Amores prohibidos 1
Una periodista se ve envuelta en una jornada de búsqueda personal, en la que se entremezclarán hechos tórridos acaecidos en un convento, teniendo por supuesta protagonista a un antepasado de su propia familia, y descubrirá que no solo comparte nombre con ella, sino otros gustos...
Amores prohibidos
Introducción
Mi nombre es Sofía, mi apellido en este caso poco importa. Tengo 34 años y acabo de terminar una relación de cinco años con la mujer de mi vida. Ella me dejó, debo decirlo si quiero ser completamente sincera. Y quizás tuvo razón en hacerlo… Soy periodista de investigación para una revista de historia. Es un trabajo sumamente interesante, aunque no tan bien remunerado como quisiera. Decidí pasar mis vacaciones en una especie de penitencia y búsqueda, para entender ciertas cosas y para expiar otras.
Disculpen si mi escritura resulta algo errática, a medida que avancen en la lectura quizás entiendan el porqué.
Como les decía, mi nombre es Sofía. Cada verano, hasta que falleció, visitaba a mi abuela, quien vivía en un pequeño pueblito rodeado de los más estremecedores bosques, como de cuento de hadas. Ella solía contarme que mi nombre provenía de una de las mujeres de la familia, que había sido monja durante el medioevo tardío y que finalmente abandonó la vida monacal y terminó sus días alejada del mundo, en una cabaña, muy cerca del pueblito en donde ahora mi abuela vivía. Nunca le había prestado demasiada atención a esos cuentos, pensaba que eran producto de la imaginación de mi abuela.
Sin embargo, desde hacía un tiempo, un sueño recurrente invadía mis noches. Un lugar oscuro, con paredes de piedra, sin muebles más que una cama de madera rústica y un colchón de paja, una mesita también rústica, con una libreta negra y un rosario de cuentas irregulares. Yo estaba durmiendo en esa cama, me despertaba (en el sueño) me incorporaba, y cuando iba a abrir la libreta, que presentía que tenía información muy importante, me despertaba (en la vida real) Este sueño se repetía una y otra vez, algunos detalles variaban, pero siempre me terminaba abruptamente al intentar leer la libreta.
Yo no era católica ni mucho menos, por lo que la presencia del rosario me intrigaba. En alguno de mis sueños tenía la certeza de que esa pequeña habitación era una celda, no sabía si estaba prisionera o simplemente era una representación onírica de otro aspecto de mi vida. Irina, mi rusita, me reprochaba el que viviera la mayor parte del tiempo dentro de mi cabeza, sumida en mis pensamientos. Y yo hacía lo posible por salir de mí misma, sin éxito. Me di cuenta de ello cuando un día me levanté y encontré una nota en su almohada y la mitad del clóset vacío.
“Me cansé de tratar de que me incluyas en tu vida. Te amo pero tu indiferencia me hace daño. Vuelvo a Moscú a casa de mi madre a pasar las vacaciones. Quizás podamos hablar cuando vuelva. Irina”
Recuerdo el dolor de la pérdida como si me hubiera pasado hace diez minutos. Eran las diez de la mañana pero para mí el tiempo carecía de sentido. Abrí una botella de vodka y brindé a su salud. Grité “Nasdrovia Irina” tantas veces que quedé afónica, mientras sonaba la música de Visotsky una y otra vez. Había descubierto a ese cantante ruso en la película White Nights, con Mikhail Baryshnikov. Al buscar información al respecto en internet, tropecé con el blog de Irina. Le escribí preguntándole donde podía conseguir material de Visotsky. Ella se ofreció a prestarme su discografía, nos encontramos y así se fueron dando las cosas. Al año estabamos viviendo juntas.
En fin…volvamos a lo que estaba tratando de contarles de mi verano de descubrimiento. Sin Irina, con mi sueño repetitivo y con demasiado tiempo entre mis manos decidí realizar una búsqueda del eslabón perdido de la familia.
Mi abuela me había dejado la casa del pueblo al morir y yo la utilizaba de vez en cuando. Una mujer del lugar se encargaba de limpiarla de tanto en tanto y su marido de mantener el tupido jardín. Llegué al pueblo en tren, no podía manejar. Sabía la teoría, pero la práctica era otra cosa. Mi distracción constante me impedía prestar atención al camino. Después de varias experiencias infructuosas y hasta peligrosas, desistí de hacerlo. Irina era quien me llevaba a todas partes en mi Austin Mini Cooper del 70’. Me lo había regalado mi padre, había sido de mi abuelo, estaba en un garage, totalmente abandonado. Él lo reparó pacientemente, buscando los repuestos originales y me lo dio como regalo de graduación de la universidad. Pobre papá, se había esforzado tanto…Pero él era tan distraído como yo, no tenía idea de mi total ignorancia del arte de manejar un coche en la vía pública. Por él hice el intento de aprender, pero fue infructuoso. El autito quedó en mi propio garage y lo utilizaba quizás una vez por semana cuando iba a almorzar a la casa de mis padres. Fue Irina la que lo rescató de su soledad y con él, me rescató a mi. Pero esa ya es historia para otro momento.
Entré a la casa como la niña que había sido. Casi podía sentir el aroma del jenjibre de las galletas que solía hornear mi abuela. Era una casa acogedora, no tenía muchas divisiones pero los ambientes estaban en desniveles. La sala de estar estaba unos escalones más abajo, lo que le daba una sensación de intimidad mucho más imponente que cualquier muro. La chimenea estaba limpia y lista para ser encendida en caso de necesidad. Aún en verano había noches que se ponían muy frescas, por la neblina que exhalaba el bosque, un hálito helado de película de suspenso.
Me acomodé en la habitación que había sido de mi madre, no podía pensar en usar la de mi abuela. Quizás por temor a que la vieja terca me visitara en sueños. No pude evitar la tentación de tomar un baño de inmersión en la enorme bañera de cobre, con sus patas de volutas, que mi abuelo había comprado en un anticuario y había traído desde la capital como regalo de aniversario para mi abuela, quien la disfrutó hasta los últimos días. Elsa y Luis habían sido una pareja casi perfecta. Habían tenido sus roces, pero los habían superado y en la vejez se habían convertido en inseparables.
Era tarde ya, comí un poco de queso brie que había comprado en el deli cercano a la estación de trenes y me acosté. Traté de domir, pero me resultaba imposible. Encendí mi móvil, que había olvidado apagado. Tenía un sms esperando respuesta y por un momento el corazón me dio un vuelco…¿Quizás Irina…? No, era mi madre, quería saber si había llegado bien. Le respondí. Conecté la internet móvil. Consulté mi cuenta de facebook y mi correo electrónico. Nada interesante, siempre las mismas cosas, las mismas fotos de cachorros tiernos y montajes irónicos contra el gobierno. Spam. Publicidades y newsletters. Cadenas de mensajes. Pero no era eso lo que yo quería hacer. Abrí WhatsApp. Busqué a Irina. Quería escribirle. Pero al final no sabía que decirle. O no sabía cómo decirle todo lo que quería. En algún punto de mi indecisión me quedé profundamente dormida. La mañana me encontró con el móvil en la mano y aún pensando en ella.
Salí a caminar, no tenía ni siquiera algo de café, y mi día no comienza hasta que no le meto a mi organismo al menos una taza de esa fragante infusión. El enorme pastor alemán de la vecina me ladró un poco, como con desconfianza. Pero lo llamé, lo acaricié y rapidamente se convirtió en mi acompañante. El pueblo era muy antiguo. En la región había existido un monasterio, del que solo quedaban ruinas históricas, y como era costumbre, la gente se había asentado muy cerca, para favocerse del intercambio comercial con el monasterio además de tener un acceso más directo a los favores de Dios, ofrenda de por medio. El actual pueblo estaba ubicado a unos kilómetros del lugar original, el advenimiento del tren y las rutas habían hecho necesario un acercamiento lógico. El progreso venía sobre ruedas.
Unos cientos de metros más adelante me encontré con una pequeña pastelería que hacía las veces de café. Siempre me habían seducido los olores de las panaderías y pastelerías, la levadura… Me senté, esperando a que alguien viniera a tomar mi pedido. El ovejero había quedado esperando fuera, como si fuese yo su dueña, y no me quitaba los ojos de encima. Me di cuenta de que no había servicio. La gente se acercaba al mostrador, le pedía a una empleada lo que deseaba tomar y cada cual lo llevaba a su mesa en una artesanal bandeja de madera. Irina hubiera amado este lugar. Las cosas simples, sin ceremonias. Esa era Irina. Mi Irina…
Imité al resto de los locales y fui a pedir un tazón de café y una especie de medias lunas miniatura, que resultaron ser una delicia, con un toque de anís en el almíbar de fuera. Decidí comenzar en ese mismo momento mi tarea de investigación.
-Disculpe usted señor, ¿me podría indicar cómo llegar a la iglesia?
-Sí señorita, encantado de poder ayudarla…Tiene que seguir derecho por esta misma calle hasta encontrar una plaza, doble a la izquierda y podrá ver la iglesia sin problemas, en total tendrá que caminar unos ochocientos metros. –el hombre se veía amable, vestido con ropas de trabajo de campo, de enormes manos callosas.
-Muchísimas gracias, le agradezco su ayuda.
-Encantado señorita.
Había comprado un bollo de pan para mi amigo el ovejero. Se lo di, lo tomó delicadamente de entre mis dedos, pero terminó por dejarlo en el piso al ver que yo seguía mi camino. Estaba claro que lo que menos necesitaba era comida.
Llegué a la iglesia sin problemas. Era una construcción casi imponente, con cuatro columnas sosteniendo el frontispicio triangular de la entrada y una torre a cada lado, en cuya cima se veían varias campanas de distintos tamaños.
Entré discretamente. Había algunas mujeres rezado, y dos o tres más esperando en fila para confesarse. Esperé a que terminaran y cuando el párroco salió del confesionario lo abordé.
-Buenos días padre…Mi nombre es Sofía, soy periodista y quizás usted podría guiarme en una investigación que estoy realizando-
-Buenos días señorita-me tendió la mano. Era un hombrecito diminuto, de aspecto nervioso, casi completamente calvo, el poco pelo que le quedaba revuelto, anteojos de marco plateado algo torcidos, la sotana negra manchada de polvo y con aspecto ajado-Si me acompaña por favor, veré en qué puedo serle útil-
Lo seguí por un corredor a través de una puerta al costado del altar y luego por unos recovecos hasta llegar a una especie de cocina comedor, en donde me invitó a sentarme y me sirvió una taza de té.
-Verá padre, estoy buscando a una monja que debió haber vivido en el monasterio de la región, alrededor del año 1100 aproximadamente, y no sé si hay alguna forma de saber si este personaje es real o solo una invención histórica. Su nombre era Sofía, supuestamente abandonó el convento, no sé porqué razón.
-Aquí no tenemos ningún documento ni nada que se le parezca, esta iglesia es varios siglos posterior. Per sí sé quién puede ayudarla- me sirvió una segunda taza de té.
-El monasterio fue destruido durante la II Guerra Mundial. Los soldados se entretuvieron practicando puntería con sus cañones contra las paredes hasta que practicamente quedó en los cimientos. En ese entonces funcionaba como una especie de museo, se podían visitar los claustros, y había toda clase de documentos en la biblioteca. Afortunadamente, la mayor parte de lo libros fueron rescatados antes de la invasión y puestos a salvo. Debería hablar con Mr. Worthing, es un coleccionista inglés, creo que el fue el que adquirió la mayor parte de los objetos que se guardaban en el convento. Vive en las afueras del pueblo, en una casona antigua al pie de la colina–
Le agradecí lo mejor que pude, estaba ansiosa por encontrar al tal Mr. Worthing.A fuerza de pedir direcciones, llegué a la mencionada casona. Era un edificio de piedra, como casi todos los del lugar, evidentemente muy antiguo pero cuidado. Caminé hasta la entrada, por un camino de grava, bordeado por pequeño arbustos con florcitas blancas. La verdad, no tengo idea de plantas, las pocas que alguna vez osé tener, perecieron por falta o exceso de riego o luz solar, no había ni un átomo verde en mi cuerpo. Pensé en Irina. Si ella hubiera estado conmigo, habríamos caminado lentamente y me hubiera mecionado los nombres de cada una de las flores que adornaban el jardín del inglés.
Despejé mi cabeza de fantasmas y toqué la campana que había en la puerta principal. Me atendió una mujer del servicio, quién me indicó que Mr. Worthing estaba enfermo pero que podría hablar con su sobrino.
Pensé encontrarme con un tipo circunspecto y lacónico, un inglés con todas las letras. En su lugar me encontré con un individuo curioso y explosivo, temperamento más latino que británico. Me contó que su tío estaba muy enfermo, que no esperaban que viviera mucho tiempo más. Le hablé del asunto que me traía al pueblo. Me escuchó pacientemente. El sobrino no tenía idea de la colección de antigüedades de su tío, pero me dejó husmear en la biblioteca, por si encontraba lo que buscaba.
Estuve ahí casi dos horas. La biblioteca era un paraíso. Pequeña, pero atiborrada de cosas interesantes. Encontré muchísimas cosas pertenecientes al antiguo monasterio (había surgido como una comunidad de hombres, para luego anexar un edificio separado, destinado a la devoción femenina) Libros en los que se asentaba la entrada y salida de visitantes, otros que hacían recuento de las posesiones de la comunidad, desde el número de gallinas ponedoras hasta la cantidad de mantas de cama.
Los documentos estaban cuidadosamente guardados en cajas de madera con tapas de cristal, mantenidas a salvo de la humedad. Inclusive encontré varios escritos en los que figuraban los miembros de la comunidad con un detalle de las labores con las que cada uno debía contribuír. Pero ninguna Sofía en la lista de las monjas.
Ya estaba por desistir de mi búsqueda cuando llama mi atención un rinconcito de la biblioteca que aún no había revisado. Según leí en un catálogo, que el mismo Mr. Worthing debía haber hecho, ahí había agrupado las antigüedades sobre cuya autenticidad tenía sospechas.
Sin esperanzas, estuve hurgando entre papeles ajados. Finalmente, una libreta negra salió a la luz. Era un cuaderno de notas, al principio no me pareció nada fuera de lo común. Era un cuaderno de notas, escrito en español antiguo, parecía más un ejercicio de caligrafía, como si la persona que hubiera escrito ahí lo hubiera hecho con gran esfuerzo. Pero al pie de una página veo el nombre de la firmante. Sofía. Cierro la libreta para poder contemplarla mejor. Bien podría haber sido la de mis sueños. Mi intuición de periodista me decía que había encontrado, si no lo que buscaba, al menos algo interesante. Si el documento era auténtico, seguramente su lectura guardaba muchos misterios. Al fin y al cabo eran muy pocas las mujeres que en esa época podían leer, mucho menos escribir y mantener un cuaderno de notas. Sin esperar demasiado, traté de convencer al sobrino de Mr. Worthing para que me dejara llevarlo a que lo autenticara un experto. Mis reparos habían sido en vano, ya que me concedió gustoso el permiso, previa firma de un documento en el que yo me hacía responsable de la integridad del objeto. Me había topado con un abogado, por suerte.
Me retiré del lugar, con mi preciada carga, no sin antes desearle buena salud al anciano y repetir mi compromiso para con el cuaderno de notas.
Para cuando llegué a la casa de mi abuela, la hora del almuerzo casi había pasado. Me encontré con una cazuela que me había dejado la vecina y cuidadora sobre la mesa de la cocina, con una nota: “Supuse que tendría hambre y no hay nada mejor que la comida hecha en casa”
Tenía hambre y me sentí agradecida, sobre todo cuando el fuego comenzó a excitar los aromas que subían desde el suculento guisado de verduras y ave. Pero como con cada pequeña gran cosa de mi vida, también me sentí profundamente triste. Irina… Ella solía hacer eso por mí todo el tiempo. Mis horarios irregulares de periodista me impedían a veces hacer mis comidas en horarios apropiados. Pero siempre tenía algo listo cuando llegaba a casa, y muchísimas veces Irina me había llevado un picnic a la oficina, cuando escribir un artículo me llevaba más tiempo del que hubiera querido.
Después de comer me comuniqué con Miguel, un amigo curador de un museo, con la esperanza de que él pudiera recomendarme a algún experto que pudiera trabajar con el manuscrito y darme algúna prueba de su autenticidad. La voz amanerada de Miguel y su forma exagerada y cruda de hablar me divertían…a veces. Después de escuchar sus regaños por haber descuidado a “la única mujer que podría aguantarme” me dio los datos de un amigo suyo, en realidad, ex-amante, que podría ayudarme.
Llamé por teléfono a Jullien. Me atendió la versión con acento francés de Miguel. Mismas inflexiones de voz, mismo ácido fluyendo entre cada sílaba. Me resultó simpátic, aún sin conocerlo en persona. Le conté que es lo que necesitaba, me dijo que por una amiga de Miguel podía hacer un hueco en su ocupada agenda, así que quedamos en que yo le mandaría el cuaderno por correo express. Me dijo que en unos días tendría algún resultado, no definitivo pero sí bastante concluyente.
Demasiado trabajo para tan pocas horas…me quedé dormida en el sofá. Soñé con Irina. Irina en un campo de girasoles. Irina sonriendo. Irina en nuestra cama, desnuda. Irina… Sin transición, volví a despertarme en mi sueño dentro de la habitación oscura. Y otra vez volví a despertarme a la realidad al querer abrir la libreta negra.
Faltaba muy poco para poder comenzar a devanar una parte de la historia, quizás historia de mi familia. Me serví una copa de vino, lo necesitaba (la abuela había dejado una pequeña pero surtida bodega) El río de sedosos cabellos de color castaño claro de mis visiones me había perturbado mucho más que la imagen persistente de la celda en tinieblas.