Amor entre varones
Me enamoré por primera vez a los 18. De Hernán un compañero del cole. Hernán llegó ese año, y desde el primer día de clases me sentí atraído.
Me enamoré por primera vez a los 18. De Hernán un compañero del cole. Hernán llegó ese año, y desde el primer día de clases me sentí atraído. Era alto, morocho, de ojos verdes, piel oscura y cabello negro. Estaba en ese momento en que se deja de ser chico para pasar a ser hombre. Igual que yo, por otra parte. Aunque soy todo lo contrario, muy blanco, de pelo rubio y ojos azules. Pero a los dos, en esa época, se nos ponía gruesa la voz, se nos ensanchaban las espaldas, la barba se nos volvía tupida.
Hernán se sentaba lejos de mi asiento, pero al segundo día, descubrimos que tomábamos el mismo colectivo. Ese día, solamente nos saludamos y cada uno siguió en su asiento. Hernán se bajó una parada antes que la mía. Eso me produjo una fuerte sensación, Hernán vivía cerca de mí casa.
Al otro día en el recreo, me armé de confianza y me acerqué a hablarle, me impresionó al verlo de cerca lo lindo que era, la camisa blanca resaltaba su piel morena, y era tan joven y tan varonil. Le pregunté si vivía en el mismo barrio que yo, y efectivamente su casa estaba a cuatro cuadras de la mía. Hernán parecía muy serio y su mirada muy profunda. Quedamos en tomar el colectivo juntos. Ese día hizo algo muy particular. Se pasó de la parada y se bajó conmigo, para acompañarme, dijo y después se iba a su casa. Así fundamos la costumbre de acompañarnos cada día uno a la casa del otro. Yo invariablemente al llegar a casa iba al baño a hacerme una paja de la excitación que me producían las charlas con Hernán, su perfume, su presencia.
Un día me invitó a comer a su casa y hacer los deberes juntos. Cuando llegamos a su casa, pasamos a su dormitorio y Hernán con mucha naturalidad se cambió la ropa del uniforme por otra más cómoda. Todo mientras conversábamos. Primero se sacó los zapatos y las medias. Le vi los pies, eran tan lindos como sus manos, morenos y prolijos, y con algunos pelitos negros en el dedo grande. Al vérselos tuve ganas de tocarlos, de olerlos o de pasarle la lengua, o todo junto. Pero la cosa siguió, se sacó la camisa y se quedó en cuero. Su torso era espléndido, una delgada línea de vello negro le crecía justo debajo del ombligo y se perdía en el interior del pantalón. El abdomen era plano y las tetillas pequeñas y muy oscuras. Finalmente le tocó el turno a los pantalones. Eso fue lo más hermoso, se quedó con los calzoncillos que le ajustaban delineando tanto el bulto de la pija como la hermosa curva del culo. Las piernas, largas, estaban cubierta por un vello oscuro y varonil. Mi excitación era muy intensa, sobre todo porque durante todo el tiempo en que se desvistió no dejó de mirarme con su mirada tan profunda.
Después de ese día fuimos más amigos, nos abrimos los corazones y nos contamos nuestros gustos más queridos y nuestros secretos más íntimos. Pero sentíamos que temíamos dar el paso hacia el sexo. Ambos reconocimos que nos sentíamos atraídos por hombres, pero yo no confesé que de todos los hombres él era el que más me atraía.
Y un día salió el tema de la pija, y quisimos vérnoslas. Así en la soledad de mi cuarto, una tarde de invierno, juntos nos bajamos las braguetas y nos mostramos nuestras pijas. La de Hernán era mucho más oscura que la mía, mas corta pero más gruesa, y sus pelotas eran más grandes que las mías. Por supuesto, empezamos al natural pero después las quisimos ver en erección, y no nos costó mucho, y de allí, un poco más y ambos eyaculamos. Nuestros chorros de leche se mezclaron en el piso de mi cuarto. Después, agotados, sin siquiera limpiarnos las pijas nos tiramos en la cama. Estábamos muy juntos, sentía el calor de su piel, su respiración todavía agitada, el olor del semen de nuestras acabadas. Y la situación me arrasó y sin darme cuenta de lo que hacía apoyé mi boca en la suya. Y sentí la respuesta de sus labios que se entreabrieron y se apretaron a los míos. Fue un instante pero todo cambio, ya ambos sabíamos lo que es el amor.
Al otro día, esperaba ansioso que terminasen las clases para ir a la casa de Hernán. Por afuera todo fue como de costumbre, pero por dentro no veía la hora de estar a solas con Hernán. Ambos éramos hijos únicos, y tanto sus padres como los míos trabajaban hasta el atardecer, por tanto teníamos siempre la necesaria soledad en nuestras casas.
Durante el viaje casi no hablamos, nerviosos y excitados, ante la perspectiva que se nos abría. Cuando llegamos a la casa de Hernán, nos sentamos en el living y volvimos a juntar nuestras bocas. Volví a sentir la firme presión de los labios de Hernán, volví a sentir como se entreabrían sus labios, y después vino algo nuevo, tímida pero decididamente Hernán fue introduciendo su lengua en mi boca, y el contacto de las lenguas produjo chispas, y me encantó sentir el gusto de su saliva. Así seguimos y seguimos, durante toda la tarde, a veces la excitación era tan grande que uno u otro acababa. En los días siguientes, fuimos palpándonos las vergas y nos estimulábamos a acabar. Me encantaba sentir la pija durísima de Hernán debajo del pantalón.
A la semana de nuestras tarde de besos, decidimos desnudarnos. Y ese fue uno de los días más hermosos. Allí comenzamos a disfrutar de nuestros cuerpos, sentir la delicia de la piel de Hernán, pasar mis manos por sus nalgas, por sus piernas, por su espalda, sus bolas, su verga, y sentir sus manos que recorrían mi cuerpo, nuestras acabadas eran constantes y nuestras leches se mezclaban, produciendo un olor que reavivaba la excitación. Y así un día me puse su pija en la boca, y sentí como al contacto de mi lengua se le ponía más dura, y de pronto el chorro caliente de su leche estaba en mi boca y me llenó de un increíble placer que me hizo acabar también. Y llegó el día en que debíamos llegar a la mayor intimidad a la que pueden llegar dos hombres.
Ese día, cuando Hernán fue al baño a hacer pis, yo me di vuelta, y cuando volvió me dijo que le encantaba mi culo, y comenzó a acariciarlo y después acercó su boca y me besó un cachete y los besos se hicieron más intensos y se acercaron al agujero del ano, y sentí su lengua justo allí, y un nuevo placer, y entendí que quería ser penetrado. Abrí lo más que pude mi culo, y Hernán se incorporó y apoyó la cabeza de su pija en mi agujero, lubricado por su saliva. Yo presioné sobre su verga y entró dentro mío y él empujo y siguió entrando y después inició el movimiento de entrar y salir, y nos fuimos acomodando cada vez mejor, uno dentro del otro y así iniciamos la mejor etapa de nuestro sexo. Ya no tuvimos más inhibiciones y fuimos probando todo lo que se nos iba ocurriendo al mismo tiempo que afianzábamos el amor de nuestra amistad joven y varonil.
Fuimos el uno de otro, bebimos nuestras leches, saboreamos el gusto de nuestros cuerpos. Nunca nos cansábamos de cojer, solo la llegada de nuestros padres interrumpía nuestra fiesta de sexo. Y muchas veces nos quedábamos a dormir juntos, y en el silencio de la noche, cuando la ciudad dormía volvíamos a amarnos, a disfrutar con nuestros cuerpos, a probarnos el uno al otro el amor que nos teníamos.
Y ese verano, en las vacaciones, decidimos ir juntos de mochileros a la Patagonia. Y en nuestro viaje conocimos a muchos hombres maravillosos, camioneros, mochileros, campesinos, guardabosques, y descubrimos el verdadero sentido de la amistad y el amor entre hombres, tan alejada de las miserias y celos de los noviazgos con mujeres. Con cada hombre que conocimos, con cada hombre que hicimos el amor, de a tres, de a cuatro o más, aprendimos algo. Aprendimos a hacer gozar a nuestros cuerpos. Aprendimos de la belleza del hombre, bajo o alto, lampiño o peludo, joven o maduro. Pero por sobre todo, aprendimos a valorar la forma de amor más hermosa y generosa que existe: el amor entre varones.