Ana, la buena esposa (17)

Una esposa joven y sensual queda sola en casa por el vieja de trabajo de su marido y aprovecha el tiempo para poner en orden algunas cosas, asuntos que solo se arreglan de una forma discreta, carnal y retorcida.

Ana, la buena esposa (17)

1

A la orilla de la piscina, varias horas después, no dejaba de darle vueltas a lo sucedido aquel día. A mis decisiones y a mis acciones. Era todavía ese largo día: un miércoles de un caluroso verano. Ya el sol empezaba a descender y yo descansaba en una reposera junto a la piscina, cubierta solo por un bikini blanco. Los últimos haces de luz mortecina iluminaban la superficie el agua y también mí cuerpo: piel dorada cubierta de protector solar y algunas gotitas de sudor.

Me puse los lentes de sol y observé la enorme casa. Estaba vacía. Hacía falta la presencia de Matías. Extrañaba a mi marido, le echaba tanto de menos que tenía un vacío en mi pecho, en mis vísceras. Para aliviar ese hueco bebí otra vez de mi copa. Refresqué mi boca con el hielo y el alcohol del Martini. Pero no era suficiente para suplir su presencia, su amor y su cariño. Sentía que el vacío seguía ahí, lo sentía creciendo.

Mi mente recurrió a algo muy torcido para llenar ese aquella molesta sensación. Me puse a pensar en cosas perversas. Fantasías. Mientras lo hacía, bebía el alcohol que había prometido a mi marido no volver a probar. En nuestra terapia de pareja habíamos acordado no beber alcohol y pasar más tiempo en casa, juntos. Sin embargo, estando sola había empezado a romper aquel acuerdo. Esa tarde llevaba bastantes copas y me regocijé en aquel estado mental. Al lado de la piscina me dejé acunar en aquellos pensamientos, sin prestar atención a nada más.

Resoplé, acalorada. Mi piel estaba caliente, afiebrada. Pero no era sólo el calor. Todavía mi cuerpo retenía las huellas de aquel día de eróticos encuentros de aquel miércoles. Percibía en mi piel el pecado, el tacto de Jorge, mi jefe. Esa mañana, en su oficina, había permitido que Jorge Larraín volviera a besarme. Le había dejado acariciar mi cuerpo. Incluso, accedí a que me magreara un poco. Mis senos y mi culo. Jorge Larraín había aprovechado los minutos de locura. Había apretado mis grandes y firmes tetas con intensidad y ahora sentía una pequeña molestia en la mama izquierda. Era una sensación que me alteraba, que me devolvía a aquel momento de lujuria. Todo aquel maldito miércoles había sido una completa voladura de cabeza. Pero una que era contagiosa y contaminaba toda mi anatomía con una lasciva vibración.

Mis largas y suaves piernas temblaban con el recuerdo, también mi abdomen plano y mi cintura estrecha. Mis senos firmes y grandes subían y bajaban con mi respiración mientras mis delicados hombros permanecían muy quietos apoyados en la reposera. Desde lejos la gente me vería solo como una hermosa mujer tomando el sol, pero yo me sentía como un puto temblor, como un tsunami barriendo la cordura de una buena esposa. Mi cabello largo y trigueño caía hacia un lado de mi rostro redondo y juvenil. Un rostro que desde niña robaba tantas miradas como mi escultural cuerpo. Ese rostro simétrico y juvenil gustaba mucho a los hombres, quizás tanto o más por los labios carnosos y voluptuosos, esos morros gruesos de chupa verga que a mi jefe volvían loco. Está mal que yo hable así, especialmente de mi misma. Quizás se deba al sucio porno que he visto en ausencia de mi marido. Porno que empecé a ver con mi jefe en el tiempo en que fuimos amantes, antes que yo diera la relación por terminado para salvar mi matrimonio. Pero ahora todo volvía a pasar. Dios, en medio de la jornada laboral, con el peligro de ser descubiertos, había dejado a Jorge Larraín, a mi maduro y varonil jefe, besarme de un modo pueril y tan poco inocente. Y yo como si fuera un juego.

Pero no había terminado ahí. Durante la tarde había coqueteado con Julieta, mi joven becaria. Una tarde de copas y relajo entre amigas íntimas. Una tarde de seducción. Definitivamente la universitaria parecía encandilada conmigo. No sé por qué, pero estaba casi segura que sería fácil seducirla. Sólo era cosa de estar en el momento correcto y en el estado mental indicado. Todo dependería de la tarde siguiente. Sería un jueves interesante.

Estaba excitada, no lo podía negar. Mi cuerpo era un volcán. Sin embargo, mientras disfrutaba del sol estival toda la satisfacción, la percepción de invencibilidad y las agradables evocaciones en mi cuerpo entraron en conflicto con mi mente. La culpa se presentó. De la nada y de improviso. Tuve la impresión de ser una mujer deshonesta. Se suponía que era una buena mujer, la mejor esposa que podía tener un hombre: hermosa, inteligente y leal; una hembra que en la cama era pura belleza y sensualidad, entrega pura y total. Todo mi cuidado cuerpo, todas mis sensuales curvas y toda mi depilada sexo pertenecían a Tomás, a mi esposo. Eso era lo correcto, lo que debía ser. No obstante, ya no era así. En su ausencia había empezado a comportarme con libertinaje, como si fuera una cualquiera. La angustia entró en batalla con una oscura parte de mí, con mi incontenible lujuria. Yo seguía ahí mismo, tomando el sol, y sin embargo en mi ser interior el mundo se tambaleaba.

Por un instante, mi primera reacción fue conseguir cocaína en alguna parte. Pero no. No podía ser. Debía dejar la droga. Ya habían pasado varios meses desde la última vez, de la última línea. Ahora, era una mujer limpia, decente. Necesitaba controlar al menos aquel apetito.

Para centrarme pensé en mi esposo, en mi brillante y bien dotado marido. Si Tomás hubiera estado en casa y no trabajando en el extranjero, en uno de los negocios de su bufete, todo sería mejor. Yo podría comportarme, ser la mujer que todos esperaban de mí. Por supuesto, no podría hacer lo que he hecho estos días, no podría justificar mi actuar. Pero Tomás no estaba junto a mí. Eso era triste, no obstante, hacía menos dolorosa mi traición.

Romper vidrios en casa desocupada, decía mi abuela. A nadie le importaba. Mi esposo no sabía lo que yo estaba haciendo a su espalda. Jamás sabría lo que hacía a su espalda. Era el momento adecuado para actuar como actuaba. Para usar mi cuerpo y el sexo en mí beneficio. Si lo hacía, si follaba con mi jefe, terminarían mis problemas. Sólo una vez había dicho Jorge Larraín, la última. La ausencia de mi marido era, por tanto, conveniente. La falta de Tomás era la causa de mi estado. Era su culpa, no solo mía.

Mi propia recriminación mermó y sentí que la angustia remitía. De forma discreta, muy discreta, podría terminar con todo aquel asunto de mi jefe. Con su acoso y con el estrés que me producía su vejatorio trato. El acuerdo era indecente y estaba muy alejado de lo profesional, pero ponía fin a muchas desavenencias. Y sólo bastaba follar un poco, una vez. Una noche, sólo una noche de licencias. Nada más. Y todo sin que mi marido supiera nada. Después, todo volvería a ser como debía. Mi matrimonio sería indestructible y yo podría desarrollarme de la mejor manera en el bufete. Podría ser la mejor abogada de la puta ciudad.

2

—Señora Ana —una voz insegura y masculina interrumpió mis conflictivos pensamientos.

Era Juan de Dios. Me había olvidado del adolescente. Me lo había encontrado esperándome fuera de casa. Mi joven vecino estaba ordenando el cuarto de pinturas. Era un trabajo que yo le había pedido.

—¿Qué pasa? —pregunté, sacándome los lentes de sol y tomando mi copa para dar sorbos a mi Martini helado.

Los ojos del adolescente repasaron mi cuerpo un instante. El bikini era sexy, el color blanco combinaba con mi piel que comenzaba a tomar ese color dorado que realzaba mis curvas. La mirada de Juan de Dios se detuvo en mi escote, en la piel de mis senos que quedaba al descubierto. De inmediato, avergonzado, desvió la vista. Su timidez parecía infinita.

—¿Qué pasa? —volví a preguntar.

—Terminé de ordenar los libros y el armario —dijo finalmente el muchacho—. Sólo faltan los cuadros.

Miré la hora. Era ya bastante tarde. El sol empezaría a ocultarse pronto y no tardaría en hacerse de noche. La luz no era tan fuerte, pero daba un bonito tono a mi piel. Pensé que era un buen momento para hacerme unas fotografías.

—Si quieres —dije a Juan de Dios— puedes irte a tu casa. O…

El adolescente se quedó parado en el mismo lugar, esperando a que yo terminara de hablar. Realmente era un chico obediente.

—¿O qué? —preguntó.

Los ojos verdes me observaban directo al rostro, expectante. Se ha cortado un poco el cabello castaño oscuro, pero aún lo tiene largo. Con el flequillo cayéndole sobre el rostro su expresión de constante inseguridad se suaviza, como si la bestia que todo hombre lleva dentro estuviera a punto de salir. Seguía siendo un muchacho flacucho y sin demasiada gracia, pero se le nota más fuerte.

—… o puedes ayudarme con unas fotos —dije finalmente.

—¿Fotos? —preguntó.

—Así es. Quiero que me saques unas fotografías —mi voz sonó ronca y alegre—. Algunas imágenes bonitas para mi instagram o para sorprender a Tomás. Estoy un poco harta de mis sosas selfies ¿Me ayudarás?

Juan de Dios se toma sólo un segundo en responder.

—Por supuesto, señora Ana. Me encantaría tomarle esas fotos —dijo con entusiasmo y cierta familiaridad muy impropia de él.

Voy por la cámara y por mi celular. Busco también un pareo y una bata. Luego le enseño lo básico del funcionamiento de la cámara que compré hace poco. Juan de Dios es joven y no tarda en aprender.

Tomo asiento en la reposera y empieza la sesión. Voy cubriendo mi cuerpo con la bata o el pareo, alternativamente; modelando como me hubiera gustado hacerlo en mis sueños adolescentes. Mientras poso, pienso en por qué estoy haciendo aquello ¿Por unas fotos para mis redes sociales? ¿Por mi marido? No. Definitivamente lo que quiero es tener la atención de alguien, de ser en aquel momento el centro del mundo. Voy guiando a Juan de Dios, haciendo que preste atención a mi voz y modelando con lenta sensualidad ante la cámara.

—Enfoca mi cara y preocúpate de la luz.

—Que no quede a contraluz para que no oscurezca mi piel.

—Que se vea bien la piscina y el fondo.

Juan de Dios es un chico que sabe obedecer y hace con cuidado lo que le pido. Dejo el pareo de lado y ahora juego con la bata sobre mi cuerpo. Las sinuosas formas de mis senos asoman sensualmente sobre el bikini blanco, también la voluptuosidad de mis caderas y mi culo cuando alzo la prenda. Mis largas piernas destacan, mostrándose perfectas y femeninas. Sin duda, el muchacho sigue nervioso, pero ha aprendido a controlarse. Ya lleva bastantes más fotos de lo pensado y no para de enfocar la cámara sobre mi cuerpo.

—Ahora, voy a sentarme al lado de la piscina. Colócate por ahí.

—¿Por acá, señora Ana? — preguntó el adolescente, acalorado, limpiándose el sudor de la frente.

—Justo ahí, Juan de Dios. Déjame dejar por aquí la bata y ponerme cómoda —doy un sorbo a mi copa de Martini.

La sesión de fotografía se reanuda. Por un minuto me olvido de todo. Bajo la mirada de Juan de Dios me siento como una estrella de cine. Me expongo como un perfecto maniquí para él, con sensualidad y sin cortarme. Tal vez es el alcohol. Estoy algo achispada. Pero también es mi maldita calentura.

Mientras miro la cámara, también observo con detenimiento al adolescente. Tras la camiseta negra y el pantalón corto verde, se nota un cuerpo joven, delgado y fuerte. La piel la tiene un poco colorada, se ven las gotitas de sudor y se nota acalorado. Muy acalorado.

—¿Tienes calor, Juan de Dios?

—Hace calor, pero estoy bien.

Sigue usando la cámara y yo continúo posando.

—¿Seguro?

—Sí, señora Ana.

Realmente sentía pena por el muchacho. Al menos yo tenía mi bikini puesto y mi trago cerca.

—Es una lástima que no tengas un traje de baño acá —aseguré—. Te podrías dar un chapuzón en la piscina.

—Tengo un traje de baño en mi mochila —afirmó.

—¿Tienes? ¿Aquí? —pregunté sorprendida. Pues pensaba ofrecerle un traje de baño de mi marido para que probara el agua.

—Si —afirmó—. Uno de los primeros días que vine a ayudarle con el taller, usted me dijo que podía traer un traje de baño y meterme a la piscina después de trabajar.

No recordaba haber dicho eso. Pero supongo que es verdad. Suena lógico. Suena a algo que diría. No podía tener al chico metido en el taller de pintura toda la tarde en pleno verano.

—Bueno. Entonces vete a cambiar al baño y después vuelves.

Juan de Dios no se demoró demasiado. Vuelve sin camiseta y con un traje de baño en tonos verdes, a medio muslo. Es un chico de músculos marcados y cabellera desordenada. Tiene un aspecto entre infantil y salvaje.

—Metete un poco a la piscina —sugerí—. Luego seguimos con las fotografías.

Juan de Dios hizo lo que le decía. Se tiró al agua y estuvo braceando un buen rato, mirando cada tanto a la orilla, en mi dirección. La verdad es que también tenía calor y no tardé en meterme a la piscina. El agua helada refrescó mi piel y espantó un poco mis malos pensamientos. Los dos nadábamos apaciblemente y sonreíamos al encontrar las miradas. Nadábamos girando en sentidos contrarios, cada vez más cerca. Por momentos casi rozándonos.

No podía seguir ahí, tan cerca de aquel muchacho.

Mientras salía de la piscina, bajo la atenta mirada del adolescente, me pregunté que estaba haciendo. Moviéndome de esa forma, mostrándome en aquel bikini blanco, contoneándome entre elegante y vulgar. Seguramente se marcaba la forma de mis senos en la tela mojada. También mi culo: dos grandes, redondas y apetecibles redondeces a penas cubiertas por el níveo triangulo del sujetador del bikini. Me imagino mi cuerpo en una vitrina, expuesto a la mirada de aquel muchacho. Los ojos de Juan de Dios rebosan deseo. El brillo de su mirada aún contenía la habitual timidez y a pesar de ello ahora parecía contener un poso febril. Un poso que crecía.

Seguramente el chico, por educación o por carácter, aún mantiene sus deseos contenidos. Pero a Juan de Dios le cuesta cada vez más que su mirada se aparte de mi cuerpo. Ya casi no puedo dejar de admirarme y se, con completa veracidad, que lo tengo hechizado.

A pesar de mis resquemores, de mi falsa moral de mujer de clase alta, me gusta esa admiración. Me emociona. Me mantengo de pie a un lado de la piscina y dejo que le sol de la tarde ilumine mi cuerpo, mi metro setenta y siete de altura, mi cabellera color trigo mojado. Desde el agua, la mirada de aquel muchacho me transmite una sensación de poder que me embarga. Soy como la gravedad y codicio tener a ese imberbe hombre pendiente sólo de mí. Quiero tener su completa atención. Que sus sonrisas sean por mí. Que mi figura se grabe a fuego en su mente. Es una locura. Juan de Dios recién entrará a la universidad y yo soy una mujer madura, casada y profesional. La diferencia de edad entre nosotros no es demasiada, menos de diez años. Sin embargo, algo me hace creer que es sólo un niño, que él tal vez sea virgen. Un virgen presto para el sacrificio.

La lógica de mi pensamiento se enreda y entro en un círculo vicioso. Quiero excitarlo y tenerlo enloquecido por mi belleza. Quiero jugar. Pero también quiero mantener mi lealtad como esposa de Tomás. No sé qué hacer, salvo seguir jugando con Juan. Me dejo arrastrar por aquella torcida inercia. Tomo una de las toallas que hay en una mesa y me seco parsimoniosamente el cabello, repasando todo mi cuerpo, casi como queriendo sacarme gota a gota la humedad que recubre mi piel.

—Juan de Dios —elevé un poco el volumen de mi voz—. Ven, por favor.

El muchacho se asoma en la piscina.

—¿Si? ¿Qué desea, señora Ana?

—Ven aquí. Necesito que me pongas protector solar en la espalda.

Era algo tan poco original, tan simple y burdo. Pero no tenía ganas de pensar. Me dejaría llevar sólo un poco. Era un juego, nada más. Las prohibiciones que me había impuesto quedarían suspendidas mientras mi esposo estuviera fuera.

Juan de Dios salió de la piscina. El bañador estaba muy mojado y se le pegaba al cuerpo. Pude notar el bulto entre las piernas. Me dio la impresión que su pene estaba erecto, o al menos en parte. Desvié la mirada pensando que tal vez fuera sólo mi imaginación, mi calentura. Le pasé la loción solar y luego, sentada en la reposera, le di la espalda.

—Échame crema con generosidad —le ordené.

Las manos de Juan de Dios estaban húmedas y frías. Di un pequeño salto al notar el contacto.

—Perdón —dijo—. Tengo las manos aún heladas.

—No importa. Continúa, por favor.

Si fuera sólo el frío, pensé. Juan de Dios desparramó la crema en mis hombros, luego la empezó a extender por mi piel. Lo hizo en círculos, muy lentamente. Mientras lo hacía mi mente se fue al pasado, a una época de excesos y descontrol. Recordé al sobrino de mi marido, a un muchacho que también había empezado su vida universitaria y que también había aplicado protector solar en mi piel. Era un suceso que había pasado de una manera tan similar. Aunque había mucho más alcohol y mucha más droga en medio. Era una historia que necesitaba apartar de mis pensamientos. Sin embargo, la sola idea de lo sucedido con mi sobrino me altero, me puso muy caliente.

—Ponme en la cintura.

—¿En la cintura? —la voz de Juan de Dios sonó lleva de dudas.

—Sí, en la cintura. Y también alrededor —contesté—. No quiero que el sol me provoque quemaduras o deje roja mi piel, así que aplica mucha crema en mi piel.

—Muy bien —respondió el muchacho.

La caricia sobre mi espalda repartiendo la crema se sentía genial. Que ganas tenía de un masaje profesional. Masajes, caricias, manos sobre mi cuerpo. Sexo. Mi mente imaginó una escena de sexo de una peli. Una porno. Necesitaba desviar mi mente a otros temas, mantenerme centrada. O terminaría haciendo una locura.

—Oye, Juan de Dios, ya casi está listo el cuarto de pintura ¿no?

—Sólo falta colgar las pinturas y trasladar las cajas con restos.

—Entonces, ¿Vienes mañana a terminar con el trabajo?

—Sí, señora Ana.

—Pues vienes y luego te metes a la piscina. Te invitaré un jugo y algo de comer.

—Gracias.

—¿Cuánto dinero esperas por tu trabajo, Juan de Dios? —pregunté.

—No lo sé.

—Mañana te pagaré en efectivo —prometí— Trae una cifra razonable por lo que has hecho.

—No se preocupe —Juan de Dios dudó antes de continuar—. Con que me acepte como seguidor en instagram o tiktok…

—¿Quieres que te dé mi instagram? —pregunté sorprendida.

—Si es posible, me gustaría seguirla. Y también en tiktok.

Lo pensé un instante. Lo prudente hubiera sido negarme. Pero mi ánimo estaba encendido y sus manos en la parte baja de mi espalda me hicieron actuar de forma impulsiva.

—No tengo tiktok, pero puedo darte mi instagram —le respondí—. Es privado y te pido que no compartas mis fotos con nadie, ni siquiera con tus amigos.

—Por supuesto —se apresuró a decir el muchacho.

—Muy bien, entonces mañana te daré mi cuenta… y nos seguiremos.

Tenía dos cuentas de instagram. Una era la que conocían mi esposo y mis seres más cercanos. Ahí compartía imágenes muy normales con mi familia y unos pocos amigos, principalmente mujeres. Era una cuenta verdaderamente muy normal, el instagram de una profesional. Nada de mostrar mucha piel. Tal como debía ser.

Por otro lado, hacía muy poco también había creado cuentas en redes sociales a nombre de Alina. Un perfil que había inventado con cierto esmero y secretismo. Había elaborado una identidad falsa, un poco morbosa y bastante sensual. En la cuenta, fingía ser soltera. Era otra vida y otros gustos. Nunca mostraba mi cara. Como Alina tenía el cabello negro (usaba peluca), me ponía falsos tatuajes y lunares en el cuerpo y inventaba que vivía en otros lugares y que hacía muchas cosas que no hacía. Todo para despistar a mis seguidores de mi identidad real. Alina era una fémina algo desvergonzada, buscadora de la vida y sexualmente muy liberal. Una mujer irreconocible a mí misma. Yo la consideraba una especie de experimento, una forma de liberar algo de estrés. Por un momento pensé darle la cuenta de Alina a Juan de Dios, pero me contuve.

—¿De verdad no tiene tiktok, señora Ana? —preguntó Juan de Dios.

—No, no tengo.

—Pues debería tener —dijo el muchacho—. Está muy de moda.

Me hizo sonreír lo seguro que decía todo aquello.

—Pues tienes razón —estuve de acuerdo—. Tal vez mañana me puedas ayudar a crear una cuenta.

—Claro, yo la ayudo. Sé un montón de tiktok. Le puedo enseñar muchos trucos.

Al parecer Juan de Dios era todo un experto. Me giré y de esa forma di por terminado el masaje con crema solar en mi espalda. Ya era suficiente. Al menos, eso pensé. Pero cuando me encontré de frente al muchacho y contemplé esos ojos verdes llenos de devoción, me dieron ganas de seguir jugando.

—Busca tu teléfono y siéntate a mi lado —le pedí—. Muéstrame qué hacen las mujeres en tiktok.

El chico, obediente como un perro, hizo exactamente lo que dije. Durante un rato me enseñó los vídeos de una docena de chicas realizando cortas coreografías con los brazos y poniendo expresiones infantiles. Eras chiquilladas llenas de un significado que se me escapaba. Sin embargo, en toda aquella tontería inocente vi cierto potencial lúdico. Se me ocurrían muchas cosas. Me pregunté, mientras terminaba el Martini de mi copa, si podría imitar a aquellas chicas.

A mi lado, descubrí que Juan de Dios estaba más pendientes de mis senos que de su tiktok. No me di por enterada. Lo dejé mirar. Pero en cierto minuto su mirada era demasiado descarada. Entonces, de improviso, tomé su teléfono celular en modo cámara y enfoco mi cuerpo. Intencionalmente dejo fuera del plano mi cara. El muchacho está un poco sorprendido y cortado. Le sonrió y hago un último enfoque antes de tomar una fotografía con su móvil.

—Para que tengas un recuerdo de mí —le dije, devolviéndole el teléfono.

Durante un instante, mi joven vecino se queda atontado y mudo, con la cara roja de la vergüenza.

—Gracias… —contesta Juan de Dios, atesorando su móvil—. Muchas gracias.

—De nada. Pero ahora es hora que te marches a casa.

Me levanto y así, con solo el bikini blanco cubriendo mi sensual cuerpo, lo acompaño a buscar sus cosas y luego a la puerta. El juego parece acabar. He convertido a aquel chico en mi perro y lo veo mover la cola. Le he lanzado el palito una y otra vez y sé que está muy alegre. Además, por otro lado, estoy algo caliente y tengo ganas de masturbarme. Es hora de eliminar cualquier tentación, pienso.

En la salida Juan de Dios se detiene.

—El sábado es mi cumpleaños —me cuenta—. Y haré una fiesta en casa.

—Vaya.

— Bueno, quería saber si… ¿Le gustaría asistir, señora Ana? ¿A mi fiesta?

Casi se me escapa una carcajada. Me contengo para no herir sus sentimientos. Me está invitando a un cumpleaños de niños. Imposible, pienso. Pero de inmediato busco una forma de no herir sus sentimientos.

—Estoy agradecida y alegre por tu invitación, Juan de Dios —respondo—. Eres muy amable. Pero aún no puedo asegurar mi presencia en tu fiesta ¿Te puedo responder mañana? Mañana vendrás a ayudarme con los cuadros ¿no?

—Mañana vendré —afirma, con cara de frustración.

—Entonces, mañana conversaremos del tema.

—Si —repite de forma monótono.

Noto que aquel muchacho intuye que me negaré a ir a su fiesta. Realmente está defraudado. Pero que puedo hacer. No puedo ir. Todos sospecharían de mí si voy a aquella fiesta. Se preguntarían que hace una mujer casada en aquel lugar, con un niño y sin su esposo.

El muchacho se da la vuelta y abre la puerta. Su cuerpo refleja tristeza. Sale afuera. Al caminar noto su estado de ánimo. Es demasiado gris. No se parece al perrito alegre con que he jugado. Nadie debería estar así después de estar en mi presencia y de compartir conmigo. No quiero que Juan de Dios se vaya con semejante ánimo. Cómo un perdedor. Quiero que me deje como un ganador. Quiero transformar a todos mis hombres en ganadores.

Por alguna razón siento que debo consolarlo de alguna forma, hacerle sentir bien. Quiero que se vaya con la sangre ardiendo y con la mente por las nubes. Quiero que sonría, que me recuerde como una diosa. Que sea un perrito alegre.

—Hey, Juan de Dios, vuelve —alzo la voz, llamándole desde la puerta—. Ven aquí.

El muchacho ya casi alcanzaba la mitad del amplio antejardín. Sin embargo, regresa a mí como un animal bien entrenado.

—Sí, señora Ana.

—No quiero que te vayas triste —le digo.

—No estoy triste —aseguró.

—¿Seguro? —pregunté—. Déjame examinar tu carita.

Ahí, en el umbral de la puerta, sin más aviso, doy dos pasos al frente. Estoy descalza y mis pies húmedos dejan marcas en el piso de azulejos. Estoy muy cerca del muchacho que instintivamente intenta retroceder, pero alcanzo a agarrarlo del brazo.

—Espera. Quédate quieto —le ordené—. Necesito decirte algo. Un secreto.

Juan de Dios calla y yo le regalo una de mis estudiadas y traviesas risitas. Una de esas sonrisas que nacen en los ojos y la boca y mueren en mi coño, renaciendo en cada centímetro de mi piel. Acerqué mis firmes senos, envueltos en la tela blanca del bikini, a su tórax. Mis pezones marcados están a punto de rozar su camiseta. Me inclino más para susurrar a su oído y en aquel movimiento nuestros cuerpos se tocan suavemente. No sé muy bien que le voy a decir, pero lo que si noto es que a esa distancia mi cuerpo se enciende. Siento algo raro en mi bajo vientre.

—Tengo un secreto —empecé a decir—. ¿Quieres que te diga ese secreto antes de irte?

Retrocedo un poco para mirarlo a los ojos. Él inclina la cara hacia mí, puedo sentir mi propio aliento: una mezcla de alcohol y un vaho fresco y cálido. Juan de Dios asiente y yo de nuevo me inclino para hablar sobre su oído. De esa forma uno de mis senos se arrastra por su pectoral y mi pezón se tensa. Esa tensión explota en mi piel, en mi sexo.

—Muy bien. Te contaré mi secreto —susurré lentamente—. Sabes, mi esposo no está en casa y adivina qué…

—¿Qué? —preguntó él enseguida y muy bajito.

—Que estoy sola y muy… muy… muy caliente —dije soplando con voz ronca sobre su cuello.

Entonces lo miro con aquella sonrisa descarada que suelo entregar cuando estoy así, caliente como una loba en celo. Juan de Dios abre los ojos, traga saliva en una boca seca, y yo sin que salga de su asombro me pego a él y le doy un beso.

Es un poco más alto que yo y debo empinarme. Me dejo llevar unos segundos y el beso se hace más húmedo, más profundo. Nuestros labios se tuercen y pierdo el aliento. En un instante de claridad me doy cuenta que estoy expuesta en la entrada de mi hogar y que a pesar del extenso antejardín cualquiera podría verme. Todavía con una pizca de autocontrol, me separo.

—Ven adentro —ordené.

Lo llevo unos metros al interior de la casa, hacia el pasillo. Dejo la puerta abierta por puro morbo. Me excita que la puerta quede así. Juan de Dios me sigue y deja que tome el mando. Qué obediente, pienso. Lo llevo contra la pared del pasillo y lo vuelvo a besar. Hago que mi cuerpo se arrime al suyo, que sus manos acaricien mi cintura.

—¿Te deseo? —dice Juan de Dios.

—Lo sé —reconocí.

Busco su boca con mis labios y le doy un largo beso. Mi lengua recorre sus dientes antes de encontrar su lengua. Las manos de Juan de Dios van y vienen por mi cintura, probando tocar mi culo sobre el bikini. Sin embargo, el muchacho no se decide a ir más allá. Le falta valor… o un empujoncito.

—¿Quieres tocar? —le pregunté, poniendo un poco distancia entre nosotros.

—¿Tocar?

A uno o dos metros de Juan de Dios, empecé a moverme con lujuria: contoneándome, girando sobre mí misma y mirándolo con caliente agudeza. Mostrando mi cuerpo de forma lúdica, traviesa como una buena amante.

—¿Quieres tocarme? —especifiqué.

—Sí, quiero follarla —respondió con vehemencia.

—No, no, no —exclamé en voz juguetona e infantil—. No me follarás.

—¿No? ¿Por qué no? —reclamó Juan, se le notaba lo caliente—. Lo único que quiero es follarla.

Me acerqué a Juan de Dios. Le acaricié con la mano el abdomen, subiendo mi dedo hasta el cuello. Puse mis manos en su nuca, acariciando aquella zona y dejándome caer sobre su cuerpo. Mis grandes senos se aplastaron sobre su pecho, mi cadera aterrizó justo sobre su entrepierna. Su sexo estaba tirante.

—Si quieres ser mi macho tienes que ser obediente, Juan de Dios —le dije—. ¿Serás un buen chico? ¿Quieres ser mi obediente macho?

Juan de Dios me observó, completamente hipnotizado por mis formas y mi presencia. Lo besé otra vez. Le di un morreo tan largo y profundo que todo mi cuerpo se templó y el coño se me humedeció. Me separé sólo para mantener un poquito de cordura.

—¿Me obedecerás? ¿Serás un buen chico? —repetí con voz entrecortada, para dejar las jerarquías muy claras.

—Si —responde.

—¿Serás muy obediente?

—Lo seré.

Era un muchacho muy fácil de lidiar. Eso era útil, muy conveniente.

—Muy bien —le sonrió, complacida. Luego le recité aclaradoramente: No te dejaré follarme

Su cara se ensombreció. Luego le sonreí y agregué:

—Por ahora.

Su cara se volvió a iluminar.

—No obstante, si eres un buen chico y no le dices a nadie… y si mi marido no se entera… tal vez…

—Nadie lo sabrá —se apresuró a asegurar Juan de Dios—. Juro que nadie sabrá.

—Nadie debe saber ¿comprendes?

—Sí, comprendo. Yo sólo quiero…

—Lo mismo que todos los hombres que conozco ¿no?

Colgada de su nuca, con mi muslo moviéndose en su entrepierna, lo volví a besar. Otro morreo largo donde vacié toda mi lujuria, donde mi boca se convirtió en un torrente de pasión. Cuando me separé, un hilo de saliva cuelga en el aire antes de precipitarse al suelo. Asqueroso y también excitante.

—Me gusta que seas tan obediente —afirmé—. Te mereces un premio.

Mi mano izquierda se posó en el muslo masculino y luego subió hasta su entrepierna. Acaricié con suavidad aquella zona. El pantalón de baño estaba aún húmedo. Juan de Dios abrió los ojos, expectante.

—Dejaré que disfrutes un poco… y que me hagas disfrutar —dije— ¿Quieres que disfrutemos?

—Quiero disfrutar. Quiero…

—Tócame… empieza por mi seno.

La mano de Juan de Dios dejó mi cintura para posarse donde le dije. Ese seno comenzó a ser acariciado con timidez, suavemente. Luego buscó la ubre gemela. Juan de Dios apretó la mama, puso sus dedos sobre el pezón. Probó la carne como quien conoce algo nuevo. Yo disfrutaba. Me encantó su actitud inocente.

—Son muy grandes —dijo.

Me quedé callada. Observando como aquel muchacho de dieciocho años, quizás un poco mayor, descubría el cuerpo de una mujer. Sus manos apretaban los senos; sin mover la tela del bikini. Rozaba los pezones y palpaba desde arriba hasta abajo, de un lado a otro. Aquel muchacho a su modo descifraba lo que era una verdadera hembra. Y esa hembra era yo.

Podía notar su excitación, no sólo en su mirada, también en su entrepierna. Mi mano aún le agasajaba y de esa forma notaba su erección.

Tomé una de sus manos, cogiéndola por sus dedos. Llevé dos dedos a mi boca y los metí en mi boca. Los ensalivé, usando mi lengua. Lo hice mirándole los dedos, levantando mi mirada después a sus ojos y observando la manera en que Juan de Dios admiraba mi cuerpo. Sus ojos destellaban pura lujuria. Inmersa aún en aquel lascivo hechizo, dejé de ensalivar sus yemas y sus falanges. Saqué los largos dedos de mi boca. Hice todo aquello mirando a los ojos a mi joven amante.

—Hoy usaremos nuestras manos para darnos placer. Sólo nuestras manos, nada más.

Guié su mano ensalivada hasta mi entrepierna. Le ayudé a introducirla por mi bikini, directamente hasta mi sexo. Conduje aquellos dedos justo encima de mi clítoris.

—Ahí… —le hice notar—. ¿Lo sientes?

—Sí, lo siento…

—Pues toca ahí… toca ahí, cariño.

Juan de Dios empujó sus dedos sobre mi coño. Sentí una oleada de electricidad y calor irradiando de aquel punto, desde el lugar donde las caricias me producían gran placer. Yo también quería darle placer. Enterré mi mano debajo de su pantalón y busqué su verga. La tomé entre mis dedos y probé su dureza, su tamaño y estructura. Tenía una forma extraña y era de un muy buen tamaño. Me intrigó lo que tocaba: sostener su verga me calentó aún más.

—Estás muy mojada.

—¿Lo estoy?

Nos mirábamos a los ojos mientras nos masturbábamos, dándonos un montón de placer.

—Sí.

—Tú la tienes muy dura, Juan de Dios. Muy dura.

—Tienes un cuerpazo. Verte siempre me la pone muy dura.

—¿Sí? —en mi mano su verga estaba súper caliente y rígida.

—Así es.

Nos dimos un morreo y el aprovechó para manosearme el culo y las tetas otra vez. Yo no me separé de su verga. La tenía bien agarrada en la mano. Tenía ganas de sacársela afuera, pero no lo hice. Algo en mi mente aún ponía un freno. Lo seguí masturbando dentro del traje de baño, incitándolo con todo mi ser. Juan de Dios llevó su mano a mi sexo, sus dedos iban y venían por mis labios vaginales. En verdad estaba muy mojada. Sus dedos me ponían excitadísima, especialmente cuando intentaban entrar en mi interior.

—Me pones a mil —dije sin pensar.

—Y tú a mí.

Con la mano quité uno de los tirantes de mi bikini y exhibí mi seno. Era una mama firme, generosa y tersa con un pezón rozado y de aureola más bien pequeña.

—Chupa, mi niño —ordené.

Juan de Dios se puso a chupar como un becerro. La boca bien abierta, la lengua lamiendo todo lo que podía abarcar. La teta pronto quedó muy llena de saliva. Que caliente me puso, mucho más. Además, al mismo tiempo, Juan de Dios tenía la gentileza de meter dos diestros dedos en mi coño. Los metía y los sacaba y a la vez chupaba con toda la boca un pezón.

—Vaya pedazo de teta —dijo el muchacho al tomarse un respiro.

Se sentía muy rico todo. Sus dedos penetraban más en mi carne mientras su otra mano se movía entre mis glúteos, cerca de mi ano. Me tenía completamente agarrada y caliente. Estaba experimentando mucho placer y estaba muy cerca del orgasmo. Le recorrí la verga con mi cansada mano y luego empecé a pasar mis uñas de arriba abajo. Realmente era una muy buena verga. Estiré mi mano adentro del pantalón. Fue una breve pausa antes de volver a afianzar mis dedos en aquel largo y grueso trozo de carne y empezar a masturbarlo con ganas. Quería responder a todo el placer que sentía.

—Te voy a sacar toda la leche que has guardado aquí —le dije, mirándole a los ojos.

—Sí… Hazlo… —dijo aquel muchacho de ojos verdes, entrecerrando sus ojos por el placer que le hacía sentir.

Estábamos ahí de pie, en el pasillo y con la puerta abierta que daba a la calle. Afuera se sentía el pasar de los autos, los pájaros trinando. Las sombras eran largas y el sol seguramente se estaba escondiendo ya. Dentro de la casa, a causa de mi boca se escuchaban gemidos. Mis gemidos eran cada vez más escandalosos. Había perdido toda compostura.

—Aahhhh…. Ay… si… así, amor… así, mi niño…

—Te quiero… te deseo… —decía él.

—Yo igual te deseo… —le solté sin pensar.

—Eres tan hermosa… mira que tetas… que cintura… dios, pero que culo… y tu coño…

—¿Te gusta mi coño depilado?

—Me encanta… me vuelve loco…

—Ay… si… tus dedos, Juan de Dios… tus dedos…

Tenía a Juan de Dios pegado a mi otro seno, chupando. Sus dedos muy adentro, su otra mano rozando mi ano cuando apretaba la voluptuosa nalga. Mi mano moviéndose adentro del traje de baño. Ninguno de los dos paraba y el placer era inmenso. Tan grande que estábamos a punto de explotar. Estaba segura, faltaba muy poco. Pero un pensamiento cruzó mi cabeza al mirar la puerta abierta.

—Si nos descubre me van a matar —dije en voz alta, en medio de todo aquel enorme disfrute.

Juan de Dios alzó la mirada y dijo:

—Nada de eso. Nada malo va a pasar.

Metía muy profundo y muy rápido dos dedos en mi sexo.

—¿No?

—Yo te voy a proteger, nena —dijo el muchacho.

¿Nena? ¿Proteger? De qué, me pregunté. Ya no pensaba muy bien. Seguía ahí de pie, con aquel joven hombre, casi un desconocido, con una mano metida en mi entrepierna. Mi bikini estaba por cualquier lado. La tela cubría muy poco, casi nada. Y yo preocupada de mantener el ritmo de mi mano sobre su verga. A mi lado, Juan de Dios balbuceó algo en mi oído, pero no le entendí.

—Aaahhhh… ah… ¿Cómo?... ay... ¿Qué… dices? —pregunté sin aliento y con la voz entrecortada.

—Yo te protegeré… de tu marido…

—Aahhh… ¿Tu? Aahhha…. Ay… ¿Tú me protegerás? —contesté por inercia.

Sacudí con fuerza su verga, de arriba abajo. Juan de Dios metió mucho un dedo, rozando mi clítoris.

—Si… yo… seré tu hombre.

—¿Mi hombre? Aaahhh… si… mi macho… así… ah ah ah —hablaba y gemía sin pensar.

Realmente nos estábamos masturbando con muchas ganas. Estaba muy excitada. Tanto que lo único que deseaba era más placer.

—Mi hombre… mi macho… mío… si… ah ah ah ah… mi niño… —dije.

Aturdida por la calentura continué verbalizando mi placer de la forma más escandalosa posible.

—Ah ah ah… ay… esos dedos… esos dedos… mi niño… así, amor mío… más rápido, Juan de Dios…

—¿Te gusta?

—Si… me… gusta mucho…

—Pronto voy a correrme...

—Tu leche… dame tu leche… —empecé a decir.

Entonces, en medio de toda aquella locura, escuché muy cerca de la puerta las voces de unos niños. Mi cuerpo se aflojó y contrajo. No nos detuvimos. No podíamos detenernos. Continuamos tocándonos y dándonos placer. Sin embargo, volví a sentir miedo de ser descubierta.

—Si nos descubren… ah ah… tus padres….aaahhh…. mi marido… va a matarme —volví a repetir casi en un susurro—. Me va a dejar… ah…ay… si me descubre… me va a matar…

Juan de Dios clavó sus ojos verdes en mí. Su cara estaba transformada por la lujuria. Parecía mayor, parecía una bestia fuera de sí.

—Nadie te va a matar, mi amor —afirmó—. Si intenta dañarte… voy a matar a tu marido. Voy a matar a ese puto… y te haré mía.

Sus palabras produjeron un montón de cosas en mi cuerpo y en mi mente. Las palabras gatillaron algo incomprensible. Toda aquella confusión terminó con una enorme tensión y un orgasmo. Un largo y perfecto orgasmo. Tiré de la verga de aquel niñato con fuerza y le masturbé con rabia. No tardó en correrse dentro del pantalón y sobre mi mano.

Me separé de Juan de Dios asustada y perturbada. Recompuse el bikini y traté de calmarme.

—Ahora vete —le dije secamente—. No quiero escuchar nada de matar gente y menos a mi marido ¿entiendes? Eso no ha sido nada bonito.

Juan de Dios me observó confundido.

—Pero…

—Pero nada… es tarde. Vete.

Juan de Dios trató de acercarse para besarme, pero lo rechacé.

—Por favor, vete de mi casa. Ya no estoy de ánimo para juegos.

—Pero qué hice…

Fui a la puerta y la abrí de par en par.

—Vete.

El muchacho me miró y salió sin decir nada.

—Nos vemos mañana… —comenzó a decir, pero yo cerré la puerta.

Me fui contra la pared y me sentí preocupada. Empecé a pensar en lo sucedido. ¿Qué había hecho? ¿Qué estaba haciendo? No lo sabía. ¿Qué haría si mi esposo se moría? ¿Si algún loco lo mataba, si uno de mis amantes intentaba alguna locura? ¿Qué haría si me dejaba? Traté de limpiar mi mano. Estaba llena de semen de Juan de Dios.

Dejé el pasillo y fui a la ducha. Limpié y froté mi cuerpo bajo el agua fría. No quería pensar, sólo quería dormir. Necesitaba descansar. Después, me acosté. Mientras cerraba los ojos y caía en una oscuridad reparadora, fui consciente que el vacío había desaparecido. Había desaparecido de momento.