta.
—Pero está mirando un partido, acompañado —le hago notar a don Esteban.
—No se preocupe —dice el portero, muy confiado—. Sólo tiene ojos y oídos para su equipo de fútbol.
Incluso cuando se habla de él, don Anacleto no es consciente de nada más que de la televisión. Yo dudo. Es una tontería empezar a levantar el vestido, además es a la rodilla y tendrían que levantarme del asiento y hacer movimientos demasiado notorios. Sin embargo, algo ocurre en mí interior. Es algo que pasa en segundos, una idea y una sensación. Es la posibilidad de algo excitante, una zona oscura en mi cerebro vislumbra en un futuro cercano la posibilidad de hacer una locura y sentir un poco de placer. Me lo merezco después de un día tan estresante, después de soportar las tretas de mi jefe. Pero no debo. Todavía hay un freno en mí.
—Bueno, doña Ana. Bonito vestido. Un azul muy bonito y esos botones tan elegantes —escucho decir a don Esteban—. Quizás tenga calor, ha sido un verano muy caluroso.
¿Qué es lo que quiere decir?, me pregunto. Me siento nerviosa, no sé por qué. Sentada en el puesto de conductor de mi BMW, miro hacia adelante, luego a los lados y después por el retrovisor. Nadie cerca que pueda salvarme de aquel maldito portera. Estamos los tres solos y el viejo Anacleto está hipnotizado con su partido de fútbol. Abro del todo el vidrio de mi ventana y observo al vigilante.
—Esto es una locura, don Esteban. Ábrame la puerta —pido, casi en una súplica.
—Sabe, doña Ana, como usted me pidió, borré muchas de las cintas de seguridad que la incriminaban —aseguró don Esteban, bajando la voz—. Pero no todas. Aún quedan algunas en mi posesión. No quiero tener que usarlas, o que su esposo las recibiera.
—Hijo de… —casi levanto la voz.
El chantaje es flagrante. Miró a don Esteban, luego a su compañero y de nuevo a Esteban. No sé si sea cierto que tiene esas cintas. No lo puedo saber y no parece haber nada que pueda hacer por ahora. Estoy atrapada.
—¿Quizás quiera desabotonar ahora su vestido? —dice el portero.
Con cuidado, pendiente de don Anacleto, desabotono los botones de abajo para mostrarle las piernas. Incluso subo un poco el vestido para que todo sea más rápido. En mi interior, luchan la rabia e impresiones cálidas que recorren mi cuerpo. Mi vientre es un nudo de sensaciones. He abierto y desabotonado lo suficiente el vestido para mostrar la mayoría de mis muslos, más sería denigrarme.
—Ahora, arriba —dice don Esteban.
—¿Arriba? —pregunto, sin entender.
—Los botones de arriba —repite el portero—. Quiero verle el sujetador, las tetas.
Abro bien los ojos sin querer y observo a don Anacleto. El viejo jardinero no se ha dado cuenta de nada, por suerte. Trato de darle entender a Esteban, con mis gestos y mi mirada, que lo que pide es imposible. Pero la expresión del vigilante es que no se rendirá en su empeño.
Observo las calles, busco la presencia de alguien. Pero no se ve a nadie. Es una urbanización demasiado alejada del centro de la ciudad y con acceso exclusivo. Además, no hay más de una treintena de casas en el condominio, mucho menos que en la mayoría de los edificios de la ciudad. El flujo en el portal debe ser escaso, o al menos a esa hora.
—Vamos, Ana, Hazlo —escucho decir a don Esteban—. No es como si no hubiéramos hecho esto en el pasado.
Sus palabras desatan el nudo que tengo en mi vientre, dándome una seguridad que no tenía hace un momento. Pero en lugar de hacer lo correcto, de mandar al diablo a aquel portero maldito y hacer respetar mi dignidad y mi matrimonio, lo que hago es muy diferente.
Me desabotono el primer botón de mi escote y luego otro. Con aquello dejo bien a la vista la piel de mis grandes senos. Veo a don Esteban sonreír y a don Anacleto inclinarse sobre la pantalla aún más. Eso me da espacio para abrir otro botón y con una mano echar la tela azul de mi vestido a un lado. Dejo a la vista un sujetador de copa negro, marca Vitoria’s Secret.
—Listo —pregunto en susurros—. Espero este feliz.
—No hasta que me muestres si lo de abajo es a juego —dice don Esteban, refiriéndose a mi calzón.
—Hijo de puta —le suelto al vigilante, con ceño fruncido en señal de molestia.
Pero en el fondo no estoy tan molesta como parezco. Es un hecho que me empiezo a sentir excitada. Me tiene caliente la situación, con ese portero miserable chantajeándome de esa forma y con su amigo al lado, pudiendo descubrirme en cualquier momento. No sé por qué me siento provocada por aquel maldito juego. Pero me gusta hacerlo, lo sé. Quiero exhibirme al viejo, mostrarme ante don Esteban. Y de inmediato desabotono el resto de los botones y quedo en ropa interior. Estoy a la vista de don Esteban, con el calzón de Victoria´s Secret descubierto. Es negro de cintura alta y cubre bien mi pelvis, subiendo la tela incluso a mi cintura, pero dejando a la vista mi plano vientre y mi redondo ombligo. La parte cuerda de mi cerebro agradecía que el calzón cubriera tanta piel. Aún así, estaba exhibiendo mucho más de lo que debía: mis largas piernas, mi abdomen, mis senos en el sujetador. Era una locura. Pero en lugar de pensar en volver a abotonarme el vestido, continuo exhibiendo. Mi rostro estaba muy serio, incluso mostrando molestia. Pese a eso, sé muy bien que mi cuerpo me pedía más. Sólo deseaba llegar a casa y masturbarme. Pero el portón estaba cerrado.
Miré a don Anacleto, cada vez más inclinado sobre el televisor, luego a don Esteban.
—¿Está contento, don Esteban? —le pregunté.
Sabía la respuesta. En mi bello rostro y mi sensual cuerpo tengo una confianza casi absoluta. Y sin embargo, el rostro perruno del vigilante mostró dudas. Entonces, dio un paso adelante y yo, en un acto reflejo, cerré hasta la mitad la ventana. Pese a mis temores, don Esteban no avanzó más y el portón empezó a abrirse.
—Nunca nadie está contento del todo, Ana —dijo el portero—. Ni tú ni yo podemos estar satisfechos con solo esto.
El portón ya se abría casi del todo.
— Nos vemos pronto, gatita ejecutiva —se despidió el vulgar portero—. El próximo martes, a esta misma hora, me toca turno en portería de nuevo. Es el partido de vuelta del equipo de Anacleto. Por favor, vístase apropiadamente para su servidor.
Sin abotonarme el vestido y con el corazón saltando en mi pecho, puse en marcha el auto. Sentía una rabia enorme, un deseo de gritar y abofetear a don Esteban, de arañarlo y morderlo incluso. Pero también un enorme deseo. Quería enterrar mis dedos en mi sexo, penetrar profundamente mi concha. Deseaba con desesperación acariciar mis tetas y pellizcar mis pezones. Sí, eso quería. Y también deseaba una buena verga. Con esos pensamientos rondando mi mente, conduje el BMW a una velocidad prudente. Conduje con pensamientos oscuros en mi mente. Y no abotoné el vestido hasta estacionarme en mi casa.