Ana, la buena esposa (13)

Los enredos de una sensual mujer que comienza a caer en el abismo de su lujuria.

Ana, la buena esposa (13)

1

En casa, me puse a pensar en lo que había pasado afuera del condominio. Mi intención había sido conversar con don Esteban y pedirle que cesara su chantaje. Mi idea era llegar a un acuerdo, conseguir las pruebas que me incriminaban y así conseguir que mi esposo jamás se enterara de mis otras infidelidades. Pero al final había terminado fumando marihuana con el viejo. La hierba ha soltado las cadenas de la otra Ana. Los sucesos se descontrolaron. No sé cómo había terminado en ropa interior, exhibiéndome ante don Esteban. Después no las cosas pasaron desde una pragmática conversación a una escena porno. El cincuentón y yo masturbándonos uno frente al otro. Él adelante, en el puesto de copiloto, y yo en el asiento trasero. Al recordarlo, todo parecía irreal.

Lo más cómico y terrible era mi actuar. Había estado a punto de follar con don Esteban. A pesar de mis reglas de no tocar ni ser tocada y de no jugar con fuego, el vigilante había conseguido besarme y manosearme en el asiento de atrás. Fue sólo un minuto o tal vez dos, pero estuve muy cerca de caer. Si el maduro vigilante hubiera ido con más calma estoy segura que yo hubiera cedido. Y habría terminado follada y con su verga bien metida en mi vagina. Seguramente (no lo puedo negar) habría terminado gozando. Bien que el viejo y yo hubiéramos terminado con un buen polvo con un mejor orgasmo. Todavía me daban vueltas en mi cabeza esos momentos de pura lujuria. Si el viejo portero, cuando estábamos besándonos en el asiento trasero, hubiera llevado sus manos a mi coño en lugar de mis tetas o mi trasero, hubiera ocurrido algo espantoso (pero placentero).

Gracias a Dios no pasó. Por suerte don Esteban no jugó bien sus cartas y yo logré retomar mi cordura. Salí del atolladero con gran parte de mi honra de buena esposa intacta. A pesar de todas mis reglas y de las promesas hechas a mi marido, había estado a punto de mandar todo al diablo. Y todo por fumarme un porro y dejarme llevar por la calentura.

La culpa y el remordimiento empezaron a adquirir forma en mi mente. Pero muy lentamente y no con la suficiente fuerza. El arrepentimiento y la angustia eran cosas lejanas, como si los sucesos no me hubieran sucedido a mí. Además, sabía que había algo peor que haberme liado de esa forma con don Esteban. Lo más trágico del asunto es que aún me sentía excitada. Ahora, en mi casa, andaba como una puta loca. No podía dejar de pensar en lo que había pasado. Rememoraba la escena del auto donde me había exhibido al viejo conserje y me calentaba. Me acordaba de la forma en que me miraba, la forma en que me besó y me manoseo durante un instante y me sentía excitada. Y a eso se sumaba también una especie de exaltación, una especie de frenesí.

Las emociones y sensaciones que vivía en ese momento eran intensas y contradictorias. Estaba muy confundida.

Me empecé a convencer rápidamente que debía olvidar lo ocurrido. Había sido sólo una travesura divertida y sin consecuencias. Quizás esa forma de verlo era por el efecto de la marihuana, aún haciendo efecto. No obstante, en ese instante, no se me ocurría otra forma de tomarlo. No sentía arrepentimiento ni culpa ni pena. Todo lo contrario, sentía una especie de liberación. Había explorado algo excitante y mi esposo jamás lo sabría. Esa era mi conclusión.

Había sido una locura muy placentera. Un secreto que jamás saldría a la luz.

Mi abuela rusa, una mujer de una extraordinaria belleza, solía decir que el pasado hay que enterrarlo. De lo bueno saldría una flor, un árbol u otra cosa bonita. De lo malo no había ni que acordarse. Había que dejar que se pudriera en un hoyo.

Decidí que eso iba a hacer.

2

Para tratar de quitarme ese extraño calor que aún gobernaba mi cuerpo me preparé una sangría con hielo. Tenía que comer algo también. Me preparé una variedad de ensaladas con jamón serrano y queso de cabra. Lista mi comida (estaba hambrienta), decidí comer en la piscina. Me apetecía pasar el calor del verano en el agua.

Me aliste en un traje de baño blanco de una pieza y me instalé a comer en la piscina. Merendé con lentitud y bebí la sangría fría con prontitud, apurando la deliciosa bebida como si de eso dependiera mi buen humor. Gracias a la frescura del lugar y al alcohol me sentí revitalizada. Estaba casi lista para un chapuzón en la piscina cuando recibí una interrupción.

Era mi madre al teléfono. Llamaba para saber de mi, su hermosa hija, e invitarme a almorzar al día siguiente. Yo hablé con Sofía un rato. Mientras hablaba mi mente se disoció en dos. Una parte escuchaba a mi madre, le contaba cosas de lo que pasaba en casa o en el trabajo. La otra parte de mí pensaba en otra cosa: en masturbarse. Tenía unas ganas locas de meter mis dedos en mi coño, de desfogarme en placer. Era un poco loca la situación, pero era real. Realmente necesitaba un chapuzón en la piscina para quitarme ese calor. Como consuelo empecé a juguetear con un pezón.

—¿Vendrás a comer mañana, Ana Beatriz? —preguntó mi madre.

—No puedo, mamá —respondí—. Tengo mucho trabajo.

—Pero no has venido a visitar a tus padres hace meses, Ana Beatriz —dijo mi madre—. Deberías conversar con tu papá. Especialmente después de lo que le pasó.

Mi padre había tenido una descompensación que lo había dejado hospitalizado un par de días. No había sido algo grave. Más bien había sido una advertencia para un hombre aún sano.

—No puedo, mamá.

—Tu padre te echa de menos —dijo Sofía—. Sé un poco más cariñosa con él. Y conmigo también. Ven a visitarnos, hija.

—Lo haré pronto —aseguré—. Pero estos días no puedo.

Esa fue mi excusa. Sin embargo la verdad es que no tenía deseos de ver a papá. Desde la adolescencia había tenido una relación conflictiva. Especialmente desde que me enteré que Mario Bauman no era mi padre biológico. Desde el día que supe la verdad nuestra relación se había torcido. Y después, hace cerca de medio año o tal vez un poco más, pasó el incidente. Eso terminó por cortar nuestro lazo. Ahora no me atrevía a ver a mi padre. No sabiendo el secreto que los dos guardábamos, la razón real de su “accidente cardiaco”.

No sé si me sentía culpable o era la vergüenza. No sé si era por mi madre o mis hermanos, o por de alguna forma destrozar a mi familia, o si era otro motivo. Pero no quería verlo. Temía que encontrarme con mi padre fuera peligroso.

—Muy bien, Ana Beatriz —dijo mi madre—. Le diré a tu padre que pronto lo visitarás.

—Ok, mamá. No puedo creer que me llamaras para eso —le reclamé.

—Es que no era ese el motivo de mi llamada —dijo mi madre—. Casi se me olvidaba. Te llamé porque leyendo el New York Times me encontré con una fotografía de tu esposo.

—¿De Tomás? —pregunté sorprendida.

—Es ese el nombre de tu esposo ¿o no?

Maldije a mi madre y sus bromas. Y también maldije a mi ingenua y exteriorizada sorpresa.

—La noticia estaba en la sección de economía. Hablaba de la fusión de unas navieras —dijo mi madre—. Tu esposo sale muy guapo en la foto. Busca la noticia.

—Lo haré, madre.

Nos despedimos al fin y pude tomar un respiro de mi madre. Sofía Venturi era una mujer un tanto anticuada. Nunca había sido la mejor madre. Recuerdo que Gala, la sirvienta, era quien me cuidaba. La vieja y apocada mujer se preocupaba de vestirme y que hiciera mis tareas. Gala era quien cocinaba a los tres hermanos Bauman Venturi y nos sacaba a pasear cuando éramos unos niños. Incluso era la encargada de sacar las fotografías de nuestros actos escolares. Era una mujer seria pero cariñosa.

En cambio, Mi madre parecía siempre estar estaba ocupada de otras cosas de la casa. Ella daba las órdenes, como una reina desde su trono. No puedo negar que me enseñó a ser una mujer y a tener clase y buen gusto. Pero nunca fue demasiado cercana conmigo. A veces pienso que ella sentía que yo le quitaba protagonismo. Mi padre cuando niña me consentía y me prestaba una gran atención. Seguramente mi madre y yo competíamos el lugar de la primera mujer de la casa. Sofía tenía envidia de mi belleza. Eso imagino. No tengo certezas acerca de esto, pero siempre hubo un abismo entre las dos.

Mientras comía y bebía mi sangría busqué el reportaje que mi madre había mencionado. Lo encontré al rato, luego de entretenerme con otras noticias. Efectivamente hablaba de la fusión de las navieras y ciertamente había una foto en que se veía a los directivos de ambas empresas y sus equipos de abogados. Tomás estaba al lado izquierdo de la fotografía. En realidad lucía muy elegante, alto y guapísimo. El traje a medida hacía notar su buen físico, pero era su sonrisa y su rostro lo que llamaban la atención. Vaya semental, pensé. Y es mío.

Examiné la fotografía con detención para ver si reconocía a los compañeros de trabajo de mi esposo. Estaban agrupados al lado izquierdo de la imagen, junto a Tomás. Solo conocía a Aurelio, un abogado sénior, a Bertín, el abogado especializado en finanzas, y a Ximena, una mujer de cincuenta que cumplía las funciones de secretaria logística. Seguí observando, leyendo la noticia y enterándome de quién era quién. Así llegué hasta el lado derecho de la fotografía. No conocía a nadie, eso me pareció. Pero de pronto vi una mujer de cabellos oscuros de mi edad. Estaba implacablemente vestida, destacando entre sus compañeros. La miré con detenimiento y mi corazón dio un salto en mi pecho. Era la italiana.

Observé a la hermosa mujer con un nudo en mi estómago. Estaba casi segura que era la italiana. Formaba parte de la contrapartida de abogados que participaba en la reunión. Era la ex novia de mi esposo, estaba ahí, en Houston, con mi esposo.

3

Tuve un ataque de celos. Estuve media hora molesta con Tomás. Todo por culpa de la italiana. No me acordaba del nombre de la ex novia de mi marido, sólo sabía que era una siciliana o napolitana que había venido a hacer una especialidad a nuestro país.

La verdad era que yo le había robado a Tomás. Mi esposo había estaba de novio con ella cuando yo aparecí en su vida. Pero es que él merecía a alguien mejor. Si bien la italiana era hermosa, Yo era mucho más. Y además, Tomás se enamoró casi de inmediato de mí. Estábamos destinados a estar juntos.

Ahora, al ver a la italiana en el diario, al otro lado de la foto donde aparecía mi marido, se me vino a la mente que ella intentaría seducirlo. Sin duda de esa forma se vengaría de mí. Eso me provocó un gran desasosiego. Era una mezcla entre celos agudos y el miedo punzante de no poder defender lo que era mío. Intenté calmarme, pero lo único que logré fue beber más sangría y espesar las malas sensaciones en mi mente.

Es un verdadero trabajo luchar contra mis celos. Es algo que he conversado con mi esposo y con nuestro terapeuta familiar, el doctor Aiton Cantoná. Según el psiquiatra todos mis celos son parte de mis inseguridades. Algo que tal vez tiene que ver con mi competitividad y mi autoestima. Pero yo me pregunto si es malo sentirse así. Al fin los celos existen por una razón: evitar que me humillen. Yo dudo que mi esposo sea capaz de serme infiel. Pero es un hombre guapo y exitoso y hay muchas mujeres inescrupulosas. Y la italiana había sido novia de Tomás hasta que yo se lo quité. Y ahora seguramente quería hacerme daño seduciendo a mi esposo.

La idea era repetitiva. Pensé en llamar a Tomás y hablar con él para asegurarme que todo estuviera bien. Pero noté que los efectos de la marihuana aún me tenían confusa. Además, había bebido demasiada sangría y estaba algo borracha. Maldije el calor estival y la lejanía de mi esposo.

La única solución que encontré fue beber otra copa de sangría y dejarme arrastrar por mi instinto. Sentada en una reposera, al lado de la piscina, comencé a acariciarme. Era una sensación muy agradable tocarme el clítoris sobre la tela del traje de baño. Con rapidez empecé a masturbarme. Lo hice con rabia, enojada con la italiana y con mi esposo. Empecé a imaginar fantasías vengativas. En ellas castigaba a m esposo por dejarme sola y serme infiel. Los celos habían agregado picante a mi lujuria. Me imaginé con otros hombres, jóvenes y viejos, y también con mujeres. En mi mente, me imaginé besando a mi becaria, Julieta, mientras mi jefe me follaba. Me imaginé seduciendo a un adolescente mientras don Esteban, viejo verde y poco agraciado, me grababa en vídeo.

Sin detenerme a pensar en lo que hacía, seguí ideando mudos lujuriosos y absurdos. Metía dos dedos profundamente en mi sexo cuando llegué a la fantasía que desencadenó mi mejor orgasmo. A mi mente llegó la figura de un alto, feo y musculoso hombre. Era Jürgen Killman. Vaya forma de excitarme con el enemigo jurado de mi marido. Además, fantasear con follarme al rugbista no estaba demás. Era una buena forma de vengarme de mi esposo. Follar con un hombre que él odia.

En la fantasía yo estaba desnuda en la cama matrimonia. Jürgen entraba por la puerta. Estaba sólo con un pantalón corto de rugby y sin camiseta. Su enorme tórax y sus brazos gruesos lo hacían ver como un toro de músculos bien desarrollados, listo para inseminar a la hembra. Sus piernas voluminosas eran símbolos de poderío y virilidad. Pero a mí lo que me interesaba estaba entre sus piernas. En respuesta a mi deseo, Jürgen se sacaba el pantaloncillo y dejaba a la vista una verga de prodigio. Larga, gruesa, de grandes testículos. Era un trozo de carne pálido y que se apreciaba bien porque el sexo estaba depilado. Me calenté al recordar ese pedazo de verga. Guíe mi imaginación hacia una rápida mamada y un sesenta y nueve. Luego mi mente convergió a una fantasía de sexo de dominación. Jürgen era mi macho y yo estaba entregada a sus deseos. Con su poderosa verga, el rugbista me follada en todas las posiciones imaginables. Me hacía chupársela mientras metía dedos en mi concha y me apretaba las tetas. En aquel ensueño yo estaba súper entregada a mi musculoso amante. Actuar de esa forma me calentó demasiado y logré que mi masturbación consiguiera la calentura necesaria para alcanzar el umbral. Tuve un intenso y rico orgasmo de esa forma, al que le siguieron dos corridas más cortas.

Fantasear me hizo olvidar el mal rato provocado por la italiana y mi esposo. Me había relajado.