Amores prohibidos IV

Recuerdos.

Mientras rebanaba y picaba y lagrimeaba lastimeramente por la cebolla y por la ausencia de mi Ira (diminutivo de su nombre), me encontré recitando el poema de Oliverio Girondo que tanto le gustaba.

Amor indeformable…


Habiendo concluido mi investigación, ya no tenía sentido quedarme más tiempo en el pueblito, así que decidí regresar a casa. Me despedí de quienes me habían ayudado, incluso de mi guardaespaldas, el enorme ovejero. Para ser honesta conmigo misma, tuve que aceptar que tenía la esperanza de que Irina me estuviese esperando  y por eso mi ansiedad de volver. Abrí la puerta del espacioso loft que había compartido durante cuatro años con mi rusita. Estaba tan vacío de ella que hasta mis pensamientos volvían a mí en un eco burlón. El lugar había sido construido reciclando un antiguo taller. El arquitecto había mantenido en algunos tramos los ladrillos a la vista y algunas de las enormes y gruesas vigas del techo también visibles. Se había preocupado de seguir mis instrucciones. Mi creciente claustrofobia me había impulsado a pedirle que delimitara los ambientes con desniveles y no con paredes y así lo había hecho, rigurosamente. La sala de estar ocupaba la parte más baja, a la que se accedía bajando cuatro escalones. El lugar estaba lleno de almohadones y alfombras, listos para recibir visitas y bridar comodidad y relajación.

La cocina se encontraba al fondo del lugar, enmarcada por alacenas y una barra que usábamos como desayunador. Un gran ventanal daba al patio, donde podían verse decenas de plantas en sus macetas suspendidas desde el techo de la galería exterior.

La habitación, mejor dicho, el lugar donde estaba la cama, era la parte más alta del loft. Consistía en una plataforma de madera, sostenida por columnas del mismo material. Uno de sus lados daba a una pared con otro gran ventanal y una maravillosa vista a la colina. Otro de sus lados estaba ocupado por un gran armario, que compartíamos. Los lados restantes estaban rodeados por cortinas que pendían del techo y que podían cerrarse y abrirse a través de un mecanismo sencillo y rodeando la plataforma había un barandal. Irina y yo habíamos elegido una cama turca queen size, sencilla y cómoda. Se accedía a la plataforma—habitación por una cómoda escalera, también de madera.

Nuestro rincón favorito de la casa, un capricho que tuve y que después Irina contribuyó a desarrollar, era la biblioteca. Aprovechando una esquina del loft, había cerrado un espacio generoso, con dos bibliotecas bastante altas que formaban con el ángulo de la pared una especie de cubo. El espacio para ingresar era del tamaño de una puerta común y corriente. Había instalado en el techo un tragaluz para aprovechar al máximo la luz natural. El piso estaba alfombrado. Irina le agregó unos cómodos sillones para leer, un par de cálidas lámparas y un antiguo escritorio con secreter. Y por supuesto, debimos poner muchos estantes en la pared para albergar todos sus libros, que eran más numerosos que los míos. Era un lugar íntimo, pero a su vez lo suficientemente abierto para que yo no me sintiera ahogada.

El baño también era amplio, con una gran bañera con hidromasaje. El agua caliente provenía de un sistema de calefacción solar que habíamos instalado en el techo. La privacidad de ese cuarto se había conseguido rodeándolo con paneles de vidrio translúcido.

Si bien estaba lleno de comodidades, el lugar no significó nada para mí hasta que Irina no hizo de él un hogar, un lugar adonde desear volver cada día. Pero ahora me daba cuenta de que el hogar era ella. Mi hogar. Yo habitaba en Irina y ella en mí. Y  no había sabido cuidarla. Con mis miedos y manías había logrado espantarla. Me había acusado de indiferente y quizás con razón. Pero ella nunca me había sido indiferente. Solo había fallado en hacérselo saber.

Dejé mi equipaje en cualquier parte, necesitaba con urgencia un té aromático y relajarme. Elegí un darjeeling con jazmín. En cuanto la infusión estuvo lista, me dirigí a la sala de estar y me recosté en uno de los puffs. El relleno crujió alegremente bajo mi peso, hasta que se amoldó y solo rechinaba cuando realizaba algún movimiento. Antes de dar el primer sorbo de mi taza pensé: Nasdrovia, Irina…  Y las palabras se alargaban en mi boca mientras el líquido perfumado bajaba por mi garganta, reconfortándome.

Quise llamarla, pero intuí que no iba a atenderme. Le escribí un mensaje de texto: “Te respiro, te siento. Estás aquí conmigo, aunque te hayas ido. No hay distancia posible Irina. Te amo. S.”

Cansada por el viaje, me quedé dormida durante una hora. Cuando desperté, apenas tenía tiempo para una ducha rápida e ir a la veterinaria a buscar a Tolstoi. Tolstoi era nuestro perro, un precioso y energético border collie. Había estado en una guardería por primera vez, mientras estuve fuera. Sentí mucho remordimiento al dejarlo ahí. Irina y yo siempre viajábamos con él, inclusive nuestras vacaciones giraban alrededor de lugares y hoteles que permitieran la tenencia de mascotas.

Cuando volvía caminando de la guardería de mascotas, recibí una llamada. Mi corazón dio varios vuelcos mientras me las arreglaba para atender, cambiando de mano la correa de Tolstoi y haciendo malabarismos para alcanzar el teléfono que estaba en el bolsillo de mi mochila.  Pero no era ella.

—Hola Jullien

—Hola querida ¿dónde estás? He tratado de comunicarme contigo por horas— se lo notaba algo fastidiado, su acento francés y su aire de diva contrariada me dibujaron una sonrisa después de la decepción de haber escuchado su voz y no la de Irina.

—Lo siento Jullien, estaba volviendo a casa, probablemente no tenía buena recepción desde el tren. Dime, ¿has averiguado algo más acerca de mi manuscrito?

—Claro que sí, estás hablando con un profesional… ¿Podrías venir a verme?

—Sí, por supuesto…tengo que dejar al perro en casa y voy para allá…—comencé a decirle, pero me interrumpió.

—Tráelo, no hay problema, vente rápido. Te envío la dirección en un mensaje de texto con indicaciones de cómo llegar.

—Ok Jullien, en un rato estoy ahí.

La casa de Jullien no estaba lejos, pero sin explicaciones hubiera sido difícil llegar, ya que se encontraba sobre un paseo escondido y que no ocupaba más que unos cientos de metros, una de esas callecitas internas que sirven para confundir a los incautos y a los distraídos como yo.

Jullien no tenía el aspecto del típico amante de Miguel, el amigo curador que me lo había recomendado. De inmediato supe que entre ellos había habido algo más que un “one night stand” Por empezar, no era un jovencito. Tenía casi la misma edad de mi amigo, alrededor de 40 años (el último amante que le había conocido a Miguel tenía apenas 25 años) En cuanto lo vi, hice una nota mental para recordar preguntarle a Miguel que había sucedido entre ellos. Me había entrado el síndrome de Cupido.

—Hola querida— me saludó cordialmente, mientras tomaba la correa de Tolstoi de mi mano y me invitaba a entrar con un gesto.

—Hola Jullien, un gusto conocerte en persona finalmente— respondí, caminando tras de él por un pasillo que conducía a un estudio lleno de antigüedades y una gran mesa con varios microscopios, pinceles y demás enseres que seguramente utilizaba para su trabajo.

—Ven, llevemos a tu perro al patio trasero. No te preocupes, que está bien cercado y no podrá escaparse. Además, creo que encontrará compañía agradable— mientras hablaba, ya habíamos llegado a la parte trasera de la casa, y abriendo una puerta ventana, soltó a Tolstoi, quien inmediatamente comenzó a retozar con una hembra preciosa, de su misma raza.

—Esa es mi Gretchen— explicó Jullien—Hacen buena pareja.

Era un placer verlos. Irina hubiera disfrutado del cuadro. Siempre había querido que Tolstoi encontrara una novia y tuviera cachorros.

—Ven, volvamos al estudio— Jullien me sacó de mi ensoñación.

—Te sigo.

Hablamos un largo rato en su estudio. Básicamente me dijo que el manuscrito era auténtico. Me mostró las fibras del papel bajo el microscopio y me dio una serie de explicaciones técnicas que no vienen al caso. También me habló de los componentes de la tinta, que había mandado a analizar a un laboratorio de confianza con el que solía trabajar. Me entregó unos documentos  en los que constaban todos los detalles de los análisis del manuscrito y su sello y firma como experto.  Quise pagar por su trabajo, pero rehusó.

—No, no. No necesito el dinero y fue divertido leer el manuscrito. Creo que vas a sorprenderte. Además, para los amigas de Miguel, hay trato preferencial.

—Muchísimas gracias Jullien. Te voy a compensar con una cena, un día de éstos ¿te parece?

—Claro que sí, la buena compañía siempre se agradece— hizo una pausa— ¿Y…has visto a Miguel últimamente? ¿Cómo está?

—Creo que bien, hace unas semanas que no nos vemos, pero está bien, trabajando muchísimo con una nueva muestra del museo— no dije nada sobre sus numerosos amantes, intuí que no era eso lo que Jullien quería escuchar. Pensé en invitar también a Miguel a la cena…si no podía arreglar mi vida amorosa, quizás podría ayudar a estos dos.

Regresé a casa con Tolstoi y mi manuscrito, ansiosa de sentarme cómodamente en la biblioteca a leer y leer sin parar.  Antes de empeñarme en esa tarea, hice un pedido en el mercado donde solía comprar. La heladera estaba aún vacía. Al entrar, me fijé en el contestador automático, no lo había hecho antes. Una luz roja titilando me indicaba que había un mensaje pendiente. Sin esperanzas, presioné la serie de botones necesaria para la reproducción:

—Usted tiene dos mensajes nuevos— una voz automatizada e impersonal— Primer mensaje nuevo.

—Hola cariño, soy mamá… ¡qué tonta, seguro me conoces la voz…! En fin…solamente quería saber cómo estás, hace días que no me llamas… ¡Besitos!

—Segundo mensaje nuevo— nunca me había agradado ese sonido metálico

—Sofía…quería saber cómo estás…— sabía de sobra quién era la dueña de esa voz, que me amotinaba la sangre contra las paredes del corazón. Ese acento que tantas veces me había susurrado “te amo” al oído, el terciopelo de esa voz de contralto que tantas veces había acariciado mi piel, recitando poemas, intercalando palabras con besos— He recibido tus mensajes…ya hablaremos. Te…te llamaré después. Un beso.

¿Cómo podía pensar Irina que me era indiferente, si sólo el escucharla me dejaba paralizada y sin aliento? No sé cuántos minutos estuve ahí parada, con las piernas a punto de flaquear. El hocico frío de Tolstoi en el hueco de mi mano me despertó de mi ensoñación. Lo acaricié, debía tener hambre. Seguramente, una parte del temblor de mis piernas se debía a la falta de alimento. Mientras llenaba el plato de Tolstoi con alimento balanceado, sonó el timbre. Era el delivery del mercado, con mi pedido. Le di una buena propina al chico que lo había traído, así me aseguraba la prontitud de la entrega y la frescura de frutas y verduras.

Me dirigí a la cocina con varias bolsas llenas, acomodé los productos que necesitaban frío en la heladera y me dispuse a cocinar algo simple, pasta fresca con salsa de crema y espárragos salteados. Se me ocurrió utilizar el atril que estaba sobre la mesada. Lo había comprado Irina, para poder tener a mano el libro de cocina abierto en la receta que estuviera preparando. Coloqué cuidadosamente el librito negro, a salvo de salpicones de comida.  Al principio, la lectura resultaba algo monótona. Las únicas lágrimas vertidas por mí en ese momento se debieron a la habitual tristeza que provoca el acero hiriendo las cebollas. Corte a corte y lágrima a lágrima me iba enterando de las distintas actividades de las monjas durante las horas benedictinas. Sofía, o mejor dicho, la Hermana Sofía, era detallista al extremo en sus descripciones y al parecer tenía muy buena memoria.

Ya había terminado de comer cuando mi lectura llegó al momento en que mi antepasado cumplía catorce años.

Voy a transcribir parte del texto, en español moderno, tratando de respetar lo más posible el estilo de redacción de Sofía.

“Cierto día, ya cercana las vísperas, me encontraba trabajando en la huerta. Ese año había abundante cantidad de insectos que se comían las lechugas tiernas y las más jóvenes éramos encargadas de evitar la plaga. Al levantar la mirada para secar el sudor que me corría por la frente, me fijo en la cerca que rodeaba la huerta y que parecía rota en una de sus partes. Cuando me acerqué a comprobar si era así, que por no perder gallinas por el hueco debía ser arreglada prontamente, me doy cuenta de que la abertura tenía que ser obra humana, ya que los delgados troncos estaban atados entre sí con una soga y podían moverse para los lados girando en un clavo que alguien había enterrado con mucha fuerza en la tabla que servía de apoyo para los troncos delgados…”

Las siguientes páginas me fascinaron. Aparentemente, la abertura era utilizada por un campesino, para fines “non sanctos” Sofía, joven pero de gran entendimiento, intuyó que la cerca rota era parte de acontecimientos extraordinarios. Pudo escabullirse, por la noche, de su celda (había pasado varias noches debilitando el mecanismo del cerrojo) para vigilar la misteriosa entrada. El fornido campesino no se hizo esperar. Sofía estaba escondida un poco más lejos, detrás de uno de los chiqueros, desde donde podía ver sin ser vista. Apenas el hombre entró al convento, ella lo siguió. Parecía que conocía de memoria el camino, ya que se dirigió directamente a la celda de la superiora de la orden. De lo que siguió, Sofía, con su corta edad, solo sacó en limpio sonidos sordos y llantos ahogados. Como ella misma lo cuenta, no fue sino hasta varios años después que pudo comprender lo que había sucedido esa noche, y seguramente, muchas noches más.

Pensé en Irina y en cuánto le hubiera gustado conocer esta historia. Su desprecio por la religión establecida estaba a la altura del mío. Con Irina presente, las risas irreverentes habrían llenado la casa. Me fui a dormir, con la sensación cada vez más encarnada de ser solo la mitad de mí misma.


A la mañana siguiente tenía que presentarme en la revista. Mis horarios eran flexibles, ya que realizaba tareas de investigación, reportajes. La mayor parte del tiempo trabajaba desde mi casa y sólo tenía que cumplir con las entregas pautadas al editor y asistir a las reuniones mensuales en las que se acordaba el contenido de las dos publicaciones del mes (la revista era de tirada quincenal) Justamente a una de éstas reuniones es que tenía que hacerme presente. En verdad, mi cuerpo estaba ahí pero mi mente se negaba a unirse a él. Vagaba entre las líneas del manuscrito y saltaba miles de kilómetros a reunirse con Irina.

En cierto momento de lucidez noté que se había producido un silencio y todos me miraban. El editor en jefe había pedido mi opinión y yo no había escuchado su pregunta. Como pude traté de disimular y me esforcé la media hora restante en parecer muy profesional e interesada. Pero solo quería esconderme en la biblioteca y seguir leyendo.


Durante varias páginas más el relato continuaba monótonamente, un resumen de lo acaecido año tras año, en los que la rutina del convento casi nunca se alteraba, más que por la entrada de una novicia o la muerte de una de las hermanas. Así fue como Sofía cumplió veintidós años. Ya era en ese entonces una más de las hermanas, integrada totalmente a la vida monacal. Su cuerpo le avisaba de las horas, y se despertaba antes de que la campanilla de la hermana Elvira sonara frente a la puerta de su celda.  La abertura de la cerca continuaba en su lugar, pero era ya otro campesino el que sabía utilizarla y otras las adeptas a las visitas nocturnas. Y Sofía ya conocía el significado de los ahogados gemidos nocturnos.

En los primeros días de un invierno que se anunciaba cruel y despiadado, un terrateniente depositó a su hija al cuidado de las monjas. Al parecer, la joven, llamada Leonor, había sido comprometida con cierto señor influyente, bastante mayor, que había muerto por causa de la peste antes de que pudieran desposarse. El señor deseaba que pasara ahí un tiempo, mientras emprendía un viaje para encontrar a un nuevo candidato.

Por ser una de las hermanas más jóvenes, Sofía fue designada para acompañar a Leonor, enseñarle las reglas de la vida conventual, ayudarla con su vestimenta… en fin, para hacer las veces de doncella.

“Leonor ha llegado al convento en un día frío y gris. Me he fijado en la delicadeza de su persona y me ha invadido una especie de ternura. Parecía un indefenso pajarillo y su padre el carcelero. Cuando él se hubo alejado, la hija pareció recobrar algo de brillo, aunque se veía claramente que el convento no era un lugar de su agrado.”

Al leer esto, mi mente comenzó a divagar. Lejos en el tiempo. Cinco años atrás. Cuando ella y yo nos conocimos.

Al leer los escritos de Irina en su blog, me había cautivado su originalidad y frescura. Es tan difícil encontrar algo original y bien redactado entre tanta montaña de bitácoras personales… De todas maneras, mucho de su lengua materna y de su Rusia se colaba en sus textos. Sentí el impulso irrefrenable de escribirle, algo que nunca había hecho. Algo me había impulsado a ello, sin saber bien de qué se trataba. Me respondió unos días después, cuando yo ya me había olvidado de esperar contestación. Su correo electrónico resultó ser tan fresco como su blog. Me mandó información acerca de Vysotsky, un cantante ruso, del que yo quería saber algo más. También me dijo que ella tenía algunos discos en su casa, Y que si quería podíamos quedar para que los viera o podía grabarlos para mí.

En esa época, yo estaba pasando por una etapa de soledad autoimpuesta. Después de un par de caídas estrepitosas y varios tropiezos entre medio, necesitaba de un retiro para curar mis heridas. Quería ser cautelosa con las mujeres que se presentaran en mi vida, fueran heterosexuales o no. Ya había sufrido demasiado. Por esa razón, le dije a Irina que, por razones de trabajo, estaba viajando constantemente  y se me haría imposible reunirme con ella, al menos  por un tiempo.  Pero no pude dejar de escribirle. Y ella comenzó a contestar mis correos con mayor celeridad. Ya no pasaban varios días, como la primera vez. Le escribía por la mañana temprano y para el mediodía, ya tenía en mi casilla un mensaje sin leer. Hablábamos de todo, aunque nada demasiado personal. Quizás ella también estuviese siendo cuidadosa, yo no lo sabía en ese momento, ni quería inferir nada.

Me encontré a mi misma anhelando saber de ella. Sus cartas me hacían feliz. Sus palabras tenían la virtud de arrancarme sonrisas que pensé perdidas. Me encontré suspirando por alguien a quien no conocía. Ni siquiera habíamos intercambiado fotos. La prudencia encarnada. Y fue entonces que tomé una de las decisiones más valientes de mi vida: no iba a interponer mi lógica al enamoramiento que estaba presintiendo. Pero sin prisas. Al fin y al cabo, no sabía si ella sentía lo mismo. Quizás su interés era producto del ser extranjera, estar lejos de su familia, con la necesidad de entablar amistades y lazos en el nuevo país que acababa de cobijarla.

El pasaje de los correos al chat fue casi imperceptible, como imperceptible fue el paso del tiempo esa primera vez que charlamos, sin las demoras del mail. Nos encontramos por casualidad a la hora de cenar. Me había preparado algunos quesos, pan, galletas, vino. No tenía ganas de cocinar. Había sido un día arrollador en el trabajo, primero fue cubrir la conferencia de prensa que los catedráticos de un simposio de arqueología habían ofrecido y luego la bendita reunión de personal. Tenía mi laptop frente a mí. Comía mientras navegaba en internet, en búsquedas que me llevaban de un lado a otro sin demasiado sentido. Una ventana de notificación y un sonido me sacaron de la hipnosis. Alguien solicitaba ser aceptado como contacto. Era Irina. Acepté. Y me quedé mirando la pantalla fijamente, tratando de descifrar los posibles significados de su solicitud y de mi prontísima, celerísima aceptación. Una pestaña parpadeante de color azul en mi barra de tareas interrumpió mis cavilaciones.

—Hola, soy Irina. Disculpa si te ha molestado el haberte agregado sin consultar antes. Espero que estés bien— escribía con corrección.

Esa fue su primera línea. Bebí la mitad de la copa de vino antes de embarcarme en las sinuosidades de la virtualidad. Le contesté que no me molestaba en absoluto, que seguramente disfrutaría de su charla tanto como disfrutaba de sus correos. Y así nos enredamos en una conversación fascinante, comenzando por cosas triviales como el segurísimo tópico del estado del tiempo, hasta que llegamos a terrenos mucho más personales. Me contó de su vida en Rusia, de la lucha de sus padres, ambos catedráticos de mente abierta que nunca contaron con la total simpatía de sus politizados colegas y superiores y de su lucha personal por alcanzar sus sueños. Yo le conté de mi vida, de mi familia y mi trabajo. Evité hablar de desengaños amorosos e inclinaciones, ya que ella tampoco había sido explícita en ese sentido.

Irina tenía un sentido del humor único.  Me desarmaba. En un momento de lucidez, me fijo en la hora. Eran las tres de la mañana, y habíamos estado conversando desde las nueve de la noche. No lo podía creer. La verdad, todas esas horas se habían sentido como escasos minutos. Selo hice notar y ella también se sorprendió. Comenzamos a despedirnos, yo tenía que trabajar muy temprano y ella debía asistir a clases.

—Hacía mucho tiempo que no me sentía tan cómoda hablando con alguien—me había dicho justo antes de desconectarse.

Me quedé unos minutos más sentada frente a la pantalla. No quería perder esa sensación de calidez profunda que me había invadido. Trataba de acordarme de si alguna vez había conectado tan rápidamente con alguien. Y no, llegué a la conclusión de que no. Soy una persona a la que le cuesta muchísimo sociabilizar. Fue por eso que me dediqué a estudiar periodismo al terminar mi carrera de historia. Demasiados libros y poca gente, y así se me iba pasando la vida. El periodismo me obligó a esforzarme, a salir de mi misma, a hablar con otras personas.

Esa noche soñé con Irina. Una incorpórea Irina. En mi sueño era solo una presencia etérea. Pero sabía que estaba ahí. Esa mujer, de la que aún desconocía el aspecto, se me estaba metiendo en el corazón impunemente.

Durante varios días, cada uno de mis momentos libres los pasé frente a mi laptop. A veces ella ya estaba esperándome. Otras veces tuve que esperar yo. En cierta ocasión, se escapó de mis dedos el mencionar a mi pareja. Irina, estudiosa del lenguaje, había notado que en mi país,generalmente, las personas heterosexuales dicen “mi novio” o “mi novia”, a diferencia de las personas homosexuales, que hablan de “pareja” Me preguntó y fui sincera. Ella correspondió sincerándose conmigo también. Una de las razones por las cuales había decidido abandonar Rusia fue la homofobia reinante. Ella y su novia no encontraban cabida en el ámbito académico en el que necesitaban desarrollarse profesionalmente, además de haber recibido algunos sustos por la calle, amén del desdén de la mayor parte de los vecinos del edificio donde alquilaban un pequeño departamento.Fueron los mismos padres de Irina los que la instaron a ver el mundo, a conocer otra realidad que la aceptara. En el último momento, su novia decidió no acompañarla. Eso le había roto el corazón, pero se había subido al avión sin mirar hacia atrás.

Ahora entendía su cautela. Y ella la mía. Me sentí un gigantesco cliché ambulante cuando le conté que mi novia me había adornado la frente con unos apéndices que, más que cuernos, parecían las torres Petronas. Y como cuenta la leyenda, yo había sido la última en enterarme.  Lo malo de eso era que yo la quería sinceramente y nunca la había engañado. No se me daba eso de “comer fuera de casa”. Luego de eso, siguiendo el consejo de Miguel, había intentado lo de los encuentros casuales, pero no había funcionado. Simplemente, no estaba hecha para eso. Y no podía decir que me habían faltado oportunidades. Esto no se lo había dicho a Irina, pero mi persona no pasaba desapercibida, para hombres o mujeres. Buenas curvas, cabello negro, ojos verde oliva y piel suavemente bronceada.

Ese día, Irina me envió algunas fotos suyas. Me quedé sin aliento al verlas. Era preciosa. Dentro del cuadro de la imagen se veía la Plaza Roja y ella en el medio, sonriendo. Pelo castaño claro, largas, interminables piernas… Por el tamaño de la foto no pude distinguir el color de sus ojos, pero sí me di cuenta de lo penetrante de su mirada. Y unas caderas capaces de detener el tráfico y causar ciclones a punta de suspiros de los observadores. De todas formas, no era yo, ni soy,  persona de dejarse obnubilar por el aspecto físico. La inteligencia de una mujer es lo que finalmente me enamora y me seduce. Y a Irina le sobraba inteligencia.

Para corresponder a su gentileza, busqué alguna de mis fotos y se la mandé. Era una que me había tomado haciendo el único deporte que me atraía, el senderismo. Estaba en el medio de la nada, parada en un hilo de agua, rodeada por rocas y las paredes de las montañas.

Al despedirnos ese día, no pude evitar decirle:

—Irina…¿sigue disponible tu oferta de prestarme los discos de Vysotsky?— no había utilizado la voz para preguntar, pero lo mismo se me hizo un nudo en la garganta.

—No sé si te los prestaré— se me vino el mundo encima al leer esto. Pero el programa me indicaba que ella seguía escribiendo—Pero sí me gustaría escucharlos contigo— agregó.

—Me encantaría— me temblaban las manos al tipear la respuesta. Iba a conocerla.

—¿Te parece bien el sábado?

—Sí, por supuesto. El sábado entonces.

—Te envío mi dirección a tu correo, así no la pierdes— le había contado de mi despiste crónico.

—Perfecto. Que descanses Irina.

—Que descanses Sofía.

Me desconecté del chat, sabiendo que la ansiedad no iba a dejarme tranquila. Y recién terminaba el día jueves.


El viernes trabajé todo el día, varias entrevistas para el artículo que tenía entre manos y también pasé unas cuantas horas en la editorial. Necesitaba calmar mis nervios. Irina había viajado a un pueblito cercano, pasaría allí la noche. Estaba realizando un trabajo de campo en una investigación de lingüística. Por un lado agradecía no tener que hablar con ella porque no sabría bien qué decirle. Y por el otro…la extrañaba. Me atreví a reconocerlo. Extrañaba a una completa desconocida. Pero era ella, era Irina. No me era desconocida. Necesitaba verla para responder el interrogante que me estaba planteando a mi misma desde hacía días.

Regresé a casa por la tarde. Ya no tenía trabajo por hacer y quedarme en la oficina era inútil. Mientras volvía en taxi, ensimismada en mis cavilaciones, recibí una llamada de Miguel. Insistió en que saliéramos para tomarnos un trago y charlar. Me resistí al principio, sabiendo que, utilizando sus artimañas  (y sus plumas) me torturaría hasta exprimir  la última confesión. Y no estaba segura de querer confesar nada aún. Me daba miedo lo que podía salir de mi boca. Tuve que ceder, Miguel no es la clase de persona que se conforma con un no como respuesta.

Me di una ducha rápida y salí a encontrarme con mi amigo. Habíamos quedado en encontrarnos en el bar de moda del momento, con decoración y ambiente retro. Extremadamente gay. En fin, había dejado que eligiera Miguel. Por supuesto, yo llegué a tiempo y me tocó esperar. En ese aspecto, como en muchos otros, Miguel era toda una señorita. Cuando arribó al lugar, lo hizo a lo grande. Saludó a todo el mundo, a algunos más cariñosamente que a otros.  Típico de Miguel.

—¡Hola cariño!— me dijo cuando estuvo a unos metros de mi. Yo moví la mano en señal de saludo.

—Tienes una expresión…rara— me miró incisivamente. Maldito Miguel. Siempre tan certero.

—Vaya…¡linda forma de saludar! Esperarás al menos a que me haya tomado una copa de vino antes de comenzar tu interrogatorio— no tenía sentido negar que algo me estaba sucediendo.

Me bebí lentamente mi copa de Merlot, mientras Miguel mordisqueaba el apio de su Bloody Mary. Hablamos de nimiedades. Cuando hube apurado el último sorbo, comenzó lo que tanto temía.

—Bueno, querida. Ya no hay más vino ni excusas. Dispara ya.

Respiré hondo y me metí de lleno en el relato de mi historia hasta ese momento.

—Eso es lo que ha pasado hasta ahora. Y mañana tengo que verla y, francamente, estoy muerta de miedo— cerré mi narración sincerándome del todo.

—¿A qué le temes?— Miguel y sus preguntas…Demasiado certero para mi gusto.

—A todo Miguel. Y a nada en particular. No quiero ponerle nombre a lo que siento. Creo que si lo hago, y luego las cosas no resultan, me hará más daño.

—Con ese cuerpo que la Naturaleza te ha dado, podrías ser una zorra y disfrutarlo. Pero no. Tú tienes que ser una romántica perdida.

—No todos podemos ser como tú— los dos nos reímos. Mi amigo no volvió a tocar el asunto y pasamos un rato agradable en el bar.

Volví a casa un par de horas después, con más calma.  Quizás, con más resignación. El tiempo, sea lo que sea el tiempo, o mi concepción del tiempo en ese momento, me llevaba como la marea hasta el encuentro con Irina. Me dormí pensando en ella, como todas las noches desde hacía semanas.


Comencé el sábado con más calma de la esperada. Salí a correr, como era mi costumbre, por el sendero del parque. Mis zapatillas, apropiadas para esquivar el barro y las piedras, hacían retumbar mis pasos entre la soledad de los árboles altos y el silencio matinal. Cuando me sentí fatigada, volví al loft. Una ducha caliente me reconfortó, de a poco se fueron relajando mis músculos. Desayuné leyendo las noticias en páginas de internet. Abrí mi correo electrónico. Ahí estaba el mensaje de Irina, con las indicaciones para llegar a su departamento. Se ubicaba algo alejado pero no era difícil llegar. Por prudencia, anoté la dirección en mi teléfono celular, junto a algunas referencias de calles y plazas. Era imposible saber hasta qué punto los nervios podrían traicionarme en el momento de emprender el camino.

El día transcurrió sin prisas. Había decidido dejar que los acontecimientos se deslizaran naturalmente. Un par de horas antes del pautado encuentro con Irina, volví a ducharme y elegí la ropa que me pondría. Me decidí por unos pantalone rectos de tiro bajo, azules, zapatillas del estilo urbano, una camisa de cuadros y un sweater. Decidí ir caminando, aún me quedaba más de una hora y la espera no me estaba sentando bien.

Iba mirando distraidamente una parte de la ciudad que no conocía mucho, una zona donde había edificios donde alquilaban muchos estudiantes, ya que estaba cercano al complejo de facultades de la Universidad. Llegué a la dirección de Irina demasiado temprano. Miré la hora en mi teléfono, aún faltaban quince minutos. Yo creí que había caminado lentamente, pero me había traicionado la ansiedad. Por no cometer la descortesía de llegar antes del horario acordado, dí varias vueltas a la manzana, observando con curiosidad el barrio. Ante cada pequeño negocio pensaba: “Aquí debe comprar el pan Irina” “Aquí las verduras”…

Finalmente, la hora llegó y me tembló el dedo al tocar el portero eléctrico del 6ºC. Me respondió una voz deformada por el mal sistema de comunicación, pero con un inconfundible acento ruso.

—Sube. Empuja fuerte que la puerta es muy dura— escuché una especie de chicharra que indicaba que se había corrido el cerrojo de la puerta de entrada al edificio.

El viaje en ascensor fue un parpadeo. Recorrí un pasillo, el 6ºC era el último apartamento, el más alejado del ascensor. Decidida, hice sonar el timbre. Ya no había lugar para cavilaciones. La puerta se abrió, solo un poco, lo necesario para que Irina asomara la cabeza y hablara tan rápido que me dejó sorprendida.

—Hola—sonreía— Por favor, pasa. Aún no me he terminado de vestir, se me ha hecho un poco tarde. Entra y cierra la puerta, ponte cómoda, mientras yo termino— la cabeza desapareció, siguiendo al resto del cuerpo.

Entré, algo asombrada. Seguramente había corrido hasta la habitación para terminar de arreglarse.

El lugar era pequeño, una cocina separada de la sala por una pared baja, la sala propiamente dicha, una puerta que supuse era la del baño y otra puerta, que era la habitación. Había una ventana enorme, con un balconcito atestado de macetas, con plantas aromáticas, flores y también unos tomates y pimientos.

Lo que más llamó a mi atención fue la cantidad de libros.Una biblioteca repleta. Los había tembién regados por el piso, en pilas que parecía imposible que se mantuviesen en equilibrio. Títulos en ruso, pero también en español, inglés, francés, portugués.

—¿Te gusta leer?— una voz a mis espaldas me sobresaltó. Estaba tan distraída mirando los libros, que no la había escuchado acercarse.

—Eh…si, me gusta mucho. Parece que a ti también—

—Perdona, que falta de cortesía. No nos hemos saludado como corresponde. Soy Irina—me tendió la mano.

—Hola Irina, soy Sofía— estreché con mi mano la que ella me extendía. Una mano de dedos largos y sutiles, pero firmes. Su piel era tibia y recuerdo que ese primer contacto me había hecho estremecer.

—¿Has encontrado el lugar sin problemas?

—Sí, con tus indicaciones, llegué sin problemas.

—Mejor así…ven, siéntate y deja que te sirva un café. ¿O prefieres un té?

—Lo que tomes tú para mi está bien— dije, pero rogando que fuese té. No quería ponerme más inquieta de lo que ya estaba, y el café tenía, y tiene, un efecto demasiado energizante en mi.

—Está bien, me esperas mientra pongo agua a calentar.

Se alejó unos pasos hasta la cocina. Pude observarla con traquilidad. Tenía el cabello mojado, recién salía de la ducha. Se había puesto unos jeans de los clásicos y una remera blanca, de algodón, entallada y de escote en forma de V. Tenía quizás algo más de peso que en la foto que me había mandado, lo que le sentaba extremadamente bien. Se movía en la estrecha cocina como pez en el agua. En cinco minutos, sus brazos larguísimos y hábiles, habían puesto agua a  calentar, buscado el pote del café, tazas, cucharas, la azucarera, un plato con galletas… Creo que sintió mi mirada insistente sobre su espalda, ya que se dio vuelta y me sonrió.

—Ya termino, no te dejaré sola con el riesgo de ser aplastada por una avalancha de libros—me volvió a sonreír, y su sonrisa era mágica.Traté de responderle con el mismo gesto, pero creo que la expresión de mi cara debe haber sido muy tonta, como la de un cachorro cuando mira algo que no comprende del todo.

Finalmente, vino a sentarse a mi lado en el sofá. Traía una bandeja con todo lo necesario y la colocó sobre la mesa ratona. Tuve que ayudarla quitando de encima los libros que había. El aroma ya había delatado que la infusión era café. Y bien cargado que estaba.

—¿Qué tal tu viaje?— le pregunté, para iniciar un tema de conversación.

—Ah, me ha ido muy bien— su acento hacía que el español sonara muy cantado y apacible —Tengo varias horas de grabaciones para analizar luego.

—Me alegro, debe ser una experiencia muy interesante el estudiar el lenguaje.

—Claro, claro que sí. El lenguaje es como un ser vivo, cambiante, tiene un comportamiento, un corazón, un alma. Es verdaderamente fascinante el saber cómo funciona ese organismo— hablaba cada vez más apasionadamente.

—Veo que realmente amas lo que haces— no podía dejar de mirar sus ojos.Por fin podía distinguir su color verde esmeralda, que en la foto que me había enviado no quería mostrarse.

—Sí, realmente me gusta lo que hago…pero no dejes que me ponga a hablar de ello, porque puedo estar horas así.

—Yo podría estar horas escuchándote— las palabras salieron de mi boca antes de que pudiera detenerlas. Me moví en el sofá, un poco incómoda y quizás sonrojada.

Irina no se dio por aludida. Se levantó, con su taza en la mano, y comenzó a recorrer la sala, mirando los estantes, buscando algo. Cuando lo encontró, sonrió como una niña. Creo que hubiese dado palmas, a no ser por el café que podía derramarse.

—Mira, ¡aquí está!— me dijo con entusiasmo.

—¿Qué cosa?—le dije, sin entender, mirando el objeto que levantaba en su mano.

—No me digas que ya te has olvidado…— me reprochó, en tono de broma.

Irina me perdía. No hubiera podido contestar que día de la semana era, ni siquiera si mi vida dependiese de ello. Tuve que hacer un esfuerzo.

—¡Vysotsky!— casi grité, como quien dice ¡Eureka!

—Claro, habíamos quedado en que te prestaría mis discos— Irina se dirigió  a un equipo de música e introdujo un cassette. La música comenzó a sonar, no tenía demasiada fidelidad.

—¿Sabes?— me preguntó Irina—Vysotsky no grabó más que un par de discos mientras vivía. Su música se pasaba de boca en boca o en grabaciones caseras. Este cassette era de mis padres, que lo copiaron varias veces para no perderlo. Él decía que se consideraba más poeta y actor que cantante. Luego de su muerte, se hicieron recopilaciones y aún hoy se siguen editando discos.

Mientras hablaba sus ojos se oscurecieron, con nostalgia. Me dieron ganas de abrazarla. No quería que Irina sufriese. Creo que me sobresalté ante ese pensamiento y descubrimiento. Ella notó mi inquietud; sacudió su cabeza como para despejarla de pensamientos y volvió a sentarse a mi lado. Su perfume era riquísimo, una mezcla de miel y alguna hierba que no pude distinguir en ese momento. Sus piernas, casi tan largas como el Volga,  se acomodaron sobre el sofá, quedando muy cerca de mí y no pude evitar el recorrerlas con la mirada, tratando de disimular.

—Escucha—una canción había terminado y comenzaba otra—Ésta es la canción de la película que mencionaste, Noches Blancas. Mikhail Baryshnikov era admirador de Vysotsky.

—Me gustaría poder hablar ruso para entender la letra…

—Bueno, pero mientras tú aprendes ruso, me tienes a mí—en ese momento su mirada de complicidad me resultó sugestiva y me invadió una calidez reconfortante, calidez que jamás volvería a abandonarme (hasta ahora)

Comenzó a traducir la canción, en una voz baja que se mezclaba sutilmente con la del cantante. Pude imaginarme el paisaje del campo ruso, las montañas, el desfiladero peligroso por donde se movía la carreta del protagonista, la dicotomía presente en su azuzar a los caballos y en pedirles que no fueran tan veloces, porque veía cercana a la muerte…Y la voz de Vysotsky, que se elevaba cada vez más, en su estilo de cantar, no eran gritos, pero su voz provenía de las entrañas mismas, no de él, si no de la tierra, de las injusticias… Estaba embobada mirando a Irina, escuchando.

Cuando la canción terminó, apenas me di cuenta, seguía perdida en su mirada, en su piel, en el mismo desfiladero ruso en el que el carretero había estado, presintiendo que las curvas de Irina serían mi perdición.

—¿Has encontrado lo que has venido a buscar, entonces?—Irina había sonado amable, pero en ese momento me pregunté si su interrogante no tendría un doble significado.

—Creo que sí, he encontrado lo que vine a buscar— la miré intensamente. Ella sostuvo mi mirada.

Pasamos así unos segundos interminables. No sabía qué decir. Finalmente desvié la mirada.

—Si quieres te puedo grabar los cd’s— dijo Irina, mientras se levantaba e iba a la cocina a calentar más agua.

—Me encantaría— la seguí con la mirada. El hecho de que se alejara me daba lugar para respirar, para pensar. Cuando la tenía cerca era como si mi voluntad no fuera mía.

—Me pones nerviosa mirándome así…—la voz de Irina, lo que había dicho, me hizo dar un respingo en mi asiento.

—Lo…siento…yo no quise incomodarte— fue lo único que se me ocurrió decir.

—No me incomoda— volvió al sofá, caminando lentamente— Me preocupa

—¿Te preocupa? ¿Y porqué?— nos adentrábamo por un camino que no tenía retorno.

—Pues…porque no quiero enamorarme de ti— demasiada honestidad de su parte, toda en una misma dosis que aplicó sin anestesia.

Al decir esto, pasó por su carita una sombra. Siempre he sido bastante cobarde, pero en ese momento no lo fui. Tomé cuidadosamente una de sus manos, que reposaba sobra el sillón, al costado de su cuerpo.

—Yo no quiero hacerte daño Irina—traté de buscar su mirada, en vano.

—Lo harás, es inevitable— me respondió, con seguridad.

Irina tenía razón. No podemos evitar hacer mal, aún a  la persona que más amamos. En especial a la persona que más amamos.

—Es verdad. Pero nunca lo haría adrede—me miró cuando dije esto.

Pasó entonces la cosa más extraordinaria. Esa mujer tan mujer, tan hermosa, se acurrucó entre mis brazos, apoyando su cabeza en mi hombro.

No dijimos una palabra más.  Mi corazón había sobrepasado la velocidad límite. Tenerla entre mis brazos, así, tan de repente, tan frágil, era una sensación inexplicable. Así permanecimos hasta el final del lado del cassette.

Se hizo un silencio. La escuchaba respirar muy regularmente, y pensé que se había dormido. Con cuidado aparté un poco el cabello del costado de su rostro para poder verla. Estaba bien despierta. Me miró seriamente, suspiró, apoyó sus manos en mis mejillas y me dio el beso más tierno que una puede desear. Otra vez me invadió esa oleada de ternura que era algo así como la firma registrada de mi rusita.

El primer beso fue corto, pero intenso. Se separó un poco de mí, para poder apreciar mi reacción. No pude ni quise decir nada. Esta vez fui yo la que se le acercó para besarla. Atrapé su labio inferior entre los míos, saboreando su piel, su aroma, el aire caliente que salía de su nariz y chocaba contra mi piel. Enredé mis dedos entre sus cabellos, acariciando la suave pelusilla de su nuca. Era como estar dentro de un sueño, cuando una sabe que está soñando y sin embargo parece todo muy real, y no desea despertar.