Ana, la buena esposa (15)
Una mujer casada se rinde ante el poder de sus fantasías y sus perversiones.
Ana, la buena esposa (15)
1
En las mañanas, despierto en el cálido nido que es nuestra cama. Me dejo acariciar por aquella sensación placida, luego, cuando estaba mi esposo en casa, me urgía que me follara. Despertar y dejar que la verga de Tomás es lo único que deseo hacer al despertar. Pero ahora mi esposo no está en casa.
Al levantarme, muy temprano, me dispongo a comenzar el día. Me meto a la ducha de agua tibia, enjabono los hombros, mi vientre plano y mis muslos largos. Me pongo crema después. Cuando lo hago, últimamente, pienso que el líquido blanco, que froto contra mis grandes y firmes senos, es semen. Es una estupidez.
Me visto. Primero, la ropa interior, siempre sexy. Favoreciendo una falda moderna y estilizada; ajustada y elegante, que marque bien mi culo generoso y respingón, los seductores muslos. Mi madre me enseñó que verse femenina es favorecer vestidos y faldas, mostrar con delicadeza las formas de una mujer. Lo hago casi con la misma sutileza que antes. Sin embargo, algo en mi ha cambiado. Cuando me miro al espejo, dudo si usar una falda más corta o más larga; dudo si dejar la blusa de trabajo un poco más o menos escotada. Un botón abierto es la diferencia entre ser respetable y ser una coqueta. Al final me visto con la falta que llega hasta la rodilla. Pero no sé muy bien lo del escote de la camisa. Dudo y al final dejo ese botón abierto.
Este último año o año y medio, actúo en forma muy caprichosa. Sé que estoy siendo egoísta e impulsiva. No sé por qué actúo de forma impulsiva o alocada. Mi padre diría que ando como hembra en celo. No sabía muy bien a qué se debía mi estado. Podían ser tantas las causas y sinceramente no tenía tiempo para analizarme en profundidad. Con suerte tenía la voluntad para poner freno a mis lascivos impulsos.
Además, todo coincidió con el largo viaje de trabajo de mi esposo. La presencia de Tomás, la forma eficiente en que me atendía, me había ayudado a ser una buena y leal esposa. Durante meses Tomás y yo habíamos evitado los viajes de trabajo y las horas extras. Habíamos sido tan felices durante este tiempo, habíamos estado tan unidos. A pesar de lo sucedido, de mi pequeño error, estábamos rehaciendo una felicidad que nos merecíamos. Sin embargo, mi esposo tuvo que marcharse a Houston. Era una negociación a la que no podía faltar. Y yo… bueno, yo pensé que todo marcharía con normalidad…. pero flaqueé.
2
Pero no fue sólo culpa mía. La fotografía en el periódico no había ayudado a la situación. En la foto, Tomás aparecía con un grupo de personas, y entre esas personas estaba su ex novia. No estaba segura de que fuera ella. Me lo parecía. Eso me tenía descompuesta. Es obvio que teniendo un esposo guapo y exitoso tiene sus complicaciones. Desde que estoy con Tomás mis celos se ha intensificado. Me arden las entrañas cuando una puta anda al acecho (que no son pocas veces). El caso de la fotografía en el diario, no podía dejar de imaginar a la italiana intentando seducir a mi marido. Eso me tenía alterada y con ánimo vengativo.
3
Sean mis celos basados en algo cierto o en mi pura imaginación, lo único que no podía negar era que me sentía molesta y por alguna razón extraña eso potenciaba la maldita calentura. Soñaba con sexo y me despertaba mojada. Cuando mi esposo aún estaba en casa, le pedía que me follara. Era mañana, tarde y noche. Y Tomás cumplía muy bien, mejor que cualquier otro hombre que haya conocido.
La presencia de mi marido ayudaba y a pesar de eso casi siempre estaba caliente. Había resistido durante meses mis lascivos impulsos; había sido leal, la mejor esposa que un hombre puede tener. Y ahora, en un par de semanas todo parecía irse a la basura. Estaba frustrada. Con aquellas lascivas ideas, sola por una larga semana.
4
En el trabajo, Jorge Larraín me estaba poniendo problemas tras problemas, por meses. Desde que dejé de ser su amante para dedicarme a mí esposo y a mi familia, mi jefe se había transformado en mi enemigo. Verdaderamente era un hijo de puta, pero era mi superior. Tenía tantos contactos en el trabajo, en el mundo de la política y en el poder judicial que jamás se me hubiera ocurrido denunciarlo por acoso. Además, yo todavía poseía muchos de los privilegios ganados con el affaire. Había vivido (y vivo aún) bajo su amparo.
Mi jefe y yo éramos como dos vampiros que se alimentaban de la sangre del otro. Yo le daba emoción y sexo; a cambio, Jorge Larraín me había encumbrado en el bufete hasta un puesto que tal vez no merecía del todo, especialmente a mi edad. Ahora, después de cortada nuestra relación, esas ventajas empezaban a esfumarse. Mi jefe empezaba a arrebatármelas. El maldito quería que yo perdiera todo lo que había ganado.
¿Y qué esperaba que hiciera yo? ¿Que fuera una santa? ¿Que no solucionara los problemas de la forma más fácil?
¿Qué podía hacer? No me iba a quedar de brazos cruzados. No le iba a dejar reírse de mí, pisotearme en el barro. No. Yo estaba segura que podía retomar el control de la situación. Solo era cosa de hacerlo depender de mí otra vez. Tanto social como intelectualmente soy muy superior a la mayoría de los hombre y mujeres que forman el equipo de Jorge. Incluso sé que con experiencia podría hacerlo mejor que mi propio jefe. Estoy segura que es así. Pero necesitaba oportunidades para demostrarlo. Chances que no tenía, que no me daban.
Así que cuando mi jefe me propuso recuperar mi posición y mantener mis privilegios a cambio de una noche de sexo, se presentó esa oportunidad de cambiar mi mala suerte. Por supuesto, dudé… pero no por mucho tiempo. Acepté su propuesta. Por una noche (y sólo una noche) volvería a ser la amante de Jorge Larraín. Por una noche iba a follar con otro hombre que no era mi marido. El viernes de esa semana, por lo tanto, volvería a ser la puta de mi jefe. Finalmente las cosas se habían dado de esa forma.
Y al pensar en esto noté que me excitada.
5
Si, escuchaba los latidos de mi corazón en el pecho. En mi oficina, después de aquella conversación con Jorge Larraín, me sentía completamente alterada. Traté de relajarme, pero no pude hacerlo. Intenté hacerlo a través del trabajo. Encendí mi MacBook Air y senté en el sofá, frente a mi escritorio. Me enfoqué en la redacción de una minuta legal para un importante cliente. Sin embargo, a los cinco minutos supe que no me lograría concentrar. Estaba alterada. No podía dejar de pensar en mi trato con Jorge, en lo que había pasado en su oficina y en lo que tendría que hacer para seducir a Julieta.
Además, estaba todo lo que había pasado en la oficina de mi jefe. Aunque no había tenido sexo con Jorge, si había permitido que me tocara. El recuerdo de sus manos en mis senos y sus besos me alteraba; la forma en que me había acariciado, especialmente mis glúteos, me tenía excitada. ¿Cómo era posible?, me pregunté. Yo era una mujer que amaba a su esposo. Una esposa católica y decente que nunca pensaría en divorciarse. Entonces, ¿Por qué permitía que sucesos como los de hoy sucedieran? ¿Por qué terminaba comportándome de una forma tan libertina? Tal vez la respuesta era simple: yo era media puta o medio ninfómana.
Era una respuesta sencilla en que me negaba a creer. Porque siempre había sido una mujer terca, con mucho autocontrol. Yo tenía mi dignidad. Una dignidad y un orgullo. No podía dejar que Jorge ni otro hombre o mujer me humillara. Quizás lo que hacía lo hacía por puro orgullo. Pero la excitación era algo inexplicable. Quizás era una forma de truco mental. Mi mente trataba de adaptarse ante el trauma y el acoso que sufría constantemente por parte de mi jefe. Porque antes me asustaba cuando los hombres se acercaban a piropearme o seducirme. Me sentía como una presa, como alguien débil. En cambio ahora, siento yo la seductora, puedo lidiar con el acoso de los hombres. Siento que mi belleza es un arma, no una molestia.
Incluso así, racionalizando todo el asunto, me sentía confundida. Y también caliente. La confusión era difícil de solucionar, requería demasiada energía. Sin embargo, podía hacer algo para calmar la calentura.
Desconecté la red del proveedor de internet de mi computadora y conecté una red inalámbrica personal al circuito, tal cual me había enseñado mi esposo. Así mis datos de navegación no pasarían por el sistema de la casa (o la intranet del bufete cuando estaba allá). Así no habría registros de mis actividades. Hecho esto, avisé a la secretaria que no se me molestara en la siguiente media hora. Cerré la oficina con llave.
Luego, con confianza y en intimidad empecé a navegar. Busqué una página web de pornografía y empecé a examinar las portadas de los videos. Quería algo que se viera bien, algo que estimulara mi creciente excitación.
Mientras examinaba la web de pornografía, me desabotoné la camisa, solté mi falta. Quedé en ropa interior. Pensé en quedarme así, pero sentía una necesitada profunda de continuar. Estaba muy excitada. Me desnudé y me acomodé en un sofá. Me relajé.
Puse la película de dos jóvenes amantes. Eran hermosos y de cuerpos tonificados. Empezaron a follar de inmediato, sus cuerpos a moverse con una facilidad alarmante. El protagonista era alto, con un tipo de cuerpo fuerte como el de mi esposo y con una verga larga y gruesa también. La actriz porno era más bien bajita, de senos grandes y operados. Chupaba la polla como si se hubiera dedicado dos décadas a esos menesteres. El vídeo iba directo al asunto, sin mucho preámbulo. Era algo artificioso tal vez, pero era un buen polvo entre dos personas guapas: un adonis y su musa. Se suponía debía ser excitante, pero a los dos minutos me di cuenta que no lograba excitarme.
—Maldición —susurré.
Detuve el video en mitad del coito. Hice otra búsqueda, intentando hallar el vídeo perfecto. Sin embargo, las categorías me parecían confusas, con poco sentido. Sexo duro. Lesbianas. Bondage. Anal. Orgías. Público. Tríos. Me detuve en ese último. Tríos. Busqué en aquella categoría algo que llamara mi atención. Pero nada destacable. Finalmente, hice un intento entre las categorías que no había visto aún. Las que me parecían demasiado sucias. Una llamó de inmediato mi atención: Viejos y jovencitas . Qué cosa pervertida, pensé.
Y sin embargo cliqueé para observar los videos.
Rápidamente encontré algo que me vi impulsada a explorar. El video empezaba con una joven masturbándose en el salón de una casa. La luz entraba por un gran ventanal y la muchacha, que debía tener unos veinte años, miraba un televisor. Seguramente una película porno, igual que yo. De pronto, un hombre de edad avanzada aparece en una esquina, junto a una escalera. Bien escondido, observa a la muchacha. La muchacha continúa tocándose. La faldita blanca está enrollada en su cintura, mostrando sus piernas blancas y su sexo lleno de pelitos del mismo color que el cabello castaño. La muchacha prosigue sin saber que está siendo espiada.
El espía es un hombre de unos sesenta años, cabello canoso, medio calvo. Se nota una mala forma, empezando por una postura encorvada. También estaba mal afeitado, con la piel gris, ojos grandes y una barriga redonda. Es asqueroso, pienso. Pero no detuve el vídeo y seguí observando.
La grabación continúa con rapidez. La mujer está cada vez más excitada. Sus dedos penetran su sexo y una mano aprieta un seno de manera violenta. Parece fuera de control. El viejo se da cuenta. Sabe que ha llegado su oportunidad. Sale de su escondite y se presenta en escena. La joven mujer se detiene, pero sigue medio desnuda, con el coño a la vista. Desde ese momento, intuyendo lo que vendrá, dejo el video en silencio. Veo que conversan, brevemente, y luego ella continúa con lo que estaba haciendo. La muchacha sigue tocándose. Pero ahora sabiéndose observada. El viejo se desabotona el pantalón azul, la camisa gris. No tarda en quedar desnudo, tocándose una verga grande, como desarreglada y con unos testículos arrugados y con manchas, todo el conjunto oculto en una mata de pelo gris oscuro.
Es tan asqueroso, repito. Pero mis dedos buscan mi depilado sexo. Comienzo a tocarme, lentamente. Y sigo observando.
El viejo toma asiento en el sofá, junto a la cabeza de la muchacha. Ella al principio lo ignora, pero cuando el empieza a acariciarle el cabello no tiene más remedio que prestarle atención. La muchacha deja al viejo acariciarla, juguetear con los femeninos labios y meterle un dedo en la boca. Ella succiona el dedo y saca la lengua. Sin darme cuenta él ya está con las manos arrugadas en las tetas; se acomodan para besarse. El contraste es violento, inhumano. Una jovencita hermosa e inocente como esa no debería estar con un viejo verde como él, pienso. Es tan irreal y sucio. Pero que estén así, que eso esté sucediendo, me calienta.
Sin volumen, sin ningún sonido salvo en mi imaginación, la escena continúa en el monitor. Y mis dedos frotan cada vez con más energía mis labios vaginales.
Rápidamente la muchacha pasa a la acción. Besa ese amorfo y viejo cuerpo como si aquel hombre fuera un adonis. Empieza una mamada que descubre una verga tiesa y gruesa, un instrumento presto para el sexo. Y ella se monta sobre el viejo. El hombre no hace ningún esfuerzo, deja que todo lo haga ella. Él simplemente disfruta de aquella jovencita. Hijo de puta, digo. Al menos acaríciale las tetas . Pero no lo hace. Y sin embargo, la jovencita está cada vez más excitada. Mueve sus caderas con más fuerza, más rápido. A pesar del mutismo del vídeo, sé que ella está gritando. Sé que ella está pidiendo más verga. Yo misma quiero esa verga en ese minuto. Estoy tan caliente que no me importaría ser follada por un desgraciado tan feo o viejo como el del video.
Ese pensamiento fugaz desencadena una extraña cadena de eventos en mi cuerpo, como si me hubiera caído un rayo que me deja entumecida para después sentir el placer concentrarse en mi vientre. Repartirse a todo mi cuerpo. Aguanté un grito con un ronco bostezo. He conseguido un pequeño orgasmo.
La oficina y todo alrededor desaparecen de mi mente. Sólo queda esa sensación maravillosa. El placer que parece rezumar de cada centímetro de mi cuerpo. Pura felicidad.