Ana, la buena esposa (12)
Los enredos de una sensual y lujuriosa esposa para no sucumbir ante su lujuria.
Ana, la buena esposa (12)
1 Martes. Segundo día sin mi esposo
A pesar de estar sola por la ausencia de mi esposo y de la enorme casa vacía duermo profundamente. Mi forma de dormir es apacible, serena, casi sin desordenar la cama. Cerca de la hora de levantarme empiezo a soñar. En el sueño estoy desnuda sobre un enorme piano rojo. En medio del salón donde me encuentro, que está iluminado por velas dispuestas en enormes candelabros, hay una enorme audiencia sentada en sillas oscuras. Las personas están enmascaradas y permanecen en silencio, observando como ovejas en un corral. Una pianista, una mujer asiática, toca Misty de Errol Garner. Yo sigo sobre el piano y espero. Sé que estoy esperando a alguien. De pronto, de una esquina del salón, aparece un hombre enorme y musculoso. Está también desnudo. De su entrepierna cuelga una verga imponente. Al verlo, mi cuerpo se estremece e instintivamente cambio mi orientación sobre el piano, enfrentando al desconocido. El hombre se acerca y su rostro se revela. Es Jürgen Killman, uno de los compañeros del equipo de rugby de mi esposo. Jürgen se detiene al lado del piano, donde la coreana sigue tocando Misty en compases sensuales y insinuantes. Entonces yo me muevo hacia aquel imponente varón desnudo y abro mis piernas. La pálida y larga verga de Jürgen está erecta, lista. Se pega a mí y sin demorarse me penetra. El mundo da un vuelco y despierto.
Con los ojos abiertos, en la cama vacía, me doy cuenta que he estado soñando. Me toco mi sexo y descubro que estoy húmeda. Pero no estoy satisfecha. Empiezo a tocarme, a masajear mi clítoris, a jugar con mis senos grandes y mis pezones. Me toco, me doy placer. No hay modo de parar. Sigo hasta arrancarme varios orgasmos pensando en el sueño, en aquel hombre musculoso y esa verga que lo llena todo. Al final, mi cama está hecha un desastre. Y yo estoy satisfecha.
2
Comienzo el día temprano. Subo una foto bastante sugerente en la ropa interior blanca que usaré ese día: sujetador de copa y push up (con el lunar falso en la parte interior de mi seno derecho) y un calzón de cómoda tela y varios tirantes laterales que dan un toque sexy al conjunto. Como siempre no muestro la cara, ni siquiera hoy he exhibido mi cabello. Pero espero que mis seguidores me perdonen. Esta semana priorizaré la cantidad sobre la calidad.
Aún de madrugada voy al gimnasio y me esmero en trabajar la musculatura del trasero y las piernas. En las máquinas noto que la instructora de siempre, la rubia y musculosa, no deja de observarme. Se le nota el deseo, es algo que deja traslucir. Tiene una forma de seducir con la mirada más que con los gestos o las palabras. Pero yo me comporto; no correspondo a su penetrante mirada, no quiero que ella piense que caigo en su juego. Además sé que mi cuerpo de curvas sensuales y la sugerente ropa deportiva basta para producir una reacción positiva en ella. Juego esa partida de forma segura, sin riesgos y con pocas ganancias.
Luego del gimnasio, me ducho y voy a trabajar. Debo hacer milagros por reuniones de planificación y encargos de última hora. Además, debo averiguar si puedo arreglar mi situación laboral sin que mi jefe intervenga. Las consultas a mis superiores me dejan claro que no hay nada que pueda hacer. No podré optar a reuniones con clientes importantes sin la aprobación de mi jefe. Sin embargo, no me doy por vencida. Debe haber una forma de mantener mi sueldo y privilegios.
Pasan las horas como un suspiro. A medio día, almuerzo con Julieta. Mi becaria tiene veintidós años y es una persona agradable. Siempre ha actuado con lealtad y no me imagino entregándosela a Jorge. Sin embargo, comprendo porque mi jefe quiere follarla. Es alta y guapa. Tiene senos normales, pero posee un buen culo (bien formado, con musculatura firme). A pesar de ser flaca, Julieta realmente posee un trasero sensual y unas piernas bonitas. Además al ser pelirroja y de ojazos verdes da un poco de morbo follarla. Y el morbo a veces excita más que la perfección.
Sin querer me empieza a calentar la propuesta de mi jefe. Toda la mañana he estado pensando en el trío con mi jefe y mi becaria. Una parte de mi (la mujer integra y de buena crianza) rechaza aquellos pensamientos y cree que es imposible decir si a ese tipo de propuestas. Pero otra parte de mí (la que ambiciona, la descarada) piensa que es una buena forma de acabar de una vez con las tensiones con mi jefe. Para qué complicarse la vida si hay una forma simple de solucionar todo: follar. Y después olvidar y hacer como si nada hubiera pasado.
Ese día, al final del almuerzo, invito a Julieta al centro de la ciudad. Ella acepta y quedamos de acuerdo para ir mañana miércoles después del trabajo. Nos despedimos. Ella debe ir a la Universidad y yo debo volver al trabajo. Mientras camino a la oficina, pienso que mañana debería comprar algunas prendas sexys y llamativas para mi perfil secreto en las redes sociales. Alina, mi alter ego, ha alcanzado rápidamente los diez mil seguidores en Instagram. He prometido hacer algo interesante para conmemorar ese hecho, pero no estoy segura que hacer. Ya se me ocurrirá.
Lo que si estoy decidida a hacer es cambiar mi actitud con Julieta. La trataré con más cercanía para estrechar nuestra amistad. No es que haya decidido ya aceptar la propuesta de mi jefe, pero quiero saber si seré capaz de seducir a mi becaria. La forma en que Julieta me mira y me halaga me dice que, al menos, siente admiración por mí. Tal vez sea sólo una amistad o el respeto que se siente por un mentor. Pero tal vez signifique otra cosa, algo más carnal.
Termino el día de trabajo con una sensación positiva. Me gustaría relajarme, pero no sé cómo. En el camino a casa, arriba de mi BMW, recibo la llamada de Tomás. Hablamos un buen rato, diciendo cuanto nos echamos de menos. Ver y escuchar a mi esposo a través del teléfono y saber que está al otro lado del mundo me estremece. Lo deseo y quiero tenerlo conmigo. Quiero que Tomás me tome, que me haga suya. Sin embargo, es algo imposible. Debo esperar hasta el próximo lunes. Falta demasiado. Antes de cortar, quedamos de hablar en la noche, más o menos a las 10 de la noche.
Intranquila, pienso que no me vendría mal algo de sangría y unos bocadillos. Es un día bastante caluroso, casi sin nubes, el verano está en su apogeo. Es un día para estar en la piscina y olvidar las preocupaciones. Decido que eso haré. Me relajaré. Lo que me vendría perfecto para complementar mi idea de tarde sola y perfecta es un poco de marihuana. Sé que prometí a mi esposo no beber ni hacer nada estúpido. Pero no será demasiado y además Tomás ni lo notará. Pero, ¿Dónde consigo un porro de buena calidad?
3
Al entrar al camino de mi urbanización recuerdo a don Esteban. El viejo me dijo que estaría de guardia. Pienso en que debe haber una forma de terminar con su acoso. No puede ser que cada vez que quiera entrar a mi hogar tenga que mostrarle mi ropa interior a un viejo verde. Debo conseguir de una vez las pruebas que dice tener y lograr que deje de chantajearme. Además, no sé si esas pruebas se refieren solamente a mis infidelidades o también al uso de drogas.
Realmente fue la mala idea usar a don Esteban de dealer. Le compré droga sólo en dos o tres ocasiones, pero nuestras reuniones terminaban de forma inesperadas conmigo muy alterada (por el alcohol, la cocaína o el éxtasis), lo que aprovechó el viejo para seducirme. Hoy me arrepiento y siento algo de vergüenza de lo que paso. Yo, que puedo elegir a cualquier hombre que quiera, que tengo un esposo guapísimo, bien dotado y exitoso, he terminado bien follada por un viejo pobre, panzón y sin ningún atractivo. Es para pensar en mi sanidad mental. Realmente es para pensar en términos psiquiátricos pues, a pesar de lo lógico de mi razonamiento, a veces siento que mi cuerpo se excita al rememorar las folladas con don Esteban. Es una chifladura, pero recuerdo y me encuentro de pronto mojada. Se imaginan: estar mojada al pensar en don Esteban. Una locura.
Al acercarme a la entrada decido que tengo que hacer dos cosas: uno, hablar seriamente con don Esteban acerca del asunto. Convencerlo de alguna forma de que me entregue los videos que supuestamente tiene de mí. Y dos, tengo que hacer que me venda un poco de marihuana y hacerlo de forma que parezca casual y sin importancia. Además, hacer esto pareciendo una mujer integra frente a don Esteban. La mejor forma de lograr esto es seguir al pie mis reglas: no jugar con fuego y no tocar ni dejarse tocar. Simple.
Al llegar a la entrada del condominio noto a don Esteban sentado al interior de la caseta de la portería. Al lado está su amigo, aquel jardinero que no se despega de la pantalla de la televisión. Llevo mi BMW hasta la entrada y abro la ventana.
—Hola, don Esteban —saludo.
—Hola, señora Ana —responde el viejo con una sonrisa maliciosa—. ¿Quiere que le abra el portón?
Al lado, su amigo no nos presta demasiada atención. Está mirando un partido de futbol. El volumen se escucha bastante alto y el comentarista narra las acciones casi en gritos. Tengo que levantar la voz para hacerme escuchar.
—Sí, quiero entrar, don Esteban. Pero antes quisiera hablar algo con usted. Voy a llevar el auto al estacionamiento de visita. Puede ir a conversar conmigo ahí, acá hay mucho ruido.
Don Esteban parece sorprendido. Me observa largamente, repasando mi camisa de seda plateada y la falda blanca que hoy uso. Trata de que yo diga algo más y encontrar un indicio de lo que quiero tratar con él. Pero yo me quedo en silencio.
—Espéreme ahí —señala, apuntando con la mano—. A esta hora, tras el estacionamiento de los pitosporos cae también la sombra del roble. Será más fresco hablar en ese lugar.
Conduzco el vehículo hasta el sitio indicado. No sólo hay bastante sombra y no hace tanto calor, también el lugar es más reservado. Desde la entrada se verá la cola del BMW, pero los habitáculos quedarán bien ocultos por la ordenada maraña de los arbustos. Un minuto después aparece don Esteban y le dejo entrar en el puesto de copiloto.
—Ana —saludó, obviando el título de señora—. Que gusto estar aquí contigo.
—Dejemos las presentaciones, don Esteban —lo interrumpí—. Quiero ir directo al asunto.
—Pues vamos directamente al asunto… —me interrumpió esta vez don Esteban—. Pero primero voy a fumar un poco.
Saca entonces un porro y un encendedor. Ante la sorpresiva aparición del cigarrillo casero me quedo callada, sorprendida. No sé si ha sido una coincidencia o no. Justo cuando quiero fumarme un poco de marihuana aparece don Esteban con uno, y sin siquiera yo sacar el tema a la luz.
—Abre las ventanas, Ana —dice el viejo—. No quiero dejar tu auto pesado a porro.
Abro completamente los vidrios laterales que no dan a la caseta. Las otras dos ventanas sólo las abro arriba. El humo empieza a salir y retomo la calma y el control de mis acciones.
—Puedes seguir hablando, Ana —me pide el conserje—. Tenías algo importante que decirme ¿Cierto?
—Don Esteban —empiezo a decir—, necesito que terminemos con ese absurdo chantaje al que me tiene sometida. Quiero ver las pruebas que tiene contra mí y si son importantes quiero que me las dé. A cambio le daré mil dólares y le aseguro que le dejaré en paz.
El viejo de nariz aguileña ni se inmuta. Se acomodó en el asiento y se arremangó la camisa azul que siempre llevaba. Después de eso me miró la falda y las piernas antes de volver a mirarme a la cara.
—Mil dólares —repitió.
—Así es, mil dólares. Y no ejecutaré acciones legales ni tendremos otros líos. Le pagaré, usted me da lo que tiene y quedaremos en paz.
—Mira, gatita —dijo sin dejar de sonreír—. Toda la gente de este condominio, incluida tú, preciosa, suda en dólares. Yo diría que caga diamantes cuando va al baño. Mil dólares se me hace nada para lo que me puedes ofrecer.
Se tomó una pausa. Fumó del porro como si estuviera en su casa.
—Mil dólares es poco —sentenció.
Así que el hijo de puta se iba a poner codicioso. Si quería negociar, negociaríamos. Pero no iba a robarme.
—Mire, don Esteban —levanté la voz—. No pagaré por aire. Usted, hasta hoy, está vendiendo humo. ¿Cómo sé si es verdad eso de las pruebas que tiene? ¿Por qué debería pagar por algo que tal vez es un invento? Pagaré un precio justo, pero usted debe mostrarme lo que tiene.
—Sabe, Ana —dijo el portero—, está demasiado tensa. Necesita relajarse.
Don Esteban me ofreció el porro encendido. Su mano de dedos gordos se detuvo a treinta centímetros de mi cara. El humo subía en eses y la fragancia picante de la marihuana empezaba a golpear mis sentidos. Dudé unos segundos, pero toda la tarde me había imaginado fumar un poco para relajarme. Mi oportunidad había llegado sin pedirla. Tomé el cigarrillo y lo sostuve un momento entre mis dedos.
—Quiero que lleguemos a un acuerdo beneficioso para los dos —dije, y luego me llevé el porro a la boca.
Aspiré del cigarrillo y mantuve el humo en mis pulmones antes de soltarlo.
—Yo igual quiero llegar a un acuerpo, gata —aseguró don Esteban—. Y sé que no me conviene chantajearte por siempre. No es inteligente. Pero quiero que nos entendamos.
—Bueno, entonces hablemos —dije—. Muéstreme sus cartas y yo le mostraré las mías.
El hombre de unos cincuenta años sonrió de forma pícara.
—Hablando de mostrar sus cartas —dijo—. ¿Por qué no te pasas al asiento de atrás y me muestra su ropa interior?
Era un imbécil y un descarado. Cómo se atrevía. Me cabreó la forma vulgar en que me hablaba, pero en lugar de replicar o molestarme le di otra calada al porro. Retuve el aire y me concentré en aquella simple acción. Empezaba a sentir como mi cuerpo se relajaba, mis músculos tensos se soltaban lentamente y mi mente empezaba a hacerse liviana, flotando en la fragante nube que inundaba mi auto.
—¿Realmente espera que haga eso? —pregunté—. Creo que me debe una disculpa. No soy ese tipo de mujer.
Aspiré del cigarro y esperé que don Esteban pidiera perdón por su descaro. La respuesta de don Esteban se hizo esperar bastante. Desde la caseta se podía escuchar la televisión. Los comentarios y las réplicas a gritos del amigo de don Esteban. El hombre en la caseta parecía concentrado, ignorante de lo que pasaba en el BMW estacionado. Yo me relajé aspirando el humo y cuando don Esteban respondió casi no quedaba porro.
—¿Qué clase de mujer eres? —preguntó el viejo guardia.
El viejo hablaba en serio. Parecía que quería saber realmente qué tipo de mujer era yo.
—Soy la clase de mujer que consigue lo que quiere —respondí.
Quise sonar intimidante, pero soné poco convincente. Don Esteban sonrió con franqueza.
—Lo que me gusta de ti es que puedes ser directa, gata —afirmó—. La primera vez que te vi sentí una cosa en mi vientre. Supe que no eras una mujer como el resto. No es solo por tu físico. Es cierto que posees una cara preciosa, de niña de la televisión, y un cuerpo de ensueño. Además es tu actitud. Siempre vas tal altiva y lejana. Pero a ti te gusta seducir. Te gusta que te miren y que te deseen. Si, pareces indiferente pero no lo eres. Mírate, sentada aquí y conversando como si fuéramos iguales.
—No somos iguales —aseguré.
—No lo somos, pero tú eres capaz de bajar de los cielos y alegrar a hombres comunes como yo.
Terminé de dar otra calada al porro, aguanté el aire y luego hablé:
—¿Se supone que eso es un cumplido? —pregunté divertida—. ¿Está tratando de seducirme, don Esteban?
Mi broma no sé si le hizo gracia. Don Esteban sonrió y me hizo notar que ya no quedaba cigarrillo entre mis dedos. La marihuana se había esfumado.
—Sabes, gatita, tengo otros dos porros —dijo—. Son de una calidad superior. Te doy uno si vas al asiento de atrás y cumples nuestro actual acuerdo: Me muestras tu ropa interior y yo te dejo entrar al condominio. Nada más.
—Un porro de mejor calidad —fue lo único que se me ocurrió decir.
—Sí —afirmó el viejo cuidador—. Los cultivan en el desierto, de una forma en que la sustancia se concentra y el efecto es más potente. Cuesta trescientos cincuenta dólares cada cigarrillo y he conseguido venderlo incluso hasta en quinientos. Una verdadera joya del desierto ¿Quieres probarla?
Dudé. Pero sólo un segundo.
—Quiero probar —contesté.
—Pues entonces, al asiento de atrás —ordenó el cincuentón vigilante.
Sin pensarlo demasiado me bajé del auto. Observé la caseta y el camino. A lo lejos un automóvil blanco se acercaba. Me volví a subir al BMW, ahora por la puerta trasera. Mientras me acomodaba en el amplio asiento de atrás, don Esteban sacó de un bolsillo dos cigarrillos envueltos meticulosamente en plástico. Sacó uno de los dos porros del envoltorio. La hierba estaba recubierta de un papel oscuro y elegante, incluso tenía filtro. Don Esteban encendió la punta del pitillo. El olor dejó claro lo que era. Me pareció que el cigarrillo tenía demasiado buena pinta para ser marihuana.
—Pruébalo al principio con el filtro, gatita —aconsejó el vigilante de mi urbanización—. Como digo, es potente. Si notas que puedes ir a más, le quitas el filtro y te lo fumas puro. Pero es mejor ir de a poco.
Tomé el cigarrillo y lo observé con precaución. Sin embargo, tenía ganas de darme un gusto y relajarme de veras. Además, me mataba la curiosidad. Quería probar marihuana de trescientos cincuenta dólares. Aspiré lentamente pero no demasiado, reteniendo un fracción en mis pulmones y demorándome tanto como podía antes de liberar el aire.
—Vamos, gata —dijo don Esteban—. Ahora a desabotonar la camisa de trabajo. Quiero ver tu sujetador.
Yo di otro largo inhalada del porro y aguanté hasta que estallé en risa. Me pareció divertido lo que me pedía aquel viejo portero. No me molestó. Me pareció una broma de un viejo verde. Me miré la ropa y vi que mi falda se había subido al poner mis pies sobre el asiento. La mitad de mis muslos quedaba a la vista de don Esteban; mis zapatos de taco alto, a juego con mi camisa de seda, hacían más seductora mi postura. Seguro que el viejo ya estaba caliente.
—¿Me mostrará las pruebas que tienes de mí? —pregunté.
—Sólo si me muestras tu ropa interior —afirmó don Esteban.
Qué insistente con lo de la ropa interior. Dios mío, yo quería hablar en serio. Me dio una risita extraña. Para cortarla aspiré el humo del porro y luego le ofrecí el cigarrillo al vigilante. Él lo tomó y dio una corta calada. Yo aproveché mis manos libre para desabotonar mi ajustada camisa, dejando mi sujetador blanco a la vista de aquel pervertido individuo.
—Sácate la camisa de una vez —ordenó el viejo caliente—. Y ahora quítate también la falda.
Me hizo reír casi a carcajadas la urgencia que mostraba don Esteban. Su voz de caliente era graciosa. Su actitud era de pura calentura. Yo actué con calma, tratando de recordar mis reglas. No tocar ni dejarse tocar y nunca. No jugar con fuego. No arriesgarme demasiado. Con seguridad estaba muy al límite de romper mis mandamientos, pero estaba demasiado divertida para detenerme ahora.
Dejé la camisa a un lado y me desabroché la falda. Sonreí al notar la mirada de aquel pobre hombre sobre mis senos grandes y firmes. Continué. Giré, casi gateando sobre el asiento de atrás, enseñándole en bandeja mi espalda y mi trasero, dejando mi culo marcarse bien en mi falda blanca. Quería que don Esteban anticipara el premio que iba a tener. Lo miré a los ojos, por sobre mi hombro.
—Quiero las pruebas —exigí al portero—. Las quiero pronto.
Mi voz había sonado grave y profunda, como si mis palabras ocultaran una segunda intención, como si las palabras buscaran enrielar el momento hacia algún deseo oscuro y perverso.
—Las tendrás, gata —aseguró don Esteban—. Dame lo que quiero y tú tendrás lo que quieres. Nos podemos entender.
Me incliné de rodillas, hacia abajo y adelante. Así, se marcó bien mi culo cuando, con dificultad debido a lo ajustado de la tela, empecé a bajar la falda y mostrar la braga blanca. Los glúteos firmes, carnosos y redondos quedaron expuestos, también los muslos de musculatura femenina y bien desarrollada. Mi metro setenta y siete de altura me aseguraba unos largos muslos, pero en mi caso aseguraba también una estilizada silueta, una buena proporción de tetas, un abdomen plano, una cintura estrecha y unas buenas caderas. Era la razón por la que hombres como don Esteban no dejaban de molestarme, eran como bestias hambrientas frente a una suculenta presa.
De pronto, sentí una mano sobre mi nalga. La mano apretó fuerte y descontroladamente. Me demoré por la sorpresa, sin embargo, con rapidez me moví para evitar el magreo.
—Ese no era nuestro trato —reclamé.
Me senté, cubriendo mis senos con los brazos y las manos. Al mirar a don Esteban este ni se inmutó. Empezó a desabrochar su pantalón y sacó con torpeza una verga oscura. En menos de unos segundos, don Esteban se había arrodillado y acomodándose como podía en el asiento de copiloto empezó a masturbarse.
—¿Qué hace? —le dije, perturbada y en medio de la sorpresa.
—Toma el porro —me dijo—. No puedo hacerlo bien con el porro en la mano.
Atontada por la situación y la droga, recibí el porro y el aprovechó mi movimiento para agarrarme una teta e intentar sacar al aire mi pezón. Por suerte me retiré y el viejo no logro su cometido. Me moví al otro extremo en el asiento trasero, tan lejos como pude del alcance de don Esteban. El guardia continuaba mirándome, fuera de control. Seguía masturbándose y su verga crecía mostrando un grosor importante.
—Como me calientas, gata —afirmó don Esteban.
Yo miré mi falda y mi camisa al otro lado del asiento.
—Si intenta algo, huiré y también gritaré —le advertí—. Habrá graves consecuencias, lo prometo.
El viejo continuó con la verga entre las manos, observándome con deseo.
—No te preocupes, gata. No soy un violador. Tú quédate ahí, fúmate tu porro y relájate. Yo, acá, haré lo mío.
No sé porque creí en sus palabras. Me senté apoyándome en el respaldo y me fui calmando. Empecé a fumar del porro, esta vez quitándole el filtro para sentir todo el efecto. Poco a poco el miedo que sentí dio paso a un sentimiento de estar aislada. Miré el movimiento de aquella mano sobre el pene. El pantalón negro del viejo había caído hasta las rodillas y podía notar las vellosidades de la entrepierna y de los muslos.
En verdad algunos hombres eran como bestias feas, su única gracia era que a pesar de no contar con mayores virtudes podían cumplir su función. El pene bien erecto de don Esteban daba fe de que hasta un hombre pobre y sin cualidades especiales podía ser útil.
—Tu igual puedes —dijo don Esteban.
—¿Puedo? —pregunté confundida— ¿Qué cosa?
—Tú igual puedes tocarte, gata —afirmó el viejo—. Llevas un rato moviéndote contra el asiento.
Era verdad. Sin notarlo, había empezado a mover mi culo y mis caderas contra el asiento. El roce era sin embargo poco efectivo. Estaba caliente. ¿Qué debía hacer?, me pregunté. Di una última calada al porro antes de terminarlo. Realmente era un buen material. Me sentía completamente relajada y divertida.
Arrojé la colilla por la ventana y observé el arbusto con los pitósporos. Arriba de nosotros el viento mecía las ramas del árbol, haciendo que las sombras se movieran como espectros. Todavía se escuchaba el partido de fútbol en la garita de la entrada. Seguramente el amigo de don Esteban, a quien no recordaba el nombre, aún seguía embrutecido por la televisión. No había posibilidad de que me descubriera ahí, pero su presencia me ponía más caliente. Me acomodé en el asiento y abrí mis piernas. Casi con displicencia metí una mano bajo la braga y toqué mis labios vaginales. ¡Vaya gozada!
Al acariciar mi clítoris, bajo el calzón, mis ojos se me cerraban del gusto. Pero los mantenía abiertos para observar cómo don Esteban se machaba cada vez con más vigor su verga. Realmente aguantaba bien el viejo. Había visto hombres más jóvenes aguantar menos. El portero tenía una resistencia impropia de su edad.
—Quiero ver tus pezones, gata —dijo el viejo.
—¿Eso quieres? —pregunté, muy risueña.
—Sí. Vamos, gata, muéstrame esas ricas tetas.
Vi que una camioneta salía del condominio y cruzó frente a los estacionamientos, alejándose en dirección a la carretera. Era una suerte no haber sido descubiertos. Una idea voyerista se apoderó de mí ser. Con la mano libre saqué mis tetas desde el sujetador, por arriba, primero una y después la otra. No era demasiado conveniente de esa forma y sentí algo de dolor al hacerlo. Pero estaba ya bien caliente y no creía dejar demasiadas marcas. Mis grandes senos quedaron a la vista del viejo que empezó a agitar su mano con movimientos frenéticos. Empecé a acariciar mis pezones, a jugar en esa zona y multiplicar así el placer que sentía.
—Vaya hembra que eres, gata —dijo don Esteban.
—¿Si? —pregunté—. ¿Tú crees?
—Te haces la señora, la princesita —aseveró el maduro vigilante—. Pero en el fondo eres una yegua en celo.
—Una yegua pura sangre en celo —bromeé.
—Eso —dijo—. Una mujer con cara de ángel y cuerpo de diablesa.
—Me faltan las alas.
—No necesitas alas con esas tetas —dijo el viejo.
—Estas tetas me llevaran muy lejos.
No sé porque continué bromeando mientras metía dos dedos en mi coño. No debería estar así, con ese hombre. Una parte de mí sabía que estaba cruzando los límites. Pero no me importaba. Además, todavía estaba todo bajo control. Metí más adentro mis dedos y los moví para explorar las exquisitas sensaciones que provocaba el contacto de mis dedos y mi coño.
—Quiero follarte —dijo don Esteban.
—Hoy no —le respondí.
—Vamos, gatita —suplicó—. Quiero correrme en ti.
—Nunca —contesté con una sonrisa—. Hoy te conformarás con esto.
El viejo hizo una mueca de cabreo. Sabía que estaba jugando un juego peligroso conmigo. Yo no era una gatita como él decía, era más bien una tigresa. Y a las bestias no se las doma con facilidad: hay que cazarlas, capturarlas y domesticarlas.
El maduro vigilante bajo la intensidad. Ya no se masturbaba con tanto énfasis, tal vez esperando que yo bajara mis defensas. Pero yo, a pesar que me tocaba con bastante gusto y profundidad, continuaba reaccionando con contrariedad a sus tentativas de forzar la situación. Cuando don Esteban hacia el intento de tocarme o pasar hacia el asiento de atrás, yo abría la puerta para escapar hacia el exterior. Era un juego para mí, pero no le hacía gracia a don Esteban. Era divertido y me daba risa. No sé por qué no me importaba salir en ropa interior y casi desnuda. Fue un jugueteo que mantuvimos unos cinco minutos, hasta que se dio por vencido y volvió a masturbarse con esmero. Había vencido.
Desde eso momento, sabiéndome ganadora, me sentí segura. Empecé a meter mis dedos con gusto en mi coño, a manosear con deleite mis tetas y a pellizcar mis pezones. Incluso en algún momento hice a un lado la tela de mi braga para exhibir mi coño depilado y húmedo. Yo me daba el tiempo para darme placer y jugar con don Esteban. Lo miraba con intensidad, lo provocaba. Clavaba mis ojos en su verga. Ensalivaba mis dedos y los llevaba a los pezones. Los dedos de mi coño, llenos de fluidos, me los llevaba a mi boca. Lo provocaba y a la vez me excitaba a mí misma. Comportarme como una cualquiera era excitante. Hacía un buen tiempo que no me sentía tan libre y relajada. Era una verdadera gozada. Estaba a punto de correrme y al parecer don Esteban también.
—Voy a soltar la leche, voy a soltar la leche, gata —avisó.
Presa de mi exhibicionismo, el viejo estaba cada vez más liado con su verga. Yo me atreví y me acerqué a don Esteban. Lo miré a los ojos, muy de cerca.
—Córrete en mis tetas —le dije— No quiero que manches los asientos de cuero.
Don Esteban se acomodó como pudo y puso su verga frente a mis senos. Movió su mano con real diligencia, como un pistón de una máquina bien engrasada. Yo por mi parte, teniéndolo tan cerca, pude sentir su olor a macho usado y rancio. Y sentí un gran calor. De pronto, mi coño se humedeció y ondas de placer recorrieron mi carne. Justo en ese momento, don Esteban se corrió. Varios chorros salieron disparados a mis senos, uno directo sobre mi pezón izquierdo, otros sobre mi cuello y mi abdomen. Incluso uno salto a mi mentón. Vaya corrida potente y abundante. No pude evitarlo y sonreí, estaba pasándolo genial.
—Ven aquí, gata —dijo don Esteban.
Sorpresivamente, el viejo me agarró del cuello y me besó. Y yo, que estaba aún en medio de mi propia corrida, le devolví el beso con lengua. No sé cómo don Esteban logró pasar desde adelante a atrás. De pronto estábamos los dos liados en el asiento de atrás, besándonos como adolescentes. Estuvimos así un largo minuto. Las manos de don Esteban me tocaban, magreaban mi trasero y mis tetas. Luego el viejo se separó para pasarme la verga por la cara. Momento que recordé mi regla de no tocar ni ser tocada. Recuperé un poco la razón y me separé.
—Basta —dije.
Abrí la puerta y conseguí agarrar mi ropa. Me alejé tanto como el lugar me permitió. Fuera del alcance de don Esteban me observó como animal herido. Había llegado demasiado lejos. Pero no iba a ir más allá. Debía parar. Miré y no se veía personas ni automóviles cerca. Rebusqué en la guantera y saqué las toallas húmedas. Afuera del auto me limpié y empecé a vestirme.
—Vamos, gata. Vuelve aquí —pidió el viejo.
—No lo haré. Es suficiente, don Esteban. Esto ha sido un tremendo error —afirmé.
El portero me observó vestirme y luego empezó a arreglarse la ropa.
—Muy bien, gata —dijo el portero—. Hoy haré lo que me pides.
Yo recuperé el aliento y me abotoné la camisa. Dios, qué estaba haciendo y qué había hecho. Estaba confundida. Era mezcla extraña de sensaciones. Pero lo que reinaba era la contradicción entre el miedo y la agradable sensación pos orgasmo. Necesitaba hablar desde la razón, pensé.
—Quiero que me traigas las pruebas que dices tener y que lleguemos a un acuerdo monetario —dije—. Esto ha sido un error y es la última locura que hago por usted, don Esteban.
—Muy bien, muy bien —dijo el vigilante, sin prestarme demasiada atención—. Pronto te llevaré las pruebas.
Lo hice bajar del auto y le dije que se fuera. Lo vi caminar lentamente a la caseta. No me quitaba la vista y yo sólo quería desaparecer. Me terminé de vestir y arreglar y me subí al BMW. Encendí el motor y avancé a la entrada. Frente a la caseta estaba de nuevo don Esteban. Me abrió la entrada a la urbanización. Pero antes estiró su brazo con algo en la mano. Entre sus dedos había uno de esos caros porros de trescientos cincuenta dólares.
—Llévate esto. Te ayudará a relajarte y pensar en el futuro —me dijo—. La próxima vez tendré las pruebas que me pides y también algo más, algo que te gustará.
No sé por qué pero tomé el cigarrillo. Nerviosa no sé ni lo que le respondí. Apuré la marcha del auto y salí de la vista del portero. Quería llegar a casa. Necesitaba un buen trago y un chapuzón en la piscina. Necesitaba olvidar la locura de ese día.