Amo de casa (2)

Guille se enfrenta a la realidad de su nueva vida. No es precisamente lo que hubiera deseado.

Capítulo 2 – Nuevo alojamiento

El tiempo parecía haberse detenido. Todo ocurría muy despacio, o por lo menos esa sensación tuve. Supuse que era porque quería que aquel trago pasase lo más rápidamente posible y basta querer que el tiempo pase velozmente, para que casi sientas que se detenga. Gustavo se agachó sobre el baúl y sacó con cuidado el candado que permanecía en el pasador. Abrió la tapa y sacó todas las correas con los pequeños candados, que desde luego parecían fuertes.

-¿Me permites tu macuto? – dijo extendiendo la mano.

-Oh, sí, claro –dije dándoselo.

Metió mi macuto ocupando gran parte del baúl. Me quedé un poco sorprendido tanto, que tuve que preguntarle.

-¿No puedo llevármelo a la habitación? – pregunté sin perderlo de vista.

-No. Y vete desnudándote –dijo muy seco.

-Pero… es que ahí están mis cosas…

-De ahí no necesitarás nada, venga tu ropa –dijo haciéndome un gesto con la mano.

Lentamente me desabotoné la camisa de manga corta de color blanco que llevaba, dejando al descubierto mi torso, carente de vello salvo una fina línea en la vertical del ombligo, aunque prácticamente inapreciable. Me la saqué y se la entregué. Con poco o ningún cuidado la metió en el baúl sobre mi macuto. Agachado sobre una rodilla, deshice el lazo que unía los cordones de una de mis gastadas zapatillas Adidas y me la saqué tirando de ella. Cambié de lado y repetí con la otra zapatilla. Como con miedo de pisar el suelo descalzo, me incorporé y pisando mis zapatillas procedí a desabrocharme el cinturón, el botón del pantalón y finalmente bajar la cremallera.  Gustavo no me quitaba ojo. Me había desnudado delante de tíos en otras ocasiones, pero nunca siendo observado tan descaradamente.

Le entregué los pantalones y al igual que hiciera con la camisa, mi nuevo casero los metió doblados de cualquier manera en el baúl. Me quedé mirándole algo cortado, echándole breves vistazos a las correas.

-Tus zapatillas.

-¿Cómo? – dije sin saber bien a qué se refería.

-Que me las des – dijo señalando a mis pies con su dedo.

-Ah, sí, claro –dije dando un paso atrás.

Aún arrugadas por soportar mi peso, se las entregué. Gustavo se quedó mirándolas. Se acercó una a la nariz y respiró profundamente. Mi cara de sorpresa fue interrumpida por su comentario.

-Mmmm que bien hueles.

-Gracias – dije cortadísimo.

-Tienes buen pie, ¿un 44? – preguntó, aunque sabía la respuesta, ya que miró la lengüeta.

-Sí…

Las metió en el baúl y se quedó mirándome.

-Aún no estás desnudo - dijo de pronto.

-Ah, sí, claro perdón.

Casi con prisa me quité el slip blanco que llevaba. Se lo entregué y cuando ya había metido el dedo en la goma de uno de mis calcetines Gustavo me detuvo poniéndome su mano sobre el hombro.

-No, no te los quites, las correas de los tobillos suelen hacer algo de daño, así evitarás roces molestos –dijo guardando mi calzoncillo- además no quiero ver pisadas en el suelo, que por otro lado está algo frio, ya te lo aviso.

-Ah, vale –dije observando mis calcetines.

-Puedes apartar tus manos de ahí – dijo mirándome a la entrepierna.

Inconscientemente me había tapado los huevos y polla con las manos. Me daba mucha vergüenza la situación, sin embargo obedecí.

-Vaya eso habrá que quitarlo – dijo.

-¿El qué? – dije muy asustado y abriendo mucho los ojos.

-Todo ese pelo.

Me observé el pubis. Debía ser, además de mi cabeza la zona con más pelo de mi cuerpo y tampoco había tanto. Además pasaba bastante desapercibido por ser también rubio.

-En este orden que te he metido la ropa las recogerás y las devolverás cuando tengas que salir, ¿entendido?.

-Claro, por supuesto –dije.

-Bien, despídete de ella, pasará una temporada hasta que vuelvas a verla – dijo al cerrar el baúl y metiendo el candado por el pasador, dejando mis cosas bajo llave tras oír un casi imperceptible “clic”.

-Oye, ¿me dejas mirar una cosa? –dije recordando que había dejado el móvil encendido.

-Ahí dentro no hay nada que necesites ahora – dijo muy serio.

-Es que…

-No hay nada, ¿está claro? –dijo con autoridad.

-Sí, está claro – dije resignado.

Gustavo se inclinó sobre una de las correas y la recogió del suelo, echándose uno de los candados al bolsillo.

-A ver extiende un brazo – me ordenó.

Obedecí. Enseguida me ató con gran firmeza la correa alrededor de mi muñeca derecha. Tras comprobar que no podía ni meter un dedo entre la correa y mi piel colocó el pequeño candado en el diminuto pasador.

-¿Te has fijado como lo he hecho?, tiene que quedar fuerte.

-Sí, creo que sí – dije mirándome la muñeca.

-Toma, practica con el otro brazo, no siempre estaré yo – dijo dándome otra correa.

Cogí la correa y con muchos nervios y casi temblando me la coloqué sobre la muñeca izquierda. Parecía como si me estuviese poniendo un gran reloj con una gran correa. Cuando la tuve bien apretada la mano de Gustavo se abrió mostrándome un candado, que no tardé en meter por el pasador y cerrarlo.

-No es tan difícil, como ves, ahora siéntate en el suelo –me dijo.

-Uff está helado –dije en cuanto el culo me tocó el piso.

-No está tan frío, todo es parqué, lo que pasa es que estás muy nervioso.

De cuclillas frente a mis pies, Gustavo cogió una de las correas restantes y me la colocó alrededor del tobillo izquierdo.

-¿Ves?, que la correa vaya por encima del calcetín, así no te hará roces incómodos. Este va un poco justo pero lo suficiente para que no te roce – dijo estirándolo.

-Sí, claro, entiendo.

-Qué currados tienes los calcetines –dijo pasando su mano por mi planta y provocándome una mueca de risa, ya que tenía muchas cosquillas en los pies.

  • Sí, bueno –dije algo avergonzado– no me quedaban más limpios.

Me dio mucho palo, ya que llevaba varios días con un par de finos calcetines de color blanco que había comprado en una tienda de chinos, era todo a lo que podía aspirar con mi parco presupuesto, sin embargo a Gustavo le gustaron mucho, a pesar de estar usados y de qué manera, ya que me había pateado la ciudad de arriba abajo con ellos varias veces. Pese a que por arriba parecían relativamente limpios, las plantas estaban más oscuras y muy transpiradas, además la suciedad dibujaba perfectamente el pie que se escondía.

-Toma, ponte la otra tú, esto hazlo siempre sentado, como puedes ver es más sencillo.

-Claro, claro –dije cogiendo la correa y colocándome alrededor del tobillo sobre el calcetín, tal y como me había indicado.

Mientras me la colocaba, pude observar cómo las correas tenían algo de desgaste, estaban flexibles y algo arañadas. Pensé en cuántos chicos habrían atado esas mismas correas antes de a mí. Gustavo le dio el toque final cerrándola con el candado. La giró sobre mi tobillo hasta que apareció una especie de anilla, metió el dedo dentro y me levantó el pie. Con dos dedos empezó a hacerme cosquillas por toda la planta. Traté de aguantarme hasta que no pude más y estallé en carcajada.

-Para, para para –dije sin poder parar de reir.

-Vamos, coño anímate que parece que has venido a un funeral, tienes techo, ¿no?.

-Sí, sí – dije tratando de recomponerme.

Dejando mí pie sobre el suelo cogió la correa que quedaba, la más grande, el que era sin duda un collar. Se colocó detrás de mí y me lo ató al cuello. Oí el clic del candado, que era más grande que los otros muy cerca de mi oído derecho. Gustavo se puso frente a mí y giró el collar hasta que pude notar cómo el candado colgaba de mi cuello.

-Esto es lo que harás siempre que entres en esta casa, ¿está claro?, tal cual estás ahora.

-Sí, está claro –dije observándome muñecas y tobillos.

-Levanta entonces y acompáñame –dijo.

Me puse en pie. Por los nervios o por estar desnudo sentía frío, especialmente en las plantas de los pies. Le seguí hasta la habitación que me había enseñado hacía ya un rato y tras rebuscar en el bolsillo de su gastado pantalón vaquero extrajo un llavero y eligió la que abría la puerta.

-Entra en el baño –dijo señalando el cuarto alicatado que ya viese antes.

Sin rechistar caminé hasta el cuarto de baño. Era bastante grande, con una bañera, un inodoro, lavabo e incluso un bidé. Y fue esto último lo primero que usaría.

-A ver, siéntate en el bidé, pero mirando para mí – dijo abriendo uno de los cajones del único armario que tenía el baño.

Me senté y vi como extraía del cajón una cuchilla de afeitar y un pequeño bote de espuma. Se dio media vuelta y se situó de cuclillas frente a mí. Me asusté un poco, no sabía exactamente qué se proponía. Puso una bola de espuma en su mano izquierda y comenzó a extendérmela por todo mi pubis.

-Uf está fría – dije estremecido.

-Tranquilo – dijo en tono sosegado.

Una vez me hubo extendido la espuma, con su mano derecha cogió mi polla y la elevó, pasándose a ponerme espuma en los huevos, que me colgaban por la postura. La manipulación de mis huevos hizo que mi polla comenzase a crecer en la mano de Gustavo. Mis 16 centímetros de miembro enseguida se le salieron de la mano.

-¿Te gusta esto? – me preguntó con una gran sonrisa.

-No demasiado –dije completamente rojo de vergüenza- es solo por el roce.

Pero no duró demasiado. Como un acto reflejo, en cuanto mi casero cogió la cuchilla mi polla pareció querer salir corriendo. Delicadamente empezó a rasurarme toda la zona. Puso especial cuidado cuando me afeitó los huevos, quizás debido a mi visible nerviosismo.

-Esto lo quiero limpio, tal y como te lo estoy dejando yo ahora ¿está claro?.

-Sí, claro – dije.

-Aquí tienes todo lo necesario, este baño lo podrás usar tú.

En ese momento me pasó un dedo por la mejilla y me escrutó con la mirada.

-Eres lampiño… mejor –dijo terminando de limpiar la espuma sobrante– levanta.

Me puse en pie. Miré mi entrepierna, se me hacía raro ver mi polla y huevos sin un solo pelo, incluso me gustaba. Noté presión en los tobillos procedente de las correas. Era algo a lo que aún no me había acostumbrado. Gustavo abrió el agua del bidé y limpió los restos de pelos y espuma que habían caído en él.

-Esto lo quiero siempre limpio, al igual que tu, ahí tienes la ducha con gel y champú para tu bonito pelo rubio –dijo con una sonrisa.

-Sí, vale, de acuerdo – dije ruborizado.

Me ponían muy nerviosos todos esos comentarios que hacía sobre mis ojos, mi pelo, o cualquier cosa mía, a pesar de estar acostumbrado a oírlos, pero de boca de chicas, y siempre muy guapas.

-Vamos –dijo agarrándome del hombro.

Salimos a la habitación. Gustavo cerró la puerta y dejó visible una estantería llena de objetos. Apenas mi cerebro había asignado nombre a alguno de esos objetos, las palabras de Gustavo hicieron que perdiese toda mi concentración.

-A ver, quiero que te coloques sobre el potro, pon tus pies junto a las patas traseras, apoya el torso sobre él y deja caer los brazos por las patas delanteras.

-Pero… ¿para qué? –dije asustándome mucho.

-Obedece – dijo elevando el tono y cambiando el gesto.

Hice lo que me mandó. No tardé en notar el frío del recubrimiento acolchado de aquel objeto, desde mis tiempos de colegio no había vuelto a ver uno, aunque ese tenía algunas modificaciones. Gustavo separó y colocó mis piernas. Noté cómo me giraba la correa del pie derecho, supuse para que la anilla quedase frente al enganche de la pata. Pronto mis tobillos quedaron unidos al potro. Con un pequeño movimiento traté de averiguar si seguía libre, pero además de un ruido metálico no conseguí separarme. Gustavo se colocó de cuclillas frente a mis manos y me las ató a las dos patas restantes. Observé cómo lo hacía, los enganches estaban bien pensados y eran necesarias las dos manos para soltarse, y las mías ya habían perdido su libertad.

-¿Te han petado el culo alguna vez? –dijo quedándose de cuclillas frente a mi cara.

-No soy gay… - me apresuré a decir molesto.

-No te he preguntado eso, te he preguntado si te han follado el culo.

-Nunca –dije secamente.

La experiencia más cercana al sexo anal que había tenido fue durante un polvo de una noche, en el que la chica que me follé me metió un dedo en el culo tras una estúpida conversación sobre si a ella le gustaba, a mí también tendría que gustarme, y pese a que no me desagradó la experiencia, por orgullo le dije que no me gustó en absoluto.

-Pues entonces tendré que empezar a dilatártelo –dijo Gustavo.

-No por favor –dije casi sollozando.

-Descuida, para los novatos tengo las herramientas adecuadas.

Lo perdí de vista. Cuando lo tuve delante de nuevo portaba entre sus manos un pequeño dildo color dorado, de no más de 10 centímetros y no llegaría a 2 de grosor.

-No por favor, eso no –dije con cara de miedo.

-Ya te dije que aquí estarías para servirme y has aceptado –dijo poniéndose detrás de mí – será mejor que te relajes.

Algo caliente y húmedo empezó a caerme por la raja del culo, sin duda era saliva de Gustavo. Con su dedo empezó a describir círculos alrededor de mi ojete hasta que noté cómo uno de sus dedos empezaba a entrar. Aquella sensación placentera que sentí con mi ligue de una noche volvió a aparecer.

-Uffff.

-Tú relájate.

Tan pronto su dedo salió, la punta fría y afilada del dildo empezó a presionarme.

-Aaaah, está congelando –me quejé.

-Estás resultando ser un friolero –dijo entre risas Gustavo.

Friolero o no la sensación era extrañísima. La saliva que recubría el dildo rápidamente se enfrió, no obstante, continuó haciendo perfectamente su función de lubricación y centímetro a centímetro Gustavo me lo estaba metiendo.

-Aauu para por favor, me está empezando a doler –dije sintiéndome extraño.

-Debes acostumbrarte, solo son diez centímetros, cuando te haya dilatado el culo decentemente te cabrán consoladores de más de veinte, además de más gruesos – dijo mientras continuaba apretando e introduciéndome los centímetros restantes.

-¿Veinte?.... mierda…., dónde me he metido –dije por lo bajo.

-Lo siento chico, esto es así dijo Gustavo.

De pronto, en la lejanía de la casa, un tono de un teléfono móvil de una conocida marca comenzó a sonar. A cada segundo que pasaba sin descolgar, el volumen aumentaba gradualmente.

-Bueno te dejo con tu nuevo amigo –dijo terminando de meterme el dildo– y no intentes sacártelo.

Salió de la habitación y cerró con llave, como si pudiera ir a algún sitio estando atado al potro, pensé.

-¡Eh!, ¡no me dejes as! –grité.

A los pocos segundos la melodía del móvil se silenció. Solo escuchaba la voz de Gustavo.

-…sí qué tal tío… otro, si sí –dijo entre risas-, ahí estaba preparándolo, fue una buena idea lo del anun… si claro, eso ni se pregunta…

Me empecé a poner nervioso. Muy nervioso. Apriete tratando de sacarme el dildo y no logré si no continuar escuchando la conversación.

-…está riquísimo, muy guapo, rubito ojos azules y eso… si como te gustan a ti, cuando lo tenga listo ya te llamaré descuida,… sí como siempre –rio de nuevo-, venga tío, adiós.

Escuché como acababa la conversación, pero mi casero no apareció. No cesaba de retumbarme en la cabeza la conversación y las obvias intenciones que tenía de compartirme, con alguien. Empecé a arrepentirme de haber aceptado, desde ese particular punto de vista todo me parecía una completa locura, pero ya era tarde.