Ana 02: normalización
No es fácil escojer categoría. Bueno, además de lo elegido, tenemos sissy, cornudo, femdom, un poquito de cock torture,... Un buen poutpurrí de géneros.
Las cosas no podían haber salido mejor. De hecho, ni en el mejor de mis sueños, y no soy poco ambiciosa, se me hubiera ocurrido imaginar que fueran a salir tan bien.
Tengo que admitir que en un principio, cuando Leo empezó a hablarme de intercambios, de hacerlo con otras personas, de introducir “novedades” en nuestro matrimonio, y toda esa ristra de sandeces, me hice la estrecha, a pesar de que, desde la primera sugerencia, la idea se me antojó muy atractiva. Nuestro matrimonio, después de veinte años, empezaba a estar dominado por la rutina, y Leo, la verdad, que nunca había sido un amante extraordinario, se iba convirtiendo en un cincuentón monótono que me follaba de una manera muy rutinaria, como de trámite, y no me divertía.
Yo le tenía afecto, claro. Nunca ha dejado de ser un cielo, y habíamos compartido muchos años juntos sin más malos rollos que los mínimos del roce de la convivencia, pero ya comprenderán que aquello distaba mucho de la pasión y no se parecía en nada a la felicidad.
Si quieren que les sea completamente sincera, confesaré que incluso le había sido moderadamente infiel en un par de ocasiones (y digo “moderadamente” por que la cosa se había limitado a algún escarceo esporádico con algún compañero de trabajo, también casados, que es lo menos peligroso). Nada trascendente, solo sexo, pero buen sexo, folladas salvajes con un vigor y un interés que los polvos sosos de mi marido hacía años que no tenían.
Para dar sentido a la historia, les diré que yo había hecho mis “investigaciones” por Internet. Vamos, que llevaba años chateando por ahí, yendo de web en web, leyendo relatos, viendo vídeos… En fin, que la idea del marido cornudo no dejaba de resultarme atractiva. Al fin y al cabo, se trataba de follar, y el concepto ese de sumisión, de humillación, me atraía. Tenía pinta de resultar excitante.
Así que, asesorada por un ciberamigo, con quien había adquirido la buena costumbre de masturbarme vía chat, fui yo misma quien propuso la idea de probar a buscar una aventura anónima a oscuras en un cine. La verdad es que, por entonces, no se me había ocurrido que la cosa fuera a terminar en aquella especie de pseudoviolación masiva, que, no nos engañemos, me dejó hecha polvo y llena de dolores pero, la verdad, fue la experiencia sexual más potente que había experimentado en mi vida.
Por la mañana, al despertar, resultó que el mariconcito aquel se había venido con nosotros. No sé si él lo sabría, pero yo me di cuenta de que era una nenita en cuanto lo vi. No sé… supongo que fue aquel respingo que dio cuando le eché mano al paquete, o la actitud tímida que mantenía mientras el sietemachos de su amigo jugaba a hacerse el chulito con la pobre madura caliente (nunca olvidaré cuando le vi enculado y gimoteando, al pobre idiota).
El caso es que, cuando vi en la cama, al pobre mariquita desorientado, con mis bragas puestas y junto a mi marido, que se despertaba con una más que evidente expresión de vergüenza, supe que habían estado tonteando, y me sentí en una inesperada posición de superioridad moral. Habíamos hablado de incorporar “gente” a nuestro matrimonio, pero aquello nunca había incluido una experiencia homosexual por su parte. Más bien, se trataba, al principio, de hacer tríos con mujeres, que yo rechazaba por fastidiarle, y, más adelante, en que me follara junto con otros hombres, a lo que accedía (al menos teóricamente). Me sorprendía lo caliente que le ponía la idea.
De manera que fue como si se me encendiera una lucecita, y le insulté. “Maricón”, recuerdo que le llamé, y me fascinó la actitud con que asumió el insulto, así como el hecho de que su polla se endureciera al instante. Me sentí invitada a tantearlo más, así que, poco a poco, fui humillándole más, tratando de ofenderle, y comprobando que no había nada que pareciera suficiente para hacerle sentir ofendido. Era como si aquello le avergonzara pero, por extraño que pueda parecer, buscara esa vergüenza, como si le excitara sentirla, así que insistí hasta comprobarlo.
Lo último fue utilizar a Nena, masturbarle delante de sus narices y comprobar, en primer lugar, que le volvía loco de deseo y, en segundo, y más importante todavía, que vencía su excitación si se lo ordenaba, o al menos la tentación de materializarla, y se resignaba a renunciar tan solo por complacerme. Más que resignarse, aquellas primeras imposiciones, aquellas incipientes muestras de desprecio, y aquella restricción de su placer, parecían causarle una excitación enfermiza.
No sé si me entenderán, pero aquello fue un abrirse el cielo. Era todo cuanto podía desear: por una parte, tenía a Nena, aquella mariconcita idiota que parecía tan desconcertada por la situación, y tan contenta por poder experimentar placer a causa de otras personas, sin necesidad de ser él mismo quien se encargara del asunto, que daba la sensación de que me la podía quedar como si fuera una perrita abandonada; por otra, el bobo sobrevenido de mi marido, con quien todavía no sabía muy bien qué iba a hacer, que soportaba verme follada por quien fuera, admitía que ni siquiera le permitiera meneársela cuando sucedía, y no daba la sensación de que tuviera un límite en aquella sumisión idiota. No podía creérmelo.
El caso es que, tras el aseo, dejé a Nena acompañarme por la casa mientras me ocupaba de mis cosas como si fuera una mascota. La pobre me seguía mirándome con ojitos de cordero degollado, como si me suplicara. Le había puesto unas braguitas mías que, aunque le iban un poco grandes, le quedaban monas. Leo, por su parte, se encargó de las cosas de la casa a sugerencia mía. El pobre imbécil no sabía ni por donde se agarraba la escoba, pero la verdad es que me daba igual.
Sin disimulo alguno, abrí mi Tumblr y estuve trasteando, buscando imágenes de cornudos y esas cosas, provocando incluso que él viera lo que hacía, y hasta se me ocurrió abrir un chat a Coque, que estuvo charlando conmigo sobre el asunto durante un rato y me dejó muy bien encaminada. Un encanto.
Después de comer, decidí llevármela “de compras”:
Bueno, Nena, vámonos.
…
No, idiota, tú no.
Como la ropa del día anterior estaba hecha un asquito, y la mía no podíamos ni soñar con que le valiera, fuimos a buscar trapitos. Sin exageraciones de momento: pantalones claritos y ceñidos, camisetas y camisas estrechitas… En fin: prendas que, compradas de una en una, tampoco transmitían la sensación de que fuéramos a convertirle en una nenita, y complementos que perfectamente podrían haber sido para mí, o para su hermanita (algún pañuelo, collares, braguitas, y hasta sujetadores casi sin copa, de estos que les ponen las mamás idiotas a las niñas para que , vaya usted a saber por qué, parezcan pequeñas putillas). Al pobrecito se le ponía la pollita dura al verlo, aunque nadie que no supiera bien qué buscar lo hubiera podido saber, dado el exiguo tamaño del instrumento. Del resto de las compras, ya iremos viendo.
Llegamos a casa después de cenar cualquier cosa por ahí. Nena parecía feliz, como si se hubiera liberado de repente de un peso que la oprimía. No hablaba mucho, pero su sonrisa decía cuanto había que saber. En varias ocasiones, no pude resistir la tentación de besarle la boquita, y se sonrojaba. Recibimos alguna mirada reprobatoria, imagino que por la diferencia de edad. A ella le atemorizaban; a mí me hacía gracia.
Leo, como sin saber qué hacer, se había puesto uno de esos pijamas suyos de andar por casa, y esperaba sentado en el sofá. No había puesto ni la tele. Bastó con que nos viera para que su polla levantara un campamento. Se lo reproché, y con ello conseguí que se le mojara un poquito el pantalón.
- ¡Serás cerdo! ¡Anda, prepárame una copa, maricón! Y tú date una ducha y ponte guapa, cielo.
No dejaba de sorprenderme su estúpido “bovinismo”. Me sirvió la copa y se quedó de pie, como esperando órdenes. Parecía cosa de magia que aquel tipo, que apenas un día antes era un hombre normal (no demasiado macho, pero normal), hubiera alcanzado un nivel de sumisión como aquel. Dejaremos a los psicólogos la interpretación del fenómeno, pero el echo cierto es que la cosa resultaba notable. Cuando volvió Nena, la cosa ya no pudo ir a más, y trempaba como un descosido, a la vez que procuraba mantener una expresión contrita, como si no fuera cosa suya.
La verdad es que venía preciosa: apenas tenía vello, y su piel estaba muy pálida; era delgadito, y tenía un aire andrógino que las ropas que había elegido rompían transformándole no en una niña, si no, más bien, en una mariconcita delicada y muy guapa. Se había puesto unas playeritas blancas, con calcetines cortos de color rosita, un short muy short de color blanco con un tiro cortísimo que dejaba ver por detrás las tirillas de una tanguita amarilla, y una camiseta amarillo pastel, de cuello abierto, cortita y muy ceñida, que dejaba su tripita al aire y dejaba ver cómo se dibujaba debajo el relieve de uno de los sujetadores. Un poco de carmin, curiosamente bien puesto, que me hizo pensar que no era la primera vez que lo usaba; y un pañuelo rojo anudado en el cuello, completaban un conjunto de una provocadora inocencia casi insolente.
A mi marido le faltaba babear.
Parece que te gusta, maricón.
Sí…
Ven, anda.
Había comprendido ya que el insulto lo llevaba a la cumbre de la excitación, y lo usaba. Obedeció al instante, acercándose con aire temeroso, y le bajé los pantalones hasta los tobillos. Con un klenex de la cajita que solemos tener dando vueltas sobre el sofá, le limpié el capullo. Lo tenía pringosito y violeta.
Anduve acariciándole las pelotas un poquito, por divertirme y, cuando me pareció que ya sufriría suficiente. Metí tres dedos en la copa de gin-tonic, saqué un cubito de hielo, y se lo pegué a ellas apretando con fuerza. La cara que se le puso era para verla, ya se pueden imaginar, pero hay que reconocer que el tío, aparte del primer gritito inevitable, aguantó el chaparrón como un machote, sin casi quejarse, más allá de una carita de martirio como para comérselo.
En un momentito, la polla se le quedó hecha una pena: pequeña, apretada y arrugadita. Arrojó el reguerillo de fluido preseminal que debía tener acumulado en los conductos cuando estaba en su esplendor,, y se transformó en la piltrafilla que yo pretendía conseguir. Entonces, girándome, extraje de la bolsa del sex-shop la cápsula de castidad que habíamos comprado para él, y se la mostré.
Me he estado asesorando, cielo, y he sabido que es peligroso dejar a nenitas guapas cerca de maricones salidos, así que, como no siempre voy a poder estar vigilándote, se me ha ocurrido comprarte esto.
Ya…
Es de acero, por que me parece que te mereces más castigo. Por lo visto, como la reja es tupida, y los barrotes fuertes, te va a doler un poco cuando te pongas caliente, pero bueno… ¿Lo harás por mí?
Cla… claro…
La verdad es que no había esperado su respuesta y, mientras hablábamos, había cerrado la cápsula, que tenía una curvita hacia abajo monísima y hasta el espacio para un capullo modelado, y era razonablemente menor que la polla de Leo en erección. Cerré la anilla que sujetaba el invento envolviendo las pelotas, puse el candadito, y me colgué del cuello la pequeña llave, que llevaba su propia cadena de plata.
Ya ves que el candado es una cosita de nada, así que lo podrías romper sin dificultad, aunque me han asegurado que no abrirlo. En fin, cielo, que tú verás, pero cómo un día me lo encuentre roto, duermes fuera de casa esa misma noche ¿Entiendes?
Sí…
Vale. Se han acabado los tiempos en que andabas por ahí disimulando. Estoy muy decepcionada con esto de que seas un maricón, y vas a tener que pagarlo ¿Entiendes?
…
Que si te parece bien, idiota.
Sí… yo… si tú quieres…
Claro que quiero, coño… ¡Huy! Si se me olvidaba… El otro día me pareció que te dolía cuando te dejabas follar como una zorra, así que te he traído…
Fui extrayendo de la bolsa y dejando colocaditos sobre la mesita por orden de tamaño los cinco plugs anales que había comprado por consejo de Cocó, y pedí a Nena que le fuera lubricando. Mi perrita, tan dispuesta a complacerme, se arrodilló a sus espaldas y comenzó a lamer su agujerito haciendo que su polla fuera llenando la jaula. Quería verlo con mis propios ojos. Pronto, no cupo nada más dentro, y la carne comenzó a asomar por entre los pequeños barrotes cromados. Parecía dolerle, y me complacía saberlo.
Es que he pensado que, vistas tus inclinaciones, antes o después vas a terminar empalado en alguna polla, y tampoco me apetece que nadie que no sea yo te haga daño ¿Entiendes?
Cla… claro…
Su polla, comprimida en la jaulita, goteaba un hilillo de flujo incoloro. El muy cerdo estaba caliente pese a todo. Mandé a nena dejarlo y sentarse a mi lado y, sin darle la vuelta, a tientas, comencé a introducirle el menor de los accesorios que le había comprado. Como no quería maltratarle más de lo conveniente, había optado por plugs de goma, de color rojo. Aquel, el pequeño, debía medir ocho o diez centímetros de largo y tener cuatro, quizás cinco de diámetro. Se quejó un poquito al clavárselo, pero apretó los dientes sin rechistar y se dejó hacer. Delante de mis narices, su polla casi chorreaba ya aquella babita insulsa.
¡Serás cerdo!
Perdón… Yo…
Ya… Bueno… A ver, entérate bien, que me parece que te estás volviendo tonto: esto tendrás que asearlo bien, no sea que acabes con una infección, o cualquier porquería ahí.
Sí…
Y lo mismo con la cosa esa que llevas en el culo (Quién lo iba a decir).
Como diga.
Y no me llames de usted, imbécil. No quiero parecer una ama de opereta.
No, claro…
Este lo vas a llevar un par de semanas, y, después, lo cambiaremos por el siguiente.
Vale.
Nenita…
¿Sí?
Mira cómo se ha puesto mamá de caliente…
Uffffff…
Chúpamelo, cariño, por favor…
Arrodillada entre mis piernas, metida dentro de mi falda, Nena comenzó a lamer mi coño, empapado ya sin remedio, causándome un escalofrío. Me fui dejando llevar por la caricia de su lengua, gimiendo. Cuando lo recordé, alcancé a Leo el grueso dildo negro de silicona que reproducía, juraban que con total precisión ,la polla de no sé que actor famoso. Me remangué la falda para ver su carita de ángel mientras mi marido le bajaba los pantalones hasta las rodillas. Aquellos ojitos grandes, muy abiertos, asomando por encima de mi pubis, me excitaron tanto que gemí. Parecía tener miedo, pero no se detuvo. Enredé mis dedos en su media melenita morena y gimió como una gatita al sentir la lengua que lamía aquel agujerito sonrosado. Con un gesto, indiqué que lo quería ya. Nena dio un respingo al sentirla, y se apartó apenas unos centímetros, pero lo atraje de nuevo agarrándolo con fuerza del pelo. Apretó los ojos y comenzó a gimotear cuando el grueso capullo negro atravesó su primer esfínter. Jadeaba agitadamente en mi coño como si hiperventilara, y su carita se retorcía en una mueca de dolor. Mi marido seguía clavándole aquella burrada como obsesionado. Creí percibir un aire de venganza en su mirada, como si padeciera un ataque de celos. No quise intervenir. La carita de Nena era un primor, y su pollita, pese al dolor que parecía padecer, se mantenía rígida y chorreaba. La de Leo se veía monstruosamente comprimida en su cápsula plateada.
- Vamos, tonto, fóllala ¿O te piensas quedar así?
Ayudé a Nena a Tumbarse a mi lado en el sofá. Ya no tenía sentido tenerla entre las piernas lloriqueando, y sustituí sus labios por mis dedos. Arañaba delicadamente su pubis mientras aquel pollón enorme comenzaba su balanceo adelante y atrás, arrancándole un llanto de niña delicioso. Lloriqueaba y jadeaba. Sentía el latido acelerado de su corazón en el brazo.
No quise tocar su pollita. Apenas rozarla con el brazo sintiendo su caricia lúbrica y sedosa. Poco a poco, los gemidos parecían cambiar de calidad. Tenía los ojos velados de lágrimas y, sin embargo, culeaba, despacio al principio, frenéticamente a medida que aquello parecía entrar y salir con menos dificultad, más deprisa. Le follaba ya febrilmente, y la mariconcita gimoteaba con un ansia creciente. El carmín se le había corrido y dibujaba una sombra alrededor de su boquita coqueta, tan bien dibujada y sensual. La pollita, rígida literalmente, parecía dispararse como animada por un resorte cada vez que el grueso capullo negro tocaba fondo.
Yo estaba loca, clavándome los dedos, haciéndome daño. Su cabeza giraba sobre el cuello mirando a un lado y a otro sobre mi vientre. A veces, se detenía mirándome a mí a los ojos a través de los párpados entornados como si suplicara. De repente se tensó, y supe lo que iba a ocurrir. Yo misma me tensé sintiendo un calambre intenso que me volvía loca cuando su pollita comenzó a escupir tremendos chorros de esperma que me salpicaban hasta la cara, que salpicaban sobre su camisetita amarillo pastel, sobre su carita contraída en un rictus que casi parecía de dolor. Leo apretaba, ya sin sacarla, como si la quisiera atravesar. Parecía enloquecido. Empujaba como ordeñándola, haciéndola escupir una vez tras otra hasta que el volumen de sus eyecciones comenzó a reducirse hasta acabar cabeceando todavía “en seco” un par de veces. Le mandé parar.
- ¡Para ya, imbécil! ¿No ves que le haces daño?
Al sacarla se escuchó un “Plop”. Nena, en posición fetal, se acurrucó en mi regazo temblando, como yo. Mi pelvis todavía daba una sacudida esporádica de cuando en cuando que la agitaba también a ella.
A Leo le mandé a asearse al cuarto de invitados y yo misma me encargué de mi perrita, que se dejó bañar casi ronroneando. Enjaboné su cuerpecito delgado, su pollita, que volvió a estar dura al instante, y el culito, que le dolía y hacía que emitiera un quejidito mimoso al deslizar por él los dedos enjabonados. La desmaquillé, la vestí con un camisoncito, la llevé a mi cama, y lamí sus pelotitas y mamé su pollita hasta que, chillando, se me corrió en la boca. Pared con pared, Leo debía tener la suya constreñida escuchándola.
Nos dormimos como si fuera mi niña: acurrucada entre mis brazos, con los brazos recogidos en el pecho y una expresión beatífica de angelito.
- ¡Qué falta estabas de cariño, cielo! -susurré en su oído mientras dejaba un beso en el lóbulo y me envolvían los velos del sueño-.