Amor Oscuro

La oscuridad los envuelve como amante caprichosa y cualquier pretensión de cariño es devastada. Sin embargo Daniel no se queja y aguarda el momento de vivir tan tierna locura.

Gracias a Uko-chan por betear.


Los besos fueron insistentes, fieros, casi rayaron en lo salvaje. Gestos normales de pasión y deseos. ¿Pensaría alguien que se trataban de un par de bestias inhumanas? Los suspiros se deslizaron suavemente por los labios de Daniel, acariciando la lengua por momentos, sus colmillos ensangrentados.

Las manos firmes e implacables de Hermes realizaron el conocido recorrido por su pecho, desde el cuello hacia abajo, sin ser muy presuroso en su acción, pero dando a entender que no deseaba ser paciente. ¿Se imaginaría alguien que esas mismas manos, insinuantes y excitadoras, había destrozado el cráneo de un hombre cual cristal de la copa más fina? Manchadas de sangre, invariablemente, por dentro y por fuera, la venas vivas a causa de asesinatos.

El tacto de un ser inmortal con muchos años encima podría sentirse como mármol sobre el cuerpo de un humano, pero para un compañero de la oscuridad, de más de trescientos, era como si cada músculo interno fuera masajeado profundamente, relajándolo y entorpeciendo sus sentidos sobrenaturales con la eficacia de la droga más ilegal. Nada que sea tan exquisito podía ser permitido por la ley, ni siquiera por la luz.

La sensación percibió gimiente entre su hombro y su cuello, perforado hace siglos por la boca de su ahora amante, siendo su bienvenida al Mundo de las Tinieblas. Desde entonces, se trataba de una de las zonas más sensibles de su cuerpo, si no era que la muerte lo hacía sensible a todo.

Un estremecimiento lo sacudió por un segundo, y el calor creciente en su entrepierna lo obligaba a perder de vista el pasillo de su departamento. De un empujón, su espalda encontró la pared, aprisionándolo entre la anatomía semidesnuda de Hermes, pálida y hermosa, carente de cualquier imperfección, gracias a la sangre viva. No había necesidad de pensar siquiera en quién sería el dominante, de modo tal que Daniel asimiló la sumisión sin protestar. Por el rabillo del ojo, con sus ojos vampíricos, vislumbró la puerta frente a la que se hallaban y, en medio de su fiebre, logró apartar las brumas para formar una sola palabra coherente.

—Angelique…— musitó, deseando con la poca consciencia que poseía, que la joven a la cual criaban no decidiera salir en esos momentos.

Sabía que su "hija" no tenía problemas respecto a la homosexualidad, más allá de la impresión esperable de alguien poco habituado a ella, pero dudaba que la escena que protagonizaban sus tutores fuera de su agrado. Los labios de Hermes se separaron un poco de su cuello, para transmitir una voz ligeramente ronca.

—Está dormida— espetó, acariciando su pecho y sus pezones de tal manera que el joven se veía estremecido por intensas olas de placer.

Entonces Daniel abandonó su escasa reserva y dejó salir el torrente de gemidos que lo atacó. Para Angelique, una humana careciente de cualquier habilidad vampírica, sus sonidos no serían más audibles de lo que era el susurro de las cortinas a la voluntad del viento, el cual ellos podrían percibir con toda claridad si lo deseaban. Hermes enterró los dedos entre sus cabellos morenos de repente, impulsándolo a aceptar la boca demandante, seguida por la lengua, que no tardó en adentrarse. Seguidamente, el mayor lo tomó de la cadera con más firmeza y él, reconociendo la pequeña señal, le rodeó el cuello con los brazos, mientras sus pies se elevaban hasta posarse por encima de la línea del pantalón, dejando todo su cuerpo a merced de las manos que lo agarraron por el trasero.

A través del poder mental de Hermes, la puerta de su cuarto se abrió inmediatamente, permitiéndole el paso hasta posar a su compañero sobre la cama con doseles de terciopelo morado, que siempre parecería fuera de lugar en su modesto apartamento, pero no deseaban desecharla. Oyeron el suave "clic" del seguro cerrarse, así como sus latidos exacerbados, bombeando velozmente.

La luna se dejaba ver modestamente entre las nubes, siendo apenas un halo de luz lo que se colaba por su ventana y reflejándose en el semblante sonrosado de Hermes, que, pese a todo, llevaba su inexpresividad habitual. Sin embargo, su mirada azul relumbraba en un deleite que ni el mejor de los actores podría lograr. Ningún otro ser podría provocar ese brillo en él, quien había crecido asimilando la inutilidad de todo sentimiento.

Sintió sumergirse en su propio gozo, pues sólo él lo había logrado. En un segundo, escuchó sus zapatos ser lanzados contra un ropero, guiados por el pensamiento de Hermes, al igual que los propios, y la repentina liberación de los calcetines.

¿Adónde había ido a parar su cinturón? No importaba, pues ahora sus pantalones seguían su mismo paradero, regalándole un alivio cuando su miembro erecto fue despojado de la ropa interior. Se besaron rápida y furiosamente, y, en un tiempo que Daniel juzgó demasiado corto, la cabeza de Hermes descendió por su cuerpo. No lo tomó en su boca directamente como hubiera querido-lo cual debería haber esperado-, sino que se dedicó a recorrer con su lengua alrededor de su ombligo firmemente, incitándolo a gemir en cuasi agonía.

No intentó sostener sus rubios cabellos o guiarlo inútilmente de alguna manera, en cambio, elevó las caderas mientras sus manos inquietas retorcían las telas en las cuales se posaban.

"Vamos, Hermes… no me hagas esto"

Recordaba vagamente el éxtasis que lo había abrumado al llevar la muerte a los asesinos a sueldo de esa noche, cuya sangre palpitaba en sus venas y mantenían su miembro enhiesto, necesitado de atenciones; pero ahora lo veía como una mera sombra de lo que lo conducía a perderse en esos momentos.

Los besos del mayor tenían una forma de tocar peculiar, casi como un pequeño puño presionando, y los labios poseían un agradable calor mortal. Su mano ligeramente rosada, pero nunca lo suficiente para disimular la palidez que había llevado en vida, recorrió su cintura de arriba y abajo, con la más exasperante suavidad, cual hombre que no lleva prisas para poseerlo.

Daniel siguió moviéndose insinuante y recién encontró un breve alivio cuando Hermes tironeó ligeramente de su sexo, encerrándolo en un anillo que formó con los dedos índice y pulgar, y luego subiendo hasta la punta, haciendo una ligera presión en el recorrida, para luego volver a su estómago. Por más que le rogara mentalmente, el joven sabía que había una sola manera infalible para saltar esos pasos, los cuales estaba seguro no tenían otro propósito que el de desesperarlo.

—Te a-amo, Hermes.

Las palabras mágicas que siempre descolocaban a su pareja, pues carecía de cualquier consciencia respecto a las emociones. No le agradaba usar esa carta para esos fines, pero de cualquier modo, sin importar las circunstancias, nunca dejaba de ser verdad.

Como lo suponía, Hermes tan sólo lo miró inexpresivamente, incluso más de lo que habituaba ver el mundo entero. La luz mostraba sus facciones agudas y pálidas, un poco revitalizadas a causa de su propia pasión. Cuando le dedicó una media sonrisa burlona en la oscuridad - siempre en la oscuridad, ¿no era por eso que lo amaba? -, Hermes se inclinó hacia sus labios, besándolos, haciendo que ampliara su mueca.

Probablemente otro se hubiera desconcertado por la falta de respuesta verbal, pero ese simple movimiento era la máxima expresión que podía esperarse de él, criado desde la cuna de una infame gitana hacía siglos, con el dogma oscuro de que no había beneficio en el sentimiento humano para criaturas como ellos.

No compartía esa idea, pero la aceptaba por su lógica y, aun si no lo hiciera, si se permitía pensar libremente en la horrible realidad que planteaba, el hecho de que fuera parte de Hermes era suficiente para hacerlo.

Entonces ni hubieron preguntas sobre si estaba seguro - estúpidas dudas humanas - o sobre lo que quería; y su amante le subió las pantorrillas hasta sus hombros, arrancando un ronco suspiro de pura anticipación, que para ambos pareció llenar la habitación; a pesar de que en realidad tuvo la misma resonancia que una suave palmada. Después de tantos años, el sigilo se mostraba inherente a su comportamiento.

Aunque la impasibilidad facial de Hermes se mantenía firme, también lo hacía el miembro que acercó sin vacilar a la pequeña abertura, la cual ya sentía palpitar de ansiedad. Lo penetró fácilmente al atraer su cuerpo con las manos, los años del mismo proceder daban sus frutos.

Daniel nunca había disfrutado del sexo de otra forma en su vida inmortal, y al rememorar las sensaciones que experimentaba, decidía que no le interesaba conocer otras formas, ni otras personas con las cuales llevarlas a cabo. Así se satisfacía en su primitivo y oscuro placer, logrando que la resultante exhalación fuera un suspiro de liberación. Buscó intencionalmente la mirada del otro y, al hacerlo, esbozó una sonrisa de picardía.

"Eres muy predecible a veces, ¿lo sabías?"

Hermes, naturalmente, no se molestó pues era incapaz de hacerlo.

"Algunos rasgos son eternos. Vivimos juntos lo suficiente como para que aprendieras los míos" Su respuesta fue perfectamente lógica, como todas sus leyes oscuras, las cuales procuraba seguir a rajatabla. Fría lógica. La lógica dictaba que su relación no debería haber durado ni la mitad de lo que había hecho. "Así como yo aprendí los tuyos" Entonces presionó un punto entre su sexo y su pierna izquierda con un dedo, obligándolo a soltar un respingo involuntario. No se rió, pero igualmente recibió una mirada de molestia.

Procedió a echarse un poco hacia atrás, esforzándose en sentir lentamente la carne liberar la presión a su alrededor y luego la estrechez, aumentada dada la dureza que paulatinamente adquirían todos los vampiros, y a la vez aflojada debido a la costumbre. Acechó el cuello, lamiendo y acariciando las venas con los dientes, tentando, amenazando cual predador a su sumisa presa, al tiempo que continuaba con el ir y venir que generaba tales gemidos en su pareja.

En algún momento lo mordió y, antes de que la sangre siquiera se asomara, cubrió los pequeños agujeros con la lengua, para a continuación iniciar con el proceso de recoger cada gota de esa esencia mortal; percibiendo ligeros y placenteros pinchazos, que acrecentaban su deseo de apropiarse de cada rastro, cada partícula de la fuente. No eran pensamientos racionales y la lógica era una isla desconocida, pero cumplía las normas, pues semejante instinto era animal, no humano. La noble locura que proviene de la oscuridad.

El placer no significaba algo para sonreír como con los humanos, era el alcance de la máxima sabiduría, el momento en que no había nombre, color o existencia que valiera la pena; el conocimiento que poseían los Hijos de las Tinieblas. La vida se convertía en ese efímero instante en lo que siempre había sido, una futilidad en el universo.

Y esa revelación conllevaba horror para Daniel, pues ya no había dulce Angelique, fascinada y curiosa en cuanto al mundo al que era su destino pertenecer, desde que su nombre fue escrito en el Libro de la Eternidad, como a todas las criaturas oscuras; y, más devastador aun, no había ningún Hermes que lo acompañara. Estaba solo en ese universo de inconsciencia, abrumado por un estado que ni siquiera podía llamarse muerte, pues no concebía algo tan nimio como la vida. Conocer su valor, su significado, momentos antes de que sucediera, no servía de nada cuando quería atarse a la Tierra. Quería gritar, pero carecía de oídos y no existía el sonido.

Duró un segundo, y se encontró contemplando el techo de la cama. Hermes estaba saliendo de su interior, notablemente cansado por los fluidos sanguinolentos que había derramado y que ahora él absorbería con un intenso estremecimiento. Algo parecido pero mucho más lento sucedía en su vientre, donde su esencia había sido expulsada. Tenía el pecho agitado, porque su corazón aún guardaba señales de su momentáneo pánico.

El agotamiento que el acto le había dejado no le permitía otra cosa que estarse ahí, siendo satisfactoriamente consciente de sus tenues jadeos, las ondas de pensamiento que su hija emitía en sueños y la presencia de Hermes a su costado.

—Lo lamento— musitó Hermes inexpresivamente, apoyándose en un codo.

—No lo lamentas— respondió él, cerrando los ojos.

No era un reproche. Hermes simplemente no podía lamentar nada; sólo eran palabras, una cortesía innecesaria e ilógica. Sus leyes oscuras no hablaban de esa clase de consideraciones para con sus discípulos, excepto por no tenerles ninguna clase de consideración.

Hermes pasó sus dedos por una de sus mejillas y al apartarlos, brillaron unas gotas escarlatas. De nuevo había llorado. Se restregó la cara con el antebrazo en un ademán acostumbrado, y no por eso menos fastidiado, mientras el rubio abría las sábanas y se acomodaba entre ellas, observándolo, esperando que se situara a su lado.

Los ojos le centellaban como cualquier vidrio, inexpresivos e igualmente fríos. Pero ahora no trasmitían la misma sensación de ser inanimado, Daniel lo sabía y así le dirigió una cansada sonrisa, que evidentemente el otro no comprendió, acostándose con él y luego tapándolos a ambos.

Fría lógica, leyes oscuras. Muy pocos vampiros dormían en la misma cama que sus creadores. Incluso Hermes podía desobedecer algunas reglas.

Fin