Amores prohibidos II

La historia comienza lentamente a complicarse.

Antes de comenzar con el relato, voy a pedir a quienes califiquen el mismo, lo hagan y dejen un comentario, en especial a quienes otorgan bajas calificaciones. No se olviden que, si tienen una buena justificación, sirve al crecimiento de la escritora y de la historia. Por otra parte, si la temática no es de su agrado, pues entonces, a leer otro cuento. No creo que se deba calificar al gusto personal, sino más bien al criterio con el que se escribe un relato, el cuidado de la gramática y la sintaxis, la forma, etc. Y a todos los que siempre están ahí, comentando, esperando la próxima publicación, muchísimas gracias, como siempre.

Faltaba muy poco para poder comenzar a devanar una parte de la historia, quizás historia de mi familia. Me serví una copa de vino, lo necesitaba (la abuela había dejado una pequeña pero surtida bodega) El río de sedosos cabellos de color castaño claro de mis visiones me había perturbado más que la imagen persistente de la celda en tinieblas.


Envolví cuidadosamente el material que me había sido encomendado, y lo llevé a la oficina de correos, me dijeron que saldría en el tren de esa misma tarde. Pagué el envío y un extra por el seguro. Me sentía intranquila, le había pedido a Jullien que me llamara en cuanto el paquete estuviera en sus manos. No veía la hora de poder saber a ciencia cierta sobre la validez del mismo. Me había cuidado bien de no comenzar a leer, no quería crearme falsas expectativas. Sabía que había demasiados textos apócrifos, hechos con el afán de engañar y sacar provecho la mayor parte de las veces, y alguna que otra vez solo por diversión.

Volví a la casa, pero no podía estar encerrada, mis pies y pensamientos estaban inquietos. Tenía que salir a caminar, estirar las piernas, quitarme de la cabeza a Irina, cuyo recuerdo se colaba insistentemente entre cualquier resquicio de la realidad.

No sé como, pero llegué al pie de una de las colinas que rodean al pueblito. Si bien había ido muchas veces de niña, no tenía demasiados recuerdos acerca de la geografía del lugar. Me bastaba la casa de mi abuela y el enorme jardín, para mí era un enorme universo lleno de aventuras, siempre cerca de unos brazos amorosos y protectores. A la distancia, visualicé las ruinas del antiguo monasterio. Estaba enclavado en un pequeño valle, que se había formado entre dos elevaciones del terreno. Me sentí impulsada a llegar hasta el lugar. No quedaban más que los cimientos y algún que otro retazo de muro. Era increíble pensar que en otra época, en otro tiempo, ese lugar estaba lleno de vida, de hombres y mujeres dedicados a diversas labores, la más importante de ellas, la adoración a Dios.

No había llevado mi cámara fotográfica, pero los 12 megapixeles de mi móvil eran suficientes para retratar algunos de esos rincones solitarios. Me entretuve en mi tarea hasta que casi no hubo más luz natural que me permitiera continuar.

Emprendí el camino de regreso. Había estado tan concentrada que no me había dado cuenta de que la temperatura había bajado. Llegué a la casa aterida de frío, una buena excusa para volver a utilizar la bañera de cobre. Había juntado unos ramitos de romero en el jardín y los había hechado en el agua caliente. Me desnudé, aún tiritaba, y me metí en el agua. Una sensación de placer me invadió, recosté la cabeza en una toalla que había ubicado en el borde de la bañera. Cerré los ojos. El aroma que desprendía el romero me trajo a la mente a Irina. Irina siempre olía a romero. Cuando cocinaba, el cabello castaño recogido en un desprolijo rodete, con una camiseta vieja que no había logrado que tirara, solía abrazarla y hundir mi cara en su seno, solo para sentir la mezcla del romero con el olor de sus pechos. Amaba esa parte de su cuerpo. Aparte de ser perfectos, la fragancia que emanaba de ellos era como si se pudiera destilar la esencia de un arroyo tranquilo en primavera, de la dulzura, del amor. Con Irina, todo comenzaba con la ternura. Pensar en ella era como sentir el abrazo tibio del sol, que luego se convertía en un calor abrumador que debía ser sofocado en sus brazos, a riesgo de convertirse en un incendio avasallante y peligroso.

De repente comencé a sentir entre mis piernas una humedad diferente a la del agua, resbaladiza y palpitante. No pude resistir la tentación de comprobar con mis manos lo que mis otros sentidos me estaban advirtiendo. Me estremecí de placer al primer contacto. Como siempre, era Irina quien provocaba en mí los más profundos disturbios sensuales, sexuales, eróticos… Cerré los ojos y me entregué al placer, ese placer tan particular que se logra solo en solitario, entre desamparado y violento, que a veces alivia el insomnio y a veces lo provoca.

En este caso, el sueño me invadió, afortunadamente. La ansiedad por saber los resultados de las pericias sobre el manuscrito me estaba carcomiendo y la descaga de energía me había servido como tranquilizante. Dormí profundamente, sin sueños. Ese tipo de descanso era extraño para mí, desde hacia un tiempo. Mis noches eran invadidas por angustiantes imágenes.


Me desperté con el sonido de mi teléfono, era una llamada. Apenas pude reaccionar para atender la llamada justo antes de que mi interlocutor cortara. Era Jullien…por un momento pensé que podía ser ella, pero no. Irina podía ser implacable cuando quería. De todas maneras eran buenas noticias. Había recibido el paquete muy temprano (¿muy temprano? ¿Entonces qué hora era? Miré mi reloj. Las 11:30.Sí que había dormido) A priori el documento le parecía auténtico. Había escaneado las primeras páginas para que yo pudiera leerlas, sabía de mi urgencia por conocer el contenido, y me las había enviado a mi correo electrónico. También me dijo que debía seguir estudiándolo y realizar algunas pruebas químicas sobre el papel y la tinta, consistencia de la escritura, etc. Le agradecí su diligencia, y me apresuré a buscar mi notebook para poder consultar el correo.

Bajé las imágenes de los escaneos y las copié a un pendrive, mientras preparaba un café en la cocina. No podía salir a hacer la impresión del documento sin mi combustible matutino. Había visto un cyber café en el centro del pueblo (era de aspecto medieval, pero de ninguna manera aislado de la tecnología)  Ya con la cara lavada y el regusto a café en la boca, caminé hasta el lugar, por supuesto, acompañada de mi amigo el ovejero. Al volver le compré un enorme hueso en la veterinaria, de esos que son de cuero crudo y hacen las delicias de los perros, como recompensa. Era bueno sentirse cuidada por aquel animalazo.

Tenía en mi poder las escasas 10 hojas que me había enviado Jullien, no había comenzado a leerlas pero ya me parecían muy poca cosa. Me senté en la galería trasera, con una hermosa y tranquila vista a un estanquecito lleno de aves acuáticas y junquillos, en la mecedora que había sido de mi abuela.

El escrito estaba en español antiguo, mejor dicho en castellano romance (aunque no soy experta en lingüística, no era la primera vez que me enfrentaba a ese tipo de lectura) El lenguaje era coloquial, con una gramática un tanto extraña, mezclada con ciertas palabras en latín y expresiones propias de la época (Jullien me había aclarado que el manuscrito databa de alrededor del siglo XIV)

Leí detenidamente cada hoja, sorprendiéndome en cada línea.  Voy a transcribir algunas partes, utilizando un lenguaje moderno, y cuando lo considere necesario, haré un relato abreviado de la relación de los hechos.

“Me bautizaron con el nombre de Sofía, no diré el nombre de mi padre para evitar que mancha alguna caiga sobre él. Los primeros años de mi vida los pasé con mis padres, quienes eran amorosos y trabajadores. Mi padre sabía leer y escribir, se lo había enseñado un tío suyo que había servido de ayudante de caballeriza en un monasterio y terminó uniéndose a ellos, oficiando la tarea de escriba. Mi padre, hombre bueno y de naturaleza tranquila, me enseñó a leer y escribir. Me dijo que tenía que ser un secreto, que si se lo contaba a alguien, me quemarían por bruja. No sabía yo que quería decir mi padre, pero me había dado tanto miedo la posibilidad de ser quemada, que mantuve mi habilidad muy para mí misma. En la primavera siempre venían gentes de otras partes y hasta llegaban los que cantaban historias en el mercado y traían nuevas de lugares lejanos y los del pueblo les daban comida y bebida. Siempre quería escribir esas historias pero el miedo al fuego de la hoguera no dejaba que lo hiciera. Pero ahora he decidido escribir mi historia en este papel que pude ir tomando, de a una parte por vez, de los libros del monasterio.“

Me resultaba extraño estar leyendo algo tan antiguo de alguien con quien compartía genes. En las páginas siguientes cuenta como durante una epidemia de fiebre murieron sus padres y casi la mitad de la gente de su pueblo, y que su padre agonizante había escrito una carta para que Sofía llevara hasta el monasterio en caso de morir.

“Y así fue como a los 10 años quedé huérfana de padre y madre, sin otros parientes que pudieran acogerme. Mi padre había enterrado a mi madre con mucho esfuerzo, pero yo era muy pequeña para enterrarlo a él y las demás gentes estaban ocupadas con sus propios enfermos, o muertos, de tal manera que la aldea entera comenzó a apestar y era como si los vapores del infierno estuvieran andando libres por la tierra. Esperé a que alguien viniera a ayudarme, pero nadie acudió. Mi padre me había indicado ir al monasterio y llevar la carta que había escrito. Entonces, después de taparle el rostro y dejarlo en el jergón donde la muerte lo había encontrado, con mis pocos años pero mi mucho entendimiento, junté las escasas pertenencias, una figura de madera de un caballo que mi padre me había tallado, una manta de mi madre, algo del pan duro, única comida que teníamos, y la carta y me puse en camino. Traté de evitar encontrarme con otras personas, tenía miedo de enfermar y morir. Y así llegué, después de caminar desde el mediodía hasta casi la puesta del sol, al monasterio”

Los monjes acogieron a Sofía, y la enviaron a un anexo del monasterio, un edificio separado, donde en ese momento había unas pocas monjas, quienes la bañaron con agua fría y trapos ásperos, raspando la piel, para quitar la suciedad y la enfermedad. De a poco se integró a la vida reglada del convento, al “ora et labora” de la regla benedictina y a rezar el salterio.

Según la información que había podido recabar sobre el monasterio, había sido un monasterio dúplice, en el que en edificios separados, hombres por un lado y mujeres por el otro, se regían por el mismo abad y las mismas reglas. Con el tiempo, esa organización cayó en desuso, y se transformaron en independientes, las monjas comenzaron a tener una abadesa y sólo compartían con los hombres la liturgia, que por supuesto, solo podía ser celebrada por un sacerdote.

La última de las hojas del diario de Sofía que tenía en mi poder llegaban al momento en que Sofía hizo sus votos, primero el de pobreza, luego el de castidad y finalmente el de obediencia. No llegaba a la edad de 14 años.

Cuando terminé de leer y releer, había pasado la hora del almuerzo ( o la hora sexta, para seguir a tono con los temas monacales) Mi cuerpo me estaba advirtiendo, con un mareo creciente, de la necesidad de ingerir algún alimento. Decidí ir al mercado a comprar algunas verduras frescas para preparar una ratatouille. Irina siempre me lo preparaba, a veces a medianoche, cuando después de hacer el amor sobrevenía el hambre. Seguramente mi plato no saldría tan sabroso como el de ella, pero no tenía muchas opciones. No quería comer en un restaurante.

El mercado era un lugar muy agradable, lleno de puestos con productos regionales, caseros y bien presentados, todo se veía apetitoso. Compré un quesillo de leche de oveja, fresco, con hierbas, y los vegetales necesarios para mi ratatouille. Vencí la tentación de llamar a Irina para pedirle la receta. Una excusa tonta que insultaría su inteligencia. Además, no sabía que podía decirle para que volviera a mí. Irina era tan vasta como su tierra, llena de contrastes. Yo la había amado desde el primer momento, y la seguía amando. Pero la amaba mal. Y no podía descifrar las complejidades de la vida de pareja. Esa ignorancia me había costado.

Mientras cortaba las berenjenas en la tabla de madera, pensaba en ella. Irina había venido a este país a perfeccionar el idioma (había estudiado filología en la Facultad de Filología y Artes de la Universidad de San Petesburgo) Era una experta en letras rusas y amaba el idioma español, por causa de uno de sus poetas favoritos:

¡Todo era amor!

¡Todo era amor... amor!

No había nada más que amor.

En todas partes se encontraba amor.

No se podía hablar más que de amor.

Amor pasado por agua, a la vainilla,

amor al portador, amor a plazos.

Amor analizable, analizado.

Amor ultramarino.

Amor ecuestre.

Amor de cartón piedra, amor con leche...

lleno de prevenciones, de preventivos;

lleno de cortocircuitos, de cortapisas.

Amor con una gran M,

con una M mayúscula,

chorreado de merengue,

cubierto de flores blancas...

Amor espermatozoico, esperantista.

Amor desinfectado, amor untuoso...

Amor con sus accesorios, con sus repuestos;

con sus faltas de puntualidad, de ortografía;

con sus interrupciones cardíacas y telefónicas.

Amor que incendia el corazón de los orangutanes,

de los bomberos.

Amor que exalta el canto de las ranas bajo las ramas,

que arranca los botones de los botines,

que se alimenta de encelo y de ensalada.

Amor impostergable y amor impuesto.

Amor incandescente y amor incauto.

Amor indeformable. Amor desnudo.

Amor-amor que es, simplemente, amor.

Amor y amor... ¡y nada más que amor!

Mientras rebanaba y picaba y lagrimeaba lastimeramente por la cebolla y por la ausencia de mi Ira (diminutivo de su nombre), me encontré recitando el poema de Oliverio Girondo que tanto le gustaba.

Amor indeformable…