Amor por teléfono

¿Quién está al otro lado del teléfono?

Amor por teléfono

1 – Las llamadas

Pasaba las horas casi interminables solo en mi apartamento estudiando. Mis padres habían hecho un gran esfuerzo para alquilarme aquel lugar tan sombrío y triste, pero me era imprescindible para estar en la ciudad y acudir a la facultad.

En los días nublados, necesitaba tener la luz encendida desde por la mañana. Entrar allí era entrar en una cripta de soledad y trabajo que empezaba a desesperarme, así que, casi todo el tiempo que podía, procuraba salir a la calle a sentir el aire frío y a recibir los escasos rayos de luz del invierno.

Un día, al salir para tomar el sol en un descanso, descubrí que las nubes tapaban la luz que yo buscaba y que, sólo en algunos momentos, recibía el calor y la claridad que no me hacían sentirme un «drácula» en su cripta. Me senté en un banco de una plaza, junto a las pocas flores que se dan en esa época sombría y, de pronto, se desplazaron las nubes y me dejaron ver la luz natural y sentir el calor suave del sol, pero me interrumpió aquella felicidad una llamada a mi móvil. Miré en la pantalla quién me llamaba a aquella hora y sólo pude leer «Privado». Estaba harto de llamadas con el número escondido que no eran más que llamadas publicitarias o del banco, pero me extrañó que siguiese sonando sin parar. A punto estuve de colgar y cortar la llamada sin contestarla, pero se me pasó por la cabeza que podría ser algo urgente.

Con temor a tener que dar explicaciones de que no quería cambiar de operador telefónico o recibir alguna otra oferta, descolgué pensando en mandar a la mierda a esa gente que te llama y no deja ver quién es.

  • ¿Sí?

  • ¡Hola, Gerardo! – dijo una voz tímida -, perdona que te moleste. Dime si puedo llamarte a otra hora si estás ocupado.

Me enfurecí; no era una llamada comercial, estaba seguro, pero no me gustó que quien llamaba ocultase su identidad.

  • Pues, mira, si te llamas – contesté -, llama cuando quieras si no intentas venderme nada, pero no te voy a contestar si ocultas tu número.

Colgué y miré hacia arriba cerrando los ojos y dejando que el sol me diese en el rostro. Tenía que volver a la cripta a seguir estudiando y necesitaba un baño de luz natural, respirar aire fresco, ver cómo la gente existía y paseaba por las calles… Una nube densa volvió a dejarme sin luz y me quedé mirando el teléfono entre mis manos. No. Quien había llamado sabía mi nombre y no intentaba venderme nada, pero ¿por qué ocultaba su número?

La nube dejó caer algunas gotas de aguanieve, pero no me moví de allí. Esperé sólo unos minutos a que volviese a salir el sol. Y volvió a sonar el teléfono. Suspiré desesperado, pero al mirar la pantalla, ¡había un número! No me llama alguien de mi agenda, pero tampoco me llamaba alguien que escondía su identidad. Descolgué.

  • ¿Sí?

  • ¡Hola, Gerardo! – oí -, soy yo otra vez. Perdona mi atrevimiento y el haber ocultado mi número. No me importa que lo sepas; al revés. Ojalá me llamases a menudo.

  • ¿Quién eres? Por favor – le dije -, no me molesta atenderte, pero dime por qué llamas.

  • Espero que no te moleste demasiado lo que voy a decirte – habló tímidamente otra vez -, pero soy un compañero tuyo de curso. I just call to say a love you.

  • ¿Cómo? – pregunté extrañado - ¿Eres un compañero de clase que me llamas para decirme que me quieres? ¡Joder!, pues no me molesta eso. Es un halago ¿Me dices tu nombre?

  • Es que si te lo digo vas a saber quién soy – contestó – y me da mucha vergüenza.

  • De eso no te preocupes – dije -; imagino que cuando llamas para decirme que me quieres es que te gustaría que nos viésemos o hablásemos. Además, estarás seguro de que soy gay. Te podría haber insultado, incluso.

  • Pero ¿no te molesto, no? – bajó aún más la voz -.

  • ¡En absoluto! – respondí -, ahora soy yo el que quiero saber quién eres.

Cortó la comunicación, pero ya tenía su número. Inmediatamente me levanté y me fui para casa. Lo primero que pensé es que aquel compañero no era muy agraciado y lo estaba pasando mal sin atreverse a hablarme, pero… alguien le había dado mi número.

Antes de entrar en casa me paré unos segundos. La cobertura allí dentro era muy débil. Miré el teléfono nervioso, lo abrí y marqué el número que había memorizado, pero salió el mensaje robótico y jodido de que «el terminal al que llama está apagado o fuera de cobertura…». Casi me dieron ganas de estrellar mi teléfono contra el suelo. No podía meterme en la cueva. Me fui a un bar muy cercano y me tomé una copa de coñac. Necesitaba entrar en calor, calmar mis nervios y olvidar. Estuve allí casi una hora y, desesperado, me propuse llamar hasta que lo cogiera. Llamé muy nervioso y dio la señal ¡Joder! ¡Cógelo, cógelo, por favor!, me decía a mí mismo esperando. Cuando sonaron unas cuantas llamadas, se cortó. Golpeé con el teléfono en la mesa de mármol, procuré tranquilizarme y volví a marcar.

El teléfono estaba operativo, pero, o no lo oía o no quería descolgar. Insistí. No sólo esa vez, sino que dejaba pasar unos minutos y volvía a llamar. Pensé que si no quería hablar más conmigo, volvería a apagarlo. Pasó mucho tiempo. Me sentía desesperado aunque con esperanzas de que me volviese a llamar o de que contestara a alguna de mis llamadas. Salí del bar y no quería meterme en la cueva. Volví a llamar y me esperé insistente. Descolgó.

  • ¿Hola? – dije -; soy Gerardo. Necesito hablar contigo.

Hubo un silencio un tanto largo, pero sabía que me estaba escuchando.

  • ¡Por favor! – le rogué angustiado -, no me hagas esto. Sé que quieres hablar conmigo y quiero que sepas que quiero hablar contigo; conocerte si es posible.

  • Conocerme no – dijo al fin -, al menos de momento. Pero me sorprende que me llames con cierto interés.

  • Te llamo con interés – le dije -; nadie se interesa por mí. Tú sí. Respeto tus ideas. No nos conoceremos, pero déjame hablar contigo un poco, por favor.

  • ¡Sí, claro! – contestó más animado -, pero déjame un tiempo para pensar en vernos ¿Te importa?

  • ¡No, no! – levanté la voz -, no me importa. Al revés; hablaremos por teléfono hasta cuando tú decidas. Más fácil no te lo puedo poner.

  • ¡Gracias, Gerardo! – exclamó -, la verdad es que no esperaba que me ibas a atender así ni que ibas a llamarme interesado. Quizá sólo te interesa saber quién soy.

  • Te equivocas – miré a las nubes -, no sabes cuánto me ha gustado recibir una llamada como la tuya.

  • Lo más posible – razonó -, es que pienses que te llamo porque soy feo y me da miedo a que me rechaces o algo así

  • ¡Me importa un carajo si eres feo! – le dije -; el hecho de llamarme con interés y de saber que me quieres… o que estás enamorado de mí, ya me hace sentir algo por ti… Pero es que no me dices ni tu nombre.

  • Tal vez – respondió -, si te digo mi nombre, por las listas, sepas quién soy.

  • ¡Bueno! ¿Y qué importa eso? – le expliqué -; has dado un paso ¿Te vas a quedar ahora quieto? No sé si te conoceré por el nombre, pero quiero conocerte aunque sea en persona para cambiar impresiones ¿Te gustaría?

  • ¡Hombre, claro! – exclamó riéndose -; lo paso muy mal cuando te veo y pienso que tengo que acercarme a ti… – se echó a llorar -; ¡No puedo, entiéndelo; no puedo! Soy muy vergonzoso.

  • ¡Vale, tío! Te entiendo – suavicé mi tono -, pero si no das ya el segundo paso, me vas a hacer a mí también que lo pase mal. Por favor, dime tu nombre; nada más. Hablaremos por teléfono un tiempo, si quieres, antes de conocernos.

  • Me llamo Fermín – dijo sin pensarlo - ¿No te suena?

  • Pues no, chico – le dije -; la verdad es que me quedo mejor con el primer apellido. Pero no me lo digas si no quieres. Ahora, por lo menos, sé que hablo con alguien que se llama Fermín.

  • Te imaginaba así – dijo -, atento, amable, dulce, cordial. No te preocupes. Déjame sólo unos días y nos veremos en persona. Déjame que se me pase este susto y esta vergüenza que tengo ahora ¿Te importa?

  • ¡No, en absoluto! – le dije -; decide tú cuándo quieres que nos conozcamos en persona y me lo dices sin temor. Yo estoy deseando. Sinceramente, me encuentro muy solo.

  • ¿Solo? – se extrañó - ¡Pero si eres guapísimo! ¿Ningún tío te gusta? ¿No sales con alguien?

  • Bueno, verás… - tuve que pensarlo un poco -, en realidad a mí me pasa un poco como a ti, que me gustan varios y hay uno con quien me encantaría estar, pero es hetero; ¡imagina!

  • ¡Jo!, que mal rollo.

  • Pues, por favor – le rogué -, no lo pienses demasiado. Me vas a tener en ascuas. Y no me importa demasiado si eres más guapo o más feo ¡No quiero estar solo! No busco nada más que a un tío que me quiera y a quien querer. Tener compañía. Sé que lo entiendes.

  • ¡Je! – exclamó - ¡Pues claro que lo entiendo!

  • ¿Puedo llamarte de vez en cuando?

  • ¡Bueno! – dijo -, ya sabes que el problema de esto es que es caro. No quiero que gastes dinero.

  • Te entiendo – contesté -, pero seas quien seas, me haces sentirme acompañado. Gracias por haberte decidido a llamarme.

  • No he sido yo – dijo -; un amigo me obligó. Marcó y me puso al teléfono. Soy un cobarde.

  • No me importa – respondí seguro -; llamaste y ahora hablamos. Por favor, Fermín, no lo pienses mucho y ¡vamos a vernos!

  • De acuerdo – alguien le hablaba -, tengo que dejarte, pero nos veremos pronto.

2 – El encuentro

Volví a llamarlo por la tarde y le noté muy contento de recibir una llamada mía. Unas dos horas después, me llamó él: «¿Cuántas ganas tengo de oírte!».

Le dije que no tuviese miedo, que yo no me comía a nadie y que no importaba cómo fuese. Le rogué varias veces que se dejarse ver; tomar algo juntos, charlar

  • Lo he pensado mejor – me asusté - ¿Sabes? Pensaba en conocerte un poco por teléfono; un poco más de tiempo antes de vernos. Pero ahora que sé que estás pasándolo un poco mal y yo soy más feliz sólo de hablar contigo por teléfono, he pensado en que nos veamos cuando tú quieras.

  • ¿De verdad? – exclamé ilusionado -. Podemos vernos hoy.

  • No, Gerardo – contestó -, me encantaría, pero hoy tengo una reunión familiar. No quiero que nos veamos sólo cinco minutos.

  • Estoy de acuerdo – contesté -, no te preocupes. Yo no tengo compromisos. Dí tú cuándo nos podemos ver.

  • ¿Mañana por la mañana?

  • ¡Sí, por favor! – se me hacía un nudo en la garganta -. Dime dónde y a qué hora; te esperaré con ilusión, pero no sé cómo te conoceré.

  • Mañana a las 12 en el bar "Los piratas" – dijo seguro -. Siéntate en una mesa. No es para que me esperes; llegaré puntualmente. Es para que veas que me acerco a tu mesa sin titubeos. Me conoces de vista. Bastante.

Hablamos algunas cosas más y me sentí muy contento. Estaba deseando de que llegara el día siguiente y, sobre todo, de que llegaran las 12 de la mañana.

Casi no pude dormir aquella noche. Me hice a la idea de que podía encontrarme a un chaval feo, deformado quizá, con algún defecto físico. Como persona parecía un tío muy agradable; incluso me dio la sensación de que conocía su voz. Di muchas vueltas en la cama, me levanté e incluso me vestí y salía a la calle en plena madrugada. Me quedé dormido. Cuando desperté, me quedaba muy poco tiempo para vestirme y correr hacia "Los piratas". Llegué a tiempo, me pedí un café y me senté en una mesa bien visible desde la entrada.

Ya eran las doce y no había llegado. Comencé a ponerme nervioso. En aquel bar entraban muchos y muchas de la facultad y no quería dejar que me vieran con… ¿quién sabe quién?

Al poco tiempo, entró por la puerta mi compañero de clase, Pereda, un chico guapísimo que, según me dijeron, tenía novia y pensaba casarse muy pronto. Intenté volver la cara hacia otro lado para que no me viera, pero vi cómo se acercaba a mi mesa y, sin pedir permiso ni nada, se sentó ¡Joder! Me iba a estropear mi cita.

  • ¡Mira, Pereda! – le dije al rato -, estoy esperando a alguien y… no te molestes, pero quizá no se acerque si no me ve solo.

  • ¿Por qué? – preguntó extrañado -, a lo mejor es una tía ¿no?

  • No – pensé despacio lo que decía -, pero… es alguien con quien tengo que hablar cosas importantes.

  • ¿Importantes? – se extrañó -; puedo irme si llega.

  • ¡No voy a echarte, joder! – le dije -, sólo te pido por favor que me dejes a solas. Luego te atiendo; de verdad. Es una cita muy importante para mí.

  • ¿Ah, sí? – preguntó insinuante - ¿Con una tía?

  • ¡No, no es una tía! – le levanté la voz -, es más importante que eso ¡Mucho más!

  • ¡Gracias, Gerardo! – dijo sonriendo -. Soy Fermín.