Ana, la buena esposa (20)

Ana, demasiado hermosa y lujuriosa para su propio bien, se sumerge en retorcidas experiencia en busca de placer y poder. Ella cree que tiene el control y que podrá volver a ser la mujer fiel al retornar su esposo ¿Está jugando con fuego? ¿O tendrá la voluntad para ser una buena esposa otra vez?

Ana, la buena esposa (20)

1

Fue una noche caliente. Dormí desnuda y soñé. No estoy seguro si fueron pesadillas o sueños. Lo que sí sé es que la naturaleza onírica era sexual. Soñé con sexo y con hombres; soñé con mi esposo y con otros amantes. A pesar de eso, entre sueños lograba largos momentos de sueño profundo. Desperté sudorosa y descansada. Al despertar, estaba de tan buen ánimo que me fotografíe con la peluca negra y el lunar en mi seno, sin mostrar mi rostro. Subí las fotos a la cuenta de Alina, mi alter ego virtual, y disfruté de la reacción de mis seguidores.

Volví a ser Ana luego de aquella apresurada sesión. Me di una ducha rápida y me puse ropa deportiva (algo bastante sexy). Ordené mi ropa de trabajo, la eché a un bolso y partí muy temprano al gimnasio. Me machaqué entrenando bajo la mirada atenta de la rubia entrenadora de siempre. Por un momento sentí que coqueteábamos. Cosa rara. Pero no tenía tiempo para eso. Me di otra ducha, mucho más corta, y me vestí para trabajar. Había llego el día: era viernes.

2

Había llegado el día y el tiempo parecía transcurrir de forma extraña. Tenía pensamientos que me desconcentraban y sensaciones a flor de piel por todo mi cuerpo. Mientras trabajaba, el roce de la ropa (el sujetador de copa, el calzón de encaje, la camisa de seda y el pantalón de tela) me producían una constante caricia sobre cada centímetro de mi ser. Esto me tenía inquieta. Miraba el reloj de pulsera y el teléfono, esperando la hora de la verdad.

Aquel viernes trabajaría medio día. Gracias a la complicidad con Julio, mi jefe, me iría temprano. Necesitaba relajarme y preparar algunas cosas. Además, estaba bastante adelantada en mis tareas y ya casi había terminado parte de mi labor. Aquel relajo, sin embargo, me sumergía en mis pensamientos. El ocio no siempre es bueno. En aquel minuto me hubiera gustado tener algo que tuviera mi mente enfocada. Pero no era así.

Sorprendentemente, a pesar de que estaba al otro lado del mundo, en Houston, mi esposo p arecía más presente que nunca. No solo era la fotografía de Tomás en mi escritorio o el collar y la pulsera que me había regalado para navidad (y que había decidido usar aquel día). Su presencia se reforzaba por las repetidas llamadas ese día. Aquel agitado viernes, me había despertado una llamada de mi esposo. Luego a mitad de mañana ya tenía media docena de mensajes, todos textos muy amorosos. A la hora de almuerzo, me llamó otra vez. Me extrañaba todo aquel despliegue de atención justo ese día. Yo también le extrañaba. Pero no podía resultar más incómodo todo aquel despliegue de amor, todo aquel derroche de ternura. Mal que mal, yo le iba a ser infiel aquella noche.

Solo pensar en lo que pasaría me ponía los nervios de punta. Era una sensación extraña, una mezcla de culpa, arrepentimiento y nerviosismo. Sobre todo un montón de excitación. Mi mente y mi cuerpo eran un hervidero, un verdadero caldo de cultivo para las más contradictorias sensaciones. Un montón de dudas, de calentura y un gran deseo de consumar todo de una buena vez. Si, había en mi cuerpo un subidón de aquellos, todo producto de las circunstancias de aquel día y de las emociones. Mi vida se mecía en un mar de indecisión y resolución. Me sentía como un acróbata avanzando por la cuerda floja, con la firme intención de llegar al otro lado.

Me pregunté a mi misma, ¿Cómo podía mantener la mente fría? La respuesta se respondió con facilidad. Había que hacer lo que había que hacer, cada cosa a su vez: escribir a Julieta, manteniendo nuestra “nueva amistad” encendida; hablar con Jorge para afinar detalles y dejar claro nuestro acuerdo, todo mientras le ponía cachondo con maliciosas insinuaciones ; todo mientras, a la vez, calmaba las ansiedades de mi esposo (y mi propia angustia), mientras prometía a mi madre visitarla pronto, mientras contestaba llamadas de clientes, mientras después participaba de breves reuniones de planificación y terminaba otra maldita minuta; todo mientras subía una foto a mi instagram, mientras subía una inocente historia de mi café, mientras le daba un me gusta al galante mensaje de un desconocido ; todo aquello mientras también mantenía una conversación pícara con Juan de Dios, mi adolescente admirador, y a la vez intentaba decidir si era buena idea reunirme con el conserje que me estaba chantajeando. Todo para después, justo antes de irme, dejar de aguantar la calentura y escapar al baño del piso trece a masturbarme, alcanzando un orgasmo corto y paliativo.

Aquel viernes era una locura. Aquel maldito día se me hacía eterno y sin embargo tenía la firme voluntad de ir con la cabeza muy en alto. Me movía con completa seguridad. Tenía la valentía y el descaro de ir como si hubiera nacido para enfrentar aquellas batallas. Los hombres se daban vuelta al pasar. Sus miradas quedaban atrapadas por el aura alrededor de mi cabello largo, abundante y trigueño, por mi agraciado rostro, por mis ojos claros, por mis labios recién pintados (pintados para que ese día se notara lo voluptuosidad de mis morros, la promesa de placer de mi boca, de mis besos). Ese viernes notaba como mi cuerpo era una irresistible tentación: los ojos buscaban sin querer mis grandes y firmes senos, mi redondo y voluptuoso trasero. Sentía que mis admiradores crecían en número a mi paso e incluso al perderme de vista no dejarían de soñar con mis largas piernas. Advertí lo que producía no sólo en los hombres, también en las mujeres que se cruzaban en mi camino: lo noté en las sonrisas, en los halagos e incluso en el menosprecio de las envidiosas. En mi nube de perfección me sentía empoderada; como una diosa, como la hembra más hermosa del puto harem. Así me sentía. Estaba en la cima y era la dueña del mundo. Era la encarnación de belleza y poder.

Estaba en una ola, en movimiento y con un subidón. Pero toda aquella actitud no era tan natural y no se debía en su totalidad a mi propia entereza. Mucho tenía que ver con lo que había vuelto a consumir, a la cocaína. Iba montada en la ola. A media mañana había abierto el sobre que me había regalado mi jefe, un alijo muy bien provisto con cocaína y éxtasis. Suficiente para varias personas. Tomé una de las dos bolsitas con polvo blanco y repartí un poco sobre la mesa del escritorio. Con la ayuda de un dedo, probé un poco de coca en mi boca, como los narcos, como la gente que realmente sabe. Yo no tenía idea de lo que hacía. Si era de mala calidad esa coca podía tener hasta mierda de ave hecha polvo o algo peor, algo que iba a destruir mi mente y mi cuerpo. Ese era a veces el peligro real de las drogas. Pero yo no creí que fuera posible. Esperaba que Jorge, como siempre decía, hubiera comprado la mejor y más pura cocaína que se podía conseguir en todo el país. En mi boca sentí algo, no sólo el sabor, tal vez también un poco de adormecimiento. Como sea, al final terminé aspirando la cocaína. Lo necesitaba. De todos modos, me dije: “estas cosas no son para mí” “yo no soy una adicta” “este viernes será la última vez que me meta estas mierdas”.

Con aquella promesa en mente, me di cuenta que en aquella jornada me permitiría muchas transgresiones. Era la hora de gozar de la fiesta, del baile y lo que traía la noche. Cruzaría la línea marcada por la leal esposa, por la prudente Ana. Me divertiría un poco. Sería un poco puta y un poco desvergonzada. Luego volvería a ser otra vez yo, la que mi esposo amaba y la que la gente admiraba. La que se sentaba muy tranquila en misa. Volvería al nido, volvería a ser Ana, la buena esposa. Pero antes había que emprender el vuelo: había que visitar los malos lugares. Sería como mi alter ego, Alina, la Ana libre, la mujer que me había inventado en internet y que últimamente subía fotos muy subidas de tono a las redes sociales. Sería la otra Ana, la de antes: la loba.

3

Salí de la oficina sin intención de mirar atrás. Había empezado ese singular fin de semana. En el camino llamé a mi esposo y hablamos brevemente. Pasé a comprar algo de comer, ingrediente para preparar sangría y me fui directo a casa.

Al llegar encontré a Juan de Dios ahí, en el antejardín. Otra vez esperando como un perro domesticado. Estaba ahí para terminar su trabajo o para internar ligarme. Había cometido un error con él y ahora supongo que había enredado nuestra relación.

—Hola —dijo.

—Hola, Juan de Dios —respondí muy seria—. No quiero hablar de lo sucedido el otro día. Si quieres trabajar y terminar lo que hacías puedes quedarte, si quieres otra cosa, es mejor que te vayas.

—Pero… —empezó a decir, pero lo silencié con un gesto y una mirada dura.

—Si quieres ser mi amigo, tienes que aprender a ponerte en tu lugar —dije—. Soy una mujer casada y amo a mi esposo. Cometimos un error, los dos. Yo no quiero dañar mi matrimonio. Tampoco quiero dañarte. Ahora, tú decides, ¿Seremos amigos o no?

Juan de Dios se notó confundido. Tal vez esperaba que yo me lanzara a sus brazos y que le besara. Pero no sería así. Debía marcar los límites. Entre los dos sólo existiría lo que yo quisiera.

—Voy a terminar lo que falta en el taller de pintura —dijo.

—Muy bien —respondí—. Tengo tu dinero. Ahora, ven. Tomate un vaso de agua con hielo. Hace calor.

Había suficiente comida para los dos y almorzamos juntos. Luego nos separamos. Él se puso a hacer el último orden y los últimos detalles en el taller y yo me puse a preparar mi salida nocturna. Llamé a Julieta, a mi jefe. Confirmé que todo estuviera bien: la hora en la peluquería, el masaje y los horarios de ciertas tiendas. Mientras lo hacía bebía de la sangría helada y recién preparada. Al mismo tiempo, fumé algo de marihuana.

A esa hora me dio calor y me fui a mi habitación. Me puse un bikini blanco, bien sexy y me fui a la piscina. Seguí bebiendo lentamente de la jarra de sangría que acomodé en hielo al lado de la reposera. Vaya si hacía calor. A esa hora Juan de Dios terminó su trabajo y le pagué. Sin preguntarme, se había puesto un traje de baño y se zambulló en la piscina. Le dejé. Era verano y le había prometido que podía hacerlo.

Así pasó un buen rato. Entre el porro y la sangría me dieron ganar de meterme al agua y nadar también. Me puse bastante bromista con Juan de Dios. Era un blanco tan fácil. El muchacho no respondía, no decía nada de mis chistes e insinuaciones. A veces parecía enojado, otras se reía, otras veces me quedaba mirando con un brillo febril.

Yo tenía calor. Sentía la piel caliente, salí media docena de veces del agua exclusivamente para dar otro nuevo sorbo a mi copa de sangría. Juan de Dios me observa desde lejos, como un joven carnero impulsado por el instinto. El muchacho no sabía qué hacer, las formas en que un hombre seduce a una mujer. Pero la naturaleza lo impulsaba, más allá de la razón, de saber que yo era una mujer casada y mayor, una mujer que está y estará siempre fuera de su alcance. Juan de Dios me buscaba, continuamente. Quiere a una hembra en celo.

Cojo mi celular y tomé ciertas medidas preventivas. Le escribo a mi esposo diciéndole que estoy cansada. Preparo la mentira. Debería dormir un rato para estar bien para la noche. Pero en lugar de hacerlo me sirvo otra copa y me voy a conversar con Juan de Dios.

La verdad es que no quiero la compañía del chico. Me gustaría la presencia de mi esposo, sólo para que me folle como sólo él sabe hacerlo. Pero Tomás no está, está muy lejos. Lo que me hace jugar con el único ser que está en ese momento a mi alcance: Juan de Dios.

Quiero exhibirme, jugar. Por eso cuando me meto al agua otra vez le digo que hagamos carreras de nado. Hacemos algunas competencias, tonterías en que a veces gana él y a veces yo. Seguramente el nota mi estado, sabe que estoy algo achispada. Un par de veces es el mismo Juan de Dios quien me llena la copa. Sé lo que quiere, lo he visto miles de veces. Miles de hombres se apoyan en el alcohol para follar a mujeres. Es una táctica comprobada, para holgazanes y violadores. Pero Juan de Dios no sabe que yo tengo mucha resistencia al alcohol.

—¿Señora Ana? —dice Juan de Dios.

—Dígame, señor Juan  —respondo risueña.

Juan ríe. Se muestra otra vez bastante tímido. No parece el chico con el que me había ligado hace un par de días. ¿Sería Juan de Dios así de tímido e imberbe? ¿Estaría conteniéndose por cobardía y vergüenza? ¿O estaría actuando? ¿Era aquel chico capaz de fingir de tan buena forma? Lo observé con precaución. Los dos estamos flotando en el agua, sólo nuestras cabezas asomaban arriba.

—Como le dije, el sábado es mi cumpleaños —me dice—. Y haré una fiesta en casa. Le gustaría asistir.

Se me escapa una risa y me callo para no herir sus sentimientos. Me está invitando a un cumpleaños de niños. Imposible, pienso. Pero de inmediato busco una forma de no herir sus sentimientos.

—Estoy agradecida que me invites, Juan de Dios —respondo—. Eres muy amable. Pero no podré asistir. Tengo algunas cosas que hacer.

El adolescente se nota apesadumbrado. Desvía la mirada al fondo de la piscina, evitándome. Juan de Dios es un joven confiable y obediente, pero también se comporta como un crío. Si está actuando, pienso, lo hace muy bien.

—A pesar de que no podré ir, te compraré un regalo —le aseguro—. Ven a buscarlo el sábado. Seguro encontraré algo que te gusta.

—Gracias, señora Ana —respondió.

Lo noté aún deprimido. Quería subirle el ánimo y nado más cerca de Juan de Dios, rodeándolo como una sirena a un naufrago en medio del mar. El chico queda hipnotizado por mi baile en el agua. Me observa. Yo sigo jugando. Me sumerjo, nado con los brazos pegados al cuerpo, impulsándome con mis largas piernas. Giro alrededor de su cintura, pasando por entre sus piernas. Finalmente, subo a tomar aire y lo miré a los ojos.

—¿Te gustan las sirenas? —pregunté, recuperado el aliento.

—Supongo que sí —contestó.

Lo tomé de la mano y lo llevé a la orilla. Apoyados en el borde podíamos conversar mejor.

—¿Tienes una sirena por ahí? —le pregunté.

—¿Sirena?

—¿Tienes novia, Juan de Dios? —reformulé la pregunta.

—No, señora Ana —respondió.

—¿Tienes una amiga especial? —insistí en el tema.

—No. Nada parecido —respondió.

—¿Y con quién vas a ir al baile de fin de año? —pregunté.

—No iré al baile de fin de año —respondió Juan de Dios—. Está demasiado cerca de la mudanza.

—¿Y cuándo te mudas? —le pregunté.

—Dentro de tres semanas.

—Es una lástima.

El chico asintió, no obstante, por el abatimiento en su rostro pude notar que no le gustaba la idea de mudarse. Había pena y frustración en su mirada. Nadé un poco alrededor del chico. Quería para darle un momento para recuperarse. Juan de Dios flotaba en la piscina, observándome con ojos de perro herido.

—¿Por qué se muda tu familia? —le pregunté.

—Porque hace años decidí que estudiaría fuera de la capital —respondió—. Tomada esa decisión, mi padre planificó que los tres nos mudaríamos cuando llegara la hora.

Era tan raro que alguien decidiera estudiar fuera. Las mejores universidades, salvo algunas pocas excepciones, estaban en la capital. Realmente Juan de Dios era un chico raro. Me pregunté si era tan inocente como parecía. Era posible que fuera un caso especial y que a sus dieciséis o diecisiete años todavía fuera virgen. Nadé hasta su lado y lo miré a los ojos. El chico tenía unos ojos verde oscuros, profundos y misteriosos. Le tomé del mentón e hice que me mirara.

—Juan de Dios, ¿Te puedo preguntar algo muy personal?

—Supongo que sí, señora Ana —contestó.

—Si respondes con la verdad a mi pregunta te dejaré llamarme Ana —afirmé.

—Muy bien.

—Dime, Juan de Dios… ¿Eres virgen?

El adolescente de dieciséis años desvió la mirada. Yo no dejé que se alejara ni que me rehuyera de ninguna forma. Lo acosé de tal forma para que me respondiera que mi abdomen se apoyó en el vientre de Juan de Dios. Prácticamente dejé mis tetas pegadas al tórax del muchacho. Hice eso y me comporté así por dos razones: uno, estaba borracha; dos, desde que lo conocía quería saber si era virgen o no.

—Respóndeme, por favor —le pedí.

Juan de Dios me miró a los ojos. Estábamos muy cerca, tanto que podía sentir su aliento sobre mis labios. Debía tener cuidado, pensé. Ya había hecho una tontería por juguetear con don Esteban, el viejo conserje, y ahora estaba a punto de realizar otra. Necesitaba estar en control. Por suerte al chico le faltaba experiencia. Sabía que no se propasaría. A pesar de mi borrachera y mi incombustible calentura sabía que Juan de Dios no intentaría seducirme.

—Señora Ana, yo… es algo personal… —tartamudeó Juan de Dios.

—Tranquilo, cariño, no tienes que avergonzarte —le dije, calmándolo—. Todos fuimos vírgenes alguna vez. Yo misma perdí mi virginidad más o menos a tu edad.

—¿A mi edad? —preguntó.

—Sí. Era muy tímida y no sabía hablar de esos temas —aseguré—. Pero un día perdí mi virginidad con un hombre mayor y todo fue muy bien. Con el tiempo uno aprende que la virginidad es un asunto que hay que tratar, pero luego se olvida. Es como andar en bicicleta. La primera vez parece un evento muy importante, pero no lo es. Las cosas pasan de forma natural si se maneja de forma normal.

El chico asintió. Maldición, pensé. Parezco profesora. Y yo no quería parecer profesora. Por eso reaccione de una forma un tanto inesperada. Llevé mi mano hasta su entrepierna y empecé a acariciar el pene de Juan de Dios. El chico dio un salto en el agua, pero de inmediato se calmó.

—Te hice una pregunta, Juan de Dios —pregunté muy seria—. ¿Eres virgen o no?

—Sí. Soy virgen —respondió el muchacho, soltando rápidas respuestas gracias a la presión que hacía mi mano sobre su entrepierna.

—No me mientas, Juan de Dios —le advertí—. ¿Has estado con una mujer?

—No. Se lo juro —dijo el muchacho.

—¿Has besado a alguien? —continué interrogándolo.

—Sí. A un par de chicas.

—¿Cómo se llamaban esas chicas?

—Sonia y Vanessa. Eran compañeras de curso —contestó.

Empecé a masajear con delicadeza la entrepierna de Juan de Dios. Muy pronto noté que el sexo del muchacho respondía a mi masaje y se ponía más duro.

—¿Y has tocado el cuerpo de una mujer?

El rostro del adolescente estaba sonrojado. Pero me miró a los ojos cuando respondió:

—Una de las chicas me dejó tocar sus senos y otra también su culo. Pero nada más.

—¿Y te gustó tocarlas?

—Si —dijo Juan de Dios, sin dudar—. Pero eran senos pequeños y sólo pude tocarlas a través de la ropa.

—Muy bien —dije.

Me pregunté si aquello que me había contado era verdad. Parecía poco para su edad. Pero la verdad es que yo tampoco había sido demasiado avezada en el sexo hasta entrada la veintena. Sólo los últimos años, con mi esposo y también con mis amantes me transformé en una mujer experimentada. Dejé de masajear su entrepierna y me alejé nadando hacia el centro de la piscina. Seguramente Juan de Dios estaba decepcionado, pero yo debía mostrar cierto control de la situación. Sobre todo autocontrol. El muchacho me observaba desde la orilla, con la cabeza sobresaliendo del agua. Yo nadé en círculos, relajada. Realmente había bebido mucho y el efecto de la marihuana todavía no desaparecía por completo. Eso era peligroso, pero también liberador.

Nadé hasta el otro lado de la piscina.

—Ven aquí, Juan de Dios —ordené desde las escaleras.

Me senté en los escalones que estaban sumergidos y esperé. El muchacho no tardó en acompañarme. Tenía una mirada encendida por el deseo. Pero Juan de Dios era el reflejo de una juvenil inseguridad.

—¿Te gusta estar conmigo? —le pregunté.

—Sí, señora Ana —respondió.

—Llámame Ana, cariño —le pedí.

El asintió sonriente. Y luego dijo mi nombre con devoción: Ana.

—Muy bien —dije, satisfecha—. Ahora, dime con sinceridad: ¿Por qué te gusta estar conmigo?

Juan de Dios se quedó callado y desvió la mirada al patio. Estaba avergonzado. No quería que fuera tímido, yo quería que fuera más valiente. Para estimular su valentía llevé mi mano a su pierna y acaricié su muslo. El muchacho miró mi mano y luego observó mi rostro. Otra vez mis dedos acariciaron su entrepierna y con suavidad rocé su pene. Era como un juego.

—Respóndeme sin inhibiciones ni vergüenzas —repetí— Quiero saber tu opinión ¿Me hablarás con la verdad?

—Si —respondió Juan de Dios.

—¿Por qué te gusta estar conmigo? —volví a preguntar.

—Porque es usted muy hermosa —respondió.

Hice presión sobre su verga y de pronto sentí la dureza de una naciente erección.

—¿Te gusta mi cuerpo?

—Sí.

—¿Qué te gusta?

—Su rostro. Su cuerpo. Todo —dijo Juan apuradamente.

Hice un gesto para que se explayara. Y reforcé mi petición con una dedicada caricia a sus testículos.

—Me gustan sus ojos claros, sus labios —respondió—. Su cabello.

¿Mi cabello?, pensé. ¿Pero qué es esto? Que este crío quiere ser peluquero. Sin embargo, no manifesté mis pensamientos. Quería hostigar al muchacho hasta ver al hombre.

—¿Qué más? —pregunté.

—¿Qué más? —Juan de Dios repitió mi pregunta.

—Sí, Juan de Dios —insistí—. Quiero saber que más te gusta ¿O prefieres que me detenga y te envíe a casa con tu madre?

Hice el amago de sacar mi mano de su entrepierna y detener el masaje en los testículos. Pero el muchacho reaccionó.

—Me gustan sus curvas —respondió rápido el chico

—¿Qué curvas? —reclamé, moviendo mi mano con más firmeza sobre su ya erecta verga.

—Todas sus curvas —empezó a confesar—. Sobre todo su culo. Pero también sus piernas y sus senos. Me encanta verla caminar, verla en vestidos ajustados. Hoy en traje de baño luce preciosa. Usted es perfecta. Es muy bonita y tiene un cuerpo perfecto.

—¿Ah sí?

—Sí —afirmó Juan de Dios—. Un día la vi en minifalda. Salió del automóvil y sus piernas se veían de lujo. Me quedé atontado, fascinado por su belleza. Era una minifalda blanca con una blusa negra sin mangas. Lo recuerdo muy bien. Verla salir del auto e ir a casa en esa minifalda me cambió. Ver como se movía ese hermoso culo fue como un sueño. Ese día decidí que tenía que conocerla.

El relato y la forma en que me miraba Juan de Dios me encendió. Metí mi mano por debajo de su traje de baño y tomé la verga de mi joven vecino. Era un miembro de un grosor importante, de bellos escasos y suaves y de un tamaño ligeramente superior a lo normal. Sin embargo, la forma de aquel pene llamó mi atención. Tenía una curvatura ascendente, antinatural.

—Deja de tratarme tan formal —le pedí—. Llámame Ana.

Empecé a masturbarlo con cierta violencia. Tal vez le hacía doler, pero Juan de Dios no se quejó. Alrededor sólo se escuchaban los pájaros. La luz del día se había ido, pero todavía hacía mucho calor. Los dos seguíamos en la piscina, sentados en la escalera, tan cerca que no podía evitar sentirme excitada.

—¿Quieres tocar mi seno? —le pregunté.

Juan de Dios abrió los ojos y dudó. Seguramente pensó que era una broma. Pero para quitarle la timidez y demostrarle mi seriedad presioné su pene y acaricié sus testículos.

—¿Quieres?

—Sí —respondió.

—¿Sí? ¿Seguro? —lo hostigué.

—Quiero.

—¿Qué quieres?

—Quiero tocar tu seno —respondió el chico—. Y tu culo. Adoro tu culo.

Me hizo reír su sinceridad. Le devolví una mirada de loba en celo. En ese momento se me venían a la mente mis reglas y mis promesas de ser una buena esposa. Pero me parecían ridículas. Querían jugar y divertirme. Quería sentir placer.

—Pues si quieres tocarme, tócame —dije.

El chico estiró su mano y tocó mi seno sobre mi traje baño de blanco. Lo hizo con delicadeza, apretando con cuidado. Luego empezó una caricia exploratoria, como si temiera hacer estallar una bomba. Yo por mi parte movía energéticamente mi mano sobre su pene, masturbándolo con ganas.

—Aprieta que no se va a reventar —aseguré.

Juan de Dios me agarró bien la teta y luego apareció la otra mano y agarró la otra. Apretó con fuerza, probando mi carne. En verdad se sentía bien. Empecé a notar que me mojaba, pero aún tenía el control. Iría a donde yo quisiera. Haría lo que yo quisiera.

Yo empecé a mover mi mano bajo el traje de baño, observando como Juan de Dios admiraba mi cuerpo, como tocaba los senos, como me acariciaba. Sentí como el muchacho exploraba mi cintura, sus dedos tanteaban mi piel húmeda y se dirigían con determinación hasta mis caderas antes de probar las carnes de mi trasero. Como yo estaba sentada las manos del muchacho sólo podían palpar las zonas en que no estaba apoyada en la escalera. Pero eso no desmotivó a Juan de Dios. Apretó mis glúteos en torno a mis caderas, examinó la zona como si fuera un pervertido doctor.

—¿Te gusta mi culo? —le pregunté.

—Me encanta —respondió—. Es el mejor culo. Mejor que el de la Kardashian.

Por muchos motivos eso era una exageración. Pero me hizo sentir una mujer deseada. Como agradecimiento le tomé bien la verga y empecé a masturbarlo con gusto. Ya podía ver el glande asomar fuera del traje de baño y la imagen me gustaba. Me puso caliente. Tan caliente que me descontrolé.

—Vamos a la reposera —le ordené.

Hice que Juan de Dios se acostara en la reposera, boca arriba. Yo me puse sobre el muchacho, con mi sexo sobre su verga erecta. Los dos estábamos aún vestidos, el con su traje de baño y yo con el bañador blanco de una pieza. Sólo parte del pene de Juan de Dios asomaba por la cintura, sobre el pantalón corto, pero era suficiente para excitarme. Además, yo no necesitaba que estuviera fuera. No quería que me penetrara, sólo sentirlo sobre mi clítoris y mis labios vaginales. Sólo quería simular que follábamos. Me pareció que de esa forma seguía cumpliendo mi papel de buena esposa.

—No te muevas —le ordené.

Me acomodé a horcajadas sobre la pelvis de Juan de Dios, con mis largas piernas alrededor de su cintura. El chico me observaba embelesado, inmóvil. Realmente era inexperto y obediente. Empecé a mover mis caderas hacia adelante y atrás, rozando mi concha contra su pene erecto. El chico cerró los ojos. Seguramente le producía placer, pero no tanto como el que yo sentía. Seguí frotando mi concha de esa forma, con mis manos bien apoyadas sobre su pecho. Disfrutando.

—Usa tus manos —le pedí.

Juan de Dios levantó sus manos y las dirigió a mis senos. Apretó. Una, dos, tres veces. Apretó más fuerte. Me manoseó a placer mis tetas. Sensaciones deliciosas irradiaban desde mi entrepierna y ahora también desde mis senos. Reaccioné al goce que sentía. Me moví con vigor sobre el muchacho, entregándonos a ambos placer. El pene de mi joven vecino se sentía duro, agradable. Yo trataba de recorrerlo todo con mi sexo. Repasarlo bien con mis labios vaginales.

—¿Te gustan mis tetas? —dije.

—Son firmes, grandes y redondas; muchísimo mejores que lo que pensaba —dijo Juan de Dios.

—¿Quieres chupar mis pezones? —le ofrecí.

Hice a un lado los tirantes y me bajé el traje de baño blanco. Mis senos quedaron completamente a la vista de Juan de Dios. El chico abrió los ojos muy grandes; sonrió. Luego se incorporó para tomar un pezón con sus labios. Sentí de inmediato oleadas de placer. Su lengua empezó a lamer mi pezón, empezó a chupar y a pasar la lengua por todo mi seno izquierda. Luego fue el turno de mi otra teta. Yo lo dejé y me concentré en continuar mi movimiento de mi pelvis sobre el muchacho. Quería seguir sintiendo placer, quería acercarse a mi orgasmo.

—Que ricas tetas —dijo Juan de Dios.

—Tócame toda —dije.

Sus manos de inmediato se apoderaban de mi culo y apretaron con fuerza la zona. Yo dejé que me manoseara. Mientras me encontrara en aquel estado, dominada por la lujuria, dejaría que Juan de Dios me diera lo que mi esposo, por su ausencia, no podía darme. Era mi forma de vengarme por su lejanía, de los celos que provocaba en mí y por todas las injusticias que tenía que sufrir como mujer. Continué moviendo mi sexo sobre aquel pene adolescente, tal vez no estábamos follando, pero estaba muy cerca de hacerlo. Ya no sabía cómo terminaría lo que había comenzado. Sólo necesitaba correrme.

Realmente estaba loca. Juan de Dios era un muchacho aún. Era virgen y parecía inocente. Y yo, una mujer adulta, me estaba aprovechando. Estaba abusando de él. Como abogada comprendía que estaba al límite de la pedofilia. Sin embargo, estos pensamientos sólo provocaban excitarme más. Lo prohibido era excitante. No sé que me pasaba. Pero no podía detenerme. Empecé a gemir, a exteriorizar mi calentura.

—¡Ay, mi niño! Que rica lengüita… si… chupa mi pezón… así, amor. Así…

Tenía a Juan de Dios pegado a mis senos. Parecía una madre con su bebé. El absurdo me hizo soltar una carcajada. Reía mientras no dejaba de moverme. La tela de mi traje de baño se había empezado a correr y pronto mi coño estaría expuesto, moviéndose directamente sobre la verga de mi vecinito. Eso era lo que me imaginaba y seguramente era cierto, estaba sucediendo. Por suerte El muchacho aún tenía puesto también su pantalón.

—Me molesta tu traje de baño, cariño —dije—. Sácatelo, Juan de Dios.

Con molestia, paré mi juego. Dejé el contacto de mi sexo y levanté la cadera. Juan de Dios aprovechó el espacio para sacarse con rapidez la prenda. El chico quedó desnudo. Pude apreciar su pene de forma extraña, curvándose de forma cóncava y apuntando hacia mí coño. Era grande. Debía evitar que me penetrara. El juego lo iba a acabar si el chico lo intentaba.

Bajé mi pelvis y apoyé mi clítoris sobre el pene. Incliné mi espalda hacia el chico. Me quedé ahí, sosteniendo la posición. Juan de Dios me observaba, embelesado por mi semidesnudez. El movió unos centímetros su verga para que yo la sintiera. Me gustó el roce sobre mi sexo.

—Que rico, chiquito —confesé al sentir el restregón de nuestros cuerpos.

—Si… esto es muy rico… —dijo Juan de Dios—. Vaya cuerpazo.

Sonreía con sus palabras. Entonces, apoyé bien mis labios vaginales a lo largo del falo y me moví con fuerza sobre mi joven vecino. Al hacerlo, sentí una fricción deliciosa, una suma de sensaciones que apagaron toda mi razón. En agradecimiento al placer me incliné un poco más y busqué con mi boca los labios del chico. Lo besé brevemente.

—Tu boca sabe a vino y frutos dulces —dijo Juan de Dios.

—Tu boca sabe a pasta de dientes —me reí.

Aquello fue gracioso. Seguramente el muchacho se había lavado los dientes cuando había ido a ponerse el traje de baño. De alguna forma Juan de Dios esperaba que esto pasara. Aquello me conmovió. Lo volví a besar. Sus manos acariciaban mis glúteos con más seguridad.

—Que rico besas —le dije.

—Que rico culo tienes —dijo Juan de Dios.

Mientras continuábamos besándonos dejé de moverme y Juan de Dios en respuesta empezó a mover su verga sobre mi sexo. En algunos momentos el glande quedaba directamente sobre mi sexo, con la punta moviéndose sobre la entrada de mi coño. Mi traje baño estaba casi hecho una tira y prácticamente mi coño estaba a la vista. Sólo una trocito insignificante de tela protegía la entrada a mi interior. La verga de Juan de Dios iba y volvía por mis labios, entregándome un placer interminable. Luego se detenía sobre mi clítoris antes de tratar de traspasar mis defensas. Estaba a punto de penetrarme. Y yo deseaba que esa verga lo hiciera. Deseaba ser follada. Pero no me atrevía. No quería que pasara. Pero no quería pensar. No quería oponerme a que sucediera. Pero no podía dejar que pasara. Tenía un lío en mi cabeza. Así que decidí dejar que las cosas siguieran su curso y continué besando a mi joven vecino, dándole mi lengua.

—Vamos, muévete un poco más… así… así, cariño —dije.

Juan de dios respiraba de forma diferente, jadeante. Movía su pelvis impulsándose con fuerza, con la musculatura tensándose a través del abdomen, el culo y sus muslos. Y una verga dura: gruesa, larga y curvaba hacia arriba. Tan extraña y tan excitante. Era un chico hermoso, pensé.

—Ana… en verdad… te deseo tanto… —dijo Juan.

La punta de su verga estuvo en la entrada de mi coño, un par de segundos.

—Muévete más… más rápido…mueve tu verga, amor… déjame sentirte, cariño —escucharme hablar así, de forma tan vulgar, me puso a mil.

El chico se movía bajo mi cuerpo, sus labios chupaban mis pezones y lamía mis senos y mi cuello. Su boca buscó mi boca y yo le esperaba con mi lengua afuera para un beso húmedo y lascivo.

—Que rico —verbalicé lo que pensaba, lo que creía en ese minuto.

Moví mi cuerpo y dejé que aquel falo duro se instalara unos segundo sobre la entrada de mi sexo. Juan de Dios presionó contra mí. La verga pareció adentrarse un par de centímetros. Solo el trocito de tela del bikini evitó que penetrara más.

—Ana… te quiero… te deseo… —seguía confesándose mi joven vecino.

No supe que decir. Era tan raro todo aquel desahogo amoroso. Lo único que yo quería de aquel chico era su verga. Quería saciarme y lo que pasaría luego no importaba.

—Ana… en verdad te amo… te quiero… —volvió a repetir.

Me volví a mover con vehemencia. Mis senos bamboleaban sobre la cara del muchacho.

—Calla… —le dije—. Calla y sigue moviéndote… quiero sentirte… quiero que no pares.

Mi vecino, mi joven amante, tenía la cara roja. Acompañaba el ritmo de mi cabalgada, pero parecía estar sufriendo. Gemía, balbuceaba y a veces daba pequeños grititos. Yo seguí moviéndome sobre su verga, haciendo todo para que aquellas sensaciones se repitieran sin descanso sobre mi coño. Quería mi orgasmo. Lo quería sin importar las consecuencias.

—Ana… aaahhh… te quiero… quiero que seas mía… aaahh… solo mía… —susurró aquel caliente y hermoso joven.

—Entonces, ¿Quieres que sea tuya? —le pregunté mientras me incorporaba sobre Juan de Dios y movía mi pelvis y todo mi cuerpo sobre aquella trozo de carne duro y caliente.

—Sí, quiero que seas mía… sólo mía… para mí —respondió.

Su verga golpeaba contra mi coño, directamente. Si movía un poco hacia el lado mi tanga me penetraría. Y yo estaba a punto de un orgasmo.

—Pues si quieres que sea tuya… aaaahhh…. Si quieres este cuerpo… aguanta… —le respondí.

Entonces, con mi mano tomé mi tanga y eché a un lado la tela. Mi coño estaba libre, al fin. Su verga resbaló por mis labios, adelante y atrás, arriba y abajo, en círculos. Estaba desesperada porque me penetrara. Pero el maldito chico estaba moviéndose como un loco. Su pene no dejaba de rozar mi clítoris y yo estaba vuelta una bestia encelada.

—Más… dame más, pequeño —dije—. Dame más y seré tuya…

—Si… quiero follarte… —dijo Juan de Dios—. Déjame follarte.

Al fin, pensé.

—Sí, mi niño… aaahhh… fóllame… —le supliqué—. Penétrame… ay… ahí… aaaahhhh… en mi coño… amor, lo quiero muy adentro… mételo, por favor… aaaaaahhhhahhahahhahaa.

Un calor me sofocó y una felicidad primigenia. Tuve un enorme orgasmo, pero aún lo deseaba adentro. Estaba desesperada por tenerlo adentro. Juan de Dios puso su pene ahí, justo abajo mío, donde correspondía, donde tenía que ser. Entonces, se movió un poco y, en la puerta del paraíso, se corrió también. El hijo de puta empezó a lanzar chorros de blanco semen al aire. Y así se terminó mi diversión.

Me calmé. Respiré profundo y me puse de pie. Me acomodé mi bikini. Quería desaparecer. No sabía si sentía vergüenza o culpa; o simplemente una especie de no saber qué hacer con el chiquillo con que me encontraba.

—Sabes —dije, justificándome—. Esto lo hago porque estoy borracha. Pero no lo volveré a suceder.

—No digas eso, Ana —dijo Juan de Dios, apesadumbrado.

Le miré, sin deseos de querer herirlo. Pero deseando que se fuera.

—Toma tu dinero, Juan de Dios. Y vete a casa —le pedí—. Ya hablaremos después.

Él hizo el amago de besarme, pero yo, con el cuerpo tenso, le ofrecí mi mejilla. Juan de Dios la besó. Su mano acarició mi mano, intentó tomarla pero no le dejé.

—Nos vemos —le dije mientras caminaba a la piscina—. Por favor, cierra la puerta al salir.

Y me lancé a la piscina indiferente a la partida del adolescente. Necesitaba refrescar mi cuerpo. Necesitaba centrarme. Esa tarde, esa noche eran muy importantes. Era viernes y necesitaba estar enfocada en lo que pasaría con Julieta y mi jefe. No podía pensar en Juan de Dios, no debía dejarme amedrentar. Nada podía desenfocarme otra vez. Ya basta de tonterías, me dije. Lo que había pasado con Juan de Dios era un ensayo. No pensaría en nada, ni en mi esposo ni en lo que podían pensar de mí. No me dejaría acobardar por la culpa o por la vergüenza.