Amor; extraño amor

Lo que te dispones a leer, estimada lectora, estimado lector, no es sino una adaptación, muy a mi estilo, de la película “brasileira” del mismo título.

Hugo llegó a Sevilla, procedente de Madrid, por la estación Sevilla-Santa Justa, poco después del medio día, sobre las tres, tres y media de la tarde, de un día cualquiera de Mayo de 1952; venía destinado al Juzgado de 1ª Instancia e Instrucción de Dos Hermanas, como nuevo oficial de Justicia, y lógico, echó a correr hacia la terminal del autobús que  le llevaría allí, pero sucedió que llegó tarde, cuando el ómnibus ya había partido, y sin nuevo transporte hasta las nueve y media de a noche. Así que, sin pizca de ganas de estar esperando allí, como un pasmarote, decidió tomar un taxi hasta su final destino. Pero sucedió que la diosa Fortuna se empeño en que, ese día, Hugo no saliera de Sevilla, pues ocurrió que cuando casi abandonaban la ciudad, casi ganando ya la carretera de Dos Hermanas, Hugo la vio, la mansión que tiempos, años atrás, fuera la casi mítica “Villa Rosa”, donde por entonces morara su madre, y donde él mismo viviera casi dos maravillosos días con ella, su madre… Las treinta y ocho-cuarenta horas más felices de toda su vida. Y el recuerdo,  el embrujo de aquellas tan felices horas, decidieron que despidiera el taxi para, a pie, ir a esa especie de santuario al recuerdo de su madre

La casona, esa especie de mágico palacio de cuento de hadas, entonces estaba abandonada, deshabitada, aunque en muchas mejores condiciones de lo que cabría esperar tras tantos años de abandono. Por la escalinata de mármol, deslucido ya por el paso del tiempo, ascendió a la perta principal, una gruesa, pesada, cancela de dos hojas, de hierro forjado pero bella, artísticamente trabajado; pasada la cancela de entrada, el visitante se veía en una gran sala, cuadrilonga, esto es, bastante más larga que ancha, con 15/16 metros de ancho y hasta 70/80 de fondo. Esta gran estancia lo mismo podría entenderse como egregio recibidor o amplio distribuidor hacia las salas, salones y habitaciones en  general de la inmensa mansión.

Nada más acceder a esta gran estancia, a mano derecha, el despacho de “Madam Rosa”, ama, dueña, de  rodo esa especie de Edén en la Tierra, aunque no fuera su titular, sino que la disfrutaba por graciosa cesión de quien podía cedérsela  en usufructo, que no en propiedad. Y a su lado, como mano derecha de la “Madam” con quién compartía buena parte de la dirección del gran negocio que, realmente, “Villa Rosa” era, donde se comerciaba con todo y de todo, comprándose y vendiéndose cualquier cosa, por extravagante que fuera, a quien pudiera pagarla, claro está.

Colocado allí, a la misma entrada al largo “recibidor”, Hugo lanzó la vista hasta el fondo mismo de la estancia, admirando la excelsa magnificencia que aún todo eso conservaba, a pesar de los zarpazos del tiempo, el muchísimo polvo que cubría casi todo, con hasta pellas de barro seco en más de un sitio y  más de dos. Así, admiró, una vez más, las hileras de columnas en fino mármol de Carrara, con aspiraciones de las “Dóricas” de la antigua Grecia que, dispuestas en parejas, se sucedían hasta el fondo de la estancia, flanqueando, cada par de columnas, el paso a las salas repartidas a ambos lados, derecho e izquierdo, del largo recibidor/distribuidor.

Y al fondo, la regia escalinata, también en mármol de carrara, que ascendía a un segundo piso superior, escalinata que, al alcanzar una especie de rellano a unos tres metros de altura, se bifurcaba en dos tramos que llegaban al piso alto por cada uno de sus extremos. Este piso superior era una plataforma, con bastante fondo por el centro pero que iba estrechándose conforme se ganaban los extremos, con balaustrada, también de mármol, cubriendo todo el frente.

A este piso superior o segundo, se abrían diversas habitaciones, decenas de ellas, dormitorios muy coquetos todos ellos, con su propio cuarto de baño, cosa  no tan frecuente por  aquello años, los 30 del pasado siglo XX. Hugo se asomó a varias de ellas, casi todas desnudas de mobiliario y con sus paredes más que deslucidas. También se asomó al que fuera el cuarto de su madre, con un nudo en la garganta, los ojos nublados por la capa de lágrimas que los velaba y el alma, el corazón, encogido por la congoja, la añoranza de ella. Curiosamente, era de las habitaciones mejor conservadas, sin acumular tanta mugre, tanto polvo como en general había en las demás… Hasta la cama, con su colchón, estaban allí, sucio todo ello, pero no tanto, pues, en general, la suciedad provenía de la fina capa de polvo que lo cubría todo… Y Hugo, sollozando como un chiquillo, se lanzó sobre esa cama, semi abrazándose a ese colchón, lleno de polvo y algo de mugre… Y es que era la cama, el colchón, donde su madre dormía, donde él mismo durmiera una noche, con ella; la única que, por finales, durmió en esa caa


Hugo llegó a “Villa Rosa”, exactamente, el 17 de Julio de 1936; hasta entonces y casi, casi, dese que nació, había vivido con su abuela, habiendo visto a su madre, vivido con ella, en escasísimas ocasiones, seis, ocho, diez días, máximos, al año, pues trabajaba mucho y casi nunca tenía días  libres para pasarlos con él. Pero entonces, su abuela le había dicho que, en adelante, viviría con su madre; para siempre, pues ella, su abuela, no podía tenerle más. Así que le llevó a Sevilla, donde, según su abuela, vivía su madre y tras andar calles y más calles, con su maletita en la mano, le dejó en aquella esquina, frente a la casona o palacete que era la finca “Villa Rosa”, señalándole el edificio con el dedo, diciéndole

  • ¿Ves esa casa, tan grande y señorial? Bueno, pues ahí es donde vive tu madre. Así que, sal corriendo para allá y le das este sobre a tu madre en cuanto la  veas.

Y, dándole un beso, le mandó para allá. Llamó a la cancela y una doncella salió a abrirle.

  • ¿Qué quieres, niño?
  • Soy el hijo de Ana, y vengo a estar con ella, Le traigo una carta de mi abuela

La doncella tomó el sobre a través de la cancela, vio, efectivamente, el nombre de Ana allí  escrito, abrió la pesada puerta y Hugo entró, por primera vez, en esa casa. Al ruido de los timbrazos, más el estrépito de la pesada cancela, al abrirse y después cerrarse, desde su despacho acudió “Madam Rosa”

  • ¿Qué ocurre aquí?... ¿Quién es este niño?
  • Duce que es hijo de Ana; y trae un sobre para ella

Al punto, la “Madam” tomó el sobre que la doncella le alargaba y también ella vio el nombre escrito. Seguidamente, tomando a Hugo de la mano, ordenó  a la doncella

  • ¡Pronto! Avisa a Ana. ( Y dirigiéndose a Hugo, prosiguió ) Y tú, niño, ven conmigo

Le entró a su despacho, le señaló un silloncito donde sentarse, y empezó a hablarle al chico.

  • ¿Con quién has venido?
  • Con mi abuela
  • ¿Y  dónde está ahora tu abuela?
  • Se volvió al pueblo
  • ¿A dónde?
  • A nuestro pueblo.  Cerca de Llerena, en Badajoz
  • Y tú, ¿qué?...
  • Quiere que esté aquí con mi madre, porque ella ya no puede tenerme más tiempo
  • ¡Con que con tu madre!... ¡Pues qué bien!

La verdad es que la “Madam” estaba que mordía… Y cada ve má nerviosa. Por fin apareció Ana, que al instante corrió hacia su hijo, que se había puesto en pie, brillándole los ojos de emoción, de alegría, sonriendo abiertamente, de oreja a oreja

  • ¡Mamá…mamá!
  • ¡Hijo; hijito mío querido!

Y precipitándose el hijo hacia la madre, la madre hacia el hijo, se abrazaron, se besaron,  se sintieron… Y  se miraban, llenos de cario, de alegría, de ternura. La madre se separó un tano del hijo para mirarle, verle, mejor

  • ¡Dios mío, cómo has crecido, y sólo en un año!… Es increíble, si estás hecho ya  casi un hombre
  • Mamá, te he echado mucho de menos… Te he extrañado mucho… Pensaba todos los días en ti… Y  quería verte, abrazarte… Como ahora…
  • La abuela te trajo, ¿verdad?... Y, ¿dónde está ahora?
  • Se volvió al pueblo; dice que, desde ahora, viviré contigo, mamá…

Ana venía insistiendo, de vez en cuando, en volver la vista hacia la “Madam”, viendo cómo ella se ponía cada vez más nerviosa.  Y entendió que tenía que enfrentar a su jefa, pero, desde luego, no delante de su hijo; así que tomando al muchacho de la mano, se salió con él al recibidor/distribuidor, haciendo que se sentara en una silla, un tanto retirada de la puerta del despacho

  • Siéntate aquí y espérame, que enseguida vuelvo, cariño. Pero es que ahora tengo que tratar varios asuntos con la señora Tendrás paciencia y me esperarás aquí tranquilito, ¿verdad Hugo, hijo, cariño mío?
  • Sí mamá; no te preocupes, que aquí te esperaré

Y Ana, preocupada, volvió al despacho. Hugo entonces, mientras su madre marchaba al  despacho de a “Madam”, curioso, paseo la vista por cuanto le rodeaba. Alzó la vista hacia arriba, fijándose en la gran claraboya, en forma de cúpula, en artísticas vidrieras, y a todo lo largo de la extensa estancia, las columnas de mármol, sucediéndose las unas a las otras… Y la gran escalinata de allá, al fondo; y las salas que se abrían a ambos lados de aquella extensa, ancha y larguísima estancia o galería. Desde luego, lo que al momento se percibía, era la riqueza, la gran  suntuosidad, del lugar; un sitio que le pareció paradisíaco, palacio de cuento de hadas, digno de un gran señor; un príncipe, un rey. Y allí, entre ese esplendor, vivía su madre. E imaginó que allí se debía vivir muy bien, sin faltarle nada a nadie y la gente, sus moradores, siempre alegres y contentos; siempre riendo

Pero también le pareció un lugar muy raro. Había mucha, mucha gente, Decenas y decenas de personas. Pero todas mueres; mujeres que tampoco eran toas iguales, ni vestidas del misma modo, pues unas iban con batas negras y delantales blancos, fregando y barriendo acá y allá,  trabajando a modo caliente, vamos; otras, con blusa blanca, falda negra y zapatos de medio tacón, mucho más arregladas, que parecían cuidar de que todo estuviera en orden, como debía estar,

Y por fin otro grupo de mujeres,  más jóvenes en general, aunque también las había algo más mayores, de treinta, treinta y algún años. Estas otras mujeres parecía que apenas tenían nada que hacer, más que haraganear por aquí y por allá; en todo caso, un grupito ellas, llenaban de flores unos cuantos floreros en dos de esas salas. También todas ellas, hasta su madre, iban como si acabaran de levantarse, en camisón y bata en todo caso. Pero prendas preciosas, en telas que,  a simple vista, se  notaban muy buenas, seda,  gasa y otros tejidos semejantes, muy finos, casi transparentes todos. Vamos, unas prendas que sólo en el cine había visto cosa semejante La verdad era que todas esas mujeres eran guapas de verdad… Pero, ninguna tanto como su madre; ella sí que era guapa  con ganas.

A las que no estaban atareadas con la flores, las veía en grupitos, como cuchicheando, repartidas por aquí y por allá, muchas de ellas arriba en la  plataforma del segundo piso… Y casi odas mirándole, cuchicheando luego entre ellas y riéndose mientras volvían a centrar en él sus ojos. Algunas, le sonreían y le hacían visajes muy raros, como llamándole para que se fuera con ellas; también le pareció que alguna le ofrecía su boca, para que se la besara… Otras, le enviaban besos, lamiéndose los labios al hacerlo… Y Hugo se sentía raro ante todo eso; por una parte, estaba incómodo, inseguro y con mucha vergüenza ante tanta atención como despertaba, pero por otra, todo eso le fascinaba… Él  ya era un adolescente de catorce años camino de los quince, y su  cuerpo ya empezaba a responder ante ciertos estímulos… Y los “estímulos” que esas mujeres le transmitían se le empezaban a pasar de rosca

Al propio tiempo, en el despacho, Ana, su madre, despotricaba a más y mejor de la suya, la abuela de Hugo

  • ¡Sólo mi madre me haría esto!... ¡Maldición!... ¡Maldita  sea!

  • ¿Pero cómo se le ha ocurrido traerlo aquí?...  ¿Es que no sabe lo que es esto?

  • ¡Lo sabe!... ¡Pues claro que lo sabe! Vive de mí; yo lo pago todo allí
  • Entonces… ¿Poe qué hace esto?
  • No lo sé… Me odia… Nunca me perdonó
  • ¿Pero…qué dice en la carta?
  • Nada… Insultos, quejas… Y todo, por dinero. En parte, la culpa es mía, pues llevo casi tres meses sin enviarle nada
  • ¿Y por qué?... ¡Si tú eres la que más saca, la que más gana!... Si, la mayoría de los clientes, vienen por ti;  por verte simplemente, Y menudos clientes propios, privados, tienes
  • Tengo que ahorrar; quiero comprarme una casa… Y ella también sabe eso que se lo dije; que no gastara tanto, que achicara gastos, pues yo necesitaba ahorrar por lo de la casa, y que en unos cuantos mese no podría enviarle apenas dinero… Y por eso me lo encasqueta… Que si no le envío dinero, que me las arregle yo con mi hijo…
  • ¡Pues aquí no puede quedarse!… ¿Imaginas el follón que se armaría si se supiera que aquí manteníamos un menor?... Creo que ni el gobernador, con lo loquito que lo tienes, podría sacarnos de algo así
  • No te preocupes, Rosa; esto no es más que un chantaje para obligarme a enviarle dinero. Le enviaré algo y se calmará… Se llevará de nuevo al niño con ella… Pero, hasta mañana, al menos, no podré hacer nada, luego hoy tendrá que estar aquí.
  • ¡Pues no sé cómo!... Mira Ana, que nos estamos jugando mucho… No sé si recordarás el gran negocio de esta noche, entregarle al señor Cabello, ese excéntrico y degenerado malagueño, su “caprichito”: Una menor, doce, trece, años y aún virgen. Ya la tenemos aquí, nos la mandó desde Santiago la señora Ibarra… Es única para recomponer “virginidades”. Ya la verás; ahora está en sastrería, preparándola para la fiesta de esta noche, cuando le demos al malagueño su “caprichito” Y, palabra, que da el “pego”  Tiene ya casi veinte años pero no los aparenta y si se empeña sabe hacerse pasar por tierna mocita adolescente de 12-13 años, cándida y boba cual verdadera niña de tal edad
  • Que ya te  digo que no te preocupes; además, no tengo, no tenemos otra salida que hacerlo; mantenerlo aquí, pero bien escondido, donde nadie pueda verlo… ¡Ya está; ya lo tengo! En el ático, debajo justo del techo… El sitio es pequeño, pero sólo hasta cierto punto, pues cabría una cama y puede que hasta una mesita y una silla. Le metemos allí y que para nada salga hasta que pueda llevárselo a mi madre; sacaré dinero de la cuenta y le llevaré al chico Y lo de la casa, pues tendrá que esperar un poco más

“Madam Rosa” llamó  al despacho a una de esas empleadas encargadas del orden en la casa, encargándole se subiera una cama estrecha, de lasque por entonces se llamaban “turcas” y que venían a ser las plegables de hoy, sólo que rígidas y bastante más estrechas, 50.60 m. También una mesita y una silla, amén de sábanas, almohada y almohadón a  un habitáculo pequeño que quedaba, justo, por debajo del pináculo del techo, en lo alto del todo, sobre otro dos piso más, un tercero sobrepuesto al más noble segundo piso, una como buhardillas con los servicios de sastrería/modistería, lavandería y plancha más el “gallinero”, los cuartos donde dormía el servicio, dos, tres mujeres por habitación

Y es que “Villa Rosa” no era sino el prostíbulo o burdel, más importante, famoso y caro, carísimo, de Sevilla…casi, casi,  que e toda Andalucía

La doméstica salió del despacho para hace cumplir las órdenes recibidas y Ana a buscar a su hijo. Se llegó hasta él y, cogiendo su maleta con una mano tomó con la otra la de Hugo diciendo

  • Vamos; ven conmigo

Y así,  de la mano los dos encararon la gran escalinata subiendo al segundo piso, hacia la habitación de ella. Pero  en ese rellano o terraza se habían aglutinado un buen número de mujeres, “pupilas” todas ellas de la casa, que con los ojos se comían al chico. Entonces Ana, iracunda, se revolvió contra ellas, espetándoles

  • ¿Qué pasa?... ¿Es que nunca antes habíais visto a un niño?... ¡Sí!... ¡Es mi hijo!

Ana, con su hijo, se metió en su cuarto y las mujeres, al desaparecer madre e hijo,  rompieron a reír carcajadas. Ya dentro de la habitación, pasando a la alcoba, pues la habitación tenía un pequeño recibidor, dijo Ana

  • ¿Ves? Este es mi dormitorio… ¿Te gusta?
  • Sí;  es muy  bonito… Pero, oye mamá ¿Por qué  viven aquí tantas personas?
  • Bueno, no son tantas. Verás, Dª Rosa nos deja vivir aquí y nosotras la  ayudamos en muchas cosas. ¿Ves? Es un trato; un buen trato, tanto para nosotras como para ella. ¿Has comido ya?
  • Sí; con la  abuela en el tren
  • ¿Lo pasaste bien en el viaje?
  • No; el tren se movía mucho, se balanceaba, y la abuela no hacía más que protestar
  • ¿De qué protestaba?
  • No sé… Cosas de dinero. Decía que así, trayéndome aquí, se resolvería el problema  contigo para siempre.

Salieron del dormitorio y volvieron al living. Ana llevó  a su hijo a sentarle en un silloncito y, de una mesita de esas antiguas, redondas, con faldas, las llamadas “camilla” tomó una bombonera que, abierta, ofreció a su hijo

  • ¿Quieres un dulce?... Son muy buenos…

Y claro, Hugo agarró unos cuantos bombones que empezó a “zamparse” con fruición

  • Luego haré que te hagan una exquisita comida para que cenes

Y Ana volvió a sacar la carta de su madre y, encarando a su hijo, le espetó

  • Y todo esto que la abuela dice que  has hecho… ¿Qué?
  • La abuela miente; todo eso son mentiras
  • ¿Y esas cosas que dice que también has hecho…las…vergonzosas?
  • ¡Mentira, mentira!... ¡Mentiras y más mentiras!

Ana suspiró y volvió a guardar la carta en el escote del camisón. Tomó de nuevo a su hijo de la mano, diciendo

  • Ven aquí

Volvieron al dormitorio de la madre  y, tomando la  maleta del muchacho de la  silla  donde la pusiera, la colocó sobre la cama, diciendo

  • ¿Mandó contigo toda tu ropa?
  • No; toda no… Allí se quedó mucha..  No sé por qué…
  • Bueno… Yo sí sé porque… La  conozco bien… Vamos; ahora te bañas bien bañado y te pones ropa limpia… Que del viaje vendrás muy sudado…

Y tomándolo de nuevo de la mano le llevó al cuarto de baño, dejando que se desnudara él solo y se metiera en la bañera donde el chico se frotó el cuerpo bien frotado; luego volvió ella con un juego de toallas, mejor toallones, diciendo al hijo.

  • Ahora me toca a mí; anda sal y sécate

Ana se había llegado hasta el borde de la bañera, con un toallón abierto ante ella y Hugo  se levantó todo alto…  Casi más alto ya que su madre…Desnudo como estaba ante su madre, vergonzoso, se tapó sus partes con las manos, enrojeciéndosele todo el rostro. Su madre se sonrió ante la timidez de su hijo y envolviéndole  bien  en la toalla, le secó enérgicamente, dejándole luego envuelto en el toallón para que acabara de secarse

  • Ahora te vuelves al dormitorio y te vistes. Encima de la cama tienes ropa limpia

Seguidamente, Ana se desentendió de su hijo yéndose directa a acicalarse ante un tocador, alisándose el pelo con un cepillo. Le había dado la espalda a su hijo, esperando o estando segura, más bien, de  que éste había abandonado ya el cuarto de baño, rumbo al dormitorio, como ella le  dijera. Pero Hugo no se había ido, sino que estaba allí, clavado, junto  la puerta, envuelto en el toallón y con los ojos fijos en ella, mirándola sin pestañear, admirándola más bien; admirando, maravillado,  la magnífica, espléndida mujer que su madre era, con esos sus ojos que ya no eran de niño, sino de jovencito adolescente; aunque, eso sí, aún lampiño, que ni la típica pelusilla de melocotón se le había asomado todavía a las mejillas.

Ella estaba de espaldas a él, por lo que Hugo la admiraba a través del  espejo que ella tenía delante; pero es que, también ella y por el mismo espejo se fijó en él, y en esa carita de corderillo degollado con que la miraba. Entonces, ella se sonrió; entendía muy bien lo que decían los ojos, las miradas de su hijo, miradas que entonces no eran de niño, sino de un casi hombre que la miraba admirándola como mujer; y como a mujer hermosa… Y se sintió halagada al saberse admirada, como mujer, por ese casi hombre que ya su hijo era… Y de la más natural de las maneras, empezó el juego  de la femenina seducción del ya casi macho, enviándose mensajitos con sus respectivos ojos a través de la complicidad del espejo. Él la miraba embelesado y ella extremaba su sensualidad al pasarse el peine por el pelo, poniendo también esa femenina sensualidad suya, tan  acusada, en cada mirada que a su hijo enviaba. Al fin,  Hugo  bajó sus ojos al suelo y salió del cuarto de baño para vestirse en la alcoba de su madre.

Ya vestido, camisa, pantalón y los típicos tirantes  que, al menos hasta bien entrados los 50, sujetaban los pantalones de los niños; pantaloncito, además, que Hugo, con sus ya 14/15 los usaba largos. Paseó por la habitación, se quedó un segundo ante la puerta del baño  donde, seguro,  su madre se bañaba, integralmente desnuda; pero se alejó de allí, sin siquiera llegar a tocar el pomo de la puerta. Se acercó a la de entrada y, abriendo una rendija, se puso a mirar al exterior, esa digamos plataforma o terraza, con  balaustrada, mirando, curioso,  lo que allí pasaba. La expectación levantada entre aquellas mujeres a su llegada, se había apagado ya casi por completo, aunque algunas mujeres aún andaban por allí, haraganeando, asomadas a la balaustrada, oteando lo que en la planta baja se hacía, en general, trabajar con ese primer grupo de mujeres que barrían, fregaban y demás como principal “fuerza de trabajo”, bajo la atenta mirada y control de las del segundo grupo,  doncellas, camareras etc., pero también en funciones de controladoras tanto del primer grupo, las freganchinas, como del tercero, las que haraganeaban por allí medio desnudas.

En el  momento de él asomarse a esa semi terraza, a la  vista sólo dos de esas mujeres más-menos desnudas, conversando entre sí, apoyadas, de espaldas, a la balaustrada. De momento, ninguna de ellas le vio, aunque no tardaron en advertir su presencia; en tal momento, las dos empezaron a cuchichear más y más, riéndose entre ellas mientras le miraban. Entonces, una de esas dos mujeres, la de más edad, treintañera ya, sin duda,  sonriéndole de la manera más seductora, se adelantó hacia él, acercándosele pasito a pasito, hasta detenerse, justo, delante de él. Esa mujer, bajo la bata, no llevaba nada, integralmente desnuda. No dijo  palabra,  sólo se soltó el cíngulo que ceñía su cintura cerrando así  la bata; pero claro, al soltarse el cinturón, la bata, por sí misma, se abrió, dejando asomar ambos senos de la mujer que, no contenta con ello, se abrió aún máas la bata, pero sólo la parte superior, haciendo resaltar bien resaltados ambos pechos, oprimiéndoselos, acariciándoselos con sus manos para que lucieran más amplios, más tersos…mucho más deseables. Amplió su sonrisa y dijo

  • ¿Te gustan?

La mujer dio otro paso más hacia el chaval, abriéndose aún más la bata hasta  mostrar, abiertamente, su integral desnudez…Y siguió sonriéndole y acercándosele más  y más, ofreciéndose a él de la manera más directa, más desvergonzada. Sólo entonces, con esa mujer ya casi en la puerta del dormitorio de Ana, su madre, que un solo paso más y la mujer estaría allí dentro, Hugo, asustado, cerró finalmente la puerta en las mismísimas narices de la mujer que, al instante, rompió a reír a carcajada limpia.

Por  su parte, Hugo volvió a sumirse en la habitación, el dormitorio de  su madre, volviendo a dar allí vueltas y más vueltas, cual león enjaulado, y enervado; muy, muy enervado; como nunc antes se sintiera. Puso la radio, subiéndole el volumen al máximo, buscan aturdirse, olvidarse de todo, superarlo, con tano ruido. Pero su estado no cedía un ápice; es más se le incrementaba la turbación a pasos agigantados. Y la atracción que sobre él ejercía aquella puerta, la del cuarto de baño, donde su preciosa madre estaría bañándose, desnuda por completo en esos mismos instantes… Y las ganas, los eróticos deseos, triunfaron  sobre el mínimo raciocinio que aún conservaba, saliendo pues, disparado hacia aquella puerta que  para él entonces era la del Paraíso. Con sumo cuidado, evitando hacer el más  mínimo ruido, abrió una ligera rendija

Y sí; allí estaba ella… Sumergida en la bañera, desnuda, disfrutando del agua caliente que se echaba por encima, de vez en cuando, regándose así todo su espectacular cuerpo. Al poco, Ana salió de la bañera,  mostrando,  integro, su desnudo cuerpo. Dando la espalda a la puerta, se acercó al espejo mural que cubría todo el fondo del cuarto, extendido pues, a todo lo largo de la bañera. Y mirándose  allí, al espejo, puesta ya enteramente de pie sobre esa especie de pedestal que soportaba la propia bañera, estrujándose el pelo para achicar el agua atrapada entre sus cabellos. Luego, volvió a mirarse en el espejo durante unos segundos, para enseguida envolverse en los toallones, acabando así de secarse para, seguidamente, proceder a vestirse.

Entonces Hugo corrió al somero recibidor a sentarse en el silloncito que ella, al principio, le señalara, quedando allí todo formalito, como cualquier buen chico. Salió Ana del cuarto de baño, ya vestida y no, precisamente, de “noche”, es decir, no en camisón y  bata, sino con un sencillo vestido de tarde; volvió a tomar la maleta de su hijo y juntos salieron de la habitación a la galería o terraza, llevando Ana a su hijo recto, a un extremo  de la terraza. Y a mitad de camino se cruzaron con una de esas señoritas cuyo cometido parecía ser controlar a las del  servicio inferior, las criadas a todo ruedo y cuidar de que todo esté como debe estar. Esta chica, al cruzarse con Ana y Hugo, dijo a la mujer

  • Señora; arriba ya está tal y como se me indicó
  • Muchas gracias, Teresa. ¿Se cuidará usted e que le den la comida a mi hijo a su hora?
  • Descuide, señora. Too se hará como usted disponga.
  • Gracias Teresa.

Y dirigiéndose a su hijo añadió

  • Ven por aquí, cariño

Y los dos se metieron por un paso situado al extremo derecho de la galería o terraza,  detrás del tramo de escalinata que, desde allí, bajaba al gran recibidor. El sitio al que accedieron a través del paso medio escondido,  carecía, por completo, del lujo y  suntuosidad que hasta entonces había estado viendo allá por donde pasó, sino que era un lugar muy modesto. Nada más entrar Hugo se dio casi de bruces con una escalera de madera, corriente y moliente, eso sí, barnizada, casi brillante. Y su madre le indicó que subiera para arriba, por tal escalera. Llegaron arriba y Hugo, de nuevo, se quedó patidifuso cuando, en lo alto de la  escalera, justo donde ésta terminaba, se encontró, de sopetón, con otra mujer desnuda, al menos po delante, frente que a él le daba, ostentando con toda naturalidad pechos y vientre aunque la zona pubiana, con su “prendita dorada”, quedaba oculta por una especie de taparrabos, nada vistoso, hecho  de lanuda piel de cordero (“ Quedarse Patidifuso”: Quedarse uno  tan  sorprendido por algo, que se  queda inmóvil; sin poderse mover, al menos, de momento )

Cuando madre e hijo  se habían ya alejado un tanto  del grupo de mujeres, dijo la semi desnuda

  • ¡Pero qué niño más bonito, más guapo… ¿Quién es?
  • Al parece, hijo de Ana
  • ¡Pues es bastante  más guapo que su madre

Pasado ya el grupo de mujeres trabajadoras, madre e hijo atravesaron una serie como de pasadizos o salas de paso que, finalmente, les llevó un segundo o tercer tramo de escaleras, si se contara la escalinata que ascendía al muy noble segundo piso. Y, ascendiendo por  ese  último tramo llegaron al sitio donde Hugo debería estar, un lugar bastante sucinto en el  que a duras penas cabían la cama, mesita y silla, que Ana dispusiera se subiera. Una vez allí, Ana dejó la maleta sobre la silla y Hugo preguntó

  • ¿Dormiré aquí?
  • Sólo hasta mañana; mañana buscaré algo mejor
  • ¿Y no puedo acostarme contigo?
  • No; de momento no. Siempre, todas las noches, hay aquí visitas muy importantes para “Madam Rosa”, y yo tengo mucho trabajo; no podría atenderte y el ruido, las voces, la música y  tal, no te dejarían dormir. Esta noche es mejor que duermas aquí; estarás más cómodo y dormirás mejor… Mañana, ya veremos lo que se  puede hacer.
  • Pero estará esto muy oscuro
  • Vaya hombre; ¿tan mayor ya y te sigue asustando la oscuridad?... ¿No comprendes que eso  ya es ridículo en ti?

Ana revolvió, cariñosamente, el peo del muchacho, metiendo entre los cabellos los dedos de su mano

  • Bueno;  no te preocupes, amor,  cariñito de mamá, que haré que no esté esto tan oscuro; si ya verás, hasta te gustará estar aquí. ¿No  te parece esto, esta habitación, como una casa de campo de juguete para jugar en ella? Además, pronto tendremos los dos una conversación larga y muy seria. Pronto, antes de lo que te piensas, tendremos una hermosa casa para ti y para mí donde viviremos  los dos solos…  Te lo prometo
  • Pero, ¿tendré que regresar con la  abuela?
  • Puede que sí, pero no será por mucho tiempo. Sólo por un poco; hasta que logre adquirir esa casa de que te hablo.
  • Pero no quiero regresar. ¡Quiero estar aquí contigo!

Y Hugo se

echó en los brazos de su madre, medio llorando, abrazándola, mientras ella le abrazaba a él. Así se mantuvieron unos segundos, juntos, abrazados, con un deje de tristeza en los ojos de Ana. Quería a su hijo con toda su

alma, todo su corazón; él

era lo que más quería, lo

único que, realmente, tenía valor para ella…Lo único que, en verdad, le importaba en la vida. Pero ésta, la vida, es como es, y hay que ganársela… Y ella, era lo que era y había que pechar con ello; al menos, de momento. Luego, más adelante, ya se vería lo que podía hacerse Pero eso sería el mañana, y

hoy era hoy. Y eso no tenía vuelta de hoja…

Estos

idílicos momentos los rompió el ruido de un motor, un coche, que llegaba a la casa, a “Villa Rosa”… Se asomó a

un gran ventanal abierto al fondo del escuálido local, única fuente de luz solar del sitio y, efectivamente vio como un coche ascendía hasta la puerta de la casa,

reconociendo

en él al del banquero Arnero. En fin, que la “fiesta” empezaba ya y ella tenía que arreglase, En fin, que ahí estaba, nuevamente, la obligación, el

“trabajo”.

  • Cariño, lo  siento  pero no puedo ya seguir aquí, contigo. Tengo que irme  pues un asunto muy importante y urgente me reclama abajo…El dichoso trabajo, hijo; el puñetero trabajo. Alguien te traerá la cena y yo volveré contigo tan pronto pueda

Y dándole un beso de despedida, Ana abandonó el “cuarto” de su hijo, bajando escaleras abajo. Tan pronto su madre desapareció, hasta de la buhardilla inferior, el chico se asomó al hueco de la escalera que hasta allí subía, para, desde allí, contemplar  a la chica semi desnuda, que, despreocupada, cuchicheaba y se reía con las mujeres, sastras o modistas, que la rodeaban, trabajando en vestirla de linda, cándida, ”corderita”

Al rato, una de las  domésticas de la casa, de lasque parecían estar al cuidado y mando  del grupo más inferior, las que trabajaban a lomo caliente, subía la escalera hacia el pináculo que  Hugo  habitaba, pero en un tramo, en un recodo más bien de la escalera, la aguadaba una de las del grupo, al parecer, más  alto, las que se  pasaban la mañana y casi toda la tarde sin dar “palo al agua” que se le impuso a  la doméstica

  • ¡Déjame; dame eso! Ya le subiré  yo la cena al  muchacho…
  • Pero eso me lo han encargado a mí; es mi responsabilidad…
  • Pues ya no lo es; desde ahora, esa responsabilidad la hago  mía…
  • ¡De acuerdo señorita; de acuerdo

Y la “leona” se hizo cargo de la bandeja con la cena de Hugo. Y digo “leona” porque era la misma mujer que ya antes, mientras su madre ocupaba el cuarto de baño, fue hasta él, ofreciéndosele desnuda. En fin, que la  “leona”, solo cubierta  por la mima bata que antes llevara, subió con la bandeja de comida hasta los estrechos dominios de Hugo; allí, dejó la bandeja sobre la mesita y, sin pronunciar palabra, se giró hacia él, dándole el frente, con sólo la cama separándola de él. La “leona” rodeó la cama, donde el chaval se había medio recostado, saltando la “leona” sobre el “cervatillo”. Y es  que, bien podría decirse que la “prójima” tomó al asalto al todavía más chiquillo que joven adolescente, empeñada en desabrocharle la camisa, bajarle los tirantes y abrirle la  bragueta para sacarle el pantalón a pura fuerza, si ello fuera necesario

  • Esto, sé que no lo has  hecho nunca, pero ya verás cómo te gusta… No tengas  miedo de mí… Te haré muy feliz; muy dichoso, ya lo verás. Y también tú me harás disfrutar a mí… Ya verás,  seremos buenos amigos y lo pasarás muy bien conmigo…

La “leona” acabó por descubrirle todo  el pecho a Hugo y medio bajarle el pantalón hasta las rodillas casi. Entonces, comenzó por acariciar con sus manos ese pecho, sin asomo de bozo alguno todavía, para luego, cubrirlo de besos y lamidos de su lengua, dirigida, primordialmente, a las aún insignificantes tetillas del muchacho.

Él se sentía raro, muy, muy raro; y muy, muy enervado… Como pocas veces antes… Bueno, muy parecido a lo que sintió antes, cuando esta misma mujer se le plantó delante desnuda… Tan exaltado, casi, como cuando se decidió a mirar a su madre,  desnuda, en el cuarto de baño. La mujer, cada vez más agitada, más anhelante, se separó ligeramente de él, para despojarse, totalmente, de la bata y las chinelas que calzaba y lanzarse sobre él a tumba abierta. Le acabó de sacar el pantalón, la camisa y la camiseta, dejándole en porreta picada, tendido ya, que no recostado, sobre la cama. Volvió a besarle,  pero ahora en la boca, metiéndole la lengua que le rebañó, muy bien  rebañada, toda su cavidad bucal. Luego, más que “desmelenada” ya, se le subió encima, refregándose con su sexo en el  “pajarito” del chaval, que ya más era pajarraco  que pajarito,  hasta acabar por apoderarse, con su  mano, del “ave” del crío.

  • ¡Dios, y cómo se te ha puesto el “canario”! ¡Deseando lanar sus trinos dentro de este nidito que le tengo preparado, todo él calentito y deseando sentir el trinar del “pajarito”!

Se disponía ya la  “leona” a “merendarse”, enterito,  al “cervatillo”, sin dejar de él ni los huesos, cuando la “campana” vino a salvarlo, pues desde abajo la reclamaron, y con urgencia,

  • Sonia,  ¿qué haces?... ¿Dónde estás?... ¡La “Madam” está que trina contigo! Ya está la casa casi llena de invitados y tú sin aparecer
  • Lo siento, mi caprichín; pero ahora tengo que dejarte... Aunque, tranquilo, que luego seguiremos

Le besó de nuevo en los labios, se vistió la bata, se calzó las chinelas y salió corriendo, escaleras abajo. Al marcharse la mujer, Hugo se vistió, y se  asomó de nuevo al hueco de la escalera. Desde allí divisó a la “corderita” semi desnuda, que cada vez estaba más y más “semi” pues su desnuda piel, poco a poco, se cubría más y más con los retales de  piel lanuda de cordero que acabarían por cubrirla totalmente, haciendo de ella una tierna, inocente, candorosa, “corderita”.

Abajo, en la gran sala recibidor y en salas y salones adyacentes, abiertos a ambos lados de la pieza central, el recibidor,  la fiesta empezaba a estar en todo su apogeo aunque apenas se superaran las die de la noche, animada por una orquesta de jaaz de diez o doce músicos, piano, trompetas, trombón de varas, saxos, clarinetes, flautas, contrabajo y hasta un banjo. Ana, espléndida en su traje de noche hasta los pies, negro, ceñido, muy  ceñido, a su cintura, caderas y nalgas, resaltando su cuerpo de odalisca, brillaba con luz propia, como una estrella, un sol, en medio de su sistema planetario, la nube de admiradores que siempre la rodeaba, babeando por ella, dispuestos a hacer lo que sea, pagar fortunas asiáticas por sólo unas pobres migajas de sus personales favores, cosa que casi nunca lograban, teniéndose que contentar con sólo mirarla, admirarla y, alguna que otra vez, y por turno, medio abrazarla, bailando y, a lo mejor, permitirles ella besarla las mejillas… O, lo máximo, que fuera ella misma quien les besara a ellos

Por otra parte, el despiporren propio de esas fiestas, verdaderas orgías, ya se había empezado a dar, con los sofás, ches-longues, divanes y demás distribuidos por salas,  salones, incluso en la pieza central, el recibidor, con cantidad de parejas comiéndose, devorándose, ellas a ellos, ellos a ellas, con no pocos senos ya al aire, donde tíos y tíos, retozaban a todo retozar. Incluso ya, alguna que otra chica, se había llevado para arriba, al paraíso de la intimidad hombre-mujer, macho-hembra, a alguno de los invitados

Todo este estrépito llegaba, casi nítidamente al pináculo de la casa que Hugo habitaba, lo que hizo que el chico, curioso  e intrigado, comenzara a bajar las escaleras, con todo sigilo, para que nadie le descubriera, bajó por las escaleras hasta la, digamos, buhardilla. Pasó por allí, esas como habitaciones de paso, intentando ver algo de lo que allá abajo estaba pasando, pero le fue imposible otear nada. Vio unos conductos, bastante anchos, que parecían conducir hacia abajo;  se asomó a uno y vio que podría pasar por allí, y, tal vez, hasta la misma planta baja, donde se celebraba la fiesta, pero, al propio tempo, le dio miedo descolgarse por allí; le parecía que, según bajara hacia abajo, quedaría más y más  oscuro y, tal vez, sin nada a que agarrarse o apoyarse al ir bajando. En fin, que descartó ese medio para bajar; sólo le quedaba la  escalera, pero salvar a las mujeres que allá abajo trabajaban, le pareció imposible. Pero, en fin,  que siguió merodeando por allí, agazapándose muy cerca de ellas, esperando… Más que nada, un milagro: Que en algún momento les diera por irse de allí, aunque fueran sólo segundos y poder él colarse hacia abajo. Pero fue visto, por la “corderita”, precisamente, que al instante, le llamó.

  • Ven aquí, niño

Hugo trató de zafarse de ella, esconderse, peo, ella insistía e insistía en llamarle, al tiempo que aquella semi desnudez, esos pechos al aire, no muy grandes, redonditos, bonitos de verdad, con esos pezones ligeramente oscuros, en contr a ste con la nívea blancura de esa piel, le atraían como el imán al hierro… Y no tuvo ya fuerzas para oponerse  a ese  llamado

  • ¿Cómo te llamas?
  • Hugo
  • ¡Hugo!... Bonito nombre… Y también tus ojos son muy  bonitos… Pronto serás ya un chico grande… Aunque ahora estás ya  muy desarrollado… Casi pareces un hombre ya…
  • Y tú, ¿cómo te llamas?
  • ¡Ja, ja, ja!... Pus mira,  eso depende; en casa, soy Gertrudis, pero aquí Tamara…
  • ¿Y por qué vas vestida así?
  • Porque soy un”caprichito”, un juguetito para alguien… Verás yo soy como un osito de peluche, con el que alguien quiere jugar… ¿Te gustaría a ti jugar conmigo?... Me sé juegos la mar de bonitos a los que te encantaría jugar conmigo

Hugo se quedó mudo, inmóvil, con los ojos muy, muy abiertos; muy, muy brillantes

  • Sí Hugo; soy un osito  de peluche muy suave… Mucho, mucho…

La “corderita”, Tamara, tomó las manos de Hugo y se las llevó a sus senos

  • ¡Siénteme!...Siente cómo soy de suave…suave, muy suave… ¿Te gusta lo suave que soy?

Tamara se acariciaba los pechos, sus pezones, con las manos de  Hugo, con toda su palma extendida sobre los  senos, los pezones de Tamara que, con los ojos cerrados, se  mordía el labio de puro placer que con las manos del chico se estaba provocando a sí misma

Pero también sucedía que, en la fiesta, Ana se sentía inquieta; muy, muy inquieta. Hasta miedo sentía, sin poder explicárselo, explicarse el porqué de ese  miedo… Era algo difuso, como si presintiera algo muy desagradable, un peligro próximo. Y, al fin, dejó a sus admiradores para salir casi corriendo escaleras y más escaleras, alcanzando así el taller  de sastrería, donde Tamara estaba haciendo lo que hacía. Llena de furia se lanzó sobre el conjunto que Hugo y Tamara formaban, espetando a su hijo

  • ¡Hugo!... ¿Qué  estás  haciendo aquí?

Al instante, agarrándole de un brazo, bruscamente, le  apartó de la muchacha; le echó a ella una mirada asesina y, tirando de Hugo salió de aquél habitáculo en busca de las escaleras que les llevarían al lugar donde Hugo debía dormir esa  noche

Ana,  sí, salió de la  sastrería sin dirigir palabra a nadie, pero Tamara empezó a gritarle con todas sus fuerzas para que ella, la madre del muchacho, la escuchara bien

  • ¡Pero tú quién te crees que eres!... ¿Una dama?...  Ja,  ja, ja… ¿Y de qué le proteges?... ¿Qué crees que es él? ¿Especial? Pues no es especial, sino como todos los chicos de su edad… Y ya, más que listo para disfrutar de una mujer…Y hacerla disfrutar a ella…

Ana ni se molestó en responderle, haciéndole oídos sordos, y, aún furiosa siguió tirando de Hugo escaleras arriba,  hasta llegar al cuartucho de él, donde la emprendió con el muchacho

  • ¿Por qué te saliste de aquí? ¿No te ordené quedarte en tu habitación?
  • Es que estaba nervioso y solo. ..Y ella me llamó...
  • Pues no quiero que hables con nadie de aquí. ¿Comprendes? ¡Con nadie!

Todavía nerviosa, enfurruñada, se acercó al vano de la escalera, mirando de nuevo a la “corderita”, musitando entre

dientes

  • ¡Tamara maldita!

Volvió junto al muchacho, algo máas calmada ya, diciéndole

  • Tú no la conoces, pero es basura pura… Es mala, y la odio por eso, su intrínseca maldad
  • ¿Por qué te quedas aquí;  por qué no nos vamos?
  • Porque tengo que trabajar hijo, para gana dinero… Mucho, mucho dinero… Necesito mucho dinero para darle a tu abuela y que, algún día seamos libres los dos y poder estar ya juntos. Pero hasta entonces tengo que seguir trabajando, pues es la única manera de lograr dinero; el necesario para lograr nuestro sueño, ser libres…
  • Mamá; odio el dinero… Sólo trae  problemas…
  • Ya Hugo; yo, en realidad, también…. Pero es necesario, imprescindible, para vivir, Venga cariño; ponte ya el pijama y acuéstate. Y duérmete… Y no se te ocurra salir de aquí ni hablar con nadie… Luego subiré a  ver si te has dormido, Ya verás; mañana lo pasaremos muy bien. Tan pronto me despierte vendré por ti y pasaremos el día juntos. Saldremos por la  ciudad, te la enseñaré; ya verás cómo te gusta, pues Sevilla es muy bonita. Comeremos fuera, en un restaurante; un buen restaurante… Y si lo quieres, te compraré un helado. Luego, podemos ir al cine, pues con que estemos de vuelta a las ocho, ocho y media, suficiente para empezar a trabajar…. Pero tú, ahora, a ser un buen chico y a dormirte enseguida, ¿de acuerdo?
  • De acuerdo, mamá

Y Ana dio a su hijo un último beso en la frente y marchó para abajo, volviendo a la fiesta. Esperaba que ya estuviera allí, en la fiesta, su amante favorito, el Gobernador de Sevilla, José María Varela Rendueles. Esa noche tenía verdadero interés en verle; le trataría como nunca le tratara antes… A conciencia… Y es  que quería pedirle un favor muy grande: Que la ayudara a comprar la casa…a salir de donde estaba…a poder ser libre

Cuando se reintegró a la fiesta, vio que, efectivamente, allí estaba ya José María Varela Rendueles, Gobernador Civil de Sevilla y su gran valedor, mariposeando por aquí y allá, flirteando con cuanta mujer se tropeaba. Y se fue directa a él

  • José María, amor;  quiero hablar muy en serio contigo… Necesito que me hagas un favor muy grande; que me ayudes a lograr algo para mí muy valioso, muy querido… Te quedaré eternamente agradecida, rendida a ti, hasta el fin de mis días… ¿Quieres que subamos ya a mi cuarto, a mi dormitorio?
  • ¡Pero qué prisas te han entrado de pronto para irnos ya a la cama! Espera mujer, que tiempo habrá para todo. Mira ya es casi la media noche, la hora mágica; y, en seguida, tendremos aquí el plato fuerte de la fiesta, la entrega al crápula de Cabello de su “caprichito”… Según tengo entendido, lo poco que “Madam” me  contó, va a ser sonado el acontecimiento, lo nunca visto por aquí…  Y  mira que, aquí, en “Villa Rosa” se ha  visto cada cosa… Tranquila, amorcito, que, en su momento, todo llegará. Pero  ahora, disfrutemos de la fiesta. Divirtámonos bailando y bebiendo “champan”…  Esta noche quiero bañarte en champán y bebérmelo en tu cálida “copa”, tu femenina intimidad, mezclado con el pelo de tu pubis, que pienso arrancarte a bocados… Y luego, hablaremos de lo que quieras… Pero  ahora,  a divertirnos

Y enlazando a Ana por la cintura, se unió al general desmadre bailando y bailando al  son de la orquesta de jaaz, con los ritmos de, por ejemplo, unos para entones, jovencísimos Louis Armstrong y Duke Ellington, Chick Webb, Jimmie Lunceford y las “big bands”, como las de los míticos Benny Gooman, Glen Miller, Tommy Dorsey.

Llegó al fin  la media noche, haciendo su entrada triunfal del gran personaje de la noche, el más principal de los invitados de san noche, el multimillonario malagueño Alberto Cabello, un auténtico crápula, degenerado y vicioso, pero de un sibaritismo en sus personales gustos que, de no conocerle, y de cerca, además, nadie lo creería; pensaría de ello que eran exageraciones, difamaciones, incluso, contra su persona. Y como de otra forma tampoco podía ser, dado lo aficionado que era a la pompa y el boato, el culto a sí mismo, a su persona, con lo que su especialidad eran las extravagancias más estrambóticas que caber pudiera en mente humana, su entrada fue de película de romanos, con el ”triunfo” de un gran general que regresa,  victorioso, a la ciudad,  pues lo hizo en automóvil último modelo de la época, todo él blindado, pues tenía terror a las algaradas y asesinatos impunes tan comunes por entonces en España. Así, con él, en su mismo coche, dos guardaespaldas bien armados y escoltándole, otros dos autos más, uno delante, el otro  detrás del gran hombre,  con otros seis u ocho pistoleros más.

A su espectacular llegada salieron  a recibirle, a la  puerta, en lo alto de la escalinata de acceso a la mansión, toda la “plana mayor” de “Villa Rosa” presidida por “Madam Rosa”; a  su lado, flanqueándola, Ana y Varela Rendueles, el Gobernador Civil; y en segunda, en fila, casi todas  las “chicas de la casa” y buen número de invitados, con el Alcalde de Sevilla, Horacio Hermoso o el presidente de la Diputación sevillana, José  Manuel de Puelles. Hecho el gran recibimiento, toda esa tropa pasó al salón principal, el gran recibidor central, punto neurálgico de esa y de todas las fiestas, sede de  las orquestas que solían amenizar los festejos allí celebrados, al ritmo de uno diario.  Cuando el Sr Cabello entró en ese punto neurálgico que era el salón recibidor, se

acercó a la orquesta, quedando un momento frente a ella que, al momento, le rodeó, como arrullándole con su música, melodías suave, tipo “swing” o “blues”, como “Summer Time”, “

Smoke Gets in Your Eyes

(

En Verano,

El humo  ciega tus ojos)(1), para, de inmediato, sumergirse en el general desmadre,

calentando motores

para el gran  momento en que, con todo boato y circunstancia, se le   ofrecería su muy especial

regalo

;

regalo

que, realmente, le costaba un enorme montón de duros,

Y, por fin, llegó el tan esperado momento cuando, cerca ya de la un de la madrugada, por un momento se apagaron las luces quedando el gran salón iluminado sólo por las decenas de velas  que, los servicios de la casa, habían ido poniendo, discretamente, por las mesas, y la orquesta atacó una pieza tremendamente trepidante. En tal momento, se encendieron las luces y apareció

Madam Rosa

flanqueada por dos, digamos, ayudantas suyas, de las que se ocupaban, mayormente, en que todo funcione como es debido, empujando un aparatoso cajón, envuelto con cintas de color rojo, hasta colocar la caja justo, delante del Sr. Cabello, entre el general aplauso de la concurrencia. Entonces, la

Madam

y su ayudante más señalada, que hasta prescindía esa noche del general uniforme, blusa blanca, falda negra y zapatos, sustituido por un elegante vestido negro, con tirantes y hasta el suelo, calzando zapaos de altísimo tacón se adelantaron hasta el frente del cajón, abriendo sus dos hojas de par en par, Y dentro, una

corderita

blanca cual armiño

que, simpáticamente, saludó al Sr. Cabello alzando una mano, la derecha, en general gesto de saludo

Y el Sr. Cabello sudando a mares, con la lengua fuera, babeando de emoción, de sexual excitación. Y como de esperar era, estalló toda la gente allí reunida en cerrado, ruidoso, aplauso, sonriendo todo el mundo y también tremendamente excitados  por la proximidad del “gran desmadre”, momento que llegaría tan pronto el homenajeado Sr. Cabello desapareciera con su “caprichito”

Y entre la “Madam” y su destacada ayudanta, ayudaron a salir del cajón  a la corderita que, ya en pie, poquito a  poco, a pasitos cortos, contoneándose, fue  acercándose a su caprichoso dueño por esa noche. Llegó a su lado y empezó a acariciarle con sus manos enfundadas en la lanuda piel de cordero, haciendo que le besaba en los labios con la boquita de la máscara, en forma de la cabeza de una graciosa corderita; luego, la “corderita” empezó a librarse de su piel,  comenzando por las manos, luego las piernas, todo ello, hecho en forma de estriptis. Luego le legó el turno a la cabeza; se sacó la aparatosa máscara y quedó al descubierto no sólo su rostro juvenil, casi de niña, niña pícara, juguetona, sino también unos senos que, de niña, tenían poco, aunque sí de adolescente, dieciséis, diecisiete años. Siguió moviéndose ante su temporal dueño,  meneando, bien meneado, en las mismas narices del Sr. Cabello,  su culito enfundado todavía en la piel de cordero, luciendo un minúsculo rabito, un pequeño trozo de borreguillo redondeado aplicado en el estratégico lugar del culito, de manera que éste aparecía graciosamente  respingón

Y el Sr. Cabello ya no aguantó ni un segundo más; casi saltó sobre la “corderita” y tomándola en brazos, lanzó un escueto “Buenas noches a todos”, y desapareció,  corriendo, escalinata arriba. Eso fue como el pistoletazo de salida para la gran bacanal, pues al momento se produjo la general espantada de cuanto bicho viviente había por allí, unos formando pareja hombre/mujer, otros, mezclándose hombres y mujeres sin orden ni concierto, repartidos lo mismo por las habitaciones de las chicas, como por los sofás, divanes y  demás de las salas y salones de la planta baja, mientras la orquesta seguía atacando pieza tras pieza, a cual más trepidante, estruendosa.

Y Ana se llevo a su habitación, a su cama, al Gobernador. Llegados allí, el macho se empezó a desnudar, con todas las prisas del Universo Mundo, en tanto ella lo hacía más calmadamente. Ya casi  desnuda, con sólo las medias y las bragas puestas, fue dirigiéndose a la  cama, para sentada allí, sacarse las medias y  desprenderse de las bragas,  lista pues a meterse dentro, junto a Rendueles que para entones ya estaba metido en la cama. En tales momentos quiso traer a colación lo que deseaba pedirle a su amante, pero éste no quiso ni escucharla sino que, ardiendo en ganas de “trajinársela” simplemente le dijo

  • Eso luego, luego; ahora,  vamos a lo nuestro, al avío

Y no hubo más que hablar.

A todo esto, Hugo, totalmente encabritado, más “salido” que el pico de una mesa, no cejaba en su empeño de ver qué pasaba en la planta baja, en la fiesta, dando vueltas y más vueltas buscando por dónde bajar, pero que nada, ni “Flowers”. Y se volvió a aquello como un agujero, oscuro, oscuro, pero que parecía bajar hacia abajo. La verdad, le daba miedo meterse por ahí, pero las “ganas” eran,  muy, muy,  fuertes, más que el miedo. Y acabó por aventurarse. Entonces, resultó que el león en absoluto era tan fiero como le imaginara, pues era un simple respiradero que sí, bajaba hasta abajo, hasta todas y cada una de las habitaciones, salas y  demás, a las que el aire entraba, renovando el ambiente, por unas rejillas abiertas en la pared, muy cerca del suelo, con una trampilla sobre la rejilla, por la cual, contorsionándose uno algo para mirar hacia arriba, se podía contemplar casi toda la habitación, cama incluida.

Así vio no pocas parejas pegándose la gran “paliza” en una habitación o el sofá, diván de cualquier sala, sin preocuparse por las demás parejas que allí también estaban. O las  verdaderas orgías que por allí se montaban, en forma de “camas redondas” de seos, ocho, hasta  diez personas, ellas y ellos, en más que lujurioso “todos contra todos”. También se asomó al cuarto que compartían Tamara y el “asno” con oro, con ella haciendo al mostrenco un como estriptis al quitarse lo poquísimo que aún la tapaba.

Y a la habitación de su madre. La vio integralmente desnuda, en la cama, con el tipo ese hoyándole todo el cuerpo, hasta el último centímetro cuadrado de su ser, sin tampoco privarse de, abiertamente, pegarle: En la cara, en las nalgas, con palmadas, bofetadas a mono abierta. La manoseaba, lamía, chupaba por todo, pero  que todo el cuerpo, gruñendo de gusto, de placer, como un cerdo. Pero es que ella, su querida madre, respondía al cerdo ese gimiendo de puro placer…gruñendo, también, de puro gozo, de pura dicha, como una cerda. Sin poderse explicar la razón, lo cierto es que Hugo se sintió mal; muy, muy mal. Y, lamentando haber bajado hasta allá, se subió arriba y volvió a su cuarto. Ya allí se lavó la cara, más que nada, para refrescarse, y se metió en la cama. Tardó poco en dormirse, pero su sueño no fue, en absoluto, reparador, sino muy, muy, enervante.

En el sueño veía una habitación grande y muy lujosa; en la habitación, en su  centro podría decirse, una gran cama, una cama enorme, y en la cama  una pareja “folgando” (2) como posesos, como condenados, como si  en ello les fuera la vida… Poco a poco, la  imagen fue acercándosele y se  quedó pasmado al reconocer en ella  a su madre; pero es que se quedó patidifuso cuando, en el hombre, se reconoció a sí mismo… Él, él mismo, unido, sexualmente, a su propia madre. Luego, su madre despareció, ya no  estaba allí, pero él sí, en la misma cama, pero ahora rodeado de mujeres; chicas que le besaban, le acariciaban,  tocándole, lamiéndole por todo el cuerpo, sin siquiera olvidar sus partes pudendas. Allí estaba Tamara, insinuante como siempre, y Sonia, la mujer que se le ofrecía, desnuda, a la puerta de la habitación de su madre a nada de llegar él. Y otras muchas, conocidas de vista unas, desconocida otras. Y de pronto, vio a su madre, mirándole desde atrás del todo, mirándole seria, muy seria, con esos sus labios, rojos como la sangre, entreabiertos, en un gesto, una mirada, un tanto indefinible, un tanto como si lo que veía, a él en poder de esas mujeres, le doliera, le hiciera  daño

Entre tanto, había transcurrido ya má de una hora, hora y media, puede que más, desde que comenzara la generalizada bacanal, cuando allí se armó la de Dios es Cristo, con el Sr. Cabello subiéndose por las paredes, bastante más que cabreado pegando gritos, bramidos, y clamando a  todo clamar

  • ¡Ladrones!...  ¡Estafadores!... ¡Que me queréis dar “gato por liebre”!... ¡Madam Rosa! ¡Madam Rosa! ¡Devuélvame mi dinero, y con intereses, o ya mismo pongo denuncia en la policía!… ¡En el Juzgado de Guardia!

El follón que se formó fue minino, con todo el mundo, invitados y chicas en la planta baja, el  gran salón recibidor central, atraídos por el escándalo que el Sr. Cabello estaba liando, rodeado de su gente, sus guardaespaldas que, para que nada faltara al drama o sainete, que de todo había allí, andaban con las pistolas desenfundadas, apuntando hasta al Lucero del Alba, si  se le ocurriera aparecer por allí. Al fin llegó, toda  azarada, escoltada por su ayudanta mayor, “Madam Rosa”, tratando de ponerle “paños calientes” a lo “tumefacto”

  • ¿Pero, qué le sucede, mi queridísimo Sr Cabello, para dar semejantes voces, decir todas las barbaridades que está diciendo?
  • ¿Que qué me pasa? ¿Que qué me pasa? ¡Pues, ni más ni menos, que se me ha engañado, se me ha robado, estafado, un dineral!... Que esta “niña” ( señalando a  la “corderita” Tamara, llevada hasta allá a empellones por él y sus gorilas ) no es virgen, ni tan jovencita como se me prometió y yo pedí.
  • Por Dios Sr. Cabello; que nos conocemos de antiguo ¿Me cree capaz, siquiera, de tratar de engañarle? ¡Por favor, mi  querido amigo!
  • ¡Pues  a los hechos me remito. Esta señorita ni es virgen  ni tan joven como se me dijo. Y comprobar ambas cosas es fácil: Ir al  Juzgado de Guardia y que el forense la reconozca. Y pienso hacerlo esta misma noche, y denunciarla, denunciarlos a todos, si de inmediato no se me da la debida reparación

Entre las personas que al escándalo formado había acudido, estaban José María Varela Rendueles (3) y Ana, él en “paños menores”, ella tapando su integral desnudez con una bata; y, ante el cariz que el asunto estaba tomando, que la cosa podía hasta acabar en el Jugado o en la Policía, el político se asustó cosa fina, filipina, con lo que  pensó que lo mejor, lo más conveniente, para él, claro, era largarse de allí, y cuanto antes, mejor.

Se lo dijo a Ana; que  se iba  y necesitaba retirar su ropa del dormitorio de ella; así que, juntos, subieron a la habitación y ya allí Ana le recordó que llevaba tratando de hablar con él casi toda la noche y que, por favor, le dedicara unos minutos, pero Rendueles ni escucharla quiso; a vuela pluma le extendió un cheque por cierta suma de dinero; se lo puso en la mano y se marchó, diciéndole

  • Lo  siento, querida, pero no puedo perder ni un segundo. Toma, para que te vayas vadeando un tiempo, pues no sé ni cuándo podré volver por aquí: de cuándo podré volver a verte

Dicho esto, escapó como alma que lleva  el Diablo. Ana quedó allí, preocupada por su inmediato futuro, y desalentada, frustrada, de su amante, pensando

“Los hombres, son todos unos cerdos; te quieren para lo que te quieren, usarte a su antojo, cuándo y cómo les apetezca; pero cuando tú necesitas, de verdad, de ellos nunca los encuentra, siempre te dejan en la estacada

Tal y como estaba, con sólo esa bata que más era “salto e cama” encima, cubriendo su  total desnudez y calzando chinelas que más parecían pantuflas, se salió a esa especie de plataforma o terraza a la que se abrían las habitaciones, asomándose a la balaustrada, paseando, curiosa, la vista por aquella planta baja central y se quedó altamente sorprendida cuando vio a Alberto Cabello y “Madam Rosa”, compartiendo sofá y brindando ambos con champán en amor y compañía, sin rastro de la reciente bronca entre ellos. También vio cómo Tersa, la camarera que arreglara el “cuarto”, subía hacia donde ella estaba, con una bandeja de canapés, “medias noches” y demás, por quié supo que el Sr. Cabello y “Madam Rosa”, zanjaron el asunto recuperando él  cuánto pagó, más un sabroso  interés, y recibiendo, desde ya, un trato “muy especial” siempre que visitara “Villa Rosa”.

Y Ana quedó más tranquila, contando con que, arreglado eso, al siguiente día, seguramente, hablaría con Rendueles, sacándole lo que quería. Pero la tranquilidad le duró poco pues, enseguida, echó en falta a la “corderita” Tamara, y se echó a temblar; tal y como estaba, en bata y chinelas, bajó abajo e indagó, preguntó por ella, pero nadie la había visto ni sabía dónde podía estar; la juerga continuaba y nadie se preocupaba por nadie más que por sí mismo.

Y, desolada, salió corriendo al habitáculo de su hijo, su Hugo, Y sí; allí estaba, desnuda por completo, en la cama de su hijo, su Hugo, encima de él; le había despojado ya de  la chaqueta del  pijama y pugnaba por arrebatarle el pantalón, sin por ello dejar de restregar su sexo en él. Y, roja de ira se abalanzó sobre ella.

  • ¡Tamara maldita!... ¡Te mataré, ¿me oyes?, te mataré!... ¡Zorra maldita!

Y una lluvia de golpes, arañazos, patadas puñetazos, alcanzaba a Tamara por  todo su cuerpo, sin olvidar los tirones, arreones, de pelos, amenazando con arrastrarla así por el suelo. La verdad es que Tamara no era “manca”, precisamente, que un tanto fuerte sí que era, a pesar de su aspecto de casi niña, pero con ya veinte, puede que veinte y algún años, pero Ana parecía una Némesis vengadora, imparable en su ira, sus ansias de venganza, y Tamara no tenía otra que tratar de huir, pero le resultaba sumamente difícil, pues no encontraba manera de separarse de aquella Furia; por fin logró echarse escaleras abajo, buscando, si no escapar, sí encontrar alguien  que le quitara a aquella fiera de encima. Y, en cierto modo, lo encontró al llegar a la planta de abajo, la de los talleres, lavandería y plancha, pues coincidió que en ese momento subían dos de esas empleadas encargadas de que todo fuera bien en la casa, que sin quererlo ni darse de ello cuenta, resultó que se interpusieron entre perseguidora y perseguida, lo  que dio un respiro a Tamara y desanimó a Ana a seguir tras la violadora de su hijo.

Así que desanduvo los pasos que dio tras Tamara,  regresando a donde su hijo estaba, pero a paso lento, visiblemente preocupada, decaída. Cuando alcanzó el altillo que era cuarto de Hugo encontró a éste ya vestido, chaqueta y pantalón del pijama, y de pie, como esperándola. Le tomó de un brazo y se encaminó, con  él, hacia la escalera

  • Ya ves, Hugo; al final te saldrás con la tuya, porque hoy dormirás conmigo… Y hasta puede que mañana también.

Llegados a la habitación de ella, Ana se sentó en la cama, con una expresión más de desaliento que de alegría y encaró a su hijo, que estaba apoyado en el pie de la cama,

  • Bueno; pues creo que ya lo sabes…ya te has enterado, lo has entendido… Sé que, por fin, has entendido todo. Yo quería que lo supieras, que te hubieras enterado más tarde Pero las cosas son como son, y tú, a tus años, debes entenderlo…y aceptarlo sin más. Tendrás que irte de aquí, porque aquí no puedes seguir Además, este sitio no es bueno para ti y mejor será que estés lejos, muy lejos de todo esto… Pero yo tengo que quedarme aquí… Hasta el final… Yo no podré llevarte con la abuela, pero con alguien te enviaré con ella
  • Pues yo no quiero irme… ¡¡¡NO QUIERO MARCHARME, MAMÁ!!!

Mientras  esto decía, el muchacho se aferraba, casi desesperado, a la estructura del pie de cama, y a su madre, dolorida por lo que su hijo, desde luego, estaba pasando, se le rompía  el alma viéndole sufrir; se levantó nerviosa, sin saber muy bien cómo segur hablando a su hijo; así, estrujándose las manos, empezó a dar vueltas alrededor de Hugo, rodeándole por la espalda, pasándole y repasándole una y otra vez

  • Bueno; no te preocupes mucho, mi  amor. Le enviaré, contigo, mucho dinero a la abuela; y ya sabes lo contenta que se pone la abuela cuando tiene dinero… Ya verás, te tratará bien; siempre te tratará my bien, porque le iré enviando bastante dinero
  • No quiero. ¡Quiero quedarme contigo! Quiero estar aquí. ¡Quiero estar aquí! ¡Contigo!
  • Ya eres casi un hombre y debes comprender la vida. Las cosas son como tienen que ser. Eso es todo. No llores. Ven aquí.

Ana se acercó a su hijo, tendiéndole las manos, él las tomó y ella tiró de él, llevándole, con todo cariño, a sentarse, junto a ella, en la cama, asiéndole todavía de las manos. Hugo seguía llorando a lágrima viva y ella se moría de dolor viéndole así, llorando con tanto desconsuelo. Le acarició, pasándole la mano por el pelo, las mejillas, al tiempo que seguía hablándole

  • Estoy segura que comprendes qué es todo esto. Tendrás el resto de tu vida para estar conmigo… ¡El resto de tu vida, hijo, cariño mío!

Pero Hugo no se calmaba, sino que seguía llorando, cada vez más amargamente. Hasta que, sin ya poderse contener más, se lanzó a los brazos de su madre que le recibió, pues como una madre recibe, entre sus  brazos, a un hijo atribulado, con todo su  cariño, toda su dulzura, todo su amor. Pero la congoja de él proseguía, ahora abrazado a ella, y Ana…pues ni sabía cómo estaba, pues la desgarrada congoja de él, su hijo, el ser que más quería en este mundo; bueno, el único que, de verdad, quería; el único que, en verdad, le importaba, la estaba matado.

No decían nada, sin más sonidos en la habitación que los sollozos de Hugo; ella,  Ana, le acariciaba la cabeza, mesándole tiernamente el pelo, metiendo sus dedos entre los cabellos del muchacho, pero sin mirarle; sin mirar a  ningún sitio pero haciéndolo, no obstante, en todo su derredor, pero sin ver nada, sin mirar, realmente, a ningún sitio, como ida; sólo sintiendo,  hasta lo más profundo de su ser, de su  alma, de su corazón, el desgarrado llanto de su hijo, su desesperado dolor. Al poco, Hugo alzó hacia ella sus llorosos ojos, como en una imploración, como en una súplica; entonces, Ana sí le miró, cruzándose en el aire ambas miradas… No lo pensó, sino que fue algo absolutamente espontáneo, que le salió, le brotó, de muy adentro, como la sublimación de su amor de madre, como la suprema forma de calmar, mitigar, el patético dolor de su hijo. La cosa fue que apartó un poco de sí misma a su hijo; le miró a los ojos y, sonriéndole, se soltó el ceñidor que cerraba la bata abriéndosela ella misma de par en par, mostrando así su hermoso y desnudo cuerpo a su  Hugo, que ante eso, se quedó, más bien, pasmado.

Seguidamente, ella misma, tomando la cabeza del muchacho por el cogote, dirigió la cara del chico, narices, boca, labios, a sus desnudos senos. Ella le seguía acariciando, y besándole, pelo y cocota, pero dejando libres manos y brazos del chaval, que, al momento, desaparecieron en el interior de esa bata, buscando muslos y culo maternos, mientras su boca, labios, lengua, besaban, lamían, chupaban y succionaban senos y pezones a mansalva.

También él, en nada, estuvo desnudo, como ella, que acabó por librarse de la bata, quedando aún más desnuda ante su hijo…para su hijo. Ana, en un principio,  simplemente, se dejó hacer, cediendo a su Hugo toda la iniciativa, pero también llegó el momento en que quiso ser no actriz pasiva, sino activa. Fue cuando, con sus dos manos, tomó el rostro de su hijo y se lo acercó al suyo mismo hasta que labios y bocas se fundieron en un prolongado beso; un beso  de amor, de cariño; un beso que, sobre todo por parte de ella, fue ternura, mimo, suavidad…  Cariño, amor de madre, pero tintado de pasión, deseo de mujer enlazada, unida, “in aeternum”, al ser que era su vida, su razón de ser, de vivir… Y vivir para él… Lo que  todo eso significaba no lo sabía, pero es que tampoco quería saberlo; sólo deseaba sentirlo,  vivirlo, minuto a minuto, segundo a segundo… El ayer, el mañana, no existían; ni  tan siquiera el “hoy”, sino el ”ahora mismo”; el minuto, el segundo, que vive…

Por su parte, Hugo no cejaba en acariciar, besa, lamer, todo el cuerpo materno, desde sus senos hasta su grutita del placer, que el casi chiquillo, casi adolescente, se  empeñaba en explorar, bien explorada, además, con sus dedos o sus, aún, deditos,  sin dejar rincón “sano”. Él, claro está, no sabía nada, pero nada de nada, de “esas cosas”, “clítoris”, “punto G”, etc. pero era porfiado en buscar y rebuscar por todos los recovecos de “aquello” tan calentito, tan acogedor, tan tremendamente húmedo, con lo que acabó por “sonar la flauta”, aún y cuando fuera  de pura casualidad, pero sonó, alto y claro, y Ana tocó el cielo, el Edén de Allah, con sus manos; se sintió transportada allí,  por “obra y gracia” de su hijo. Pero,  realmente, la relación madre-hijo, por finales no fue completa, pues no hubo penetración; ni siquiera masturbación consciente, lo que no impidió que los dos alcanzan el clímax del placer de Eros y Venus, aunque con ventaja  para la madre, que “llegó” dos, tres veces, por lo menos. Y así, abrazados los dos, hechos un ovillo los dos, desnudos los dos, acabaron por rendirse a los brazos de Morfeo…

Y hasta ahí llegaron los dulces, tiernos, recueros de Hugo, pues al día siguiente todo terminó con el Alzamiento Militar que trastornó, rompió, la vida de media España, luego a qué seguir con unos recuerdos que ya de dulces, felices, nada tenían.

FIN DEL RELATO

NOTAS  AL  TEXTO

  1. Estas canciones tienen, actualmente, plena vigencia, siendo interpretadas continuamente por casi todos los intérpretes actuales del género, pero datan de los años 20/30. Así, “Summer Time”, es de la Ópera Jazz “Porgy & Bess”, del norteamericano George Gershwin, estrenada en Boston en Septiembre de 1935 y en Nueva York en Octubre del mismo  año. Y“Smoke Gets in Your Eyes”, del músico USA Jerome Kern, para el musical“Roberta”,  estrenado en Broadway en 1933.
  2. “Folgando”, gerundio el verbo “Folgar”. Diccionario de la RAE: “Folgar”: Verbo en desuso. Holgar. Tener ayuntamiento carnal.
  3. D. José María Varela Rendueles era, efectivamente, Gobernador  Civil de Sevilla y su provincia en aquél Julio de 1936, pero deseo aclarar que esa vida de alegre mujeriego que le atribuyo es, totalmente, fantasía mía, pues ni idea tengo de cómo vivía el buen señor. Licencias  literarias  de este autor,  un tanto“licencioso”él...

NOTAS DEL AUTOR

Hasta aquí, la narración, bastante fiel al original, de la película; ¿diferencias?:

  • La  “Peli” se desarrolla en Brasil, el “Relato”, en Sevilla, España.
  • En el relato, tanto el amante de Ana como los principales clientes de la “casa”, son políticos; en la “peli”, son gentes de mucho, pero mucho poder económico, pero, a su vez, con aspiraciones políticas: Hacerse con el poder del país en unas elecciones amañadas a su favor con su dinero, de modo que esa “flor y nata” de la economía brasileña no son sino un grupito de conspiradores, al que no son ajenas ni la “madam”, en la peli ”Dª Laura”, ni siquiera, Ana, la madre de Hugo.
  • El Alzamiento o sublevación militar de 18 de Julio de 1936,  en la “peli” es  un “golpe de estado” dado desde “arriba”, por el propio Gobierno, que claro, trunca los planesde los “conspiradores”, que salen de “naja”, ( huyen ) al exilio

Este Golpe de Estado lo dio el entonces presidente de Brasil, Getulio Vargas, precisamente para impedir las elecciones previstas para ese año 1937; se valió de un falso proyecto comunista    para

hacerse con el control del país mediante un alzamiento o revolución. El resultado fue la dictadura del  “presi”, Getulio  Vargas hasta 1945, apoyado por el estamento militar

  • En el relato, de lo que pasa, tras el alzamiento militar, con Ana, la “madam”, y demás habitantes de la casa, nada digo; en la “peli”,  a las de la casa, sólo les pasa que les varían los “buenos clientes”, “amigos”, “protectores” y tal y tal y tal, acogiéndose todas ellas al “Sol” que, entonces, más calentaba. Y Hugo, desde luego, regresa con la abuela; pero su madre, Ana, al despedirle, lo hace con un beso en los labios, muy, pero que muy, significativo, po su sensualidad.

En fin, que la película, en sí, es un tanto “rollo”: Mucha tía desnuda todo el tiempo, lampando ( Del verbo “Lampar”: Desear mucho una cosa ) por “comerse” el “bollito de leche” que era Hugo, a sus 14 años, bastantes escenas  de cama de Ana y su amante,  e interminables y soporíferos diálogos, conversaciones, entre los invitados pero con la  “madam”, y a veces, Ana, en las conversaciones, sobre sus planes para imponerse ellos en las próxima elecciones, y lo que podrán hacer siendo ya lo dueños absolutos del  país… Ah, y el morbo de las escenas de cama entre Ana y su hijo.