Ana, la buena esposa (10)
Los enredos de una sensual y lujuriosa abogada para mantener impoluto su matrimonio.
Ana, la buena esposa (10)
1
Almorcé en casa y me relajé tanto como podía. Todavía recordaba el aviso de mi jefe: de la disminución de mi salario y de los impedimentos a los que me enfrentaría en el futuro. No podría desarrollarme como yo quería en el bufete. La posible reducción del dinero de mi asignación no me preocupaba tanto. Mi esposo ganaba suficiente para evitar que pasáramos cualquier necesidad. De hecho Tomás era accionista minoritario de su bufete de abogados; si yo quisiera dejar de trabajar y no hacer nada mi situación vital no cambiaría. Podría darme los mismos lujos de siempre. Sin embargo, me gustaba ganar mi dinero. Pero no era sólo eso. Me gustaba lo que mi puesto en el estudio significaba (mi sueldo, mi oficina, mi posición) y la posibilidad de conocer gente con influencia y moverme en las esferas de poder. No me importaba perder mi asignación, pero necesitaba poder participar de las reuniones importantes. Lo contrario sería perder autoridad.
Además, no me gustaba perder. Mis padres me habían criado para ser una ganadora. Por lo tanto tenía que lograr que Jorge, mi jefe, cambiara de opinión. Iba a recuperar mi asignación y también iba a lograr una mayor participación en la empresa. Como abogado y mujer lo lograría. Ahora debería idear como hacerlo sin perjudicar a mi matrimonio.
De camino al trabajo, montada cómodamente en mi BMW, se me vino a la mente mis años en el colegio y mi estudios de piano. Había tomado clase desde muy niña, obligada por mis padres. Era competente con el instrumento, incluso logré ser parte de la sinfónica juvenil y participar en media docena de conciertos antes de entrar a la universidad. Recuerdo especialmente cuando la sinfónica viajo fuera del país y presente el movimiento 3 del concierto para piano nº 22 KV 482 de Mozart. Fue una cosa rara, porque yo era todavía muy tímida.
La gente desde niña me miraba mucho y me hacía sentir que algo no estaba bien. Yo trataba de pasar desapercibida. Era demasiado retraída e inocente ¿Cómo no me daba cuenta que era mi belleza lo que atraía las miradas? Recién a los trece o catorce empecé a aprender a ignorar esas miradas, a hacer como si no existieran. Era una chica muy inocente o muy tonta. Creo que lo seguí siendo por mucho tiempo. Sólo los últimos años me he quitado esa inocencia. Es por eso que me ha costado tanto plantar cara a las personas, especialmente a mi jefe. Pero ahora debo pensar como una adulta y una triunfadora. Debo conseguir mis metas y debo hacerlo de una forma limpia.
Me estaciono y voy al ascensor. Mientras espero el elevador un hombre se para a mi lado, también esperando subir. Siento su mirada sobre mí. Es un día de verano, caluroso, y mi ajustado vestido es de manga corto y de color verde oscuro, dejando el tercio inferior de mis muslos al aire. Mis zapatos de tacón son cómodos y con escamas de color verde oliva. Nada de escotes ni mostrando demasiada piel. Es un atuendo profesional y sin embargo mis formas femeninas son bastante notorias. El hombre me observa, lo sé. He decidido ignorarlo como a la mayoría de los mirones que me cruzo todos los días, pero el desconocido me sorprende al hablarme.
—Es Ana Bauman —afirma con una voz grave y con acento estadounidense.
Lo observo. Es un hombre alto, de uno noventa de altura y unos cincuenta años de edad. Su terno negro, su camisa blanca y una corbata negra son impecables, hecho todo a medida seguramente. Sus zapatos están lustrados y brillantes, como nuevos. Le miro al rostro para saber si le conozco. Rostro pálido, bien afeitado, labios violáceos, ojos verdes y cabello castaño salpicado de canas. Posee una mirada intensa y misteriosa a la vez. Me doy cuenta que no lo conozco. No lo he visto en mi vida, estoy segura de eso.
— Soy Ana Bauman —respondo—. ¿Quién es usted?
—Soy Claus Berti —contestó—. Soy unos de los socios de la firma, aunque mi participación no es muy destacada.
—Claro. He escuchado de usted. Vive en Houston y casi nunca viene al sur.
—Así es —dijo—. La sede de Houston es mi hogar y no me gusta moverme mucho de ahí. Pero he tenido que viajar por obligación. Hasta nosotros tenemos que movernos según los ánimos de esta empresa.
Sonreí. El ascensor llegó al fin y nos montamos al interior. El apretó el piso treinta y dos, el más alto, yo me quedaría por la mitad.
—¿Le puedo pedir un favor, Ana? —me preguntó Claus Berti.
—Claro. Si lo puedo ayudar lo haré, señor Berti —respondí.
—¿Usted trabaja con Jorge Larraín? —preguntó.
—Así es.
—Tengo una carpeta y un sobre importante dirigidos a Jorge—confesó don Claus—. Lo enviaría a medio día con la correspondencia de la oficina. Pero aprovechando su presencia, ¿Puede llevárselo usted? No se lo pediría si no fuera importante.
—Claro, señor Berti. No hay problema.
—Muchas gracias, Ana.
El ascensor subió. Recogió gente y luego las dejó más arriba. Al llegar a mi piso la puerta se abrió, pero no me bajé. Ahora tenía que acompañar a don Claus y recoger el sobre. Me pregunté cómo Claus Berti sabía de mí. Podía quedarme con la duda o…
—Disculpe, señor. Le puedo preguntar algo.
— Claro —dijo Claus Berti.
—¿Cómo supo quién era yo? —pregunté.
El hombre sonrió, como recordando alguna anécdota picante. Sentí un poco de vacilación ante su actitud.
—Por las conversaciones entre hombres —contestó.
—¿Conversaciones entre hombres?
—Bueno… espero que no se sienta ofendida si le hablo con franqueza —dijo—. Sé que es una mujer casada. Pero si prefiere ahorrarse mi franqueza…
—No… no se preocupe, señor Berti —dije—. No soy una mujer que se sonroje u ofende con facilidad.
—Si usted lo dice, entonces le contaré como supe de usted —empezó a narrar
Justo en ese momento se abrió el ascensor y caminamos por los pasillos bien iluminados de la planta de gerencia. Eran unas oficinas preciosas, con amplios ventanales y muebles cómodos. Las personas parecían ir a un ritmo diferente, todos muy concentrados. Pese a eso noté que las miradas se centraban en Claus y en mí.
—No sé si nos observan porque soy el jefe desconocido y que de pronto aparece o es porque vengo acompañado por usted —dijo Claus Berti.
—Seguramente es lo primero —afirmé.
—No esté tan segura, Ana. Nadie debería subestimar el poder de una mujer.
Entramos en una oficina amplia pero impersonalizada. No había cuadros ni adornos, sólo un escritorio, un par de sillones y un sofá. La vista eso sí era impresionante. Se podía ver buena parte de la ciudad desde muy alto. Don Claus se sentó detrás del escritorio.
—Déjeme buscar el sobre, la carpeta ya la tengo a mano —dijo—. Tome asiento, Ana.
Me senté. Claus Berti todavía no me contestaba. Qué era eso de conocerme a través de las conversaciones de hombres. Pensé que no revelaría su secreto. Especialmente por lo concentrado que estaba en buscar el sobre en los cajones.
—Bueno, en qué estábamos —dijo, seguía rebuscando en un cajón.
—¿Perdón?
—Ya recuerdo… las conversaciones entre hombres —le escuché decir.
—Si —le contesté—. ¿Cómo supo de mi existencia, señor?
—A veces, con un poco de alcohol, los hombres nos ponemos habladores. Somos unos verdaderos deslenguados, Ana —afirmó Claus Berti—. En la oficina hay mucha gente adicta al buen whisky escocés. Uno de esos días, en Houston, tuvimos la visita de sus superiores. Y bueno, fue una de esas noches en que las charlas cambian, pasamos de hablar de negocios a hablar de automóviles y luego continuamos hablando de mujeres. ¿Se imagina a todos esos hombres con familia hablando de sus esposas?
—Realmente no me lo imagino, señor —respondí.
—Pues hace bien —dijo Claus, riendo—. Porque no hablamos de nuestras mujeres, sino de otras mujeres.
Por alguna razón me sonrojé. Traté de controlarme y respiré profundo.
—Me habían dicho que usted, Ana, era la mujer más hermosa de todo nuestro estudio —aseveró—. Pero yo dudé. Comprenda: hay mucha mujer hermosa en el mundo y en nuestro estudio, con sus dos sedes americanas, su sede europea y asiática, dan buen ejemplo de esa diversidad y belleza. Sin embargo, cuando me la encontré en el ascensor supe que sus superiores no habían mentido. Realmente puede que sea la mujer más hermosa en nuestro bufete. Fue de esa forma en que supe quién era usted.
No sabía qué decir. Me sentí halagada y avergonzada. Que mis superiores hablaran de mí no sabía si era bueno o malo. Además, todo se basaba en mi belleza y no en mis competencias. No me contaban como abogada, sino como una hembra. Claus Berti terminó de buscar en sus cajones del escritorio y sacó un sobre amarillo.
—Aquí lo encontré —aseguró—. Necesito que lleve esto a Jorge, por favor.
Me puse de pie y tomé el sobre y una carpeta. Don Claus se levantó y caminó al ventanal.
—Sabe, Ana, permítame aconsejarla antes de que se vaya —dijo—. Como habrá notado, en nuestros círculos se saben muchas cosas. Y no hablo sólo de lo relacionado con los negocios o con la política. A veces hasta los pequeños rumores pueden tener incidencia en nuestro trabajo. Así que trabaje duro y busque terrenos sólidos. Aprenda a distinguir la roca firme de la arena que se tragará el mar. Se lo digo porque desde lo alto uno puede predecir con cierta seguridad el futuro. Y pronostico tiempos difíciles en nuestro bufete, especialmente en la sede suramericana. Cuídese, por favor.
—Lo haré, señor —respondí.
—Adiós, Ana.
—Adiós, señor.
Claus Berti se volteó hacia el ventanal y miró la ciudad desde lo alto. Yo me retiré y volví al ascensor. Tenía un mal presentimiento, pero no estaba segura cómo tomar las palabras de aquel hombre.
2
El sobre y la carpeta que tenía entre manos me dieron una excusa perfecta para hablar con mi jefe. Enfrentar a mi jefe y arreglar mi situación lo antes posible, antes que se volviera en un asunto inmanejable. Más valía apresurar los tragos amargos. Necesitaba saber que quería decir Jorge con eso de negociar la mantención de mi asignación mensual. Me presenté a la oficina de mi superior. Me hubiera gustado una charla a otras horas, sin testigos, pero tal vez de esa forma era lo mejor.
—Así que te decidiste a venir —dijo Jorge al verme entrar.
—No es lo que crees —aseguré—. He traído esto. Te lo envían de gerencia.
Le entregué el sobre y la carpeta.
—¿Y por qué no lo han enviado a través del correo del bufete?
—No lo sé.
Jorge dejó en su escritorio lo que le había entregado.
—Olvidémonos del correo —dijo Jorge—. ¿Quieres escuchar mi oferta o no?
—No lo sé. Creo que sólo quiero saber qué pasa por tu pervertida mente. Ya te dije que quiero proteger mi matrimonio y nuestra relación era un imposible. Por eso le di fin.
No sé porque soltaba todo eso. Había llegado con la intención clara de escuchar a Jorge, pero había lanzado todo eso. Tal vez esa forma de actuar era ponerme a la defensiva. Pero no estaba del todo mal. Frente a mí, mi jefe estaba con el seño fruncido, pero al final sonrió.
—Muy bien —dijo—. Entonces no hay nada que negociar.
Jorge Larraín volvió a los documentos que leía, tomó el sobre y lo miró como quien observa un objeto de arte. Seguramente no le interesaba su contenía, sólo buscaba una forma de ignorarme. Él sabía que yo no me podía ir de ahí sin escucharlo. Sabía que yo no podía permitir aquella disminución de mis privilegios o mi salario.
—Sabes que necesito al menos una reunión R1 para mantener mi sueldo, Jorge —dije—. Es una injusticia que me hagas esto.
—No es cosa de justicia —afirmó Jorge—. Es una decisión del directorio que se aplica a todos los abogados y funcionarios menores de 30 años. Y tú, querida Ana, incluso tienes cara de muchachita. Pareces como de 20, y eso es con ayuda del maquillaje.
—Eso es discriminación, como me vea es una cosa y mi trabajo es otra —dije—. Además tengo veintiséis.
—¿Estás segura que no importa la apariencia? —rebatió mi jefe—. ¿Acaso crees que te hubiera contratado si no tuvieras esa carita de muñeca y ese cuerpo perfecto?
—Creo que he demostrado que soy muy capaz —afirmé.
Mi jefe sonrió, intentando hacerme sentir insegura.
—Eso no le importa al directorio —Jorge habló muy claro—. Lo que le importa al directorio y a la gerencia es que nuestros abogados no la caguen. Ya varios abogados sin experiencia la han cagado en importantes reuniones. Es por eso que se tomó la decisión de restringir el liderazgo y la presencia de los abogados jóvenes. Queremos que sea gente con experiencia la que se presente en los tratos. No enviaremos a veinteañeros como tú, a menos que cuenten con el apoyo de su superior directo. Y tu superior directo soy yo. Desde hace unos meses, tú ya no cuentas con mi apoyo. Has dejado de hacerme feliz.
Las palabras de mi jefe me pusieron furiosas. Pero tenía que mostrar frialdad. Respiré profundo. Si había una salida tenía que encontrarla.
—Entonces, ¿Qué es lo que quieres, Jorge? —pregunté—. Sé que tus propuestas siempre te benefician a ti más que a nadie. Pero hablemos de todas formas.
—Pero, ¿Por qué quieres escucharme ahora, Ana? Yo soy un pervertidor de esposas, mujeres intachables como tú… y tú no quieres manchar tu inmaculado matrimonio —clamó Jorge con ironía—. ¿O quieres escuchar mi sucia propuesta? ¿Es así como calificas todo lo que viene de mí? Mis propuestas son indecentes y yo soy un sucio y verde jefe que te acosa ¿o no?
No respondí a su provocación.
—¿Vas a proponerme algo o te seguirás comportando como un niño? —reclamé con desprecio—. Te digo que escucharé todo lo que tengas que decir, a pesar de que te conozco bien. Después, pensaré en tu oferta. Puedo tomarla o no, dependiendo si es compatible con mi desarrollo profesional y mí matrimonio.
—¿Con el bien de tu matrimonio? —repitió Jorge—. Eso es algo relativo ¿no?
No dije nada y me mantuve en silencio. No caería en la validación de sus palabras. Muchas veces había cometido el error de escuchar demasiado los consejos de Jorge. Debía cuidarme de mi jefe. No diría nada hasta que Jorge hablara del trato. El ambiente en su oficina era tenso y deseaba salir de ahí. No lo hice. Permanecí de pie frente al escritorio, fuerte e inquebrantable. No podía mostrarme débil. Tenía que ser precavida con Jorge. Era muy manipulador, como una serpiente. Escucharía lo que tuviera que decir, aunque sabía que seguramente era una chifladura.
—Muy bien —empezó a decir Jorge—. El trato es simple. Todo es muy simple conmigo.
No me gustó la forma en que terminaste conmigo, Ana. Fuiste una mujer muy fría. Por todo lo que vivimos, por todo lo que te di, esperaba que fueras más agradecida. Y no lo fuiste. Sabes, al menos te hubieras tomado el tiempo para una despedida como Dios manda. Por Dios, dijiste que me amabas, que me deseabas, que no podrías vivir sin mí. Pero eran mentiras. Mentiras de una puta sedienta de poder. Eso eras ¿no? Todo este tiempo. Incluso ahora, molesta porque perderás tu dinero. Pero eso no es todo, lo sabes. Estás molesta también porque perderás tu poder y tu influencia. Amabas las reuniones con clientes porque te permitía conocer y codearte con gente poderosa. Ahora, ya no habrá más recepciones de lujo ni invitaciones de esa gente poderosa. Estarás una eternidad frente a tu escritorio. ¿Comprendes, Ana? No tendrás nada de lo bueno de este trabajo, nada de lo que realmente importa en este estudio de abogados.
A pesar de los insultos y de la forma en que me denostaba, no dije nada. No rebatí a mi jefe ni pensé en sus palabras. No quería mostrar reacciones que dieran señales de mis temores.
—Sé que en este poco tiempo has ascendido mucho en nuestro estudio. Lo sé porque yo te he ayudado a lograrlo. Sé también que no quieres perder dinero ni poder —dijo Jorge—. Es por eso que te ofrezco un trato. Será como una despedida, un final para lo que tuvimos. Ana, lo único que quiero es que me des lo que no me ofreciste: una última noche.
Creo que me lo debes, por lo que yo hice por ti; es lo mínimo que me debes. Pero no quiero que sea una cosa de unas horas. Te quiero para mí como en nuestras mejores noches. Quiero una noche de fiesta, de camaradería y entrega total. Quiero que seas la Ana que sólo yo conocí.
—Sabes, que yo no puedo… —empecé a decir, pero Jorge levantó una mano y me interrumpió.
—Todavía no termino.
Volví a cerrar mi boca. Lo escucharía hasta el final y luego me negaría a su propuesta y me marcharía de su oficina.
—Eres por lejos la mujer más hermosa que conozco y debo admitir que tu cuerpo me volvió loco. Pero ahora comprendo que debo dejarte ir, no sólo por tu bien sino por el mío. Sin embargo, te quiero para mí una última vez —volvió a decir Jorge—. Pero como es la última vez, quiero que sea algo especial. Como cuando Carolina estaba con nosotros. ¿Recuerdas las fiestas que teníamos los tres? Es por eso que pienso en una última vez especial.
Mi jefe se refería a los tríos que teníamos con Carolina, otra abogada. Ella había sido una buena amiga, una mentora. Sin embargo, un día renunció al trabajo y se marchó. Mi jefe hizo una pausa antes de continuar:
—Quiero que me regales un trío. Si. No te sorprendas de lo que digo. Será nuestra última vez y quiero que nos divirtamos como si fuera el fin del mundo. Nos iremos de fiesta y lo pasaremos tan bien como en el pasado. He pensado en invitar a Julieta, tu becaria. Es hermosa y tiene un gran cuerpo. Será una buena compañía en nuestra última noche. Sé que tú podrás seducirla para mí, para nosotros.
Abrí los ojos y quise decir algo pero no pude ¿hacer un trío con una becaria? ¿Sólo porque es guapa y le calienta? Realmente estaba loco. Aquello podía tener graves consecuencias si se descubría. A pesar de eso, mi jefe continuó hablando:
—Será una noche completa y divertida, tal como antes —reiteró Jorge—. Recuerdas esa noche en Las Vegas o la fiesta privada en Atlanta. Quiero repetir ese tipo de experiencias. A cambio, seré muy generoso. Te daré no sólo acceso a una R1 sino a dos. Eso te dará un año de comisiones y juntas con importantes empresas. Además, pediré que te asignen a la cuenta Inditex, de Ortega.
—¿Desde cuándo tenemos cuenta con Inditex? —fue lo único que se me ocurrió decir.
Yo sabía que Ortega era uno de los hombres más ricos del planeta y manejar una de sus cuentas sería un buen registro profesional. El ofrecimiento despertó contradictorios pensamientos en mi mente. Jorge sonrió, satisfecho tal vez de conocerme.
—Es algo reciente —afirmó mi jefe—. Estoy armando un equipo y puedo incluirte si aceptas. Ahora, que dices de mi propuesta, Ana. He sido muy generoso. Por una noche, sólo una noche, saldaremos tu deuda conmigo y serás libre. No te molestaré nunca más y serás una trabajadora más en mi departamento. Habrá normalidad para los dos. No habrá más venganzas ni rencillas. Te daré un trato justo.
—¿Cómo puedo estar segura de eso? —pregunté, sabiendo que Jorge era un ser engañoso.
—No lo sabes —dijo mi jefe—. Pero como muestra de buena voluntad incluiré en el trato los videos y fotografías que tengo de ti.
—¿Qué videos? ¿Qué fotografías? —pregunté. No sabía nada de unos videos.
—Tal vez no lo recuerdas —contestó Jorge—. Pero un par de veces y estando los dos muy borrachos hicimos un par de videos sexuales. Los he guardado para mí uso personal, como un recuerdo de ti. Pero prefiero congraciarme contigo que conservarlos. Además, una vez que terminemos seguramente iniciaré una relación con Sandra.
—¿Con Sandra?
—Sí, con Sandra.
No me gustaba esa mujer.
—¿Y qué pasa con tu mujer, Jorge? ¿No has pensado ser fiel a tu matrimonio? —recriminé a mi jefe—. ¿No crees que deberías parar todo esto?
—Pararé, no te preocupes. Pero antes quiero que nos congraciemos con esa última noche. Y no te alarmes por mi mujer o por mi matrimonio —Jorge habló con voz segura—. Mi matrimonio estará bien mientras yo maneje bien las cosas y sea precavido. Además, pronto no tendrás que preocuparte por mí. Sandra, a diferencia de ti, ha mostrado ser muy comprensiva conmigo. Ella me hará olvidarte, estoy segura. Pero necesito follarte una última vez.
Mi jefe realmente estaba loco. Realmente creía que yo iba a aceptar su trato. Además, incluir a mi becaria, a Julieta en todo el asunto, era una cosa complicada. Era cierto que la universitaria era muy cercana a mí, que me admiraba. Pero eso no era suficiente para llevarla a cama ¿o sí? No sería tan fácil. Y las consecuencias de un trío con mi jefe y con Julieta serían terribles.
Lo lógico era rechazar aquel trato, sin embargo, no era buena idea responder de inmediato a mi jefe. No quería provocar su ira. Si lograba un poco de tiempo, tal vez pudiera lograr que alguien de otro departamento o algún superior me permitieran participar en una R1. O quizás hubiera otra solución. Era cosa de tener tiempo para intentarlo. Con eso en mente, decidí hacer creer a mi jefe que meditaría la propuesta.
—Entonces, el trato consiste en: seducir a Julieta mi becaria y hacer un trío —dije, haciendo un resumen de la propuesta de Jorge—. Es un asunto de toda una noche. Y a cambio me asignarás dos reuniones y estaré en la cuenta Inditex.
—Y conservarás tu bono de desempeño. Exactamente —puntualizó Jorge Larraín—. ¿Lo pensarás? Tienes unos días para darme tu respuesta.
Tomé aire y traté de relajarme.
—Lo pensaré —respondí.
—Entonces, querida Ana, empieza a acercarte a Julieta —dijo Jorge—. Aceptes o no mi propuesta, creo que sería bueno que tuvieras una amiga. No tienes aliados en el departamento y si algunos enemigos.
—¿Enemigos? —pregunté.
—Así es. Hay gente, como Úrsula Lavín, que no te soportan —aseguró Jorge—. Sería bueno que seas diligente en lo que haces.
—Lo seré.
Salí de la habitación sin decir nada más. Realmente mi situación en el bufete había dejado de ser tranquila. Después de enemistarme con Jorge todo se había puesto cuesta arriba. Seguramente Úrsula Lavín, una abogada con unos diez años de experiencia en la firma, estaba celosa de mi rápido ascenso. Pero no todo lo había logrado gracias a la relación con mi jefe. Había traído algunos clientes a la cartera de la firma. También logre muy buenos tratos y había conseguido mucho dinero para el estudio. Ahora, sin embargo, mi aporte sería escaso sin poder asistir a reuniones de primer grado. Además, lo que mi jefe había dicho era cierto: ¿Cómo seguir cultivando un abanico de poderosas amistades y aliados si no se me permitía salir de la oficina?
Aquel lunes, sin mi esposo y con mi jefe poniéndome obstáculos, parecía lanzar negras sombras sobre mi futuro. Necesitaba aislarme de todos y desahogar mi estrés. Caminé con premura a mi oficina y me encerré ahí. Me senté en mi silla, tras el escritorio y abrí mi falda. Lo hice todo sin pensar. En un instante ya estaba con mis dedos entre mis piernas. Comencé a masturbarme. Estuve con un par de dedos frotando mi clítoris y luego de desesperados intentos conseguí un rápido orgasmo. Sólo así logre estar más enfocada. A pesar de mis esfuerzos y de las horas de trabajo, no conseguí quitarme las malas sensaciones de ese día.