Amorgasmos de cine
Esta es la historia de Mark Cortázar, un ingenuo e inexperto joven contratado por Hollywood que verá toda su inocencia y amorosa actitud arrollada por las posibilidades de la fama cinematográfica, contaminándose de sexo desproporcionado y lujuria hasta alterar su propia percepción de sí mismo.
Mi nombre es Mark Cortázar. Aunque quizás debería empezar mi relato presentando a mi pene, que es el verdadero protagonista de la historia. Todavía no sé en qué momento empezó a tomar el control de mi vida. Pero no, tranquilos, que no os lo voy a presentar como si de una función de teatro se tratas. No lo voy a hacer, entre otros ridículos motivos, porque no soy de los que ponen nombre a su miembro, prefiero seguir pensando que es parte de mí y no un ente independiente, por eso de que después no quiera hacer uso de personalidad propia e ir por su cuenta.
Yo era un joven inocente y virginal. A los veintidós años que comienzan estas memorias sexuales, con una cara de niño bueno y nariz desproporcionada, adornada con un corto cabello castaño oscuro, el único contacto que mi pene había tenido con otra piel era el de mi mano. Qué le voy a hacer si soy un chico tímido, incapaz de separar sexo y amor, con el interés de retrasar ese mágico momento, no hasta el matrimonio pero sí quizás hasta conectar con una chica digna de tan especial experiencia.
O mejor dicho, lo era.
No me avergüenzo de mostrarme así de vulnerable, y de hecho la intención de escribir estas memorias es intentar descubrir en qué momento perdí la inocencia y mi cabeza de arriba empezó a ir siempre por detrás de la de abajo. Sinceramente, todavía no sé si sigo ese chico enamoradizo murió completamente o aún queda algo de él dentro de mí, sinceramente quiero creer que sí.
Pero si hay un punto de inflexión en esta tendencia, es sin duda mi entrada en el mundo cinematográfico. Puede que mi nombre te suene por mi participación en varias series, o alguna película, pero antes de dar el salto a los estudios de grabación yo era un simple «youtuber» que disfrutaba grabándome recitando discursos históricos. Me venía arriba delante de la cámara, lo reconozco, y me ponía en el pellejo de personajes antaño gloriosos. Y, oye, tenía mi público. Entonces, un día, la productora History Studios decidió que era un buen momento para permitirme cumplir el sueño de todo aficionado a la interpretación y, tras ver varios de mis vídeos, me invitó a uno de sus castings . Sinceramente, aquello era un trámite, le había entrado por el ojo a uno de los guionistas que decía que yo «era» uno de sus personajes. Solo fue suerte: la simple fortuna de tener la misma cara que el guionista se había inventado para uno de sus protagonistas. Un capricho que volatilizaba los muchos años de estudios interpretativos de aquellos que seguramente merecían el puesto más que yo. Pero así es la vida.
Y fue antes de comenzar a rodar, de que las claquetas ensalzaran mi fama abriéndome puertas y piernas, que ya empecé a sucumbir a ese pedazo de carne al cual recurriremos más de una vez durante este relato. Fue, en concreto, en la academia de interpretación donde descubrí lo que era introducir el epicentro de mis placeres en una vagina caliente. La productora había recolectado una serie de futuros actores poco formados a bajo coste y nos había obligado a tomar clases para que nuestra inexperiencia no se notara en las grabaciones.
Y ahí fue donde conocí a Carla. Quiso mi mente, todavía sensible y romántica para entonces, interpretar que el hecho de que me hubiera tocado sentarme a su lado durante el curso fuera una señal divina, y mientras mi cerebro aprendía el arte de actuar, mi corazón hacía lo propio con el de amar.
Me prendí de ella, lo confieso, de sus graciosos ojos achinados en una cara más bien redonda que combinaba en perfectas proporciones bondad y picardía. Su ondulada melena morena era el mar en el que me hubiera gustado bañarme durante toda mi formación. Pero no me atreví a hablar con ella más allá de escasas palabras siempre relacionadas con los apuntes y las tareas. Cada vez que sonaba el timbre anunciando el final de la clase, intentaba armarme de valor para invitarla a un café, pero mi inocencia apresaba las palabras, las encadenaba a mi garganta y jamás conseguí una cercanía a ella más allá de lo estrictamente académico.
Hasta el día de nuestro «castigo», que, por cierto, para mí fue un premio.
A mí para aprender a mejorar mi inglés, pues venía de España, y a ella para desarrollar su capacidad de memorización, se nos obligó a los dos a permanecer una hora más todos los días en el aula tras las clases para seguir estudiando.
Y estábamos solos. Una hora extra de estudio que para mí era mi visita diaria al paraíso, pues estaba en un aula a solas con ella. Aunque no habláramos. Aunque solo nos dedicáramos alguna que otra tímida sonrisa durante esos sesenta minutos.
Y fue uno de esos días cuando empezó todo. Cuando entró en erupción el volcán que tenía bajo el vientre. Siempre me habían gustado las mujeres, me había excitado cientos de veces viendo fotografías y vídeos, y haciendo uso de mi imaginación. Pero aquella tarde era distinto, era otro tipo de calor, sobre todo si la vista se me iba al generoso escote que mostraba el jersey gris de cuadros de Carla. Ella siempre usaba ropa ancha para ocultar los pocos kilos de más que para mí no eran otra cosa que más materia del ángel que ella era, pero sabía sacar partido de sus generosos pechos a la hora de vestir.
Y aquella tarde, con cada mirada furtiva, se me hacía más grande un agujero en el estómago que amenazaba con descender salvajemente incendiándome la entrepierna. Y no pude resistir. Salí del aula y fui a los servicios con la necesidad imperiosa de apagar ese ardor. Jamás había sido capaz de masturbarme en un sitio público, era algo que mi inocencia me impedía concebir. Pero esa vez, con mi corazón desbocado, tuve que hacerlo. Simplemente, la necesidad era superior a mí.
Entré en uno de los aseos, cerré la puerta tras de mí y apoyé mi espalda en ella. Desabroché el botón de mi pantalón vaquero y bajé la cremallera. Me bastó deslizar un poco hacia abajo la goma de mis calzoncillos para que mi pene, ya erecto, saliera al exterior. Llevé mi mano derecha hacia él y comencé a masajearlo salvajemente, sin contemplaciones. No de manera suave para ir ganando intensidad como hacía siempre; esta vez necesitaba masturbarme frenéticamente. Comencé a mover mi mano a toda velocidad hacia arriba y hacia abajo, dejando que parte del prepucio acariciara el glande en cada movimiento, dándole a aquel masaje una sensación más placentera.
A medida que mi pene se ponía más tieso, si es que eso era posible, fui imaginándome a Carla con menos ropa. Primero dejé que pasearan por mi mente imágenes de ella quitándose las gafas, el jersey y después, lentamente, la camisa blanca que llevaba debajo.
Imaginar el sujetador negro que cubría sus grandes pechos, del cual en la realidad solo había visto algún tirante, me hizo frotar mi polla todavía con más fuerza, ya con el brazo derecho dolorido. Entonces, hice que la Carla de mi mente se quitara el sostén y liberara sus esféricos, aunque algo caídos, pechos.
Y ese fue un gran error.
Pensar en sus tetas liberadas llevó al límite mi excitación y me hizo ser víctima del punto de no retorno. Empecé a sentir mis testículos contrayéndose. Y con las prisas no había preparado ni un mísero trozo de papel, tampoco tenía un pañuelo a mi alcance.
Me corrí sin pretenderlo ahogando los gemidos de placer, expulsé cuatro chorros que contenían todo el deseo que había acumulado por mi compañera. Salieron a presión alcanzando la pared que había frente a mí, vaciándome de gusto.
Una vez eyaculado y más relajado, aunque con la respiración todavía agitada, cogí algo de papel higiénico para limpiar mi polla y algunas gotas de semen que habían caído en mi mano. Entonces, vi la suciedad que había dejado a mi alrededor y me sentí tremendamente mal. Yo, que me consideraba alguien civilizado en lo que al apartado sexual se refería y que había criticado mucho a aquellos que gustaban de darse placer en lugares públicos, había eyaculado a diestro y siniestro en un servicio universitario.
Limpié tanto como pude mis restos de las paredes y del inodoro. Pero en ese momento supe que jamás podría limpiar la inocencia que, sin saber, estaba comenzando a perder por culpa de Carla.
(Esta es la introducción y primera «experiencia» de Mark en Hollywood. Más adelante, nuevos capítulos en su lucha por conquistar a Carla y la transformación a la que su nueva vida le somete).