Ana, la buena esposa (2)
El intento y la lucha de una mujer hermosa de mantener a salvo su matrimonio. Pero el enemigo es su propia lujuria, una adversaria implacable.
Ana, la buena esposa
Cuando entré al mundo laboral y empecé a ejercer como abogada en un pequeño estudio de la ciudad jamás pensé hacer las cosas que hoy me ocupan. Mi ambición siempre fue destacar con esfuerzo y dedicación, y de esa forma hacerme un nombre. Era un asunto difícil para cualquier persona, pero en especial para una mujer joven y demasiado hermosa y sensual como yo. Había cosas que estaban en mi contra, pero yo quería superar con mis medios las suposiciones. Nunca pensé que hubiera atajos ni que pudiera lograr mis objetivos en el corto plazo. Sin embargo, desde que renuncié a mi antiguo empleo y me cambié a este estudio de abogados sé que hay métodos rápidos y efectivos que sólo una mujer hermosa como yo puede utilizar para ascender y lograr el éxito.
En cosa de un año ya se me he asignado una oficina de amplios ventanales. Se encuentra en un piso dieciséis y tengo una vista privilegiada del centro de la ciudad. De trabajar en un cubículo, con otra docena de abogados, a tener mi lugar propio dentro del estudio. Estoy en el lugar que siempre soñé y me relaciono con personas de gran influencia. Ha sido un camino lleno de descubrimientos. Me asombran todos los beneficios económicos de mi puesto. Me asombran los lugares que he conocido y los viajes que he podido realizar en tan corto tiempo. Sin embargo, lo que más me asombra es lo que tuve que hacer para lograr este puesto. Todavía no creo todo lo que hice para mantener este estatus. Es mi secreto, uno que no soy capaz de compartir con mi esposo y que me llena de culpa y remordimiento.
Y la culpa y el remordimiento son malos compañeros. Cada vez que pienso en ello me siento agobiada y el estrés me mata. Ni siquiera las consultas con nuestro terapeuta, el doctor Cantoná, o las sesiones de masajes, Reiki y aromaterapia consiguen aliviarme. He buscado muchos modos de volver a la calma. Lamentablemente ni el ejercicio ni el buen sexo marital o el reparador sueño son suficientes. No consigo quitarme esta extraña sensación. Necesitaba hacer algo extra.
Tal vez por eso he empezado a buscar otras soluciones, cositas que me puedo dar yo sola y sin meterme en muchos líos. Sé que lo único que necesito es darme un poquito de placer, y es por eso que he empezado a recurrir a la masturbación. El problema es que necesito satisfacer este deseo tanto fuera como dentro de la oficina. Es la única forma de mantenerme calmada.
Imaginen la siguiente escena:
Sola en una oficina hay una mujer alta, de bello rostro y cabello trigueño sentada tras su escritorio. De pronto, se sube la falda negra y abre las largas y torneadas piernas. Desabotona con movimientos precisos de sus estilizados dedos un poco la ajustada blusa de seda. De pronto, asoma la piel pálida por la falta de sol, los grandes y firmes senos contenidos en un sujetador de copa blanco. El pecho sube y baja al ritmo de una respiración acompasada y profunda, haciendo que destaque el busto y la estrecha cintura. La mujer lleva una mano se toca una oreja y deja el aro de oro sobre el escritorio, después deja el otro. Los dedos ahora rozan sus labios carnosos, ese día pintados de rosa, y luego desciende acariciando en amplitud el cuello, la piel sobre el escote. Evita a propósito los senos pues aún la razón gobierna sus acciones y no quiere parecer una vulgar. A pesar de eso, su mano sigue bajando. Toma la falda negra y la levanta, dejando a la vista sus exquisitas piernas. Deja a la vista su calzón de encaje blanco. Durante un momento duda.
Afuera de la oficina, tras la puerta, todo el resto de abogados, oficinistas y secretarias continúan con su trabajo. Lo peor es que la mujer ha cerrado las persianas de la ventana que da al interior pero ha olvidado poner el cerrojo. Ese pensamiento, esa advertencia no evita que su mano explore la tela de calzón. Es suave a pesar de los encaje. Acaricia el borde elasticado, se detiene en el encaje de una flor y baja justo entre sus piernas. El roce de sus dedos se transmite de la tela hasta su sexo y desde su sexo nacen sensaciones deliciosas.
Debe cerrar la puerta, piensa, pero le da pereza levantarse. Se siente a gusto ahí, sentada en el lujoso y mullido sillón de oficina, inclinada contra el respalda, con ese rose sobre su calzón, justo sobre su clítoris. Por un momento conviven en su cuerpo el miedo y la excitación. La mujer mira la amplia pantalla de su computadora y contempla la escena de un vídeo pornográfico. Es una imagen que avanza en silencio, no se le ocurriría subirle el volumen.
En la pantalla de veintisiete pulgadas la mujer ve lo siguiente: un hombre está sentado en un sillón mientras una pareja se besa en una cama. Es una grabación amateur, un porno casero de un marido que ha facilitado a su mujer. El amante empieza a acariciar a la infiel fémina y tanto el esposo como la mujer parecen disfrutar de la escena.
Un ruido de voces afuera de su oficina hace que la mujer se ponga en alerta. Pone una mano en el mouse, presta para cerrar la ventana con el video porno. Sin embargo, no deja de tocarse. Quiere seguir sintiendo esa sensación placentera. Su índice se afana en movimientos redondos contra su clítoris mientras mira la puerta. Al final, nada pasa. Nadie la interrumpe. En un lugar con tanto trabajo y estrés, todo el mundo hace lo que tiene que hacer. Nadie se preocupa de nadie. Es un lugar sin mucha camaradería ni generosidad. La mujer tras el escritorio vuelve a mirar la pantalla. La pareja está sobre la cama, el amante besando los pequeños pechos de la esposa. En el sillón, el marido ha sacado su pequeña verga y se masturba.
La mujer se imagina que el amante de vídeo amateur tiene una gran verga. No hay duda, piensa, seguramente ese hombre tiene una gran verga y poseerá a la esposa como su marido no puede y no podrá jamás hacerlo. La mujer ya no necesita mirar más la pantalla pues su imaginación empieza a llenar los espacios. Se imagina al esposo en el sillón, masturbándose mientras ve a su esposa ser poseída. Pero ahora no es ese hombre sino Tomás, su propio marido, el que observa desde la distancia. Y en la cama no está la mujer de pechos pequeños, sino ella: Ana.
No aguanta y hace a un lado el calzón. No le importa que sea media mañana o que este en medio del trabajo, se sumerge cada vez más en aquella fantasía. Mientras se da placer recuerda de nuevo que no ha cerrado la puerta. Observa de reojo la salida mientras acaricia directamente su clítoris. No sabe si permite esta indiscreción por negligente, olvido o simplemente porque le provoca saber que alguien podría descubrirla. Lo que si sabe es que logra mejores y rápidos orgasmos cuando la puerta está sin cerrojo. Es una locura, la mujer lo sabe. Pero es así. Tras unos minutos, la mujer tiene dos dedos enterrados en su coño. Entran y salen mientras la otra mano acaricia sus senos, alternado entre ellos y pellizcando los pezones bajo el sujetador blanco. Los pensamientos sucios, la cinta pornográfica y la propia imaginación la llevan a un completo éxtasis que recorre todo su cuerpo.
Alcanza un vertiginoso e implacable orgasmo. Se desploma en su silla, exhausta.
Si esa mujer fuera una desconocida, una mujer diferente, sería un incidente irrisorio y sin importancia. Pero esa mujer que describo soy yo y lo peor es que el incidente se repita cada vez más. No puedo controlarme.
A veces pienso que debo contarle todo lo que me pasa a mi esposo. Decirle que algo está pasando, que mi cuerpo me pide más y más. Pero después pienso que pensará que soy una promiscua. Nuestro matrimonio no está en el mejor momento, por mi culpa hemos estado a punto de separarnos. Además, si descubro mis secretos seguramente me enviaría con un psiquiatra o algo parecido. Y no solo eso, seguramente me empezaría a miraría como una enferma o algo peor, como una puta. El empezaría a sospechar de mi actuar, incluso en el trabajo ¿Y si se le ocurre vigilarme? Me parece que Tomás no me quita el ojo de encima desde mi indiscreción. Cuando me trae a la oficina siempre se queda observándome desde el automóvil, como si sospechara que me voy a encontrar con un amante. Creo que mi esposo sería capaz de contratar un detective privado. O tal vez ya lo ha hecho. Realmente puede que sea así. A veces siento que alguien me sigue. He visto hombres extraños ir tras mis pasos, seguirme durante cuadras completas; incluso he notado que algunos automóviles acompañan mi ruta de la oficina a casa. Tal vez sólo sea una tontería o estoy siendo paranoica, sin embargo, no puedo dejar esa idea de lado.
Como pueden ver, necesito volver a mi misma y mantenerme fiel a mi esposo. Debo calmarme y recuperar poco a poco la razón. Quizás deba pedir ayuda, hablar con el doctor Aiton Cantoná, el profesional que maneja la terapia de parejas a la que asistimos mi marido y yo. Las cosas están pasando de una forma que no quiero. Sólo espero que Tomás me perdone estas faltas. Al menos, desde hace meses, no le he sido infiel físicamente, sólo de pensamiento.
¿Y qué hombre o mujer no ha sido infiel de pensamiento?