Amos de la noche
Nuestra historia en común empezó hace mucho, mucho tiempo. Tanto que parece que fue en otra vida, en una época tan lejana que se difumina en la oscuridad de los recuerdos lejanos...
Amos de la noche
Nuestra historia en común empezó hace mucho, mucho tiempo. Tanto que parece que fue en otra vida, en una época tan lejana que se difumina en la oscuridad de los recuerdos lejanos
Era una noche caliente, con música caliente. Y allí estabas en mitad de aquel chiringuito playero bailando suavemente, casi lánguida. Ibas acompañada pero lo habías relegado a un rincón de la barra desde el que, con su vaso en la mano y la mirada vidriosa, no le quedaba otro remedio que sufrir. Tú, te recreabas en provocar a todo el que de alguna manera caía en tu espacio, fuera hombre o mujer. Provocabas con el movimiento ondulante de tus caderas, con la oscilación acompasada de ese pelo tan tuyo, con la boca que no dejaba de prometer placeres. Provocabas con tus ojos de fuego, con tu mirada perdida en la que perderse por toda una eternidad.
Luego la música cambió y mientras Lou Reed nos invitaba a caminar por el lado peligroso decidí que serías tú, que te había tocado, que quizás había encontrado la compañera que llevaba tanto tiempo buscando. Décadas, siglos, de espera quedarían por fin atrás.
Me fui acercando siguiendo la música, orientándome por tus ojos y tu olor. ¡Uff! Ese olor despertaba en mí sensaciones muy lejanas pero que casi creía poder tocar con mis manos. Los rivales se apartaban. Comprendían que su momento había pasado, que no les quedaba otra posibilidad que retirarse y sobrevivir. El que moría lentamente en la barra, el que una vez te tuvo y te perdió, eligió ahogarse lentamente en el anestésico vaso que tenía en las manos.
Bailamos durante horas ajenos a lo que nos rodeaba. La música cambiaba pero siempre era la misma. Acordes que nos mecían y enchambelaban nuestros cuerpos, que hacían que nuestras mentes hirvieran ante lo que iba a llegar.
Y llegó. Llegó el momento de salir de allí, de alejarnos de la luz y del bullicio. De buscar la soledad. Caminamos abrazados por la arena hacia la orilla del mar. La oscuridad era absoluta pero nos guiaba el sonido de las olas y ese brillo indefinible y apenas perceptible que produce el mar. Tus interminables tacones de afiladas puntas se te hundían en la tibia arena. Perdiste uno. Tiraste el otro. La escasa ropa empezó a desaparecer entre nuestras manos. Mientras a lo lejos, muy a lo lejos, pequeñas y lejanas hogueras competían con las aún más pequeñas y lejanas estrellas.
Busque tu nuca, busque tu cuello, clave mis dientes. Y así, abrazados y sudorosos, fui sorbiéndote lenta, muy lentamente. A buchitos breves en ocasiones, inacabables en otras. Toda tú fuiste pasando a mi. Vi tu vida, tus recuerdos y lo que hacía mucho que habías olvidado. Lo que adorabas y lo que odiabas. La sangre abandonaba tu cuerpo muy poquito a poco, y con ella se te iba la vida. Lo sabías pero no podías impedirlo. No querías impedirlo. Era lo que llevabas toda tu vida buscando, ese orgasmo interminable que volviera tu cuerpo del revés y te vaciara. Y quedaste vacía, muerta entre mis brazos. Tu cuerpo inerte se enfriaba mientras el mío comenzaba a brillar repleto de ti.
Te tumbe en la arena y utilizando mi boca te fui llenando con mi aliento. Te bese, chupe y mordí por todo el cuerpo depositando pequeñas dosis de lo que sería tu nueva sangre. Lo hice despacito, con la misma suavidad y lentitud con la que te había matado. Quería que te sintieras volver igual que te habías ido, a sorbitos. Así te fui llenando igual que te había vaciado antes y comprendiste, por primera vez, el significado de la palabra placer. Ahora tu cuerpo brillaba como el mío y nuestro abrazo se prolongó en un éxtasis que nunca antes habías experimentado.
Pero ni siquiera nosotros podemos detener el tiempo y a lo lejos el horizonte comenzó a clarear avisándonos de la llegada de nuestro mayor enemigo. Habíamos incendiado la aurora con nuestro abrazo y ahora nos devolvía acrecentado su fuego.
Era momento de refugiarnos, de descansar en espera de una nueva oscuridad. Allí mismo ahondé en la arena con mis manos y construí una guarida para los dos. Pequeñas criaturas huían despavoridas ante nuestra presencia. Note como te ponías tensa respondiendo a reflejos condicionados de tu anterior vida. Te tranquilicé, te recordé que ellas debían temernos a nosotros. Que estábamos en la cúspide de la cadena alimentaria. Que éramos los Amos de la Noche. El Noctámbulo había encontrado a su Tigresa .... y teníamos la eternidad por delante.