Amor a primer olor
Doctora es seducida por el pie de un paciente.
Era el último paciente del día, un hombre que se había hecho daño en el tobillo.
-Buenos días.
-Hola, buenos días.
-Dígame, ¿qué es lo que le ocurre?
-Me he dado un golpe en el tobillo y ahora me duele y lo tengo un poco hinchado.
-Vale. Siéntese ahí y descálcese, por favor.
Se sentó y se descalzó. Cuando le miré el pie me sorprendí un poco pues no esperaba encontrarme con uno tan bonito. Nunca me había fijado de esa manera en los pies de nadie, pero este tenía algo especial. Como digo, yo misma me vi sorprendida de encontrar belleza en él. Me arrodillé para examinarlo y entonces me llegó el olor. ¡Y qué olor! Era tan intenso que me echaba para atrás, pero al mismo tiempo sentí que quería más y más. Al principio me avergonzaba pensar que me pudiese estar gustando y no quería reconocerlo. Cuando lo agarré con la mano una agradable sensación recorrió todo mi cuerpo. ¿Era excitación? No, ni hablar, eso era imposible. Pero aunque me resistía a admitirlo seguía acariciándolo. Intenté centrarme en mi trabajo para terminar cuanto antes y olvidar todo esto. Cuando había comprobado que no tenía nada grave, sin darme cuenta volví a acariciarlo de nuevo. ¿Qué me estaba pasando? Se estaba haciendo evidente. Y entonces no pude evitar sucumbir a la tentación: posé mi nariz, cerré los ojos y aspiré con fuerza. ¡Dios, cómo podía oler tan bien! Despertaba en mí los instintos más bajos y me impulsaba a hacer lo que nunca habría imaginado. No podía seguir engañándome: me encantaba ese pie y me encantaba su olor. Se me escapó un suspiro de placer y abrí los ojos. Volví al mundo real, del que me había ido unos segundos, y descubrí que me estaba mirando. Quería que me tragase la tierra. No recuerdo haber pasado en mi vida tanta vergüenza. Quería salir de allí, irme a casa y olvidar.
-Eh, ah, sí, el tobillo está bien. Sólo tiene un pequeño golpe que se curará solo.
Habiendo dicho esto ya no tenía sentido que el pie siguiera entre mis manos, así que me dispuse a soltarlo. Pero no pude. Algo dentro de mí se aferraba a él con todas las fuerzas.
-Emmm, esto... Me preguntaba si podría... ¿Puedo... puedo olerte el pie?
No sé por qué dije eso. Bueno, sí lo sé. En esos momentos estaba completamente hechizada. ¿Qué importaba ya la vergüenza? Lo único que importaba era seguir disfrutando de ese pie, todo lo demás se había vuelto secundario. Él se extrañó con la pregunta e incluso soltó una pequeña carcajada, pero sorprendentemente dijo que sí.
-Está bien.
Cuando escuché las palabras mágicas me lancé rápidamente y enterré la cara en la planta. Empecé a oler como si en lugar de oxígeno necesitase su olor. Quería llenar mis pulmones al máximo con lo que emanase de él. Intenté meterme los dedos por las fosas nasales, pero por más que apretaba no conseguían entrar. Maldije tener una nariz tan pequeña. Seguí oliendo por la planta, y cuanto más olía, más quería. Hasta que llegó el momento en el que ya no sólo quería olerlo. Abrí la boca y le di una lametada. Y otra. Y otra. ¡Sabía tan bien como olía! Recorrí la planta con mi lengua varias veces. Llegados a este punto, no me corté ni un pelo. Me metí una mano por debajo del pantalón y empecé a tocarme. Con la otra mano seguía sosteniendo esa fuente inacabable de placer mientras chupaba el talón como si de un helado se tratase. Las babas caían al suelo formando un charco. Volví a subir con mi lengua y esta vez me metí los dedos en la boca. Primero de uno en uno, luego de dos en dos, después de tres en tres y finalmente los cinco a la vez para volver a empezar de uno en uno. Los succionaba con tanta fuerza que tenía miedo de arrancarlos de su sitio. Tal vez, en el fondo, eso era lo que mi instinto me estaba exigiendo: devorar esos dedos, devorar el pie entero. Para saciar mi apetito mordisqueé las uñas y tragué los pequeños trozos que conseguí sacar. Algunos se quedaban pegados al paladar, como si, al igual que yo, no quisiesen que ese momento terminara. Pero yo los necesitaba aún más dentro de mí, así que los empujé con la lengua.
Harta de mis pantalones, me los bajé hasta la rodillas. Me bajé también las bragas y ahora me masturbaba con mayor comodidad. Cuando ya no quedaba uña sobrante que pudiese morder, busqué entre los dedos algo que comer. Como no encontré nada me dirigí al empeine, que aún estaba seco. Cuando acerqué la boca para humedecerlo, el tacto del vello contra mis labios me hizo temblar. Pensé en cómo me gustaría depilarlo con los dientes, y así lo hice. Pelo a pelo los iba arracando y tragando, o al menos eso intentaba. No es nada fácil tragar un pelo.
El pie derecho debió de sentir envidia al ver cómo nos divertíamos y se unió a la fiesta. Vino por su lado y empezó acariciándome el pelo, enredándose tanto que no pudo salir sin hacerme daño. Bajó por detrás de mi oreja y giró hacia dentro pasando por encima de ella. Me metió el dedo en el ojo y yo acepté la oferta. Lo cogí y lo saboreé de arriba a abajo como había hecho con su compañero, sólo que con más fiereza. Le mordí el talón, le mordí los dedos, le mordí los laterales, le mordí el alma. Entre mordisco y mordisco disfrutaba de su aroma. El último mordisco fue tan salvaje que le salió sangre, pero yo me hice responsable y se la limpié con gusto.
La temperatura había aumentado tanto que ya no podía soportarla. Tuve que quitarme la parte superior del uniforme y el sujetador, consiguiendo un alivio momentáneo. Fue entonces cuando el pie izquierdo fue a divertirse por su cuenta. Saltó hasta mi pecho y empezó a manosearlo. Lo movía de arriba a abajo, de lado a lado, de dentro a fuera. Me arañó el pezón con la poca uña que le había dejado. Mientras tanto, yo estaba tomando otra ración de uñas y pelos. Descendió por mi vientre dejando un rastro de saliva, metiéndome los dedos en el ombligo y causándome un escalofrío. ¡Para, me haces cosquillas! Dio otro salto y comenzó a darme palmadas en el culete. Se había alejado demasiado, así que lo traje de vuelta a mi boca, que es de donde nunca debió marcharse.
Con ambos pies juntos otra vez, me distancié para tomar un poco de aire. Desde lejos pude ver el paisaje con mayor claridad. Me había centrado tanto en palparlos, olerlos y saborearlos que no había tenido tiempo de disfrutarlos con la vista. Cuando lo vi por primera vez simplemente me pareció un pie más bello de lo normal, pero ahora me parecía una obra de arte difícil de igualar. Ya no me masturbaba, sólo contemplaba con silenciosa admiración. Me preguntaba dónde habían estado estos dos toda mi vida, si todo lo que había vivido hasta aquel entonces no había sido más que un sueño y ellos eran lo único verdadero. Daba gracias a la vida por ser tan afortunada y haber tenido tal privilegio. Me quedé embobada mirándolos un buen rato. Quizás sólo fueron 5 segundos, pero a mí se me hicieron eternos. Había olvidado quién era, dónde estaba y lo que se suponía que tenía que estar haciendo. Uno de ellos me dio cariñosamente una pequeña bofetada que me despertó del trance.
Y entonces me di cuenta de lo que tenía que estar haciendo: mis amigos me estaban esperando. No les hice esperar mucho tiempo y en seguida me abalancé de nuevo sobre ellos. Ya más tranquila, los iba acariciando suavemente, besándolos con dulzura. A cada beso que daba no podía evitar sonreír como una tonta, o más bien, como una enamorada. Como una tonta enamorada. De hecho, sentí mariposas en el estómago por un instante. Vi la herida que le había hecho y me sentí culpable. Quise curarla con mis besos, pero cuanto más besaba, más me excitaba. Ahora la lamía en lugar de besarla. Y finalmente la dulzura se convirtió en locura. Cogí uno de los pies y le escupí cinco veces. Iba a usar la lengua para esparcir la saliva, pero yo, que ya no sabía muy bien ni lo que estaba haciendo, terminé esparciéndola con la cara. Cuando iba a hacer lo mismo con el otro, el muy condenado se había vuelto a escapar. Estaba bajando por mi cuerpo dirección mi entrepierna, dejando marcas de saliva allí por donde pasaba. Llegó a su destino y sin pedir permiso metió el pulgar en mi vagina. Tenía planeado sacarlo de ahí para devolverlo a su sitio, pero de repente comenzó a dar saltitos que me hicieron cambiar de idea. Me conformé con seguir empapando en babas al que ya tenía entre mis manos. Pero como gracias al otro cada vez me era más difícil respirar, tuve que parar. Dejé de sobarlo como una cerda y apoyé la cabeza en él, hundiendo el pelo en el mar de saliva que yo misma había creado. Miré hacia abajo, hacia el saltarín, y le ayudé a saltar. Puse ambas manos bajo el talón y lo impulsé hacia arriba. Cada vez saltaba más deprisa, cada vez saltaba más alto, y el eco de cada salto se expandía por todo mi cuerpo. Sabía que el momento estaba cerca. Alcé la mirada hacia el cielo y me preparé para gemir como nunca antes. Me pregunto a qué distancia se habrían oído mis gemidos si un pie muy travieso no me hubiese taponado la boca con sus cinco dedos. Mi cuerpo se contrajo y brotaron lágrimas de mis ojos. Y entonces ¡BOOM!, estallé de placer. Segundos. Segundos de inmenso placer. Segundos que daban sentido a mi vida. Segundos que daban sentido a toda la existencia.
Ya no me quedaban fuerzas ni para tenerme en pie. Me dejé caer sobre el suelo con una sonrisa de oreja a oreja. Y me quedé dormida.