Amores prohibidos III
El convento no es todo lo conventual que debería ser...
Mientras rebanaba y picaba y lagrimeaba lastimeramente por la cebolla y por la ausencia de mi Ira (diminutivo de su nombre), me encontré recitando el poema de Oliverio Girondo que tanto le gustaba.
Amor indeformable…
Habiendo concluido mi investigación, ya no tenía sentido quedarme más tiempo en el pueblito, así que decidí regresar a casa. Me despedí de quienes me habían ayudado, incluso de mi guardaespaldas, el enorme ovejero. Para ser honesta conmigo misma, tuve que aceptar que tenía la esperanza de que Irina me estuviese esperando y por eso mi ansiedad de volver. Abrí la puerta del espacioso loft que había compartido durante cuatro años con mi rusita. Estaba tan vacío de ella que hasta mis pensamientos volvían a mí en un eco burlón. El lugar había sido construido reciclando un antiguo taller. El arquitecto había mantenido en algunos tramos los ladrillos a la vista y algunas de las enormes y gruesas vigas del techo también visibles. Se había preocupado de seguir mis instrucciones. Mi creciente claustrofobia me había impulsado a pedirle que delimitara los ambientes con desniveles y no con paredes y así lo había hecho, rigurosamente. La sala de estar ocupaba la parte más baja, a la que se accedía bajando cuatro escalones. El lugar estaba lleno de almohadones y alfombras, listos para recibir visitas y bridar comodidad y relajación.
La cocina se encontraba al fondo del lugar, enmarcada por alacenas y una barra que usábamos como desayunador. Un gran ventanal daba al patio, donde podían verse decenas de plantas en sus macetas suspendidas desde el techo de la galería exterior.
La habitación, mejor dicho, el lugar donde estaba la cama, era la parte más alta del loft. Consistía en una plataforma de madera, sostenida por columnas del mismo material. Uno de sus lados daba a una pared con otro gran ventanal y una maravillosa vista a la colina. Otro de sus lados estaba ocupado por un gran armario, que compartíamos. Los lados restantes estaban rodeados por cortinas que pendían del techo y que podían cerrarse y abrirse a través de un mecanismo sencillo y rodeando la plataforma había un barandal. Irina y yo habíamos elegido una cama turca queen size, sencilla y cómoda. Se accedía a la plataforma—habitación por una cómoda escalera, también de madera.
Nuestro rincón favorito de la casa, un capricho que tuve y que después Irina contribuyó a desarrollar, era la biblioteca. Aprovechando una esquina del loft, había cerrado un espacio generoso, con dos bibliotecas bastante altas que formaban con el ángulo de la pared una especie de cubo. El espacio para ingresar era del tamaño de una puerta común y corriente. Había instalado en el techo un tragaluz para aprovechar al máximo la luz natural. El piso estaba alfombrado. Irina le agregó unos cómodos sillones para leer, un par de cálidas lámparas y un antiguo escritorio con secreter. Y por supuesto, debimos poner muchos estantes en la pared para albergar todos sus libros, que eran más numerosos que los míos. Era un lugar íntimo, pero a su vez lo suficientemente abierto para que yo no me sintiera ahogada.
El baño también era amplio, con una gran bañera con hidromasaje. El agua caliente provenía de un sistema de calefacción solar que habíamos instalado en el techo. La privacidad de ese cuarto se había conseguido rodeándolo con paneles de vidrio translúcido.
Si bien estaba lleno de comodidades, el lugar no significó nada para mí hasta que Irina no hizo de él un hogar, un lugar adonde desear volver cada día. Pero ahora me daba cuenta de que el hogar era ella. Mi hogar. Yo habitaba en Irina y ella en mí. Y no había sabido cuidarla. Con mis miedos y manías había logrado espantarla. Me había acusado de indiferente y quizás con razón. Pero ella nunca me había sido indiferente. Solo había fallado en hacérselo saber.
Dejé mi equipaje en cualquier parte, necesitaba con urgencia un té aromático y relajarme. Elegí un darjeeling con jazmín. En cuanto la infusión estuvo lista, me dirigí a la sala de estar y me recosté en uno de los puffs. El relleno crujió alegremente bajo mi peso, hasta que se amoldó y solo rechinaba cuando realizaba algún movimiento. Antes de dar el primer sorbo de mi taza pensé: Nasdrovia, Irina… Y las palabras se alargaban en mi boca mientras el líquido perfumado bajaba por mi garganta, reconfortándome.
Quise llamarla, pero intuí que no iba a atenderme. Le escribí un mensaje de texto: “Te respiro, te siento. Estás aquí conmigo, aunque te hayas ido. No hay distancia posible Irina. Te amo. S.”
Cansada por el viaje, me quedé dormida durante una hora. Cuando desperté, apenas tenía tiempo para una ducha rápida e ir a la veterinaria a buscar a Tolstoi. Tolstoi era nuestro perro, un precioso y energético border collie. Había estado en una guardería por primera vez, mientras estuve fuera. Sentí mucho remordimiento al dejarlo ahí. Irina y yo siempre viajábamos con él, inclusive nuestras vacaciones giraban alrededor de lugares y hoteles que permitieran la tenencia de mascotas.
Cuando volvía caminando de la guardería de mascotas, recibí una llamada. Mi corazón dio varios vuelcos mientras me las arreglaba para atender, cambiando de mano la correa de Tolstoi y haciendo malabarismos para alcanzar el teléfono que estaba en el bolsillo de mi mochila. Pero no era ella.
—Hola Jullien
—Hola querida ¿dónde estás? He tratado de comunicarme contigo por horas— se lo notaba algo fastidiado, su acento francés y su aire de diva contrariada me dibujaron una sonrisa después de la decepción de haber escuchado su voz y no la de Irina.
—Lo siento Jullien, estaba volviendo a casa, probablemente no tenía buena recepción desde el tren. Dime, ¿has averiguado algo más acerca de mi manuscrito?
—Claro que sí, estás hablando con un profesional… ¿Podrías venir a casa?
—Sí, por supuesto…tengo que dejar al perro en casa y voy para allá…—comencé a decirle, pero me interrumpió.
—Tráelo, no hay problema, vente rápido. Te envío la dirección en un mensaje de texto con indicaciones de cómo llegar.
—Ok Jullien, en un rato estoy ahí.
La casa de Jullien no estaba lejos, pero sin explicaciones hubiera sido difícil llegar, ya que se encontraba sobre un paseo escondido y que no ocupaba más que unos cientos de metros, una de esas callecitas internas que sirven para confundir a los incautos y a los distraídos como yo.
Jullien no tenía el aspecto del típico amante de Miguel, el amigo curador que me lo había recomendado. De inmediato supe que entre ellos había habido algo más que un “one night stand” Por empezar, no era un jovencito. Tenía casi la misma edad de mi amigo, alrededor de 40 años (el último amante que le había conocido a Miguel tenía apenas 25 años) En cuanto lo vi, hice una nota mental para recordar preguntarle a Miguel que había sucedido entre ellos. Me había entrado el síndrome de Cupido.
—Hola querida— me saludó cordialmente, mientras tomaba la correa de Tolstoi de mi mano y me invitaba a entrar con un gesto.
—Hola Jullien, un gusto conocerte en persona finalmente— respondí, caminando tras de él por un pasillo que conducía a un estudio lleno de antigüedades y una gran mesa con varios microscopios, pinceles y demás enseres que seguramente utilizaba para su trabajo.
—Ven, llevemos a tu perro al patio trasero. No te preocupes, que está bien cercado y no podrá escaparse. Además, creo que encontrará compañía agradable— mientras hablaba, ya habíamos llegado a la parte trasera de la casa, y abriendo una puerta ventana, soltó a Tolstoi, quien inmediatamente comenzó a retozar con una hembra preciosa, de su misma raza.
—Esa es mi Gretchen— explicó Jullien—Hacen buena pareja.
Era un placer verlos. Irina hubiera disfrutado del cuadro. Siempre había querido que Tolstoi encontrara una novia y tuviera cachorros.
—Ven, volvamos al estudio— Jullien me sacó de mi ensoñación.
—Te sigo.
Hablamos un largo rato en su estudio. Básicamente me dijo que el manuscrito era auténtico. Me mostró las fibras del papel bajo el microscopio y me dio una serie de explicaciones técnicas que no vienen al caso. También me habló de los componentes de la tinta, que había mandado a analizar a un laboratorio de confianza con el que solía trabajar. Me entregó unos documentos en los que constaban todos los detalles de los análisis del manuscrito y su sello y firma como experto. Quise pagar por su trabajo, pero rehusó.
—No, no. No necesito el dinero y fue divertido leer el manuscrito. Creo que vas a sorprenderte. Además, para los amigas de Miguel, hay trato preferencial.
—Muchísimas gracias Jullien. Te voy a compensar con una cena, un día de éstos ¿te parece?
—Claro que sí, la buena compañía siempre se agradece— hizo una pausa— ¿Y…has visto a Miguel últimamente? ¿Cómo está?
—Creo que bien, hace unas semanas que no nos vemos, pero está bien, trabajando muchísimo con una nueva muestra del museo— no dije nada sobre sus numerosos amantes, intuí que no era eso lo que Jullien quería escuchar. Pensé en invitar también a Miguel a la cena…si no podía arreglar mi vida amorosa, quizás podría ayudar a estos dos.
Regresé a casa con Tolstoi y mi manuscrito, ansiosa de sentarme cómodamente en la biblioteca a leer y leer sin parar. Antes de empeñarme en esa tarea, hice un pedido en el mercado donde solía comprar. La heladera estaba aún vacía. Al entrar, me fijé en el contestador automático, no lo había hecho antes. Una luz roja titilando me indicaba que había un mensaje pendiente. Sin esperanzas, presioné la serie de botones necesaria para la reproducción:
—Usted tiene dos mensajes nuevos— una voz automatizada e impersonal— Primer mensaje nuevo.
—Hola cariño, soy mamá… ¡qué tonta, seguro me conoces la voz…! En fin…solamente quería saber cómo estás, hace días que no me llamas… ¡Besitos!
—Segundo mensaje nuevo— nunca me había agradado ese sonido metálico
—Sofía…quería saber cómo estás…— sabía de sobra quién era la dueña de esa voz, que me amotinaba la sangre contra las paredes del corazón. Ese acento que tantas veces me había susurrado “te amo” al oído, el terciopelo de esa voz de contralto que tantas veces había acariciado mi piel, recitando poemas, intercalando palabras con besos— He recibido tus mensajes…ya hablaremos. Te…te llamaré después. Un beso.
¿Cómo podía pensar Irina que me era indiferente, si sólo el escucharla me dejaba paralizada y sin aliento? No sé cuántos minutos estuve ahí parada, con las piernas a punto de flaquear. El hocico frío de Tolstoi en el hueco de mi mano me despertó de mi ensoñación. Lo acaricié, debía tener hambre. Seguramente, una parte del temblor de mis piernas se debía a la falta de alimento. Mientras llenaba el plato de Tolstoi con alimento balanceado, sonó el timbre. Era el delivery del mercado, con mi pedido. Le di una buena propina al chico que lo había traído, así me aseguraba la prontitud de la entrega y la frescura de frutas y verduras.
Me dirigí a la cocina con varias bolsas llenas, acomodé los productos que necesitaban frío en la heladera y me dispuse a cocinar algo simple, pasta fresca con salsa de crema y espárragos salteados. Se me ocurrió utilizar el atril que estaba sobre la mesada. Lo había comprado Irina, para poder tener a mano el libro de cocina abierto en la receta que estuviera preparando. Coloqué cuidadosamente el librito negro, a salvo de salpicones de comida. Al principio, la lectura resultaba algo monótona. Las únicas lágrimas vertidas por mí en ese momento se debieron a la habitual tristeza que provoca el acero hiriendo las cebollas. Corte a corte y lágrima a lágrima me iba enterando de las distintas actividades de las monjas durante las horas benedictinas. Sofía, o mejor dicho, la Hermana Sofía, era detallista al extremo en sus descripciones y al parecer tenía muy buena memoria.
Ya había terminado de comer cuando mi lectura llegó al momento en que mi antepasado cumplía catorce años.
Voy a transcribir parte del texto, en español moderno, tratando de respetar lo más posible el estilo de redacción de Sofía.
“Cierto día, ya cercana las vísperas, me encontraba trabajando en la huerta. Ese año había abundante cantidad de insectos que se comían las lechugas tiernas y las más jóvenes éramos encargadas de evitar la plaga. Al levantar la mirada para secar el sudor que me corría por la frente, me fijo en la cerca que rodeaba la huerta y que parecía rota en una de sus partes. Cuando me acerqué a comprobar si era así, que por no perder gallinas por el hueco debía ser arreglada prontamente, me doy cuenta de que la abertura tenía que ser obra humana, ya que los delgados troncos estaban atados entre sí con una soga y podían moverse para los lados girando en un clavo que alguien había enterrado con mucha fuerza en la tabla que servía de apoyo para los troncos delgados…”
Las siguientes páginas me fascinaron. Aparentemente, la abertura era utilizada por un campesino, para fines “non sanctos” Sofía, joven pero de gran entendimiento, intuyó que la cerca rota era parte de acontecimientos extraordinarios. Pudo escabullirse, por la noche, de su celda (había pasado varias noches debilitando el mecanismo del cerrojo) para vigilar la misteriosa entrada. El fornido campesino no se hizo esperar. Sofía estaba escondida un poco más lejos, detrás de uno de los chiqueros, desde donde podía ver sin ser vista. Apenas el hombre entró al convento, ella lo siguió. Parecía que conocía de memoria el camino, ya que se dirigió directamente a la celda de la superiora de la orden. De lo que siguió, Sofía, con su corta edad, solo sacó en limpio sonidos sordos y llantos ahogados. Como ella misma lo cuenta, no fue sino hasta varios años después que pudo comprender lo que había sucedido esa noche, y seguramente, muchas noches más.
Pensé en Irina y en cuánto le hubiera gustado conocer esta historia. Su desprecio por la religión establecida estaba a la altura del mío. Con Irina presente, las risas irreverentes habrían llenado la casa. Me fui a dormir, con la sensación cada vez más encarnada de ser solo la mitad de mí misma.