Ana, la buena esposa (18)

Una sensual mujer duda entre la fidelidad que le debe a su esposo y la retorcida vida que le dará ese oscuro placer que parece necesitar.

Ana, la buena esposa (18)

1

Esa noche, en algún momento, empecé a soñar. En el sueño, hacía el amor con mi esposo en nuestra cama matrimonial. Tomás estaba sobre mí y yo le recibía con las piernas abiertas y mi coño brillante por la humedad. Nos movíamos entre sábanas de terciopelo. Yo gemía muy bajito y la respiración de mi esposo la escuchaba en mi oído. Estaba disfrutando de su virilidad y de su cariño. Lo disfrutaba de verdad y todo me parecía muy excitante. Era de los mejores sueños que había tenido en mucho tiempo. Sin embargo, la puerta de la habitación se abrió de improviso y un hombre viejo y desnudo entró a la habitación. Me sentí súper sorprendida y confundida. Especialmente porque Tomás dejó de follarme y se levantó, dejándome en la cama. El viejo entonces camina, acercándose. Se sube a nuestro lecho y se me monta encima. No sé por qué le dejé. No me opuse a que pusiera una verga oscura sobre mi coño. Ante la mirada indiferente de mi marido, el viejo comenzó a follarme. Yo no sé qué pasaba, no comprendía por qué Tomás no reacciona. Mi esposo empezó a vestirse y a llenar una maleta con ropa mientras el viejo me seguía follando. Lo peor es que no pude detenerme, pues estaba cerca del orgasmo. Mi marido se va y me deja ahí. Yo lo dejo ir, no quiero parar de follar.

No es el único sueño de ese tipo que tengo antes de despertar.

Luego de una noche calurosa y confusa, despierto aterrada. Era como si alguien me hubiera abierto los ojos. Comprendí que había hecho algo terrible; que había cometido demasiados errores. El miércoles anterior y toda la maldita semana había sido un gran error. ¿Qué diablos estaba haciendo? No podía creer que hubiera aceptado la propuesta indecente de mi jefe. No podía creer que hubiera intentado seducir a Julieta. No podía creer que hubiera participado en una masturbación mutua con un adolescente; que estuviera tonteando con el conserje de mi urbanización. Dios, ¿En qué estaba pensando?

A pesar que Tomás estaba fuera del país por trabajo, había muchas formas de ser descubierta y que todo terminara en un gran escándalo. Si alguien conocido me hubiera visto, si un familiar de Tomás hubiera sido testigo de mis coqueteos. Era verdad que casi toda la familia de mi esposo vivía en su ciudad natal. Pero la capital era un lugar de ida y venida, de transito para muchos viajes y trámites. Era cosa de tener mala suerte. Y si en uno de esos viajes, la hermana de Tomás o su hijo o alguien más me descubría siendo cortejada por otro hombre o coqueteando como una adolescente enamorada ¿Cómo podría solucionarlo? ¿Sería posible solucionarlo?

En el pasado, con esfuerzo había cultivado una imagen de belleza, seriedad e inocencia; de esposa leal e intachable. Había tenido que vestirme con prudencia para atenuar las voluptuosas cualidades de mi cuerpo y así mostrarme como una mujer respetable, para que mi trabajo se tomara en cuenta. Al entrar en el bufete, mi actitud no gustó del todo. No logré muchos amigos. Decían que era una persona fría y altanera. Realmente me sentía aislada y estresada. Mi buen cuerpo y mi rostro siempre habían abierto muchas puertas, pero ahora no era así y yo quería dejar de lidiar con esa idea preconcebida de mí: que conseguía mis metas gracias a mi belleza. Realmente quería esforzarme para ser una buena profesional. Lo intenté. Realmente hice la intentona de no vivir por las apariencias. Al menos hasta que Jorge Larraín me convenció de lo contrario: de que debería usar cualquier método para lograr mis objetivos.

Desde que dejé de luchar contra aquella preconcepciones, desde que dejé mi suerte en manos de mi jefe y de aquel romance prohibido, las cosas pasaron a una velocidad vehemente. Fueron meses de descontrol donde sin embargo me apunté muchos aciertos profesionales. Me hice cierto renombre y logré contactos con gente importante. Por cada golpe de fortuna eso sí, cometí desaciertos familiares. Follé con otros hombres, también con mujeres. Empecé a salir de fiesta y consumir drogas. Empecé a mentir y a engañar a Tomás hasta que mi esposo empezó a sospechar. Mi vida se transformó en tratar de complacer a muchos hombres mientras trataba de buscar un nuevo subidón sin que se enterara mi esposo y mi familia. Eso no podía durar demasiado. No duró demasiado. Luego llegó la crisis y la terapia de pareja: las promesas de ser mejor esposa y mujer. Por algunos meses todo mejoró, al menos en mi matrimonio. En el trabajo, por supuesto, todo empeoró.

Pero ahora, por mi ambición y mi falta de fortaleza, había fallado. Por suerte todavía estaba a tiempo para parar. Podía aún expiar todos los pecados y ser quien se suponía debía ser: una buena esposa.

2

En la ducha, tras un largo despertar, me sentía como una idiota y una mala mujer. Si se enteraba Matías me exigiría el divorcio de inmediato. Un miedo helado me recorrió la espalda. Qué demonios me pasaba. Me estaba comportado como una cualquiera. No sé cómo se me había ocurrido que todo iba a salir bien. Yo era una mujer educada, inteligente y estaba casada con un buen hombre. Mi deber era ser la mejor persona, la mejor profesional. Pero no lo había logrado. Ahora necesitaba enmendar toda la mierda que le había traído a mi honor y a mi matrimonio.

Me vestí de la forma más profesional posible. Ropa interior que no se marcara ni se notara. Falda larga y suelta de color azulina, camisa blanca bien abotonada y una chaquetita que combinaba. Zapatos negros de taco mediano. Me maquille y peiné de forma discreta; utilizando unos aros de perla con un collar a juego y mi anillo de matrimonio. Nada más. Mientras me miraba al espejo repetía un discurso. Hablaría con Jorge Larraín. Le diría a mi jefe que no cumpliría con el trato, que quería ser una buena mujer, una buena esposa. Si era necesario, renunciaría.

Creí estar muy decidida, pero mientras pensaba en lo que iba a decir el cuerpo me empezó a temblar. Los nervios me atormentaban. Pensaba en todo lo que perdería, en quedar desempleada. Pensaba en lo que diría la gente de mí. Tendría que rebajarme a un puesto en alguna oficina pública o en un bufete menor. Seguro que sería así. Encontrar otro empleo como el que tenía o conseguir un puesto mejor, como el de mi esposo, sería algo imposible. No a menos de tener un montón de suerte o unos contactos muy influyentes.

Me subí al auto pensando en lo peor. En todo lo peor. En que mi esposo me descubría y que me pedía el divorcio. En perderlo todo. En que mi familia y mis amigos se escandalizarían. En que mi jefe, el conserje o algún amante empezarían a hablar de mí. Habría rumores de mí, tal vez fotos o videos. O algo peor. Los rumores terminarían difundiéndose en los juzgados y en los burós de abogados y terminaría siendo una abogada pobretona, una mujer sin brillo ni poder.

Me estacioné en los estacionamientos subterráneos del moderno edificio que alojaba al bufete y me quedé paralizada. Tenía que terminar con aquella locura y decirle a Jorge que no follaría con él. Con firmeza le diría que sería fiel a mi esposo. Que no volvería a ser una mala mujer. Que no sería una puta. Debía hacer todo aquello, rechazar a mi jefe por el bien de mi salud física y mental, por el bien de Tomás Matías, por el bien de mi matrimonio. Lo haría. Debía hacerlo.

—Seré una buena esposa.

3

Subí hasta el piso y caminé entre abogados y secretarias. Hombres y mujeres me saludaban, me preguntaban cosas y yo respondía sin pensar. Entré a mi oficina y cerré la puerta. Me paseé ahí unos minutos, entre los muebles, para darme valor. Debía ponerle un fin a toda esa locura. Mientras antes mejor.

Me dirigí hasta la oficina de Jorge Larraín. María Luisa, la secretaria de mi jefe, no estaba y toqué la puerta. Adelante, dijo una voz masculina. Me arregle la chaquetita y entré. Cerré la puerta tras de mí. Me paré entre la puerta y un amplio escritorio iluminado por la luz que entraba desde el ventanal. Las cortinas de tela blanca y de franjas vertical estaban a medio cerrar. Se podía ver los otros edificios y el centro de la ciudad. Detrás del escritorio estaba Jorge. Se le veía muy elegante vestido con un traje gris y con una corbata azulada. Era un hombre ancho y en ese instante me pareció imponente como un rey. Mi jefe me observaba desde su asiento.

—Buen día, Ana —dijo sonriendo de forma lasciva—. Dime a qué debo esta agradable visita.

No supe que decir. Me quedé ahí, de pie y tiritando. Súper nerviosa. No sabía cómo decirle a Jorge que quería romper nuestro acuerdo. Que no follaría con él ni con Julieta ni con nadie excepto mi amado esposo. Al parecer, mi jefe debió intuir mi conflicto. Su sonrisa se borró y su expresión se volvió iracunda.

—¿Qué mierda pasa, Ana? —alzó la voz.

—Yo… yo… —la voz me temblaba—. Jorge… Yo… yo no…

Jorge se levantó.

—No. No me hagas esto, Ana —dijo.

Se puso de pie y se puso a mi lado de cuatro rápidos pasos.

—Estoy muy nerviosa, muy confundida —confesé, temerosa—. No creo que pueda…

Mi jefe tomó mis manos heladas, me miró a los ojos. Al contrario de mí, Jorge parecía seguro y templado; su carne se sentía muy sólida y estaba muy caliente. Esa calidez, incluso el atisbo de su ira, me calmó. Pero solo un poco, pues estaba a punto soltar el llanto. Me contuve por orgullo.

—Estoy tan nerviosa —repetí—. No creo que pueda hacerlo…

—Claro que puedes —aseguró Jorge—. Lo que necesitas es calmarte. Lo que necesitas es…

Jorge soltó mis manos y corrió a su escritorio. Revolvió en los cajones y sacó un par de sobres. Luego, despejó de papeles la mesa.

—Cierra la puerta con seguro, Ana.

Retrocedí hasta la puerta y observé a mi jefe inclinado sobre la mesa del escritorio. No veía que hacía, pero lo imaginaba. Me quedé ahí, pensando en que debía salir de aquella oficina. Tenía que irme. Necesitaba irme lo antes posible, pensé. Era imprescindible alejarme de Jorge y de hombres como él. Huir era imprescindible para ser la mujer que mi esposo quería. Entreabrí la puerta y di un paso al frente.

Sin embargo, no salí. Volví a cerrar y moví el cerrojo. Luego empecé a caminar hasta mi jefe.

—Aquí tienes algo que te calmará —aseguró Jorge—. Esto te pondrá muy feliz.

En la mesa, sobre una placa de cristal, había un tubito de metal y cuatro líneas de polvo blanco. Cocaína. La droga parecía tan inofensiva así. Tan inocua.

—La mejor calidad para nosotros —dijo Jorge—. Lo mejor para la mujer más hermosa.

Dudé. Durante los últimos tiempos me había alejado de todo aquello que pusiera en peligro la felicidad de mi matrimonio. Había puesto distancia de la droga, del alcohol y de los hombres como mi jefe. Durante semanas había visto documentales de drogadictos, hombres y mujeres que habían perdido trabajo y familia por causa de la cocaína y del alcohol. Pensé que con aquellas duras impresiones de los adictos ya no volvería a sentir el deseo de consumir. Pero no fue tal como yo pensaba. Una parte de mí quería salir corriendo, alejarme de aquella mesa. Si hubiera estado cerca Matías, hubiera salido corriendo a sus brazos. Si hubiera tenido un amigo cerca, hubiera salido en busca de su ayuda. Pero no tenía a nadie. Estaba sola. Todo dependía de mí.

—¿Qué esperas, Ana? —escuché decir a Jorge—. Que esto no le hace mal a nadie. Mírame a mí… esnifé un poco hace un rato y estoy mejor que nunca.

Jorge tomó el tubito de metal plateado y se inclinó para aspirar dos líneas. Sonrió al enderezarse, pasándome el testimonio.

¿Cuántos meses me había resistido a aquello? ¿Cuántos meses había sido fuerte? ¿Y ahora iba a rendirme? ¿Lo haría? Lo había hecho todo por mi esposo, por Tomás ¿Acaso no era capaz de resistirme un poco más? ¿Por él? ¿Por nosotros?

Tomé el canalillo y lo sopesé entre mis dedos. Era pesado. Seguramente plata de la mejor calidad. Luego miré la cocaína. Las líneas. Las blancas líneas de coca que me invitaba a probarlas. Sentí un pequeño empujoncito de mi jefe.

—Vamos, Ana —dijo—. No hay mucho que pensar.

Pues no. Me incliné sobre la mesa, haciendo una reverencia y colocando con cuidado el tubito sobre mi nariz. Me detuve a un centímetro de la cocaína. Fue un instante de duda. Luego, apegué el tubo de metal a la superficie del vidrio y lo llevé a una raya de coca. Esnifé la primera línea. Luego esnifé la otra. El polvo me picó en la nariz. Sentí que la sustancia invadía mi cuerpo, lentamente. Muy lentamente al principio.

—Ves… no era la gran cosa —la voz de Jorge sonó llena de verdad—. Ahora, toma estos dos contratos y pídele a María Luisa que haga tres copias. Luego vuelve a conversar conmigo. Escucharé lo que tengas que decir.

Como una autómata empecé a caminar hacia la puerta. En mitad de la oficina, al pasar junto a  Jorge, sentí una fuerte palmada en mi trasero.

—Vamos, rápido. No tengo todo el maldito día —bromeó Jorge. Su cara era pura alegría.

Le miré sin saber cómo responder. Asentí. Mi cuerpo no me respondía. Mi mente estaba como en el limbo. Mi consciencia esperaba sólo una cosa: el subidón. Sabía que pronto algo sucedería. Mis sentidos estaban tirantes como cuerdas de violín que han sido repentinamente tensadas.

Caminé hasta encontrar a María Luisa y le pasé los contratos para que hiciera las copias. Luego, hablé con alguien, un informático. Algo relacionado con el respaldo de mi computador. Empecé a hablar levantando la voz. Respiraba profundo. De regreso saludé a una colega. Nos pusimos a hablar. Mientras platicábamos animosamente, noté como el nerviosismo desaparecía. Se desvanecía. El corazón latía muy fuerte, en mi pecho. Tuve que controlar mi respiración, la forma en que hablaba. Tenía que disimular lo que pasaba. La tensión aumentó más y luego pareció que las cuerdas de mi interior se rompían. Entonces, sentí un gran relajo y una gran tensión. Y quedé ahí en medio, liberada de todo. Era una sensación artificial, casi irreal, súper poderosa. Y sin embargo, sentí miedo. Mucho miedo de lo que pasaría.

—No te preocupes, yo llamo al cliente y lo soluciono hoy mismo —le dije a mi colega.

—Gracias, Ana. Eres la mejor —le escuché decir.

Un halago. Un único halago de aquella colega y la sensación de miedo y el peligro vacilaron. El miedo no duró. Seguí hablando cada vez más cómoda con la sensación de la droga. Mientras seguía conversando, me detuve a mirar mi reflejo en el vidrio de una oficina. Ahí estaba yo, hermosa y profesional. Sonreía. Yo era una mujer capaz de cualquier cosa. Sin duda, podría hacer lo que me pedía mi colega. Sin duda, podría ser la abogada que todos querían.

—Nos vemos —me despedí.

Caminé de vuelta al despacho de Jorge. No me molesté en tocar la puerta. Simplemente abrí y me adentré en la oficina de mi jefe. Cerré la puerta con llave y caminé con una seguridad que me había esquivado mucho tiempo. Cuando volví a enfrentarme a Jorge Larraín lo hice con una sonrisa de suficiencia en el rostro.

—Aquí están las copias del contrato —dije, arrojando las carpetas sobre el escritorio.

Jorge me miró en silencio. Tenía un lápiz entre los dedos y golpeaba con la punta una hoja en blanco apoyada sobre el escritorio. Dejaba marcada un punto cada vez que sacudía la punta. No sé por qué me pareció algo tan importante en ese momento.

—¿Todo bien? —preguntó.

—Sí, todo bien —respondí con voz acelerada. Las palabras se atropellaban.

—Entonces… ¿Querías decirme algo? —mi jefe no me quitaba los ojos de encima.

Me acerque al escritorio y pasé mi mano por el escritorio, como examinando el polvo de la superficie. Estaba súper limpio. Continué moviendo las yemas sobre la mesa, siguiendo el contorno y caminando alrededor hasta quedar justo al lado de mi jefe. Jorge echó la silla hacia atrás para darme espacio.

—¿Cómo están tus hijos, Jorge? —pregunté a mi jefe.

—Bien.

—¿Y tu mujer?

—Bien también. De viaje.

—Mi marido también —confesé.

Me mordí en labio inferior, juguetona y nerviosa. Pero era otra clase de nerviosismo.

—¿Dónde anda Tomás? —preguntó Jorge.

—En Houston por una fusión —contesté, las palabras se atropellaban al hablar.

—Vaya —mi jefe sonrió—. ¿Hace cuánto estás solita?

—Hace casi una semana —respondí.

—Una semanita… —dijo mi jefe—. Eso es una pena… dejar a una chica tan guapa en casa, sola y abandonada, es una pena… y también es peligroso.

—¿Peligroso? ¿Por qué? —pregunté.

Jorge sonrió.

—Es peligroso porque le pueden pasar cosas.

Sonreí, confundida.

—¿Qué cosas?

—Pues a una chica tan guapa como tú le pueden decir cosas… le pueden pasar cosas.

—¿Qué cosas? —volví a preguntar.

Jorge me miró largamente y luego esbozó una sonrisa.

—Pues le pueden pedir que suba su larga falda para mostrar sus piernas.

Estaba ahí parada, entre el escritorio y mi jefe, aún sentado en su silla. Detenida en el tiempo y el espacio. No creo que titubeara, simplemente quería darme un momento. Para el juego y la seducción. Tomé el vestido y lo subí, tomando la tela entre mis manos y dejando a la vista los muslos y en lo posible mi culote negro por delante. Jorge sonrió, complacido. Noté que le gustaba lo que observaba. Se le alegró hasta la mirada.

—A esa chica hermosa también le podrían pedir que se deje tocar —dijo mi jefe—. Le podrían pedir tal vez dejarse acariciar esas largas piernas.

Alzó una mano y acarició el interior de mi muslo derecho. Luego el muslo izquierdo con el dorso. Subió, lentamente. Su caricia era delicada y producía escalofríos en mi cuerpo.

—¿Qué más podrían pedirle a esa mujer? —pregunté, totalmente inmersa en aquel pérfido juego. Sujetando la falda sobre mi calzón negro.

—A esa mujer también le podrían pedir que se deje tocar más —aseguró—. Que no ponga ninguna resistencia.

Alcanzó mi entrepierna y con dos dedos empezó explorar esa zona. Por sobre la tela de mi culote, movía el dorso de las falanges sobre mi clítoris y a través de mis labios vaginales. Las sensaciones que producía el contacto eran placenteras. Desde el primer roce, mi cuerpo reaccionó con completa entrega. Si esa mañana había tenido dudas y se me había ocurrido resistirme a aquella vida de lujuria e infidelidad, ahora era todo lo contrario. Deseaba tener esa experiencia. La necesitaba.

—¿Te extrañé, jefecito? —dije sin pensar. Dejándome arrastrar por la excitación.

—También te eché de menos, Ana —dijo mi jefe.

Yo le miré; reíamos los dos. Sentí un calor que conocía, un ansia que conocía. Sujetando mi vestido a la altura de mi estrecha cintura, me giré. Le di la espalda, para que mi jefe mirara. Exhibí así mi culo. El calzón negro tapaba sólo la mitad de mis redondos y voluptuosos glúteos. Había descaro en mi actuar.

—Vaya pedazo de culo —le escuché decir.

Me apoyé en el escritorio, mirando hacia la puerta y dándole la espalda a Jorge. La mano de mi jefe se poso en mi nalga y apretó. Soltó y apretó, siempre un poco más fuerte. El manoseo fue a placer. Le dejé palpar, magrear, apretar. Una palmada resonó en la oficina y luego otra. El dolor me estremeció, pero también una repentina excitación. Un subidón.

—Que culo divino —dijo mi jefe, con la mano probando mi carne y echando a un lado la tela del culote.

Me incliné más hacia la mesa, inclinando bien mi cuerpo, parando la cola y ofreciendo toda mi anatomía a Jorge. Mi jefe no se demoró. Se movió en el asiento y se posicionó justo detrás, inclinándose para besar mis nalgas y probar mi carne con su lengua mojada. Con mi torso y mis manos y brazos apoyados sobre el escritorio, sentí su saliva bañarme la cola, de arriba abajo, también mi cadera y parte de mis muslos. Mi jefe bajó mi culote, que cayó hasta mis tobillos. Yo intenté abrir las piernas tanto como la tela de mi calzón me permitía.

—Al fin —dijo Jorge—. Al fin tengo esta joyita otra vez. Mírala…

Sus dedos acariciaron mi sexo. Primero mis labios y luego el clítoris.

—Está mojado, todo mojadito… tu coño esta mojado —aseguró—. ¿Me extrañaste, Ana?

Me demoré un momento en responder. Dejé de mirar la puerta para girar mi cuello. Observé de reojo a mi jefe atrás, ocupado, entre mis piernas y mi culo.

—Claro que te extrañé, jefecito —contesté con voz de niña mimada, como le gustaba a Jorge—. Extrañé tus dedos y tu boca… Tu lengua sobre mi coño…

Ante mis palabras, de inmediato la boca de mi jefe actuó. Sus labios probaron mi clítoris y su lengua repto de forma deliciosa sobre mis labios vaginales. Un dedo me penetró, pero no demasiado. Hacía círculos en la entrada de mi sexo, calentándome.

—Te has portado muy mal, Ana ¿Lo sabes? —dijo Jorge.

Dos dedos penetraron en mi coño. Fue tan de improviso que se me escapó un gritito.

—Lo sé… he sido una niña tonta y mala —aseveré—. Me merezco un castigo…

—Claro, te mereces un buen castigo —le escuché decir a Jorge.

Entonces, sentí una fuerte palmada en mi glúteo. Luego otra. Era una mano tan pesada que mi cuerpo se agitó, pero aguanté. En cierta forma sentía que lo merecía y en cierta forma me sumergía más en aquella lasciva borrachera. Jorge dio otros dos o tres guantazos sobre mi culo, produciendo fuerte chasquidos que llenaron la habitación. Sentí las nalgas ardiéndome y luego algo frío. Sentí unos labios y la barba sobre mi coño, la saliva. Mi jefe lamió ávidamente toda mi entrepierna. Besó mi clítoris y lamió mis glúteos. Yo sentía la carne ardiendo en las zonas donde él me había golpeado y también un frío cuando su saliva y su respiración se encontraban. Sin duda, estaba cada vez más caliente.

—¿Quieres tu beso negro, cariño? —preguntó mi jefe—. ¿Te acuerdas cuando me exigías que te lo hiciera? ¿Cuánto te encantaba un buen beso negro?

Yo no dije nada. La verdad es que estaba como atontada.

—Las últimas veces que follamos me pedías mucho que te lo hiciera. Eras casi una adicta —aseguró Jorge Larraín antes de hundir su rostro entre mis nalgas doradas por el sol estival.

No lo recordaba así. Pero quizás tuviera razón pues al sentir su lengua en mi ano mis piernas perdieron fuerza. Gracias a Dios esa mañana me había dado una buena ducha y todavía seguía limpia. Sabiendo eso pude abandonarme al placer. Tenía unas manos grandes en mis caderas, afianzadas con fuerza para darse apoyo. La lengua y los dedos de mi jefe se hacían un festín en aquella zona y yo no pude hacer otra cosa que empezar a gozar.

—Dios, tu fragancia —hizo notar mi amante—. Extraña un montón ese olor.

Sentí vergüenza de sus dichos. Vergüenza de estar así de mojada, de estar en esa situación. Una parte de mí intentó devolverme a la cordura. Sin embargo, la lengua de mi jefe hacía bien su trabajo y experimentaba un montón de placer. Y quería más. Llevé mi mano a mi clítoris y empecé a acariciarme. Quería todo el goce que pudiera tener.

—Que rico culo. En verdad te extrañaba, Ana.

—Yo también.

—¿En verdad me extrañabas?

La lengua de mi jefe subía y bajaba desde mi coño hasta mi ano. Daba vueltas ahí, allá. Me penetraba un orificio y luego otro. Dios mío. Sentía tanto placer.

—Sí. Te eche de menos, jefecito —respondí—. Te eché mucho… mucho… mucho de menos… aaha… ooaoaaahhh… oooooaaaaahhhh…

Me corrí. Dios. Me corrí apretando mi boca contra el escritorio para acallar mis gemidos y así no ser oída afuera.

Durante un minuto no supe de mí. Me envolví en aquel fogonazo. En un impulso de pasión, me giré y besé a mi jefe. Su boca estaba brillosa y húmeda, seguramente por mi corrida. Pero igual le morreé una y otra vez. Luego caí de rodilla en el suelo y sin pensar empecé a acariciarle la entrepierna. Tenía la verga dura, muy dura.

—¿Quieres tu premio, Jorge? —le miré a los ojos, esbozando una sonrisa maliciosa.

—Lo quiero —respondió.

Empecé a dar besitos sobre la el pantalón, recorriendo la entrepierna de arriba abajo. Estaba hecha una sinvergüenza, estaba en pleno subidón. Noté que mi calzón estaba a un lado, tirado y echo una madeja. Ignoré la prenda para besar la entrepierna de mi jefe. Estaba caliente y me sentía súper poderosa. Tenía el poder y podía hacer lo que me apetecía. Y lo que me apetecía era comerme una polla.

Abrí el cierre del pantalón y con decisión saqué la verga de mi jefe. Era un trozo de carne grueso, quizás un poco más grande de lo normal. La manipulé con una mano, moviendo aquel tubo caliente de arriba abajo. La moví de un lado a otro, observando aquel pene, examinándolo como si fuera un objeto digno de toda mi atención. Cuando lo único que me dominaba era la calentura, cualquier verga me podía parecer divina. Y la verga de Jorge Larraín, en ese momento y con lo cachonda que estaba, me parecía la mejor del universo. Le pasé la lengua y me la metí en la boca. Luego la saqué para darle otro buen lametón.

—Qué rica verga —dije, riendo casi.

—¿Te gusta? —preguntó mi jefe mientras magreaba mis senos sobre mi blusa blanca.

Chupé la verga, lamiéndola a lo largo, desde la base hasta el glande.

—Si… me encanta, jefecito —aseguré.

—Echaba de menos tus labios gruesos de puta… —dijo Jorge.

Me tomó del cuello para meterme uno de sus gruesos pulgares en la boca y luego darme un morreo lleno de saliva. Yo le seguí masturbando en todo momento.

—Estos morros gruesos están hechos para besar… y para chupar… —aseguró Jorge, mirándome a los ojos.

—Que rico que te gusten mis labios —susurré mientras seguía moviendo la verga con mi mano.

—Labios de muñeca —dijo Jorge—… labios inflados de puta…

—Si… tú puta… sólo tuya, jefe… solo tuya…

No sabía por qué hablaba de esa forma. No comprendía cómo era capaz de comportarme de esa forma. Tampoco me importaba en aquel momento. Con mi mano diestra tenía bien agarrada la verga mientras le daba lengüetazos. La otra mano la tenía en mi coño y me frotaba con fuerza el clítoris. Sólo quería obtener más placer, nada más. Aferré con fuerza el pene de mi jefe.

—Esta dura… —dije.

Tenía la verga bien metida en la boca, casi me tocaba la garganta.

—Pues si… me la pones así de dura, Ana —dijo, en susurros—… Ahora, sigue chupando… pero antes, desabotónate la camisa… quiero ver esas ricas tetas.

—Ok.

Me abrí la blusa blanca y dejé ver el sujetador de copa del mismo color. Realmente era algo conservador, pero realzaba muy bien mis grandes y redondos senos.

—Ábrete del todo… hasta el último botón —pidió—. Sácatela de la falda, déjame ver esa cintura de avispa.

Lo hice. Me quité la camisa y la dejé sobre la mesa.

—Vaya par de tetas —exclamó mi jefe—. Vaya cinturita….

Mi jefe me tomó desde la cintura, con las dos manos, y acarició la estrechez de mi talle.

—Eres como una muñeca —aseguró—. Y estas tetas… vaya par de tetas…

Una mano abarcó un seno y acarició la mama con posesividad. Metiendo los dedos bajo la copa del sujetador y rozando con los dedos mi pezón. Eso me encendió otra vez. Le tomé la mano y llevé los dedos a mi boca. Se los lamí y me los metí a la boca. Le llené esos dedos de saliva, sacando mi lengua.

—Tengo ganas de chupar —me escuché decir.

No podía creer que esas palabras salieran de mi boca, pero era así.

—¿Quieres chupar?

—Sí… por favor —asentí con insistencia mientras miraba la verga de mi jefe.

—Pues que nadie te detenga, guapa…

Otra vez volví a estar de rodillas, con mi jefe sentado en su silla y con la verga afuera del pantalón. Seguí chupando, desesperada e incansable. La verga de mi jefe estaba llena de saliva, sus testículos ahora también estaban llenos de saliva. Yo lamía cada centímetro de aquella entrepierna. Mi otra mano, la que no sostenía el pene de mi jefe, seguía dándome placer. Podía sentir mi sexo muy húmedo. Así no tardaría en darme un orgasmo.

Sobre el escritorio, el teléfono empezó a sonar. Continuó tintineando por largos segundos. Bajo aquel sonido agudo se escuchaba la succión de mi boca sobre la carne, también mis gemidos y los susurros de mi jefe. Jorge estaba a punto, lo conocía.

—Vamos, Ana… un poco más… sigue así… así.

—Así… mmmmgghhh… de este modo… mmmmmnnnghh….

—Si… así, mi putita… justo así…

—¿Quieres… que la meta bien profundo?... Así… aaaagggghhhmmmmmmmhhggggg…aaarrggg….mmmmmmnnhhgg… ah ah ah…

Entonces, le di dos lametones más y le moví un par de veces con mi mano y vi que mi jefe ponía los ojos en blanco. Su cuerpo se convulsionó y ocurrió. Justo en el instante en que un orgasmo golpeaba mi cuerpo también.

—¡Oh Dios….! Oh dios mío… aaaahhhhahh… —clamó mi jefe.

El semen entonces empezó a salir por la punta del pene de Jorge. Chorros saltaron sobre mi mejilla, mi mentón y mi hombro. El semen bajó por mi pecho, recorriendo el contorno de mi sujetador y manchando la tela blanca. Al mismo tiempo, yo me tapé la boca para acallar mi propio espasmo de placer.

—Aaaaayy… aaagggghhh…. Ah ah ah… —gemí hecha un ovillo en el suelo.

Tuve un orgasmo larguísimo y exquisito. Mi vientre se contraía y relajaba, entregándome deliciosas sensaciones. Puro placer. En la mesa, el maldito teléfono empezó a sonar otra vez. Yo hubiera querido tirarlo por la ventana, edificio abajo.

Jorge tuvo la claridad para contestar. Su voz llenó el ambiente y a pesar de todo, atrapada en disfrutar de lo último de mi orgasmo, no le presté atención. Solo quería sentir mi cuerpo. Por tanto no logré entender las palabras de mi jefe. No me enteraba de nada. Estuve unos segundos hecha un ovillo, incapaz de reaccionar y deseando que mi jefe me la metiera. Quería desesperadamente que me follara. Pero no fue así.

—Vamos, Ana, levántate —dijo Jorge, tomándome del brazo para ayudarme a ponerme de pie—. Tenemos que parar.

—¿Por qué? —me escuché decir.

Jorge sonrió. Me dio un beso fugaz.

—La gerencia quiere verme —dijo—. No tenemos tiempo. Te parece que lo dejemos para después.

—Para mañana viernes —recordé.

—Sí, para mañana.

Tomé aliento e intenté centrarme.

—Muy bien. Continuamos mañana —dije.

Noté que me ofrecía una blusa blanca y entonces noté que estaba semidesnuda. Uno de mis pezones estaba a plena vista. Empecé a vestirme, a recoger mi calzón del suelo, a abotonarme la camisa y arreglar la falda. Fui al baño de la oficina de mi jefe y empecé a componer mi aspecto. Hice todo lo posible para disimular lo sucedido.

Al regresar del baño, Jorge estaba arreglado y perfumado. Tenía el rostro algo congestionado y se le notaba acalorado, pero dentro de todo estaba muy tranquilo. Se acercó y me tomó de la mano. Me entregó un sobre.

—Toma esto —dijo—. Por las dudas.

Recibí el sobre y observé su contenido. Adentro había una bolsita con polvo blanco, un par de gramos de cocaína, y también pastillas de éxtasis. También el tubito de plata. Mi corazón latió fuerte al volver a mirar a mi jefe. Hice el intento de devolverle el paquete, pero Jorge no lo recibió.

—Consérvalo —dijo—. Creo que te hace falta.

—No lo necesito…

—Si es así, puedes desechar el sobre y su contenido por ahí. Pero llévatelo… es un regalo.

Vi salir a mi jefe, que dejó la puerta abierta. María Luisa estaba en su puesto, frente a la computadora. La secretaria me observó desde su asiento. No supe descifrar su mirada. Pero sabía que yo no podía levantar más sospechas. Le sonreí y le di las gracias. Luego, marché a mi puesto de trabajo. En mis manos llevaba bien asido el regalo de mi jefe, un abultado sobre.