Ana, la buena esposa (19)

Una esposa, demasiado hermosa y sensual para su propio bien, se sumerge en esa retorcida existencia que le brinda placer y apaga sus oscuros deseos. Pero una vez en aquel sombrío nido ¿Será capaz de volver a la luz de la cotidianidad?

Ana, la buena esposa (19)

1

Tenía un subidón. Después de probar cocaína otra vez tenía la mente encendida. Después de meses, era como probarla por primera vez. Tenía los sentidos a flor de piel. Intentaba calmarme, cosa que era francamente inútil. Sentada frente al computador de mi oficina, leyendo los malditos dictámenes que debía hojear, era imposible concentrarme. Cada cierto tiempo me levantaba al baño y me lavaba las manos; me mojaba la cara o corregía mi maquillaje. Llamaba por teléfono para preguntar algo, cualquier cosa, simplemente para escuchar una voz. Para escuchar mi voz, para hacerme notar. Tal vez para disimular mi estado o lo que había pasado más temprano. Pedía informes, minutas y chequeaba reuniones con mi secretaria. Trataba de abarcar y planificar semanas de trabajo en aquella maldita hora de subidón. Era un absoluto caos mental.

Lo peor de todo eran las ganas, el deseo y la idea de que algo me faltaba y que había un vacío en mi vientre que debía llenar. Estaba aún alterada, malamente sobreexcitada. Y a cada momento me encontraba preguntándome: ¿Por qué no había follado? ¿Por qué no había pasado? ¿Por qué mi jefe y yo no habíamos follado?

Hace una hora atrás, Jorge no me había follado. No había podido. Habíamos sido interrumpidos y no había dado tiempo a más. Él me había comida el coño con la boca y yo me había tocado. Había tenido un orgasmo y en agradecimiento le había mamado la verga a mi jefe hasta hacerlo eyacular. Yo me corrí por segunda vez, en su oficina y mientras el resto trabajaba. Todo había sido muy excitante. Pero no me había follado. Por lo tanto, seguía muy caliente. Mucho.

¿Qué podía hacer? Necesitaba controlarme, tomar las cosas con calma y centrarme. Llamé a mi esposo en busca de fuerza, de moderación. Hablé con Tomás unos minutos. Estaba trabajando. Su voz me pareció amable, cariñosa y a la vez distante. Estaba tan lejos. En Houston. Al otro lado del mundo. Y yo le necesitaba. Estaba tan sola. Tan deseosa de sus caricias.

Al final de la llamada descubrí que hablar con mi esposo no ayudó. Ni un poco. Incluso, al recordar su cuerpo atlético, su rostro varonil, su sonrisa de dientes perfectos y sobretodo su poderosa verga terminé sintiéndome más caliente aún ¿Qué podía hacer?

2

Me sentía afiebrada y sentía como si tuviera un hormiguero en mi vientre. Respiré tratando de calmarme, pero no podía hacerlo. Estaba hiperventilada. Necesitaba enfocarme en algo, cualquier cosa. Decidí que tenía que asegurar la presencia de Julieta el viernes o sería imposible cumplir mi parte del trato. Mi jefe quería un trío y yo le daría ese trío. A pesar del extraño humor que me poseía, puse los planes en movimientos. Llamé a la becaria.

—Aló, ¿Julieta? —pregunté por el teléfono.

—Hola, señora Ana —respondió la joven universitaria.

—¿Estás ocupada? —pregunté.

—No —respondió—. ¿Necesita algo?

La becaria era muy solicita. Eso era bueno.

—En cierta forma te necesito —dije, dando un tono intrigante a mis palabras—. ¿Puedes pasar a mi oficina durante la mañana?

—Muy bien, señora Ana, estaré una media hora más en su oficina —dijo Julieta—. Estoy saliendo de la universidad.

—Gracias. Te esperaré.

—Adiós, señora Ana.

—Adiós, Julieta.

3

Después del trabajo invité a mi becaria de compras. Frente al espejo, Julieta se probaba una blusa de seda blanca. Yo la observaba desde mi asiento. La veinteañera giraba para observarse, marcando las femeninas formas en la falda amarilla: sus armoniosas caderas, su bonito trasero y sus largas piernas. Su cabello rojo, saludable y largo, caía como una cascada sobre su esbelta espalda. La universitaria era una muchacha preciosa, de ojos verdes y sonrisa fácil. Era su segunda pasantía en el bufete y llevaba varios meses trabajando bajo mi supervisión.

—Creo que probaré otra talla —dijo Julieta con cierta timidez natural.

—¿Más pequeña? —pregunté.

—Sí. Más pequeña —respondió Julieta.

—Como quieras. Pero esa blusa te queda muy bien —aseguré—. Y esa falda, a pesar de que es algo corta, se ve estupenda.

La alta y delgada becaria tenía unos veintidós años. Se movió frente al espejo, examinando su apariencia. Sin duda lo que más destacaba de su cuerpo eran sus bonitas caderas y el culo redondo, firme y carnoso. En conjunto con unos senos medianos y una cintura estrecha la convertían en un bombón. No era difícil entender por qué mi jefe le había puesto el ojo a la pelirroja becaria.

—¿Realmente cree que la falda me queda bien, señora Ana? —preguntó Julieta, incrédula.

Asentí.

—Es perfecta para ti —aseguré.

La muchacha se observó frente al espejo con cierta coquetería.

—Hace calor ¿no?—pregunté a Julieta.

—Sí.

—Pues pediré una botella de champaña helada ¿Me acompañarás con una copa?

—Claro —respondió mi becaria, mostrando cierta cautela.

—Anímate, Julieta. Hace calor. Además, son los agasajos que dan estas tiendas de lujo —afirmé, puntualizando después: siempre que tengas una buena tarjeta de crédito.

Media hora más tarde, Julieta y yo estábamos con nuestras copas haciendo un brindis tras otro.

—Que rico y fresquito, señora Ana —dijo Julieta.

—Justo lo que necesitamos para refrescarnos este verano —confirmé; hice una pausa—. Pero antes… Julieta, debo pedirte un favor.

—Por supuesto —dijo la pelirroja.

—Basta con lo de señora Ana —exigí—. Hemos trabajado juntas ya un tiempo y te he dicho que me llames por mi nombre. No me hagas sentir vieja, tengo sólo unos pocos años más que tú. Llámame Ana, por favor.

Julieta sonrió, con algo de timidez.

—Muy bien, Ana.

—Bien. Eso es —dije, sonriendo levanté mi copa—. Un brindis por la amistad.

—Por la amistad —repitió mi becaria, sonriendo también.

—Y vuelvo a decir, Julieta: esa falda te queda muy bien. Deberías comprarla, por favor.

Ella se mostró de acuerdo. En verdad era una bonita prenda. Le dejaba marcar de forma elegante sus femeninas formas.

Continuamos buscando ropa; al principio todo muy normal y enfocado al trabajo: faldas, pantalones, blusas y zapatos de taco. Luego, con la segunda botella de champaña recién abierta, comenzamos a ver atuendos diferentes. Julieta se calzó una falda cortita y celeste; yo me probé un vestido con un escote pronunciado y que exhibía con orgullo mis magníficos y redondos senos. Luego continuamos con algunas minifaldas, minivestidos, sugerentes crop tops y sandalias de plataforma.

Ya había pagado la falda y la blusa de Julieta, como un regalo, y un par de vestidos de trabajo para mí. La vendedora, viendo nuestro entusiasmo y lo risueñas que estábamos, nos había dejado a solas hace un buen rato. El probador y casi toda la exclusiva tienda eran para nosotras dos.

Mientras estábamos ahí, riendo y desfilando prendas en el probador, yo intentaba mantener la calma. Estaba cada vez más inquieta. Llevaba un buen rato pensando en mi jefe y el trato que habíamos hecho esa misma mañana. En mi acuerdo con Jorge Larraín me había comprometido a seducir a Julieta y a entregársela a mi jefe. A cambio, aseguraría mi porvenir en el célebre estudio de abogados al que pertenecíamos.

Debía idear una forma de seducir a mi becaria , pensaba mientras conversaba con mi joven compañera de compras. Sin embargo, no encontraba una forma sutil de hacerlo. Al fin y al cabo, Julieta y yo habíamos tenido una relación puramente laboral, con poco tiempo para compartir como verdaderas amigas.

—Me sirves otra copa, Ana —pidió mi becaria, muy animada por el alcohol.

Fui hasta la botella y serví la copa de Julieta y la mía. Entonces, tuve una idea. Rebusqué en mi cartera y tomé un portamonedas de terciopelo que estaba dentro del sobre que me había entregado mi jefe y que yo había separado. Dentro del portamonedas había cuatro dosis de MDMA. También saqué mi móvil para disimular lo que hacía.

Observé a Julieta. Mi becaria estaba muy ocupada con una falda y unas sandalias, así que aproveché para extraer del portamonedas un diminuto comprimido. Una de las dosis de éxtasis. Mi jefe me había facilitado cocaína y éxtasis esa mañana. Jorge era un maldito depredador, un corruptor. Sin embargo, cuando la oveja ya no quiere ser oveja no le queda más remedio que buscar al lobo. Ya no le ve como una amenaza. Más bien ve en el lobo una oportunidad de escapar de esa vida de pasto y tedio. Esa mañana había dejado que Jorge me corrompiera. Yo quería volver a ser una loba otra vez.

A pesar de la certidumbre que haría lo que tenía que hacer, dudé. Sabía que lo que estaba a punto de realizar era un acto de traición, un acto punible. Sin embargo, estaba desesperada. Necesitaba cumplir con mi parte del trato y llevar a la cama a Julieta; entregarla a Jorge Larraín, mi jefe. Sólo así evitaría un posible despido o que mi jefe me maltratara laboralmente. Era nuestro acuerdo de paz entre Jorge y yo. Y así podría concentrarme en mi ascenso, tal vez lograr una jefatura. Con un poco de tiempo y tranquilidad podría, como había logrado mi esposo, aspirar a ser socia adjunta de la firma.

Cumpliendo mi parte del acuerdo sería el inicio de la realización de mis sueños. Estaba segura que llegaría la estabilidad laboral y económica; lo que me permitiría tener una vida normal, un matrimonio normal. Sólo necesitaba aprovechar que mi marido estaba fuera del país y pasar una única noche con mi jefe y mi becaria. Eran pequeños sacrificio: un desliz que enterraría en el pasado. Nadie se enteraría, nadie debía enterarse. Sepultado el muerto, todo quedaría en el olvido; sólo el futuro al frente.

Pero quedaba poco tiempo. Tenía hasta el viernes por la noche, solo un día para lograr mi objetivo. Por lo tanto, debía progresar con Julieta. Tomé la dosis de droga y con mis uñas y dedos molí el éxtasis en la copa de mi becaria. Con un dedo la mezclé tanto como pude en esos apremiantes segundos. Luego llevé una dosis de éxtasis a mi boca y la tragué. Me chupé los dedos, sintiendo el sabor de la droga. Lo hice para no sentir que traicionaba de tan mala forma a Julieta. De esa forma Julieta y yo estaríamos, en cierta forma, igualadas.

—Toma tu copa, preciosa —le dije a mi becaria—. Ahora hagamos un nuevo brindis.

—Salud —dijo Julieta.

—Salud —respondí, mi corazón latía muy fuerte—. Por nosotras.

—Por nosotras —repitió.

Seguimos bebiendo a sorbitos, cuidándonos, y probándonos ropa. Compramos unas sandalias y un vestido de fiesta dorado para Julieta y para mí un crop top blanco muy sugerente. En ese minuto, propuse comprar lencería. Algo súper sexy , aconsejé, y Julieta estuvo de acuerdo. Mi becaria se marchó con una vendedora y yo me senté. Me sentía achispada por la botella de champaña y tuve que beber de una botella de agua que nos habían dejado. Esperaba diluir un poco el alcohol.

Dejé que los minutos pasaran para tranquilizarme y poner mi mente en orden. Me sentía sofocada. Era un día brillante y caluroso de verano, me sentía alegre y jovial: una especie de júbilo. Tal vez era el éxtasis, pensé. Comenzaba a hacer efecto en mi cuerpo. Bebí más agua, a largos sorbos.

Justo en ese momento, recibí un llamado. Era mi esposo. Dudé en atender, pero lo hice finalmente.

—Hola, amor —respondí al teléfono—. Que linda sorpresa tu llamada. Te he echado de menos.

—Ana, mi vida —le escuché decir a Tomás por el teléfono. Su voz era tan varonil, me encantaba—, yo también te extraño terriblemente…

Seguimos hablando. Conversamos unos minutos, permitiendo que fuera mi esposo el que liderara la conversación, que hablara a destajo. Me encantaba escucharlo y yo no quería hablar para que no se notara que había bebido. Pues tenía claro que había prometido no beber. Pero había tantas promesas que esos días había quebrantado.

—¿Cómo está el tiempo en Texas? —pregunté, para que el siguiera hablando.

Debo reconocer que también le deje hablar porque estaba aún un poco molesta con Tomás. Por la foto en el diario ese, en la que aparecía en otra esquina su ex novia. Traté de mantener la mente fría y clara. Mi corazón latía fuerte al escuchar la voz de Tomás. Había en mí una mezcla de ansiedad y desamparo. Quería a mi esposo a mi lado y sin embargo estaba enojada. Por dejarme en casa, sola; por marcharse en ese viaje al extranjero; por no saber qué hacía ni con quien estaba ¿Me estaría engañando? No podía estar segura. A pesar de todo lo que sentía, logré hablar de buena forma con mi esposo.

—¿Cómo están las negociaciones? —le pregunté.

—Bastante bien —dijo—. Terminaremos antes de tiempo, lo que nos dará un día o dos para afinar detalles.

—Que bien. ¿Y encontraste a alguien conocido en el viaje? —pregunté, esperando que mi esposo mencionara a su ex.

—Sí, pero es gente del trabajo —contestó—. Todos piensan en sacar adelante este trato. Nadie tiene mente para hacer vida social. Además, quiero volver pronto a casa.

—Que bueno, amor. Quiero verte pronto —dije, un poco frustrada por no saber con quién se reunía mi marido.

La conversación con Tomás Matías siguió derroteros dispares, mediante preguntas y respuestas muy calculadas de mi parte. A pesar de eso, fue un dialogo cariñoso, de evidente amor y con una breve narración de nuestro día. Por supuesto, tuve que mentir y omitir muchas cosas. Pero todo lo que narré fue muy común de un día de oficina en un bufete de abogados. Mi esposo lo creyó. Él también es abogado y entiende.

—¿Así que trabajarás el viernes hasta tarde? —preguntó Tomás.

—Sí, hoy y también mañana. Pero te llamaré un ratito antes de dormir —dije—. Ese día quiero acostarme temprano y dormir mucho. Quedarme en la cama hasta tarde. Ha sido una semana muy estresante.

Aquella mentira preparada era una forma astuta de encubrir mi salida del viernes por la noche.

—Descansa, amor. Cuídate.

—Lo haré, cariño —dije, cuidando mis palabras.

—Llegaré el lunes por la noche —dijo mi esposo—. ¿Me irás a buscar al aeropuerto?

—Por supuesto, cariño —respondí—. Por supuesto. Ya quiero que sea lunes para verte.

—Yo también.

Hablamos un poquito más y terminamos la llamada. Me quedó claro que Tomás no sospechaba nada. Lo había engañado de manera perfecta. Eso me hizo sentir más segura de mis pasos.

En tanto, Julieta ya había regresado al probador. Deambulaba frente al espejo con un sexy baby doll. La muchacha de cabello rojo y largas piernas parecía creer que el mundo le pertenecía. Su habitual timidez había desaparecido. Mientras Julieta estaba en eso, yo busqué un par de prendas de lencería con la vendedora y regresé al vestuario. Aprovechando la intimidad del probador, me desnudé sin importar que Julieta estuviera ahí. Ella me observó sorprendida y con cautela.

Completamente desnuda, me observé en el espejo. Mi piel estaba dorada por los días de sol en la piscina. Mis senos grandes desafiaban la gravedad, con el pezón, pequeño y rosado, alzándose e invitando a ser probado. Mi estrecha cintura y mi plano abdomen se habían beneficiado con el gimnasio, así como la natación mantenía sanas y torneadas mis largas piernas. Giré y me mostré orgullosa de mi culo de glúteos redondos y generosos. Sin duda, era un culo digno de las alabanzas que casi diariamente recibía en la calle. Un cuerpo sin señales de estrías, grasa o defecto. Pero nada de eso para mí era más importante que mi rostro de muñeca enmarcado en mi cabello largo, sano y trigueño: piel sana, nariz elegante, ojos grandes y turquesas, labios carnosos, pómulos y mentón definidos. En ese momento me sentía irresistible.

—¿Cuál me pruebo? —pregunté a mi becaria, señalando los dos conjuntos de lencería que había traído (uno blanco y otro negro).

Julieta me observaba con la boca abierta, repasando mis formas con un brillo extraño en la mirada. Ahora la becaria vestía un bonito conjunto de lencería rojo, muy sexy.

—El blanco —logró balbucear Julieta.

Empecé lentamente a vestir el sostén y luego el calzón, acomodando las tiras y accesorios como el liguero y las medias. Me calcé unas sandalias de correa dorada y caminé hasta el amplio espejo, junto a Julieta. Me veía muy sexy. Giré moviendo las piernas con lenta gracia, como si estuviera frente a una cámara de televisión, como si hubiera un millón de personas que me observaban atentas, sólo a mí.

—Te queda perfecto, realmente muy bien —dijo Julieta, bebiendo sorbitos de su copa.

Yo la miré. Ella también se veía muy sexy en la lencería roja. El push up subía bastante su busto, agrandando las redondas formas y engañando al observador. Además, su culo en aquella pequeña tanga destacaba de forma espectacular.

—También te ves maravillosa, querida —le dije a mi becaria—. Las dos estamos irresistibles; parecemos unas diosas ¿no? —bromeé.

—Sí. Es verdad. Está muy bonita esta lencería —dijo Julieta.

—Y la tela es muy suave —aseguré—. Siéntela.

Tomé la mano de Julieta y se la llevé a la copa de mi sujetador. Hice que me tocara. Julieta se sorprendió y con cierta timidez empezó a tocar la tela. Su contacto era tierno, con demasiado miedo todavía para explorar a cabalidad lo que yo le ofrecía.

—¿Y qué tal la suavidad de tu sujetador? —pregunté.

No esperé a que contestara y toqué el bretel rojo que usaba mi becaria. Desde ahí avancé hasta la parte inferior del seno, siguiendo las costuras de la prenda.

—Incluso la costura se siente muy suave —dije para disimular mis intenciones.

—Tu sujetador también es muy suave —confesó Julieta.

Aproveché un instante para acariciar su espalda baja y probar la suavidad de la tanga de Julieta. Y también un roce muy breve de su culo. La joven se erizó, tensando su cuerpo.

—Juli, cariño, ¿te incomoda que te toque? —le pregunté.

Mi pelirroja becaria se mordió el labio.

—Creo que no —contestó—. Es solo que es extraño. Somos dos mujeres y además, Ana, tú eres mi superior.

—No lo veas como algo extraño —le pedí—. Y además, no te dije que quería que fuéramos buenas amigas.

Julieta asintió. Su pálida mano estaba detenida en mi seno derecho, intentando abarcar toda su redondez. Algo imposible para su mano delicada.

—Desde el día que te conocí sentí que eras especial —confesé—. Contigo puedo ser yo misma; siento que podemos contarnos todo, que podemos compartir juntas nuevas experiencias ¿Te parece eso algo extraño?

—No lo sé —dijo Julieta—. Pero yo también siento que tú eres especial.

Le acaricié el rostro con mis dedos, lo hice con la yema, rozando las mejillas, la nariz y los finos labios.

—Lo ves —aseveré—. Somos espíritus afines.

—¿Lo somos? —preguntó mi joven becaria.

—No lo dudes —dije—. Lo somos.

Julieta desvió la mirada.

—¿Qué puedo hacer para que me creas? —pregunté—. ¿Para que me mires a los ojos con la sinceridad de tu alma?

Noté que Julieta respiraba de forma rápida y entrecortada, que cerraba los ojos. Entonces, aprovechando esa actitud sumisa, tomé su rostro entre mis manos y lo posicioné de frente a mí.

—Eres hermosa —le dije.

Acaricié sus labios, sus mejillas y me acerqué a ella con mi boca. La besé breve y suavemente, más una tentativa de ataque que una refriega real.

—Eres muy hermosa —repetí.

Me retiré un instante para comprobar su reacción. Al notar que no había pizca de rechazo, de inmediato, la volvía besar. Fueron varios besos, todos de ellos breves y castos. Con cada segundo nuestros cuerpos, sin embargo, entraban en un círculo de intimidad. El toque de su mano sobre mi seno hasta ese momento había parecido espectral, no obstante, los dedos de mi becaria apretaron la carne, tanteando toda la piel que podía. Me sorprendió esa repentina y nueva actitud de Julieta. Con la otra mano la pelirroja joven me tomó de la cintura. Intuí que reaccionaba así a mis besos, con cierta vehemencia. Yo, que quería seguir controlando la situación, la tomé por el cuello, acariciando la nuca. Ella abrió los ojos y yo aproveché para devolverle una mirada intensa y misteriosa. Acaricié su rostro, también su cabello. Sentí que la tenía, que estaba hipnotizada. Mis manos tocaron su piel con cariño y cuidado. No quería que pensara que quería aprovecharme de la situación. Quería que Julieta viera mi acercamiento como algo romántica.

—¿Te puedo besar? —susurré con voz ronca.

Ella asintió y luego en un susurro dijo:

—Sí. Bésame, por favor.

Toqué sus labios con mi labio inferior, posando mis besos en su boca con estudiado respeto, como si de pronto yo descubriera que la amaba o como si ella fuera una doncella tan pura que yo tuviera miedo de corromperla. Esa actuación, aquella argucia, funcionó como esperaba. Fue Julieta quien vino hacia mí, suplicando con todo su cuerpo mis besos. Mi becaria me besó, largamente, como si me hubiera deseado siempre. Me congratulé y la besé con una lujuriosa alegría.

Dejé que Julieta me acariciara mi seno derecho, que me tomara posesivamente mi cintura. Yo la tomé de la cintura, palpando en círculos la piel, como si la besara con la yema de mis dedos. Nos besábamos cada vez con más pasión, sus manos continuaban en la misma posición (seno derecho y cintura). Apretaba con más y más confianza, me tocaba y apretaba mi carne, probando la firmeza.

Yo en cambio, empecé a recorrer su cuerpo. Toqué por primera vez sus senos, la firmeza de su trasero redondo y voluptuoso.

—Aaaaahhhh —gimió cuando mis dedos reptaron por un pezón.

Dejé sus labios y empecé a besar su cuello. En el espejo podía observar nuestros cuerpos casi desnudos, cubiertos sólo por esa sensual lencería. Escasa tela en colores níveos y escarlatas que se ajustaban a voluptuosos cuerpos de mujer. Yo tenía a Julieta contra la fría superficie, pero era ella quien me tenía cogida. Ella seguía tomándome desde la cintura, manoseando mi seno derecho con fuerza y produciéndome una sensación deliciosa.

Me sentía como una vampiresa, un monstruo que había hechizado a su víctima y ahora estaba a punto de devorarla. Sólo que yo no era un monstruo sino una sensual mujer, una hembra lasciva y voluptuosa; una mujer de magnos senos, en lencería blanca; con el culo redondo y las piernas seductoras. Y su víctima era otra mujer, casi tan sensual en su lencería carmesí y casi tan lasciva como la anterior.

Estábamos las dos solas en aquel amplio y lujoso vestidor. Rodeadas de espejos, de cortinas y floreros con flores blancas y lilas; de faldas cortas, top platinados y sandalias de tacos larguísimos en los sofás; de copas y botellas de champaña. La luz caía sobre nuestros sensuales cuerpos, sobre la lencería que realzaba nuestras curvas femeninas. Nuestros pies iban adelante y luego atrás, nuestras largas piernas se rozaban y nuestras bocas se buscaban. Seguíamos besándonos, con las respiraciones más entrecortadas, con el aire faltándonos por el deseo. Sin embargo, de pronto la magia se rompió, pues escuchamos pasos afuera.

—¿Todo bien? —dijo una vendedora, interrumpiéndonos.

Nos separamos y nos miramos nerviosas. La mujer se tomó unos segundos, suficientes para que alcanzáramos a cubrirnos con unas batas de satín. La vendedora entró.

—¿Necesitan algo más? —preguntó servicial.

—Queremos comprar esto —contesté, señalando un grupo de ropa que habíamos apartado antes.

Julieta se había retirado a la otra esquina del probador.

—Muy bien —dijo la dependiente del local—. ¿Algo más?

—No, todo está perfecto —respondí—. Ya salimos. Hemos decidido que hemos abusado de su hospitalidad. Denos cinco minutos, por favor.

—No se preocupe —dijo la mujer. Y se fue con la ropa.

Miré a Julieta y noté que mi becaria estaba nerviosa.

—Debemos irnos —le dije—. Compraremos la lencería… también esas sandalias y aquellos zapatos. Elige algo más, lo que quieras; yo pagaré todo. Hablaremos afuera, en mi auto. Ahora, vístete. Vamos.

Julieta se quitó la lencería y se puso su ropa. Yo hice lo mismo, sin molestarme en ocultarme. Quería que ella viera mi cuerpo, que me deseara. Noté que mi becaria espiaba cada zona de mi cuerpo, trasluciéndose aún un poco de la lujuria que había demostrado.

Pagué y salimos de la tienda. La conduje de la mano hasta mi BMW y nos pusimos en marcha. Conduje en dirección a casa de Julieta.

—¿Qué pasará ahora? —preguntó. Llevábamos un par de minutos en silencio.

—Ahora mismo, no pasará nada —contesté.

Noté su decepción.

—Pero el viernes en la noche, quiero que salgamos las dos —dije—. Ahí tal vez podamos continuar con nuestra aventura.

—¿Por qué el viernes y no hoy? —preguntó Julieta como una niña desconfiada.

—Porque así tendrás tiempo para meditar lo que hemos hecho… lo que haremos —le dije—. Tú me gustas, Julieta. No quiero que pienses que esto es solo un juego.

—Sé que no lo es —aseguró mi becaria.

Que inocente, pensé. Detuve el automóvil a un costado del camino, bajo sombríos escaparates. Ahí volví a besarla.

—El viernes tengo un compromiso. Debo acompañar a Jorge Larraín a una velada. Quiero que tú nos acompañes, que seas mi chaperona —le dije.

—¿Chaperona? —preguntó Julieta—. No entiendo.

—Te diré mañana —le dije—. Mañana saldremos a comprar ropa de fiesta y luego continuaremos con lo que dejamos inconcluso el día de hoy ¿te parece?

—¿No entiendo? ¿Qué tiene que ver Jorge Larraín en todo esto?

—Tienes que estar tranquila —le pedí—. ¿Confías en mí?

Julieta se tomó unos segundos.

—Creo que sí —contestó.

—Pues quiero que confíes en mí —me apresuré a decir—. Además, me gusta estar contigo… A ti, ¿Te gusta estar conmigo?

—Claro que me gusta estar contigo. Eres una mujer hermosa. Te viste muy bien y eres súper interesante. Te deseo, Ana —respondió de manera vehemente la becaria—. Lo único que quiero ahora es estar contigo, al menos una vez.

Sea por la lujuria, por el alcohol o por la droga, mi becaria había perdido completamente su timidez. Parecía demasiado sincera.

—Entonces, confía en mí —dije y volví a besarla—. Debes esperar un poco, sólo un poco.

—Hasta mañana.

—Sí, hasta mañana viernes —respondí.

Besé a mi becaria otra vez. Entonces, con estudiados movimientos, fingiendo timidez y vergüenza, abrí mi blusa. Con mis dedos temblando, muy lentamente, removí el sujetador de mi seno derecho. De esa forma, expuse el pezón y lo acaricié para Julieta, exhibiéndome en el asiento de conductor.

—Puedes tocar o probar si quieres, pero sólo un poco —dije, con el rostro ruborizado—. El resto lo tendrás mañana… si te lo ganas.

Julieta estiró la mano y agarró mi seno. Luego inclinó su cuerpo sobre el mío y tomó mi pezón entres sus labios. Chupó y lamió mi seno. Yo la dejé hacer durante un par de minutos. Afuera los autos iban en ambas direcciones y por la calle los peatones avanzaban sin prestarnos atención. Adentro del BMW, se podía escuchar la succión de la boca sobre mi seno. Me sentía acalorada, era tiempo de ponerle fin. La detuve y le hice retroceder a su asiento.

—Mañana en la noche me acompañarás ¿cierto? —susurré.

—Lo haré.

Le di un beso.

—Gracias.

Me reacomodé la ropa y me senté bien en el asiento del conductor. Puse en marcha a su casa, donde dejé a Julieta. Al despedirnos, fue ella quien busco mis labios.

—¿Me llamas? —dijo, antes de bajarse del auto.

—Yo te llamo —respondí.

La dejé marchar. Estaba feliz. Julieta estaba en mis manos.