Amsterdam

Experiencia inolvidable en un cine X de Amsterdam. El lugar existe y la historia esta basada en una sitruació real.

Amsterdam, día lluvioso y plomizo. Paseo por la Reguliersbreestraat. En un edificio pintado de amarillo, un rótulo anuncia un cine porno con dos salas. Me detengo a mirar los escaparates de la sex-shop que ocupa la planta baja del local. La publicidad del cine explica que una sala es exclusivamente homo y la otra hetero, y que la entrada da derecho a entrar en las dos salas durante todo el día. Hace frío. Entro en el local, compro un "popper" y pido una entrada. El empleado me indica que las salas están en el piso alto y subo las escaleras.

Una cortina aterciopelada, pesada y de color oscuro pero indefinido da acceso al cine. Es pequeño, apenas veinte butacas. Se percibe un olor extraño, mezcla de ambientador y aromas humanos. La vista se va acostumbrando a la oscuridad. Sólo se distinguen tres figuras ocupando localidades. Los asientos se ven viejos y desvencijados. Ocupo el primero que encuentro. La película acaba de comenzar, todavía pueden verse los últimos títulos de crédito sobre un fondo sonoro insistentemente machacón. Miro a mi alrededor, inspeccionando dónde me he metido y, junto a la pantalla, descubro una puerta sin señalizar con una cortina aparentemente idéntica a la de la entrada, por la que entran y salen constantemente figuras que deambulan por la sala.

Me gana la curiosidad, dejo mi asiento y me dirijo hacia allí. Al apartar la cortina vislumbro una habitación bastante grande, débilmente iluminada con luces azuladas, de esas que producen fluorescencias en algunos tejidos, y que por todo mobiliario tiene una fila de bancos adosados a la pared en prácticamente todo el perímetro de la sala. En uno de estos bancos un tipo está mamando dos pollas simultáneamente, ante el regocijo de unos cuantos mirones que se la cascan afanosamente. En otro rincón, un mocetón de pelo largo está enculando sin compasión a otro que, con los pantalones bajados, está de pie, apoyándose con las manos en un banco ocupado por un tercero que le besa profundamente la boca con la verga al aire, totalmente erecta.

Parece que estoy en un cuarto oscuro en toda regla, pero decido volver a la sala para ponerme a tono con la película. En la pantalla, dos negros enormes y asombrosamente bellos forcejean sobre una cama, como si se tratara de un combate de lucha grecorromana. Son gemelos, absolutamente iguales, y están prácticamente desnudos excepto por sendos minúsculos taparrabos rojos, más vistosos que púdicos, que destacan sobre sus pieles brillantes, sudorosas, como de ébano barnizado. Sus hombros, sus brazos, sus nalgas, sus caderas, se mueven en la pantalla en uno de los espectáculos más eróticamente excitantes que recuerde haber visto.

En un momento dado, uno de ellos desliza sus dedos por el cordoncillo que sujeta el taparrabos a la altura de la cadera. Las ataduras ceden y el taparrabos salta impulsado por el pedazo de carne que todavía permanece oculto al espectador. Queda completamente desnudo de espaldas y, entre sus muslos musculosos y por debajo de sus nalgas de estatua, podemos entrever un impresionante par de cojones morenos que revolotean como badajos de una campana enloquecida.

El otro, situado frente a la cámara, sucumbe a la visión y la boca entreabierta permite adivinar en qué está pensando. Mantiene la mirada fija en la parte baja del vientre del compañero, en esa verga que todavía no vemos, pero que intuimos salvaje y sorprendente. ¡Cómo me excitan esos negros! La impaciencia me corta la respiración. Espero el espectáculo de sus pollas con un fervor que raya en la angustia. Me cuesta verdaderos esfuerzos no sacármela y hacerme una paja en el acto, pero quiero hacer durar el momento.

Me acaricio el paquete sobre el pantalón y me imagino en la palma de mi mano el peso de esas soberbias pelotas, calientes, húmedas, y el tacto a través de su envoltorio velludo y erizado como piel de gallina, de los dos frutos que hay en su interior, duros, redondos, jugosos, enloquecedores y pletóricos de leche con que llenarse la boca. Me muevo al ritmo de la cadencia repetitiva de la banda sonora y mi culo se abre pensando en tener dentro lo que todavía no han visto mis ojos.

Alguien se sienta a mi lado. Lo miro, me mira y sonríe provocativamente. Supongo que percibe mi mal disimulada calentura, y abre sus piernas hasta que su rodilla toca la mía. Es un invitación evidente y mi mano se posa sobre su muslo. La tela del pantalón, suave y blanda -en estos casos se agradece que no usen tejanos- se presta de un modo fantástico a las caricias y a la investigación. No necesito explorar mucho para encontrar bajo mis dedos lo que esperaba: una porra de carne enorme y tensa, dócil y retraída, que vibra bajo el roce. La estimulo recorriéndola con la yema del dedo desde la punta hasta la base.

En la pantalla, por fin el negro ha mostrado su secreto: una auténtica columna, larga, recia, morena, brillante -como lacada- que parece dotada de vida propia. Yo comienzo a masturbarme, obnubilado y atraído por la visión de la pantalla, mientras continúo acariciando a mi compañero accidental. Un primer plano de la fenomenal tranca permite percibir la grieta húmeda y púrpura que atraviesa el glande y de la que rezuma el líquido del deseo. Por un momento imagino su tacto, su elasticidad y su sabor en mi lengua.

Continúa el aparentemente inocente juego de amigos hasta que, en un revolcón, el otro también pierde su taparrabos. ¡Uauh!, son idénticos hasta en la polla. Sus estacas, ambas magnificas, se empalman haciendo gala de una salud y una energía formidables.

He encontrado la cremallera de la bragueta de mi vecino, y él se presta gustoso, arqueando la espalda para facilitar mis maniobras. Le he sacado la polla y me aferro a ella con ardor. El miembro se desliza dócil y un poco viscoso, y su contacto me inflama todavía más. Tengo ganas de apretar fuerte y de masturbarle brutalmente. Quiero que su verga quede todo lo desnuda que sea posible, quiero destaparla hasta arriba del todo, donde están los pelos del pubis, hasta que no distinga el placer del dolor, apartar el envoltorio que la cubre para tensarla, para hinchar el glande y estirarlo. A continuación, vuelvo a cubrir el miembro hasta cerrarlo herméticamente. Sostengo el prepucio apretado con fuerza. Se podría hacer un nudo y envolver para regalo esa picha tan dura que está a punto de reventar, como si fuera un enorme plátano maduro enfundado en su piel. No dejo salir su capullo, que pugna por escapar. La fuerte presión que ejerzo se lo impide. Tiro hacia delante y la tensión se transmite hasta sus huevos. Gime de nuevo, pero no protesta. ¡Le gusta! Voy a soltar lastre, pero lenta, muy lentamente, milímetro a milímetro. Dejo salir al caracol que sale de su concha lo más despacio posible. Controlo la situación de manera absoluta.

Poco a poco suavizo la presión. El glande consigue abrirse paso a través de mis dedos, dilatando el orificio que aprieto con firmeza. Nace a cámara lenta en mi mano extasiada. La cabeza está a punto de salir, dura, redonda, resbaladiza, y la piel continúa retrocediendo. Ante nuestros ojos, los negros se han acoplado en un 69 perfecto, simétrico hasta el último detalle. Los planos de pollas entrando y saliendo de una boca, culos esculturales y torsos perfectos se suceden, pero es imposible saber en cada momento de quien son.

Cambian de postura. Uno de ellos se coloca a cuatro patas mientras el otro lleva a cabo un concupiscente reconocimiento del terreno. Con una rodilla a cada lado, recorre el culo con su miembro demencial, todavía brillante y húmedo de saliva, apoyándose alternativamente sobre uno u otro lado para dirigir mejor el ariete. Se queda un momento inmóvil antes del ataque final con la punta de la colosal estaca entre las nalgas del compañero, y se la clava hasta los cojones de un sólo golpe. El otro grita de placer y responde a la embestida irguiendo aún más si cabe el asta, que aparece tiesa entre sus muslos.

En mis manos, el nabo de mi reciente amigo continúa avanzando a un ritmo regular. Ahora aprieto con dos dedos la base del glande, que aparece como el as de picas sobre la palma de mi mano. El contacto de la polla y la visión de lo que ocurre en la pantalla  me inflama, es como una película en tres dimensiones. Los negrazos están follando como animales en celo en medio de gritos y gemidos, mientras mis dedos descienden una vez más hasta su pubis. Su polla está nuevamente desnuda, incandescente y mojada a causa del largo magreo que la ha calentado.

Observo con mirada escrutadora y atención febril los largos vaivenes del follador e intento calcular por la distancia en que se separa de su amante en el máximo del retroceso, las dimensiones del miembro que ensarta aquel culo -como mínimo 24 cm-. El otro goza como una yegua en celo alzando la cabeza a cada embestida, cerrando los ojos y mordiéndose los labios, mientras su picha se agita violentamente erecta y desafiante sin necesidad de tocarla. Daría lo que fuera porque ese semental negro me partiera en dos metiéndomela por el culo. En mi interior todo se mueve, tengo el culo abierto, la boca babeante y mi polla a punto de estallar.

Mi pareja acaba de impregnar mi mano frenética, que no cesa de recorrer su mango con violencia, de taparlo y destaparlo, con una pasta densa y caliente que me vuelve loco, y con ella le embadurno la picha, los cojones y el pubis mientras se contrae con convulsiones casi tetánicas. Una vez relajado, se inclina sobre mí y acoge mi polla en su boca, jugueteando con su lengua y sus labios sobre mi capullo terso y húmedo por el deseo. Soy consciente de que no aguantaré demasiado.

Los negros siguen jodiendo con una cadencia regular y firme, y con movimientos cada vez más precisos. La polla del enculado se ha vuelto completamente loca. Nadie la toca, pero ella sola, como si tuviera vida propia, marca el ritmo puntual y fabuloso de cada embolada . De repente, el negro se queda inmóvil, ensartado hasta el fondo en la verga que le perfora las entrañas, con la cabeza echada hacia atrás y la mirada perdida en el vacío, y expulsa un generoso chorro de liquido viscoso. Siento un gran asombro al ver salir aquel jugo blanco de una hermosa polla esculpida en mármol negro, sin tocarla para nada y por el sólo efecto de una impresionante cabalgada como la que nos habían ofrecido. ¡Y qué abundancia de leche!

Noto que voy a correrme e intento retirar mi polla de su boca, pero me lo impide. Inundo su boca con cuatro o cinco descargas del semen que llenaba mis huevos, de las que no desperdicia ni una gota, y continúa chupando hasta que mi verga pierde la rigidez. El otro se levanta, me da un beso en la boca y desaparece de mi lado. Estoy agotado de tantas emociones.

Después de unos minutos de descanso, abro la botella del "popper" e inhalo profundamente su contenido. Me levanto y me dirijo al cuarto oscuro. Necesito sentir una polla atravesando el esfínter de mi culo...