Amores del pasado

A veces, cuando tenemos demasiado tiempo libre, la mente se diluye en la nostalgia y el pasado. Y esos recuerdos pueden ser alegres y dicharacheros, pero también pueden llegar a doler.

TODOS LOS PERSONAJES Y EVENTOS QUE APARECEN EN ESTE RELATO SON FICTICIOS E INVENTADOS

CUALQUIER PARECIDO CON LA REALIDAD ES PURA COINCIDENCIA


No me voy a quejar; he tenido una vida plena. Trabajé durante cuatro décadas en un trabajo satisfactorio y bien remunerado. Me casé con una mujer a la que no he dejado de amar desde que nos casamos. Ella me dio tres hijos preciosos, a los que he educado de una manera ejemplar y que se han convertido en unos adultos estupendos. Y ellos me han dado cuatro nietos maravillosos, más otro que está de camino. Llevo siete años jubilado, y todo este tiempo libre me ha permitido disfrutar de una vejez agradable y tranquila. Sin embargo, también me ha permitido pensar.

Y tanto he pensado en estos años, perdido en la nostalgia y en los recuerdos, que me he dado cuenta de las muchas cosas que se me habían olvidado con el paso del tiempo. Me acordé del primer día de colegio de mi hija, gracias a una foto que conservo de ella. Me acordé del día de mi graduación y de lo orgulloso que mi padre, un sacrificado albañil, estuvo de mí ese día. Me acordé de mi boda y de lo radiante que estaba mi mujer, toda vestida de blanco. Me acordé del torneo de fútbol en el que mi hijo Ricardo y su equipo se alzaron con la copa de los vencedores. Y también me acordé de él…

Hablo de él como si todo el mundo le conociese, pero la verdad es que nunca nadie llegó a conocer su identidad, ni su rostro, ni tan siquiera su existencia. En aquel entonces era un tema delicado, un asunto vergonzoso y tabú a principios de los años setenta que muy poco o nada se podía tratar. Y, como la sociedad no era tan permisiva, obviamente me lo callé. Sin embargo, los tiempos han cambiado. La gente es más abierta y comprensiva. Y, aunque puede que nunca cuente esta historia a nadie, rememorarla me da nuevas fuerzas para continuar con vida. Y también me inspira algo de envidia hacia mi yo del pasado.

Todo esto sucedió cuando yo era un joven adulto universitario. Yo siempre demostré una capacidad innata para esforzarme en los estudios, algo que mis maestros siempre tuvieron en cuenta. Mi padre pensaba en educarme en su propio empleo, pero los profesores le aconsejaron que hiciese un esfuerzo monetario y me enviase a la universidad. Aquellos fueron días y meses de rifirrafes y discusiones, pero al final cedió. Y yo tuve la oportunidad de entrar en la universidad, en la carrera de Derecho, nada menos. Una oportunidad que no desperdicié, con notas que, si bien no eran perfectas, eran muy sobresalientes. Mi padre se dejaba las manos en la construcción mientras yo me dejaba los codos sobre la mesa y las neuronas en los exámenes.

El esfuerzo tuvo sus frutos y llamé la atención de varios por mi excelencia. Para cuando acabé mi segundo año, el rector propuso que yo disfrutase de un año estudiando en un país extranjero, en Estados Unidos, nada menos. Una oportunidad de conocer mundo mientras proseguía mi formación. Como siempre, mi padre estaba más preocupado por el tema económico, pero la universidad se lo vendió rápidamente con la palabra “beca”, aunque él no supiese exactamente lo que significaba. En resumen: el verano vino y se fue y, con el inicio del nuevo año académico, yo me encontré en un avión que sobrevolaba el Atlántico en dirección a la primera potencia mundial.

A pesar de que no era un magnate, me sentí bien recibido. Los caprichos y lujos iban a estar limitados, pues tenía que subsistir con mi propio dinero. Tendría que encontrar un trabajo temporal mientras compaginaba mis estudios, pero estaba acostumbrado a ello. En Yale me dejaron una habitación para dormir y estudiar y pude hacer varios amigos y contactos gracias a la curiosidad que suscitaba un español en territorio americano. Muchas veces tuve que corregir las clases de geografía a gente que pensaba que venía del sur en vez del otro lado del océano, pero eso es otro asunto que no nos concierne ahora mismo.

Creo que fue a mediados de octubre o así cuando le conocí a él. Estaba en el campus, sentado en un banco y esforzándome por leer y entender un tratado legislativo en inglés cuando apareció, caminando con desparpajo. Bueno, no puedo asegurar esto último, ya que no fui yo el que se fijó en él, sino que fue al contrario. Se detuvo frente a mí y me empezó a hablar. Al principio no le hice mucho caso, tan centrado como estaba en mi lectura, pero luego levanté la cabeza cuando noté que estaba intentando captar mi atención. No sabría decir muy bien lo que vio en mí, no es que yo fuese una persona destacable en lo referido al aspecto. Pero recuerdo que me chocó bastante su aspecto. Y tenía varios motivos para ello.

El primero, era su rostro. Tenía un rostro lampiño y muy infantil. De hecho, parecía un niño a luces vistas, con el pelo oscuro y engominado peinado con una raya al lado. Lo único que hacía sospechar que no era tan joven era su cuerpo, que era lo segundo que me llamó la atención. Tenía brazos gruesos, piernas poderosas y pecho musculado. Parecía a todas luces un titán, algún tipo de escultura griega, pero con la musculatura aún más marcada. Y lo tercero fue su atuendo. Unos pantalones vaqueros, unas botas y una colorida camisa con los primeros botones abiertos, dejando el pecho al descubierto de una manera muy provocativa. En España no se veían hombres así, tan acicalados y curtidos en un gimnasio. Un imán para las chicas, deduje, aunque serían actitudes de yanquis que a mí no me interesaban.

Lo primero que me preguntó fue por mi procedencia. Había notado que no era de aquí, y yo se lo confirmé. Poco a poco, con preguntas cuidadosamente formuladas, me fue preguntando la razón de mi estancia y lo que hacía. Yo simplemente respondía porque parecía simpático, aunque tenía algo que imponía. Luego se sentó junto a mí y se presentó: Jacob, estudiante de medicina. Parecía que solo quería ser amigo mío, presumir ante sus compañeros que tenía un conocido venido de otra tierra muy distinta a la suya. Igual que el resto. Un simple apretón de manos selló la amistad. Luego, Jacob me invitó a dar un paseo para conocernos mejor.

Mantuve el contacto esporádico con él durante tres días. Al cuarto, me invitó a un bar para entretener la velada del fin de semana. Solos él y yo. Entonces era muy inocente, apenas sabía nada. Todas veces que me llamaba “guapo” o me halagaba los achacaba a la cortesía americana. Cuán ciego estuve entonces, aunque tampoco me arrepiento de ello. Sentados a una mesa, pedimos unas cervezas y disfrutamos del ambiente y la música mientras intentábamos hablar bajo el ruido del rock que en aquel entonces estaba de moda. Creo que en una ocasión me preguntó si me gustaban los hombres. Aquel fue el momento clave, pero entonces no pude oír bien su pregunta, ahogada por el frenesí de la gente y la música. Le di una respuesta afirmativa de forma mecánica, porque creí que me había preguntado que si me gustaba esa música, aunque no era precisamente de mis preferidas. Seguimos un rato más allí. La mesa era pequeña y estábamos sentados muy juntos. Nuestras piernas se tocaban, pero ahora que lo pienso mejor, creo que él estaba rozando la mía con su rodilla. Se estaba excitando y deleitando conmigo y yo no me daba cuenta. Poco después, se terminó una canción, dejando ese extraño silencio que precede a la siguiente. Aprovechó la circunstancia para invitarme a su apartamento. No pensé muy bien en las intenciones ocultas que pudiese haber para ello. De hecho, el alcohol empezaba a afectarme un poco y la música me había taladrado demasiado la cabeza, así que no había pensado en nada. Simplemente acepté y nos marchamos del local.

Su apartamento era un piso cercano al campus universitario. Él procedía de una familia bien, así que podía permitirse que sus padres le financiasen una vivienda para él solo. No llegaba hasta el punto de tener sirvientes, pero era un lugar acogedor, modesto y bien equipado. Él me dejó entrar primero y pasó detrás de mí. Me guió a su salón y fue allí donde todo comenzó. Se plantó junto a mí, me agarró la cara con ambas manos y me besó, directo a los labios. Me cogió por sorpresa y me zafé de él con cierta dificultad, aterrado por lo censurado de esa conducta. ¿Dos hombres besándose? Le pregunté de manera recriminatoria que qué creía que estaba haciendo. Yo había sido educado en los valores tradicionales de hombre con mujer y consideraba que había incurrido en un insultante agravio. Él respondió lo que yo sospechaba: que había dicho que sí a la pregunta de si me gustaban los hombres. Le dejé bien claro que no era así, que a mí me gustaban las mujeres, y que lo que quería hacer estaba mal. Él se disculpó por el malentendido, pero no admitió lo segundo. Alegaba que había cosas que yo no sabía, que el mundo podía ser más variado de lo que la sociedad quería hacernos creer y que no había razón para pensar que su conducta era errónea. Yo no tenía ganas de discutir sobre eso; me sentía sucio y quería volver a mi cuarto en la universidad. Él, compungido y apenado, me dejó marchar.

No volví a verlo hasta una semana después. Entró a la cafetería en la que yo estaba trabajando. Nos reconocimos al instante. Intenté evitar cualquier contacto con él, pero al final me vi obligado a atender su pedido. Lo primero que hizo fue susurrar una disculpa por lo de aquella noche en su apartamento. Yo le respondí que más le valía, que eso que le gustaba hacer estaba mal, que debían gustarle las mujeres. Pero ahí fue donde inició su potente ofensiva. La primera pregunta: “¿A ti te gustan las mujeres?”. Simple, directa, al grano. Respondí afirmativamente con decisión. Ni siquiera dejó un interludio para disparar la siguiente: “¿Acaso has estado con alguna mujer?” Un nuevo sí por mi parte, pero él concretó aún más: “¿Has estado con alguna mujer, pero en la cama?” La pregunta me hizo vacilar, primero porque estábamos en un espacio público, y segundo porque la respuesta era negativa. Yo era virgen, y se lo hice saber. Y después siguió la última pregunta, la puntilla final: “¿Entonces cómo sabes que te gustan las mujeres?” Ahí ya me hizo dudar. Prosiguió con un breve discurso sobre la homosexualidad, que se veía fea y obscena y todo eso, pero solo porque así nos lo hacían ver. Y si nos gustaba alguien del mismo sexo, ¿qué había de importar? ¿Acaso debía ser deleznable el amor solo por esa razón? También me habló de una banda de rock reciente y de su cantante, Freddie Mercury, que desplegaba una orgullosa actitud y vestimenta homosexuales. Y, a pesar de ello, era un cantante talentoso, reconocido y cuya música gustaba mucho a los jóvenes. Y acabó con un “Hasta que no estés con una mujer, nunca sabrás si de verdad te gustan”.

Yo estudiaba Derecho para ser abogado. Mi arma debía ser la palabra. Pero la escueta diatriba de Jacob desmoronó todas mis creencias y convicciones en un momento. Y yo no tenía ninguna réplica. Un estudiante de medicina había derrotado a un estudiante de Derecho en el juego de la retórica. Le vi con otros ojos, unos más comprensivos. Luego me confesó que sentía algo por mí y me invitó de nuevo a su apartamento, esa misma noche. Si yo quería, él me abriría a un nuevo mundo de posibilidades y libertades. Pero solo si yo quería. Acepté, aunque más por la culpa que me embargaba al haberle juzgado tan duramente.

Y así hice. Esa misma velada me presenté en el apartamento de Jacob. Él me abrió sin intenciones escondidas. Sin un beso violento e intempestivo guardado en la recámara. Me llevó al salón, nos sentamos y me habló sobre los muchos prejuicios que había tenido que soportar por su condición. Una que le escondía a todo el mundo, pero que había vuelto a sacar a flote cuando me vio ese día en el parque. Yo le gustaba. Y quería que yo probase a ponerme en sus zapatos, tan solo a experimentar con él, poco a poco. Si yo quería cortar en cualquier momento, él se detendría y no volveríamos a hablar nunca más. Quería poner a prueba mi convicción, que de verdad me gustaban las mujeres. Yo pensé: “Acabemos con esto cuanto antes”. Le daría un beso y luego lo finalizaría y me iría. Sonaba egoísta por mi parte y, finalmente, resultó ser una estupidez que ni yo me creí.

Nuestros labios se juntaron. Yo no hacía nada, solo dejaba que Jacob buscase su espacio e hiciese. Pensé que era mi primer beso, sin contar el otro. Y resultó que me estaba gustando. Notaba su lengua abrirse camino hacia la mía. Y algo en mi cuerpo vibraba, pero con una sensación positiva. Como yo no le rechazaba, siguió un poco más allá. Deslizó su mano por mi pierna, desde la rodilla, en sentido ascendente, y luego la introdujo por debajo de mi jersey. Tenía un tacto gentil y suave, no se excedía con lujuria, sino que acariciaba con amor. Y algo en mí respondía. Sí, mi cuerpo estaba respondiendo, agradado por la nueva experiencia. Estoy seguro de que entonces me ruboricé. Él cortó el beso para mirarme con un ligero brillo en los ojos. Yo me sentía violento, pero no tanto como para cortar por lo sano. Jacob me preguntó si quería ir un poco más, y yo le dije que sí. Pero antes debíamos estar más cómodos. Y me llevó a su habitación.

Allí conocí por primera vez a Freddie Mercury, o al menos su imagen en un póster. Jacob me sentó en su cama y se retiró su camisa. Realmente tenía un cuerpo musculoso y torneado, no tanto como Schwarzenegger, pero casi. Tampoco tenía pelo en el pecho, así que su visión realmente recordaba a las estatuas griegas. Él me instó a quitarme el jersey, y por primera vez mi cuerpo delgado y peludo quedó al descubierto en un ambiente sexual. Jacob se recostó sobre mí, sin aplastarme, y volvió a unir sus labios con los míos. Pero no durante mucho tiempo, pues luego empezó a bajar su boca y a darme besitos por el cuello, el pecho y el ombligo. Pensé que se iba a llenar la boca con mi vello, pero lo hacía con tanta delicadeza que le pensamiento se desvaneció enseguida. Y luego, cuando sorbió mi pezón como un bebé que mama de la teta de su madre… No sabría cómo describirlo, pero fue apoteósico.

Sin embargo, la cosa no había hecho más que empezar. Cuando disfrutó de mi cuerpo tanto como quiso, empezó a desabrocharme el pantalón. Yo pregunté “¿Qué haces?” y él respondió “Quiero verte entero”. Mi desnudez, mi pene erecto al descubierto, mi gran vergüenza. Estuve a punto de detenerle, pero no recuerdo muy bien por qué no lo hice. Y allí quedé, tal y como vine al mundo, con mi delgado miembro enhiesto y rodeado de vello púbico. Él también se desnudó, y he de decir que verle allí, en su plenitud, fue una visión bastante bella. Alguna vez me había imaginado el cuerpo de una mujer, de curvas generosas y talle grácil, pero nunca me hubiera imaginado que el cuerpo de un hombre, torneado y con su miembro rígido, me iba a gustar también. Apenas tenía pelo, algo que yo no esperaba de un varón, salvo en los genitales y un poco en las axilas, aunque su mata de abajo no era tan espesa como la mía. Su miembro sí que era parecido al mío, aunque algo curvado y más grueso en la punta.

Se sentó junto a mí y nos volvimos a besar. Él seguía acariciando mi cuerpo y yo me atreví a hacer lo mismo. Su piel estaba suave y tensa gracias a sus músculos. Pero mientras que yo me quedé en su pecho y sus brazos, él bajó una vez más hasta abajo. Y me agarró la hombría con su mano. Era la primera vez que yo notaba algo así. Ni siquiera me lo había hecho a mí mismo. Y ahí estaba, ese taco envolviéndome como jamás lo había sentido. Algo extraño debía verme, pues recuerdo que Jacob me pregunto si quería que parase, pero yo negué con la cabeza. Sin embargo, insistió. “¿Estás seguro? Puede que no te guste esto que voy a hacer ahora”. Pero permanecí con mi negativa.

He de confesar que me sorprendió mucho lo que siguió. Es una sensación extraña la primera vez que te hacen una felación. Como que algo no debería estar en ese lugar, pero luego se siente tan agradable y placentero… Y Jacob me abrió a todo un mundo de percepciones nuevas. Recuerdo que no llegó a introducírselo del todo, tan solo jugaba con la punta, pero cómo me gustó. Lo recuerdo vagamente, pero aún hoy noto un pequeño cosquilleo al rememorarlo. También me acuerdo de que estaba en un dilema. Por un lado, la parte más racional de mí decía “Detenlo, eso está mal, está feo, está sucio”. Pero la parte más instintiva argumentaba “Te está gustando, que no pare”. Y simplemente me dejé llevar por la sensación que transmitía hacia el resto de mi cuerpo.

Cuando terminó, yo me sentía muy satisfecho. Y Jacob estaba alegre porque había dejado que él me enseñase y porque yo lo había disfrutado. Su cuerpo, sus caricias, sus besos, su boca… Me preguntó si una mujer sabría hacer lo mismo, puesto que ellas no conocen el cuerpo masculino como un hombre. Lo ignoraba, pero cuando mencionó al sexo opuesto, me entró la curiosidad: ¿podían dos hombres hacer el amor tal y como un hombre y una mujer lo hacían? Jacob asintió, pero argumentó que tal vez yo no estaría preparado todavía. Pero le contradije. Había llegado muy lejos en una sola noche, ¿por qué no continuar hasta el final? Él aceptó y me recordó que, si quería que parase, que se lo dijese. Yo le prometí que aguantaría. Me eché sobre su cama, boca abajo como él me dijo, y esperé.

“Allá voy”, dijo. Y me enculó. Recuerdo que dolió mucho. Era como si te clavasen un puñal por la zona más sensible de tu cuerpo. Y grité. Él se detuvo y se preocupó por mí. “¿Estás bien?” dijo. “Al principio duele un poco”, añadió, “pero si quieres, lo dejamos aquí”. Yo pregunté “¿Duele siempre así?”, y él respondió “Solo un poco al comenzar, pero luego ya no duele”. Inspiré hondo y me armé de valor para soportar esa primera abertura, pero le di permiso para que continuase. Fue una entrada lenta y casi agónica, pero cuando tuvo por fin toda su hombría en mi interior, el dolor había pasado. Pensé que así es como debían sentirse las mujeres con un miembro masculino en sus entrañas. Y cuando Jacob empezó a entrar y salir de mí, me invadió un placer que se sentía pecaminoso y prohibido, pero que al mismo tiempo era culminante y deleitoso. La cama crujía y los dos rebotábamos, uno encima del otro.

No recuerdo muy bien cómo acabó la noche, pero sí recuerdo que dormí con Jacob en su cama. La primera vez que dormía acompañado de alguien, y la primera vez que lo hacía desnudo. Jamás le hablé a nadie sobre Jacob ni sobre lo que hacía cuando estaba con él. Pero durante mi estancia en Estados Unidos tuve tiempo y ocasiones de sobra para amarle y recibir su amor. Perdí la cuenta de las veces que lo hicimos, e incluso pude experimentar para encularle yo a él. Jacob fue tal vez la mejor experiencia que me llevé del país, pero siempre me guardé el secreto.

Lo que más lamenté, sin embargo, fue la despedida. Cuando acabé el curso, me tuve que despedir de Jacob. Aunque no lo había reconocido hasta entonces, me di cuenta de que habíamos formado un vínculo especial, uno que iba más allá de la amistad, aunque yo no diría que era genuino amor. Al menos por mi parte. Sabíamos que tendríamos que partir caminos cuando el curso acabase, pero eso no hizo la despedida menos dolorosa. Sentí un profundo vacío cuando me monté al avión y puse rumbo de nuevo a España.

EcHé de menos a Jacob durante varios días a mi regreso. Hablé a mi familia sobre mis amigos, pero jamás le mencioné a él. Su recuerdo permaneció en mi boca, en un rincón apartado de mi mente, donde solo yo podía disfrutar de ello. Por eso me entristece ver que ese retazo de memoria suyo se fuese desvaneciendo. Mis estudios proseguían, conocí a la que sería mi esposa, conseguí trabajo en un reputado bufete de abogados, formé una familia… Y Jacob se hizo cada vez más borroso en mi mente, más lejano, hasta que desapareció. Me duele mucho darme cuenta de que no he vuelto a pensar en él hasta el día de hoy. El único hombre que me ha amado. Y el único al que yo llegué a querer más que como amigo.