Ana

Un viaje truncado no siempre es nefasto.

ANA

La mañana no dejaba ver el sol, pero yo estaba disfrutando de verdad. La tarde anterior había cogido bolsa, equipo de golf, y una joya recién adquirida, y me propuse disfrutar de mi semana de vacaciones. Recorrí más de seiscientos kilómetros para encontrar a mis amigos, los mismos que hacía casi años me insistían que querían verme jugar a golf. Decidí irlos a ver aprovechando que los dos días siguientes me acercaría a ver a mi chica, en la capital.

Llegué justo para cenar con mis amigos. La cena, compuesta de jamón, foie, ensalada de queso caliente y gambas, junto con el vino, hizo que me rehiciera del viaje en minutos.

A la una y media de la madrugada llegamos al hotel. Un antiguo castillo remozado en la cúspide de una población medieval fortificada. Nos atendió la recepcionista, una chica fina, de rostro anguloso, ojos de un color miel luminosos, nariz recta y provocadora, de una melena lisa de un rubio discreto. Finísima de talle, enfundada en tejanos más ajustados que anchos, sus pechos aparecían muy juntos dentro de una blusa oscura con diversos toques de colores esparcidos. Hizo su trabajo correctamente, sonriendo lo mínimo y alzando muy poco la mirada. No se levantó de su silla en ningún momento. Nos deseó buenas noches y nos dirigimos al ascensor.

Una vez decretada la hora del desayuno para acudir al campo a primera hora, me despedí de mis amigos. Al llegar a la puerta de mi habitación, comprobé como la tarjeta que me había facilitado la recepcionista no permitía mi acceso a la habitación. Volviendo hacia el ascensor, comprobé que ninguno de mis amigos había tenido el mismo problema que yo.

Cuando me aposté al cabo de medio minuto otra vez en recepción, observé que la chica seguía enfrascada en su pantalla de ordenador, invisible para mí. Esperé unos segundos, que aproveché para detectar la ausencia de anillos en sus dedos, largos y estrechos, con uñas cortadas y sin pintar, y la presencia de varios brazaletes de hilo, del mismo tipo de los que llevo yo.

Cuando alzó por fin la vista, comprobé por primera vez mientras sonreía la intensidad de su mirada.

  • Perdona que te vuelva a molestar –sonreí-, pero la tarjeta no me funciona.

  • Sucede con frecuencia – me respondió, al tiempo que recogía la tarjeta de mis manos, sin contacto físico, y procedía a lo que me pareció que era una reprogramación.

Depositó la tarjeta en el mostrador. Le dí las buenas noches y me dispuse a ir a buscar el ascensor. Cuando no había dado dos pasos, oí su voz, que sin perder su matiz profesional, sí se había suavizado un poco:

  • Aunque creo que esta vez funcionará, si quieres, te acompaño hasta la puerta.

Giré por completo mi cabeza para mirarla otra vez mientras andaba. Observé su cuello románico estirado por encima del mostrador, enmarcado a lado y lado por su cabello, que iba a descansar sobre sus hombros hasta cerca de sus pechos, y adiviné una sonrisa que no separaba sus labios.

  • Creo que no hará falta – acerté a sonreír-.

Cuando cogí el ascensor, mi mano se fue inconscientemente a mi muñeca derecha, donde llevaba el brazalete plateado que mi chica me colgó la última vez que hicimos el amor.

Mi reencuentro con mis palos de golf estaba siendo muy satisfactorio. Una pareja de andaluces y un jugador local completaban mi partido, que era seguido a una prudente distancia por mis amigos. Reencontraba sensaciones y pensaba constantemente en los trescientos kilómetros que haría al día siguiente para ver a mi chica. Ella, casada, reprimida y controlada en exceso, encontraba periódicamente la ocasión de encontrarnos y disfrutar el uno del otro. Mi capacidad de adaptación para esos encuentros y mi disponibilidad eran totales.

Cuando nos dirigíamos a la salida del hoyo 12, unos de mis amigos, a quien había encomendado mi teléfono móvil, hizo un gesto significativo señalando el aparato. Era ella. Me acerqué, y mientras dejaba pasar el turno de salida a mis compañeros de juego, nos reímos dos minutos y le comuniqué que para esa tarde teníamos prevista una visita a un par de bodegas de la zona, y que deseaba con ansia nuestro reencuentro de mañana.

Cuando colgué y me dispuse a coger la madera 5 para efectuar mi salida, noté una involuntaria erección incipiente. La sensación de golpeo fue prodigiosa. Acabé el partido con grandes sensaciones y con un resultado respetable, dada mi reciente inactividad. Me dolían ligeramente las piernas y los brazos pero sonreía como pocas veces.

Durante el aperitivo que nos regalamos posteriormente con mis acompañantes y mis compañeros eventuales de juego, mi amigo me devolvió el móvil y me comunicó que mi chica había vuelto a llamar, allá en el hoyo 17, dejando el encargo que llamara en cuanto pudiera.

Salí al exterior del bar. Mi chica me comunicó escuetamente que no podía sobrellevar la presión de los últimos meses y que había tomado una decisión. Me quería, pero sobraba en su vida. Además, estaba en el trabajo y no podía hablar. Que tomaba su decisión con todas las consecuencias. Adiós.

Sin reacción aún, cumplí mi promesa y acudimos con mis amigos al campo de prácticas para que probaran ellos mismos la sensación de golpear a la bola. Mantuve la compostura como pude, pero no dí una a derechas. Me limité a animarlos de manera vacía –esperaba que no se notara mucho-, y en cuanto acabamos les pedí que me liberaran de la visita a las bodegas. Estaba reventado de dolor y necesitaba descanso. Nos veríamos para cenar. Accedieron de inmediato puesto que eso les permitió quedarse en el campo de prácticas. Mi coche me condujo del campo al hotel como si conociera el camino, mecánicamente, en silencio. La recepcionista de tarde, una morena rizada con ojos saltones y formas generosas, me alargó la tarjeta de la habitación y, viendo colgar mi bolsa de golf de mis espaldas, me preguntó cómo había ido el partido. Apenas dibujando una sonrisa, le respondí que recordaría ese día aun queriéndolo olvidar. Bajo la ducha, quise llorar, pero no pude. El olor del jabón y la suavidad de las toallas, lo acogedor de la habitación, me devolvieron la sensación que el mundo tenía cosas bonitas que ofrecer, pero me sentía demasiado derrotado. Aun sin hambre, decidí bajar a la parte baja de la muralla, donde tenía mi coche aparcado, y visitar alguno de los pubs que había observado que poblaban esa zona.

Escogí un local pequeño, de madera oscura y aspecto británico, puesto que ofrecían tapas y pinchos. Mientras comía, apostado en la barra, mis ojos descansaban perdidos de botella en botella, evitando fijarme en una columna revestida con un espejo que devolvía sin compasión mi imagen derrotada. La chica que atendía la barra, una morena que debía haber estrenado los treinta recientemente, vestida completamente de negro, y de mirada divertida y interrogante, descansó su espalda en la parte posterior de su espacio profesional, justo delante de mí, y sin palabras, se dispuso a concentrarse en la música de fondo que sonaba en ese momento en el local. No me fijé en ella, más que cuando dibujó de golpe una sonrisa de reconocimiento por encima de mi hombro y mecánicamente se giró hacia la cafetera mientras soltaba un rutinario pero amistoso ‘hola, Ana, como estás hoy?’.

Sentado en mi taburete, noté cómo el aire que me circundaba se agitaba mínimamente, antes de observar con sorpresa que Ana, que resultó ser la recepcionista de noche del hotel, se sentaba a mi lado rápidamente con una sonrisa dedicada a la camarera.

Mientras la morena continuaba lo que parecía la elaboración de un cortado específicamente conocido, Ana giró su rostro hacia mí, al tiempo que dejaba su mínimo bolso encima de la madera de la barra.

  • Hola, chico –esta vez no ahorró su sonrisa-. Dónde dejaste a tus amigos?

El esfuerzo para que mi respuesta no fuera un balbuceo fue titánico.

  • De bodegas, yo me vacié esta mañana físicamente y no puedo seguirlos.

La conversación, cortada a menudo por comentarios entre las dos chicas, fue calmando mi ánimo. A petición suya, le hable de mí, y conté el motivo de mi viaje, omitiendo los acontecimientos dolorosos con mi chica. Pedí mi café junto con el segundo cortado para Ana.

  • Debes andar hecho polvo – me comentó, mientras por primera vez alargaba su mano para acariciar suavemente mi omóplato-. Sabes que sé dar masajes?

Mis ojos se abrieron sin malicia al tiempo que por primera vez en la conversación torcí algo parecido a una sonrisa. Ella se entretuvo en explicarme que en el hotel había escogido el turno de noche para dormir por las mañanas y dedicar la tarde a sus masajes. La camarera aprovechó para meter baza y alabar con ojos brillantes la competencia de las manos de Ana. Aproveché ese pequeño tiempo para observar que Ana llevaba puesta una camiseta negra de cuello alto sin mangas, con los pechos ofreciendo el mismo efecto que la noche anterior, y unos tejanos blancos también ajustados. Continuaba pareciéndome una chica preciosa, longilínea sin renunciar a ángulos y curvas, con un rostro tallado y con la juventud madurada ya maravillosamente.

Terminamos los cafés y salimos juntos del pub. En ese momento de dí cuenta que me equivoqué en juzgar su altura. Su finura me había llevado a pensar que sería más alta. Observé que mis ojos estaban a la altura de la raíz de los cabellos de su frente, que se dividían en dos cortinas perfectas. Me paré en la acera, como interrogando sus intenciones. Podía muy bien despedirse en ese momento sin más complicaciones. En lugar de eso, me preguntó por las dolencias típicas del golfista. Sin destreza, intenté explicárselas sintiéndome casi ridículo mientras hablaba y señalaba torpemente lugares de mi espalda y de hombros, brazos y rodillas. Me soltó, a la vez que me cogía del antebrazo y me señalaba la calle cuesta abajo:

  • Siento curiosidad por ver eso. Tienes algo mejor que hacer?

  • Claro que no.

Me dejé conducir hasta una estrecha casa de dos plantas, la fachada sin pintar, la puerta de madera antigua pero barnizada con tenacidad. El interior reflejaba cómo una construcción centenaria puede adaptarse a una joven que aún no había cumplido los 30… Calidez y color a partes iguales. Objetos aparentemente descuidados pero estratégicamente informativos. Miré a Ana con admiración. Ella, sin perder la sonrisa, me condujo escaleras arriba, hasta una habitación dotada de una camilla, un armario acristalado lleno de botes y botellines, toallas y manoplas, una mesilla con un equipo de música y una silla metálica casi adosada a un rincón.

Señalando la silla, me ordenó con la sonrisa encendida que me desnudara, y cerró la puerta perdiéndose por el pasillo. Lo hice sin prisa, amontonando la ropa en la silla, martilleándome la cabeza el recuerdo de mi chica. Cuando me senté, desnudo, en la camilla, esperando a Ana, noté como mi pene no estaba erecto aun revelando un cierto cosquilleo en la zona inguinal. Me pareció correcto deslizar una toalla por encima de mi regazo, pensando que quizá me había excedido quitándome toda la ropa. Aprecié sin embargo con satisfacción que la depilación genital que me había hecho hacía dos días mantenía un buen aspecto y una imagen limpia.

Cuando entró Ana, mi garganta se estrechó involuntariamente. Se había cambiado. Llevaba unos pantalones blancos, más bien anchos, arrugados, de tela ligera, y los pies metidos en unos zuecos también blancos. Para la parte superior de su tronco, había escogido una camiseta ajustada de tirantes, de un color morado claro. Era evidente que se había ahorrado el sujetador, porque por primera vez sus pechos aparecían separados el uno del otro. Se había recogido el pelo en una cola de caballo que realzaba su fineza de rostro.

Con los brazos en jarras, se plantó ante mí y en voz muy baja me indicó que me quería horizontal y boca abajo. Obedecí descartando la toalla de donde estaba y doblándola para apoyar mi barbilla.

Recorrió con su dedo índice un costado de mi cuerpo, desde el omóplato hasta el talón del pie, si que yo pudiera ver su rostro. Oí luego cómo abría el armario y trasteaba con su contenido. Iba soltando frases que no esperaban respuesta.

  • Veo que cuidas tu aspecto….pide a un chico de los de aquí que se depilen el sexo y te arriesgas a oír de todo…sabes? Estás muy tostado por el sol. Pero veo que no tienes marcas más que en los antebrazos…yo no tengo marcas en ningún sitio, pero es porque no veo el sol…que blanca estoy en comparación a ti…

Yo murmuraba para asentir pero no me atrevía a incorporarme para mirarla. Cuando finalmente noté su presencia a mi lado, a la altura de mi cintura, el volumen de mi pene en la posición en la que estaba empezó a molestarme un poco.

Sin embargo, ella pareció no advertir el pequeño movimiento de acomodo que hice y de dedicó a explorar y presionar con sus dedos las zonas delicadas de la anatomía del golfista que yo le había descrito anteriormente. Hizo varios comentarios admirativos sobre la tensión de los músculos que trabajaba, y directamente, en tono divertido, se excusó por usarme de conejillo de Indias. Ese comentario lo hizo inclinándose hacia mi rostro y maravillándome con su sonrisa, sin dejar de martirizar un punto bajo de mi espalda. Su cola de caballo colgaba en vertical y le daba un aire de dulzura que provocó un trallazo inmediato en mi cerebro.

Los minutos siguientes los dedicó a seguir su exploración en prácticas y sólo me tensioné imperceptiblemente cuando su costado descansó unos segundos en el mío en el momento en que exploraba la parte opuesta de mi cuerpo.

Después de quince minutos más de martirio perfectamente sosoprtable, reposó su mano en el centro exacto de mi espalda y me comentó que quizá me debía un masaje entero en agradecimiento por mi paciencia. Advertí un tono poco neutro y noté como sus dedos tamborileaban mi espalda.

  • Sería un placer inmenso, Ana, no dudes de eso.

  • De lo que no dudo es de que el placer será mutuo. Y, ya que estoy puesta hoy, creo que estrenaré técnica…

Desapareció de repente de mi oído el sonido de sus zuecos. Un sonido más sugerente me obligó a volver la cabeza, descansándola ahora encima de uno de mis brazos doblados. Ana se había descalzado y se apoyaba con una mano en la camilla para quitarse los pantalones. Cuando se incorporó, la escasa longitud de su camiseta me permitió ver claramente unas piernas finísimas y aparentemente largas, unos muslos que no se tocaban el uno al otro y un tanga blanco sin adornos, estampado con unas líneas horizontales delgadísimas de distintos colores. Ana se acercó un paso, se inclinó y me besó la sien, colocando otra vez mi cabeza en posición centrada.

En diez segundos comprobé como entre el aceite y sus manos disipaban la pequeña sensación de frío que tenía. Empezó con recorridos cortos, sin mucha presión, como queriendo untar todo mi cuerpo. Mis piernas estaban especialmente sensibles, y las terminaciones nerviosas de la parte posterior de mis muslos estallaron en un castillo de fuegos artificiales. Me obligó a levantar por turnos cada uno de mis pies. Noté que en dos segundos se había deshecho de su camiseta, y que mi empeine descansaba perfectamente entre sus dos senos, que yo aún no había visto.

Cuando le tocó el turno a mi culo, noté como hendía los dedos entre mis dos nalgas y no le costaba en absoluto recorrer las zonas que deseaba, separándolas y amasándolas. Brevemente, pero sin insistir, recorrió los aledaños de mi ano, como reconociendo el terreno. Mi respiración se iba haciendo más profunda.

  • Un cuerpo precioso… -murmuró un momento, quizá más para sí que para que lo oyera-.

Seguidamente, se situó exactamente delante de mi nariz y empezó a masajear mi espalda con las dos manos, de manera simétrica, en recorridos cortos y laterales, como queriendo dibujar cada una de mis costillas. Su sexo, abrigado por la pieza de fino algodón, estaba situado muy cerca de mi rostro, y pude detectar cómo el aroma a suavizante se transformaba progresivamente en un olor más ácido, punzante, profundo. Entornando mis ojos hacia arriba, vislumbré un contrapicado de sus pechos, perfectamente redondos, de un tamaño medio, separados de manera encantadora por una suave hendidura y coronados por dos pezones estrechos y extremadamente rosados.

Mis manos, debajo de mi barbilla, deseaban abandonar su posición pero me detenía el rotundo placer que sentía en la espalda por la acción de los dedos y las palmas de Ana. Cinco minutos de placer intenso pasaron por cada posible músculo de mi espalda. Después, los músculos de mi cuello y de mi nuca fueron sometidos a un doloroso tratamiento que quizá sólo aguanté sin rechistar absorto como estaba en la panorámica del sexo aún vestido de Ana delante exactamente de mis ojos. Cada pequeño cambio de peso que ella hacía de un pie al otro se traducía en un movimiento impensado debajo de su tanga, que evidenciaba que sus labios externos empezaban a ceder a una cierta humedad. El hecho que la prenda no dispusiera de cosidos intermedios permitió que admirara cómo su sexo parecía hincharse de manera casi imperceptible.

Con una palmada cariñosa en mi espalda, Ana me indicó que era el momento de girarme y ponerme boca arriba. Me pidió que mantuviera las manos en mi nuca mientras ella se aplicaba con una sonrisa enigmática una capa de aceite en todo su cuerpo. Se separó deliberadamente un metro de mí, con lo cual pude ver por primera vez su cuerpo entero casi desnudo.

  • Tú sí que eres preciosa, Ana – acerté a decir-.

  • A mi también me gusta mi cuerpo, sí…- respondió de manera sorprendentemente natural-.

Sin respuesta posible a eso, se acercó a la camilla y con un gesto decidido aunque sin esfuerzo aparente, se subió quedando de rodillas, una a cada lado de mi cuerpo, a la altura de mis muslos.

  • Ahora quiero que cierres los ojos, y no los abras hasta que te lo diga.

Asentí con un movimiento de mi cabeza. Recién untada de aceite, aún con el tanga puesto, Ana se sentó encima de uno de mis pies y frotó la línea de entre sus nalgas por mi empeine, en movimientos lentos pero decididos, Cuando en uno de esos movimientos mis dedos engancharon la línea de tela posterior de su tanga, emitió un suave gemido que casi me obliga a abrir los ojos. Repitió así un par de movimientos entre suspiros de placer por su parte antes de liberarse. Inmediatamente, noté cómo sus pechos aterrizaban suavemente a ambos lados de mi ombligo. Debí ladear la cabeza, porque oí en seguida un sonido admonitorio destinado a que no perdiera mis buenas costumbres. Nuevamente obedecí, sintiendo cómo sus pechos se movían en recorridos circulares por la zona de mi vientre, transmitiendo ahora una presión más firme, intensificada por la dureza que iban cogiendo sus menudos pezones.

Mi pene descansaba en una erección parcial, y fue arrastrado de lado a lado con los movimientos de los pechos de Ana. Sólo en una ocasión juraría que separó sus pechos de mi piel para recorrer mi miembro con lo que me pareció la punta de su lengua. No puedo jurar que fuera eso, pero detectando mi tensión recrecida, los pechos volvieron a posarse en mi vientre y vinieron a encontrar los míos.

En pocos segundos noté cómo la superficie de contacto se ampliaba, puesto que Ana ya en ese momento descansaba todo su tronco contra el mío, y los movimientos se hacían más lentos. Mi rostro percibía ocasionalmente el aliento de Ana, que se preocupó, con un movimiento relámpago, de situar mi pene ya totalmente erecto ejerciendo presión entre sus piernas. Su sexo humedecía el tanga y transmitía esa misma sensación a mi miembro, que empezaba a latir sin disimulo.

Sorpresivamente, Ana, mientras disfrutaba jugando con esa presión, decidió deslizar por mi rostro la punta de su nariz, recta y aguda. Recorrió con saber geográfico cada ángulo de mi rostro, dejando un halo de calor en mi rostro a cada expiración de sus pulmones. Después de cinco minutos más, noté un momento de suspenso. Ana, con sus pechos presionando los míos y con el lomo de mi pene clavándose entre sus ingles, se detuvo un tiempo notorio. El siguiente impacto que noté fue un contacto firme de sus labios contra los míos, nuestras narices ejerciendo presión lateral la una a la otra. Fue breve, apenas unos instantes, con una pequeña insinuación de lengua, sin apasionamiento pero con fervor. Abrí mis ojos en cuanto el contacto hubo terminado. Su voz sonó como una flauta grave.

  • No me gusta el sexo en la camilla. Vienes conmigo?

De un salto, se apeó y me tendió la mano. Me incorporé e intenté expresar mis sensaciones por los regalos que me había dedicado hasta el momento, inimaginables un par de horas antes.

  • Ahora es el momento que me dediques tu atención –respondió seria, mientras empujaba la puerta y me precedía por el pasillo.

Extrañado, acabé comprendiendo que la estancia a la cual nos dirigíamos no era el dormitorio de Ana, ni el salón. Se trataba de una estancia casi desnuda, con un armario empotrado, que ocupaba toda una pared, con un gran espejo en una de sus puertas, una pequeña mesa baja de madera pulida y barnizada y parquet sintético en el suelo. Al otro lado de la habitación, un sofá largo y ancho ocupaba casi otro tramo de pared a pared. La iluminación, en ausencia de ventanas, la daban dos lámparas de pie metálicas y negras, a ambos lados del sofá.

Ana se plantó delante de mí, me cogió el pene con su mano, casi apretando, y me pidió con voz gutural:

  • Me vas a complacer como yo te diga? No me apetece la dulzura hoy.

Mi respuesta fue torcer la sonrisa y el destello de mis ojos hizo el resto. Inesperadamente, Ana se volvió de espaldas a mí y abrió una de las puertas correderas del armario. Pareció hurgar en uno de los cajones interiores, inclinándose suavemente y ofreciéndome una panorámica brutal de su culo, la parte inferior del cual se abría en dos óvalos perfectos que cruzaban casi en su totalidad sus muslos. Cuando se dio la vuelta, observé que se había puesto dos muñequeras negras de cuero. En una de sus manos, una cadena de no más de veinte centímetros y en la otra un látigo corto, con las tiras de cuero de unos treinta centímetros. Se plantó delante de mí, me ofreció los dos objetos, que recogí en silencio, se echó un paso para atrás, y se despojó de su tanga con un gesto sin prisa.

Su pubis estaba completamente depilado, y su sexo se ofrecía ya en una visión frontal, ya que la longitud de los labios exteriores cogían una sugerente forma curvada que no abandonaban en ningún momento.

  • Haz de mí lo que quieras. No ahorres dureza -musitó, poniendo ambas palmas de las manos en su nuca.

Mi estado de excitación no me permitió dudar. Le ordené que se arrodillara y abriera sus brazos. Una vez lo hizo, me situé delante de ella, de espaldas, y le pedí que cerrara los brazos. Con la cadena que tenía en la mano conseguí unir sus dos muñequeras y quedó abrazándome por la cintura, con mi culo a tres dedos de su rostro.

Incliné un poco mi cuerpo hacia delante y pegué un estirón repentino a la cadena, hecho que provocó que su cara se pegara a mi culo. Con la otra mano, solté un suave latigazo a su costado y le inquirí:

  • Hace falta que te diga qué debes hacer?

Su nariz, labios y lengua automáticamente empezaron una sucesión de lametones, besos, pequeños mordiscos, y succiones, que comprendieron toda mi zona anal. De repente, cuando sus gemidos se hacían ruidosos, un nuevo estirón de la cadena provocaba que hundiera su rostro en mi culo. Un modesto latigazo provocaba en Ana un pequeño salto de todo su cuerpo, seguido de un gemido de satisfacción. Visitó con su lengua la parte posterior de mis testículos, con una delicadeza que sólo se veía perturbada por su potente respiración entrecortada.

Decidí girarme y repetir la operación de frente. El giro no fue fácil, pero ella colaboró con determinación. Con la cadena fría balanceándose en mis nalgas húmedas gracias al tratamiento bucal aplicado por Ana, ella empezó a sorber con ansia mal disimulada mi miembro, aplicando primero su boca lateralmente y después engullendo con vicio el glande, por la base del cual paseaba su lengua con un convencimiento demoledor.

Abrazado porque sí, dedicó diez minutos a aquel proceder, conquistando para su paladar cada centímetro sin prisa alguna. Delante de mí, el espejo del armario me ofrecía un espectáculo sin par, empezando con la cola de caballo balanceándose en su espalda, y el culo y la vagina de Ana ofrecidos en una panorámica sin censura.

Cuando pegué el último estirón a la cadena, el rostro de Ana quedó ladeado aprisionando mi miembro con su mejilla. Un pequeño hilo de líquido pre-seminal se derramó del glande para abrillantar momentáneamente su pómulo. Una nada tímida sonrisa se dibujó en la comisura de sus labios, que aún relamía. Solté el cierre de la cadena y me abrazó como si temiera que saliera corriendo.

Me arrodillé, me senté sobre mis talones, y le pedí que se tumbara boca abajo en el suelo. Se acomodó, y quedó rodeando uno de mis muslos con su brazo. Solté la cadena y cogí el látigo con mi mano derecha. Empecé a deslizar las tiras de cuero por su espalda y su culo.

  • Chica, te fijas? –empecé a hablar lentamente con voz serena y grave- Sabes que mientras las tiras de cuero toquen tu piel es imposible que te dé un latigazo?

El cuero se movía y producía escalofríos en su espalda y en su culo, con su cuerpo relajado.

  • En cambio, en el momento en que no las sientas en contacto con tu piel, sabes que está en peligro de recibir un latigazo. Cierto o no, Ana?

  • Sí…-respondió.

En ese momento levanté el látigo, y su cuerpo se estremeció entero, esperando el chasquido. No se produjo. Su cuerpo se relajó al instante en el momento en que el cuero volvió suavemente a posarse en sus muslos. Unos instantes más tarde, el látigo se elevó para estallar en un solo segundo contra los gemelos de Ana. Un alarido de placer brotó de los labios de ella, pegada a mi muslo. Deslicé el látigo hasta su culo, punto en el cual lo levanté de nuevo…. Diez segundos después, inopinadamente, un movimiento circular de mi muñeca provocó tres chasquidos seguidos en la blanca carne de Ana. Cuando de nuevo descansó el cuero, el sonido de placer animal que surgió de su garganta me hizo estremecer.

El juego pareció durar eternamente, hasta que un timbrazo nos interrumpió. Se levantó azorada. Ahora vuelvo, me dijo. Salió corriendo en pos del interfono de la entrada. Me senté en el sofá e intenté relajarme al ver interrumpida nuestra sesión. Instintivamente, eché en falta mi ropa, que se encontraba en la habitación de la camilla, pero sin tiempo a más pensamientos reapareció Ana en la estancia. Se arrodilló delante de mí y mecánicamente, sin levantar la vista, me soltó:

  • Te ruego mil disculpas por lo que voy a pedirte ahora. Tienes todo el derecho de marcharte si quieres o a despreciarme para el resto de tu vida. Pero tengo en el recibidor a Silvia. Quiere ver cómo me castigas. Sólo eso. Ella….yo le gusto, y aunque no somos pareja, a veces compartimos fantasías. Te importaría? Sólo tienes que aplicarme el castigo que ella te pida y…

  • Quién es Silvia?

  • La chica del pub.

El resoplido que salió de mi boca pareció contrariarla, aunque aguantó el gesto y levantó la vista. Le sonreí y le pregunté si hacían eso muchas veces. Me respondió que era sólo la tercera vez, y que las dos primeras no había funcionado muy bien, hasta el punto que tuvo que ser la misma Sílvia quien acabó aplicando el castigo ante la huída despavorida de los invitados.

Sus ojos acabaron por convencerme. Le dije que sí y levantándose se dirigió a la puerta, desde donde llamó a la chica del pub, que entró sonriente en la estancia y se acercó hasta darme dos corteses besos. Me invitó a sentarme a su lado, nada cohibida por mi desnudez, y mientras Ana esperaba en el centro de la estancia con las manos unidas por detrás, me explicó lo que quería de mí. Asentí, y automáticamente, Ana se acercó a una de las paredes desnudas de la habitación y levanto sus manos hasta apoyarlas en ella. Separó sus piernas y irguió provocadoramente su culo. Inclinó la cabeza hacia delante y su cola de caballo quedó suspendida en el aire, la punta de sus cabellos rozando su pezón.

Mientras yo tomaba distancia respecto a Ana, Silvia se puso cómoda en el sofá pero no hizo ningún gesto que revelara ninguna excitación. Sólo su expresión perversa permitía adivinar que no estaba allí para tomar té.

Hice silbar el látigo en el aire para indicar a Ana que se preparaba el castigo. Inicié una serie de golpes rápidos, leves, sólo chasqueando la punta de las tiras en vertical en la espalda de Ana. Su única respuesta fue levantar el cuello y ahogar un suspiro. Inmediatamente los chasquidos fueron pasando a ser laterales, uno a uno, rítmicos, y a impactar en las zonas bajas de la espalda de Ana, siguiendo las instrucciones de Silvia.

A un gesto de esta última procedí a impactar en el culo de la chica… Arqueó su cuerpo un poco más hacia fuera y me sobrecogió el grito de la misma Ana: más fuerte, más fuerte!!!!

La tanda de latigazos, que dejó dolorido mi antebrazo, provocó un progresivo enrojecimiento en el culo de la chica, y se interrumpió cuando Silvia se levantó del sofá, se situó entre los dos, escupió un par de veces sobre el trasero de Ana, y le aplicó la pomada de saliva mientras con la otra mano sujetaba mi miembro y lo masturbaba lentamente.

Como si de un ritual se tratara, Ana situó sus piernas lo más lejos que pudo de la pared y las separó con solvencia. Silvia sacó de su bolsillo un condón, me lo aplicó con sorprendente facilidad y encaminó mi pene a la entrada del culo de Ana mientras me arrebataba el látigo de las manos. En una maniobra sorpresa, Silvia se sentó en el suelo, de espaldas a la pared, de manera que su rostro quedó situado exactamente debajo del sexo de Ana. Desde allí empujó el miembro hasta que atravesó con aparente facilidad el esfínter de la chica, que emitió un gemido y un nada disimulado ‘gracias’. Al mismo tiempo que yo enculaba más profundamente a Ana, Silvia, sin tan solo tocarse, empezó a trabajar con su lengua el sexo de la chica, de manera que mis testículos, a cada embestida, tocaban su barbilla. Ocasionalmente, Silvia usaba el látigo para impactar suavemente el vientre y los pechos de Ana, que se corrió por dos veces con espasmos que rastreaban su cuerpo entero.

a posición se mantuvo invariablemente placentera hasta que noté cómo mi capacidad de aguante empezaba a peligrar seriamente. Un cambio en mi respiración provocó que las dos chicas desmontaran la escena ante mi desconcierto. Ana se puso de cuatro patas con los codos en el suelo, de manera que ofreció su culo aún abierto y la otra chica me pidió que me arrodillara detrás. Una vez hecho esto, se situó detrás de mí, y sujetándome con una mano mi pecho, como si fuera a irme, deslizó la otra hasta mi pene, lo liberó del condón y empezó a masturbarme con energía.

La explosión fue inevitable, y regué el culo de Ana con profusión, a chorros que ni yo mismo me creía. Mi garganta respondió guturalmente a mis ansias de emitir un sonido liberador. Con delicadeza, después de un momento de silencio, me aparté y me derrumbé en el sofá, casi en posición horizontal, mientras veía a Silvia, completamente vestida de negro, apostada detrás de Ana, jugando con el ano de su chica y esparciendo caprichosamente con dos dedos el semen que yo había derramado. Finalmente, Silvia se tendió de lado en el suelo, gesto que imitó Ana abrazándose a ella y quedaron las dos enlazadas en un amasijo curioso de brazos y piernas.

Aproveché ese momento para salir de la habitación y meterme bajo la ducha, que encontré fácilmente.

Media hora más tarde, los tres vestidos, nos dirigimos al pub de Silvia con tres sonrisas francas en los labios y la conversación más animada de lo que cabría esperar después de la aventura. Observé que Silvia había cerrado su local sin rubor, y cómo lo reabría con un golpe de riñones efectivo elevando la persiana metálica.

Ana y yo decidimos comer algo, que Silvia preparó sin prisa detrás de la barra y sin perder protagonismo en la conversación, basada en el intercambio afectuoso aunque a veces poco inocente de información personal. La tarde ya estaba avanzada. Antes de que yo terminara de comer, de repente Ana estiró su bolso, me planto un beso en la frente, me obsequió con la mejor de sus sonrisas, y con sus dedos sosteniendo mi barbilla, susurró un ‘gracias, cariño’ que impactó en mis adentros. A renglón seguido, giró su esbelta figura y desapareció en la calle, en dirección al hotel. Silvia se acercó a mí, depositó un café en la en la barra, se inclinó peligrosamente sobre ésta, rodeó mi hombro con su brazo, y susurró cerca de mi oído:

  • Hoy has conocido a una gran chica. Alégrate.

Tres horas más tarde, ya noche cerrada, habiendo conocido alegremente a la práctica totalidad de la parroquia del pub de Silvia, con dos jarras de más en mi dolorido y cansado cuerpo, camino del hotel, me detuve frente a la puerta de la casa de Ana, examiné descaradamente el grado de apertura de su buzón, hurgué en mi bolsillo, saqué una cajita envuelta en papel dorado y verde, y la introduje sin ceremonias, más allá de una sonrisa. La recepción estaba ocupada por tres personas que estaban efectuando su ingreso en el hotel. Ana, sentada como siempre, me vió, me sonrió profesionalmente, y en un gesto rápido que no resultó ofensivo para los presentes, se las arregló para estirarme la tarjeta de ingreso a mi habitación. Cuando las puertas del ascensor se cerraron, decidí dar descanso a mi cuerpo inmediatamente después de poner el despertador a una hora prudencial para emprender mi vuelta a casa. Esa vez, la tarjeta funcionó. Invariablemente, regresaría más temprano de lo previsto, pero la intensidad del día requería no tentar al siguiente. Antes de cerrar los ojos, evoqué la imagen de la chica que trabajaba en esos momentos en el piso de abajo. Un ángel. En el momento más oportuno.