Amistad, Dolor y Placer
Un amigo, un pueblo y un mundo por descubrir
Primeras horas de la madrugada y ya el calor resulta insoportable. La humedad del mar cercano se pega a la piel y la ducha solo le proporciona un alivio momentáneo. Busca ropa fresca y sencilla, un vestido de algodón estampado, sin mangas, que le cubre escasamente las rodillas, y se da el capricho de calzarse unas sandalias de tacón infinito. Aunque ya ha superado los 40 conserva todavía una figura atractiva. No es excesivamente alta, pero sus proporciones son armoniosas y su sonrisa es contagiosa. Termina de preparar sus cosas y cierra la pequeña maleta con lo imprescindible para pasar un fin de semana. Al fin y al cabo, piensa, no voy a necesitar gran cosa en un pueblo.
La estación está cerca y camina sin prisas disfrutando del silencio de la mañana y la tranquilidad de la ciudad. Cuando entra al vestíbulo está empapada en sudor, y se detiene un momento para disfrutar del aire fresco del interior. Observa el panel de control con los horarios y se acerca a la cafetería para tomar un café mientras hace tiempo. Tiene por delante varias horas de viaje. Compra un par de revistas y un periódico y se dirige al andén.
Creo que me he equivocado, se dice a sí misma, tratando de subir al tren con las malditas sandalias. Dentro del vagón la temperatura es agradable. Se alegra de alejarse unos días de la ciudad. Va subiendo más gente, pero una vez sentados todos se recupera la tranquilidad y el silencio en el vagón. Arranca el tren, van pasando casas, árboles, campos… El movimiento suave y el ronroneo la llevan a una ensoñación aturdidora. Ese no pensar en nada le trae la calma a la inquietud de los últimos días.
Pasados unos minutos vuelve a la realidad. No puede dejar de pensar en él. Desde que se conocieron la atracción fue mutua. Se han ido conociendo y no ha mermado en ningún momento el interés y la fascinación entre ellos. Poco a poco ha pasado a formar parte de su vida, los encuentros aumentaron hasta volverse cotidianos. Hay pocos planes en que él no esté incluido y lo mismo a la inversa. Y aunque se siente feliz a su lado… duda. Está bastante claro que él quiere y necesita más. ¿Y ella? ¿Podrá darle un espacio en su vida diaria? Lleva tanto tiempo viviendo sola que le cuesta imaginarle en su espacio. Por eso este fin de semana se aleja, para valorar lo que pueda ganar y pueda perder. Para saber si es capaz de reorganizar su vida con él.
Piensa también en su destino. Va a pasar el fin de semana en un pequeño pueblo alejado de la costa. Es su primera visita, aunque conoce a Julián desde hace mucho tiempo. Coincidieron en varias ocasiones ya que tienen amigos en común y poco a poco se afianzó su amistad. Se siente cómoda hablando con Julián y cuando hace unas semanas le reiteró la invitación para pasar unos días de tranquilidad en su casa vio la oportunidad de desconectar de su día a día y aclarar sus ideas lejos de la ciudad.
Va avanzando el viaje. A ratos duerme. Pronto se acerca su destino. Se prepara para bajar del tren un poco antes de que anuncien su parada. Observa el paisaje, a lo lejos el pequeño pueblo rodeado de campos y granjas. Cuando el tren se detiene observa el andén esperando verlo.
La noche ha sido inquieta. Le costó dormirse y cuando amaneció ya llevaba despierto una eternidad. Por primera vez en mucho tiempo esperaba su visita. Su atracción por Irene era innegable, pero había sabido disfrazarla de amistad. Había recordado a lo largo de la noche sus encuentros, a veces con más gente, en alguna ocasión los dos solos. Las largas charlas, las risas, las confidencias.
Su vida era monótona y sencilla. El pueblo ofrecía pocas distracciones y cada viaje a la ciudad era como una aventura. Nunca se había planteado otro tipo de vida, el campo, el silencio y la tranquilidad del pueblo era lo que mejor iba con él. Pero en algún momento se sintió tentado de dejarlo todo y cambiar de aires. Ahora, ya pasados los cincuenta, lo pensaba como un pasatiempo, sabiendo que nunca daría el paso. Era todavía un hombre atractivo, algo avejentado por la vida al aire libre. Alto, fuerte, con el pelo veteado de canas, de carácter fuerte y serio, aunque educado y afable.
Desayunó sin ganas y se ocupó con poco interés de algún detalle doméstico. Comprobó una vez más que estuviese todo listo para su llegada. Abrió la puerta de la habitación que le había preparado con esmero a pesar de su sencillez.
Con tiempo de sobra se dirigió a la estación. Aparcó y anduvo dando vueltas. El día era caluroso y buscaba las sombras. Se acercaba la hora. Se obligó a permanecer quieto y al oír el aviso por megafonía salió al andén. Cuando el tren se detuvo espero ansioso verla bajar.
Se abre una puertecilla del tren. No ve a nadie. ¿Y si ha cambiado de idea en el último momento? Desdeña la idea, seguro le habría avisado. Se acerca nervioso a la puerta abierta y la ve peleándose con la pequeña maleta.
Con dificultad abre la puerta. Le llega una bocanada de calor, seco, insoportable. Vuelve a pensar que se equivocó con las sandalias y con mucho cuidado empieza a bajar la estrecha escalerilla del vagón. La maleta entre sus piernas casi le hace tropezar. Levanta la mirada y le ve.
Julián se acerca y coge la maleta. La deja en el suelo y le tiende una mano. Ella se aferra a él y con cuidado va bajando, nerviosa. Ya en tierra firme se miran y sonríen. Se besan y Julián aventura un abrazo amistoso. Todavía en el andén se interesan el uno por el otro, temas triviales, el viaje, el calor….
Se dirigen hacia el coche. Irene le observa caminar seguro con su maleta en la mano. La coloca sobre los asientos traseros y se ponen en marcha.
El trayecto es corto, y alterna observar el paisaje y atender a sus explicaciones sobre el pueblo y la casa, sus costumbres y alguna anécdota.
La casa está a las afueras del pueblo. Antigua y algo rústica. Cuidada sin excesos a primera vista.
Al entrar le cuesta acostumbrar los ojos a la penumbra, pero agradece el frescor de la casa. Pasados unos minutos las sombras van tomando forma y puede ver un recibidor austero, un mueble antiguo con sobres y llaves dejados de cualquier manera, un espejo, un perchero casi desnudo y un paragüero. Julián coloca la maleta en un rincón y la hace pasar al comedor. Muebles clásicos ya pasados de moda, bajo un inmenso espejo con moldura de madera un mueble a juego con la mesa y las sillas. No parece una sala que se use mucho, transmite frialdad.
Debe adivinar sus pensamientos ya que le ofrece mejor pasar al cuarto de estar. Se le escapa una sonrisa al oír cuarto de estar y no salón. Eso ya es otra cosa. Unos sofás desgastados y una mesa baja alrededor de una chimenea. Se sienta y le pide un poco de agua. La puerta del fondo lleva a la cocina y no tarda nada en llegar el vaso de agua.
Le explica la vida en el pueblo, tranquila y aburrida. La llevará a conocerlo cuando baje el sol y también alguno de sus cultivos. El lugar no ofrece demasiados entretenimientos. Cuando decae la conversación le muestra su habitación. Suben la escalera de madera, algunos escalones crujen a su paso y en el piso de arriba un distribuidor con todas las puertas iguales. Abre una de ellas y se hace a un lado para que pase.
La habitación, al igual que el resto de la casa, es antigua, clásica y algo pasada de moda. También sencilla. Una cama con su mesilla y lámpara, un armario de dos cuerpos y una pequeña cómoda. Una ventana que da al patio, con la persiana a medio bajar, le da un aire de otros tiempos. Le indica también donde está el baño, el único en esa planta le explica, añadiendo que en la planta baja hay un pequeño aseo.
La deja sola e Irene abre la maleta, va colocando en el armario un par de vestidos, un pantalón y una camisa. En la cómoda coloca su ropa interior y una chaqueta que añadió en el último momento. Un camisón y una bata en el mismo lugar. Se quita las sandalias y se pone unas zapatillas de felpa, suspirando aliviada. Guarda las sandalias en el armario, junto con unas deportivas desgastadas. Sobre la mesilla deja las revistas que no llegó a ojear durante el viaje. Se tumba sobre la cama y recorre de nuevo la habitación, viendo ahora los detalles que se le habían pasado por alto. La lámpara de latón, un juego de cepillos para el pelo sobre la cómoda. Cierra los ojos y se relaja, disfrutando del silencio y la tranquilidad.
La despiertan unos golpes en la puerta. Se incorpora precipitadamente a la vez que contesta con voz ronca. La comida está lista. Le oye bajar las escaleras y rápida se dirige al baño para refrescarse y borrar de su cara las señales del sueño.
La mesa está preparada en la cocina. Le parece la habitación más acogedora de la casa. En un rincón una pequeña mesa redonda cubierta por un mantel de flores. La vajilla es antigua y muy usada. En el centro de la mesa una fuente de ensalada, agua, vino y pan. La comida es sencilla pero sabrosa y no puede evitar preguntarle si la ha cocinado él. La respuesta afirmativa la sorprende.
Mientras toman el café se le escapa el bostezo, y es incapaz de resistirse al ofrecimiento de que duerma un rato. Instalada de nuevo en su habitación se quita el vestido y las zapatillas y se tumba. El sueño llega rápido y cuando se despierta el sol ha perdido fuerza. Teme haber dormido demasiado y comprueba la hora. Es aceptable.
Con la bata puesta y la ropa en la mano se dirige al baño. La bañera antigua resulta tentadora, pero resiste y se da una ducha rápida que le quita el calor y la pereza de la siesta. Se viste allí mismo, otro vestido fresco y veraniego y las zapatillas. Se mira al espejo, sonríe, y tras dejar la bata en la habitación baja las escaleras.
Cada escalón que cruje anuncia su llegada. Está la casa silenciosa y oscura. Una puerta abierta al fondo de la sala y descubre que conduce al patio trasero. En su día debió ser un corral, aunque ahora el suelo empedrado y algunos árboles esparcidos sin ningún orden le dan un aire acogedor. Bajo la sombra de uno de ellos una pequeña mesa de forja y un par de sillas. Julián está allí sentado y charlan un rato disfrutando de su mutua compañía.
A última hora de la tarde, cuando ya no queda nada del calor sofocante del mediodía, deciden dar un paseo por el pueblo. No tardan en llegar a las primeras casas, algunas muy cuidadas, otras en las que parece nadie ha vivido en mucho tiempo. Apenas se ve gente. En la plaza está el ayuntamiento, un poco alejada y elevada la iglesia, antigua y necesitada de una restauración, y en un rincón un pequeño bar con cuatro mesas de plástico en la entrada.
Se ve más movimiento en la plaza. Tres hombres jugando a las cartas en una de las mesas, con una botella de cerveza en la mano. Algunas mujeres en las puertas de las casas. No hay niños ni jóvenes. Van vestidos ellos con la ropa de trabajo del campo y ellas con vestidos que parecen batas. Todos han saludado a Julián con cierto respeto y algunos con efusividad. A Irene la miran con curiosidad. Se siente examinada de pies a cabeza y siente también que desentona.
Cuando dejan atrás la plaza le queda la sensación de oír cuchicheos a sus espaldas. De nuevo él parece adivinar sus pensamientos y le explica que cualquier novedad o visita en el pueblo es motivo de comentarios.
Sin prisas caminan hacía las afueras, y le muestra algunos campos y le explica lo que se cultiva. Parte de las tierras son suyas, aunque se ocupa también de las de otros. Decide que es lo mejor para cada finca y se encarga de que los trabajadores sepan que hacer cada mañana. De alguna se ocupa él mismo, porque le gusta la faena y le hace sentir activo.
Lentamente dan la vuelta al pueblo hasta llegar a la puerta de la casa. Es casi la hora de cenar. Pan acompañado de quesos y embutidos, tomates aliñados y vino.
La conversación fluye sola y hasta que no nota un ligero escalofrío por el frescor de la noche no son conscientes de lo tarde que es ya. Suben juntos la escalera y se despiden en el rellano.
Ya en su habitación, Irene no puede dejar de pensar que si no fuese por algún mosquito tenaz hubiese sido una noche fantástica. Se pone el camisón y se mete en la cama. Ve las revistas junto a la lamparita y coge una. Pasa las hojas distraídamente y al tratar de leer un artículo la espalda se resiente. Se levanta perezosamente y abre el armario buscando un cojín. En la segunda puerta ve ropa de cama, toallas, y arriba, junto a algunas mantas encuentra dos almohadas. De puntillas se estira y sujeta la primera, tira de ella y nota como se va deslizando. Ya la tiene y al cogerla ve caer algo. Una pequeña bolsa de satén negro, cerrada por un cordel. La coge con curiosidad y nota algo metálico. Pesa un poco. La abre intrigada. En sus manos aparece un entresijo de metal y cuero. Lo observa sorprendida. No le ve forma alguna. Lo acerca a la cama y lo extiende. Es una especie de arnés, algunas partes son una cadena metálica y otras tiras de cuero negro. Se sorprende todavía más. No se imagina que pueda hacer algo así en esa casa.
Le puede la curiosidad y se quita el camisón. No sabe como ponérselo. Va probando una y otra vez hasta que consigue que tenga una forma aceptable sobre su cuerpo. Abre el armario para mirarse al espejo. La iluminación escasa y el espejo que muestra señales del paso del tiempo le devuelven una imagen borrosa. Empieza a quitárselo y de repente se detiene. Decidida se pone el camisón encima y abre la puerta con cuidado. En el baño se levanta el camisón y se observa en el espejo. La luz fría sobre el lavabo no es muy favorecedora. Aún así puede apreciar cómo se ciñe la prenda a su cuerpo. Una cinta de cuero alrededor del cuello, de la que parten otras hasta sus pechos, donde unas cadenas los rodean con fuerza, y otras tiras lasta su cadera, formando luego un cinturón estrecho que da paso a una cadena que se desliza entre sus piernas, se sujeta a la parte trasera del cinturón y continua hasta unirse a la cinta de cuero que le rodea el cuello.
El metal es frio y se estremece. La piel erizada. Se observa, asustada por su atrevimiento. Es consciente de cada curva realzada por el cuero y el metal. No le parece que sea ella quien la mira desde el espejo.
Ensimismada en sus pensamientos, apenas se da cuenta que se mueve el picaporte. Rápidamente se baja el camisón y tras unos segundos para recuperar la tranquilidad abre la puerta. Un poco apartado, espera, y le dice que olvidó lavarse los dientes.
Se calla de repente. La observa. La cinta de cuero que asoma por el escote del camisón es inconfundible. Cambia la expresión de su cara. Se endurece el gesto y la traspasa con una mirada que le da miedo.
Le da de nuevo las buenas noches con gesto adusto y se encierra.
Irene vuelve a la habitación. Guarda de nuevo el arnés en la bolsa, y la bolsa en el armario. Ha perdido las ganas de leer. Apaga la luz y se acuesta.
Julián se encierra en el cuarto de baño. Se cepilla enérgicamente los dientes y no se le va la imagen de la cabeza. La imagina a pesar de del camisón cubriéndola. Pero la furia es mayor que la lujuria. Se mete en la cama y se revuelve, nervioso y ofendido. No puede creer que haya rebuscado en el armario, abusando de su confianza.
La noche es larga para los dos. No pasan las horas y las primeras luces les dejan dormitar un poco.
Julián se despierta primero. Está acostumbrado a despertarse temprano. Pasado el primer momento se siente menos furioso, aunque conserva el gesto hosco y serio. Se levanta y va a la cocina a preparar café.
Irene se despierta con los crujidos de la escalera. Se queda quieta, casi sin respirar. Deja pasar un rato y se incorpora. Está casi más nerviosa que la noche anterior. Sin ánimo para vestirse coge la bata y se presenta decidida en la cocina.
El olor del café caliente no suaviza el ambiente. Cohibida le da los buenos días y le contesta con un murmullo, sin girarse.
Irene busca unas galletas, y con la taza en la mano se dirige al patio. Va bebiendo mientras mordisquea una galleta. Se siente culpable y arrepentida, y no sabe como arreglar esa situación incómoda. Julián no da señales de vida y no se imagina pasar todo el fin de semana sin apenas dirigirse la palabra y viendo su gesto torcido. Pasa por su cabeza la idea de marcharse, empieza a pensar en horarios de tren y en como despedirse.
Julián trastea en la cocina, adelantando algunos preparativos para la comida. Tampoco deja de pensar. Ya más sereno y con la segunda taza de café en las manos se acerca a Irene. Presiente su intranquilidad.
Atropelladamente intenta explicarle como pasó todo. Las palabras se mezclan y vuelve a empezar varias veces. Finalmente le explica con claridad como ocurrió todo hasta el momento que se encontraron en la puerta del baño. Julián sonríe interiormente y deja que continúe hablando. Le divierte su nerviosismo y ofuscación.
El silencio de Irene le devuelve a la realidad. Está esperando una respuesta. Y va a tener que dársela. Arrastra la silla hasta quedar a su lado. Habla con voz baja y firme, segura. Le cuenta que gusta de algunas prácticas poco convencionales y que no es fácil encontrar con quien compartirlos. Que piensa que ella podría ser una fantástica compañera de juegos, pero que debe saber que hay condiciones y reglas. Para él y para ella. Irene le pregunta que prácticas son esas, y con un guiño pícaro le responde que es mejor experimentarlas que explicarlas.
No ha sonreído mientras hablaba, no ha tenido un gesto tranquilizador, mil ideas pasan por la cabeza de Irene. Está tan sorprendida que no sabe que decir. Continúa en silencio, esperando más detalles que no llegan.
Julián se levanta y vuelve a la casa. Vuelve en unos minutos con el arnés en la mano. Se lo muestra, y con mirada interrogativa se lo ofrece. Le pregunta si quiere ponérselo de nuevo. Irene duda, inquieta. Finalmente se incorpora y se dirige a la casa. Con una mano sobre su hombro Julián la detiene. Le susurra, aquí.
Mira nerviosa a su alrededor. La pared de piedra que cerca el patio es alta, pero no tanto como para ocultarla de posibles curiosos. Leyendo su mente Julián le recuerda que la casa está alejada del pueblo, que es domingo y no vendrán trabajadores…
Con el arnés todavía en las manos Irene duda. Quiere y no quiere. Tiene miedo de lo que pueda pasar después. Se decide y empieza a pasar las tiras del arnés por sus piernas, conservando puesto el camión. Otra sonrisa condescendiente de Julián y un movimiento rápido levantando el camisón y pasándolo por su cabeza. Lo deja caer al suelo. Se queda mirando las bragas y arquea una ceja. El mensaje es muy claro e Irene rápidamente se las quita. Sigue peleándose con las tiras y al final consigue dejárselo puesto. Ahora Julián la observa con una mezcla de admiración y deseo. Si Irene levantase la mirada lo leería en sus ojos.
Julián se quita el cinturón y lo afianza a la tira del cuello. Empieza a caminar y se ve obligada a seguirle. Dan unas vueltas alrededor de los árboles. Indeciso sin saber por donde seguir se detiene y la observa. No quiere asustarla. Caminan hacia la casa. Atraviesan la cocina y la sala. Paso a paso suben las escaleras. Pasan de largo el primer piso y se dirigen al antiguo reposte bajo el tejado. Ahora es una sala que apenas se usa. Acumula polvo y objetos variados. Hay una parte más despejada, delante de la ventana. Julián se sienta en la única butaca que parece en buen estado y le ordena que se arrodille en el centro de la alfombra.
Está expuesta a su mirada escrutadora. Esos ojos clavados en su cuerpo la incomodan y al mismo tiempo un cosquilleo recorre su cuerpo. Un movimiento distrae su atención y levanta la mirada. Con un suave movimiento de la mano Julián le indica que se acerque. Irene hace un gesto para levantarse y Julián niega con la cabeza. Arrodillada como está se arrastra hasta quedar a su lado. Inclina la cabeza y la apoya sobre sus rodillas. Julián no se retira y acaricia su pelo, sus hombros. El contacto de esa mano cálida de gesto amable la tranquiliza. Cierra los ojos y una extraña tranquilidad la invade.
Julián se inclina y le gira la cara. Están frente a frente, y la besa. Un beso suave, saborea sus labios, se aventura en su boca explorándola. Irene le corresponde entre tímida y ansiosa. Se separa de ella y con un suspiro murmura su nombre… Irene. Curioso, le pregunta si alguna vez tuvo un apodo. Irene recuerda a su abuela, que de pequeña y cariñosamente la llamaba Nina.
La besa de nuevo, ahora con fuerza, dejándola sin aire. Irene le sigue con entusiasmo. Cuando se aparta Julián mira sus pezones endurecidos, alzándose desafiantes. Se levanta y la lleva de nuevo al centro de la alfombra. Le indica como sentarse sobre sus rodillas, la contempla con admiración y le pide se quede así hasta su vuelta.
Irene le oye bajar la escalera. Observa a su alrededor desde la alfombra, no se atreve a levantarse. Pasa el tiempo y no vuelve. No oye nada. Se esfuerza en escuchar unos pasos inexistentes en la escalera. Levanta una rodilla y luego la otra. Están entumecidas. Ese breve alivio dura poco. Sigue pasando el tiempo, y no vuelve.
Después de lo que a Irene le ha parecido una eternidad oye los ansiados pasos. Se queda inmóvil hasta verle aparecer, cuando abre la puerta le llega música, apagada, lejana cree reconocer El Pastor en la Roca de Schubert.
No ha pasado más de media hora, pero Julián sabe que ha perdido la percepción del tiempo. Se sienta frente a ella y la observa con gesto serio. De repente empieza a hablar, no se ha portado bien. Ha invadido su intimidad al revolver en sus armarios, y eso merece un castigo. Como no duda que fue un accidente fortuito va a ser benévolo. Pero debe recordar que cada falta conlleva un castigo.
¿Castigo? Irene se sobresalta. Un susurro interrumpe su pensamiento, vamos Nina, ven aquí. Puedes levantarte.
Camina hacia él con las rodillas resentidas, se queda a su lado sin saber que hacer. Julián la tumba sobre sus piernas, boca abajo. La cabeza queda colgando por un lado y parte de sus piernas por el otro. Se alza una mano en el aire y a una primera caricia sigue un golpe en las nalgas. Va aumentando el ritmo y la fuerza en cada palmada. Mete la otra mano entre sus piernas buscando su coño. Pasa un dedo con fuerza y lo saca mojado y caliente.
Se detiene y observa su obra. Las nalgas enrojecidas y temblorosas. El leve movimiento del cuerpo, inquieto y expectante. Sigue moviendo los dedos hábilmente sin dejar de observar sus reacciones.
Le ha dolido la primera palmada, y la segunda, quizá también la tercera. A partir de ese momento ha esperado cada una con ganas. Le han provocado un calor intenso que se ha extendido desde el ombligo hasta las rodillas. Cuando ha notado los dedos clavándose dentro de ella ha vuelto a sobresaltarse. Y se ha dado cuenta entonces de la humedad de su cuerpo, las palpitaciones del clítoris… Se remueve inquieta disfrutando cada sensación, deseando que no se detenga hasta correrse.
Como si de nuevo le leyese la mente, en ese momento se detiene. Le acaricia la espalda con gesto tranquilizador. La hace levantar y él la imita. En el centro de la alfombra y frente a ella le quita el arnés. Se agacha y la coloca a cuatro patas. Desnuda. Desnuda para él.
De un armario cercano coge unas velas y del bolsillo del pantalón medio caído por la falta de cinturón saca un mechero. Arrastra la butaca hasta colocarla a su lado, con los codos apoyados en las rodillas firmemente enciende la vela.
Le aparta el pelo de los hombros y deja caer la primera gota. Irene se estremece con ese golpe suave de calor. Otra gota, y otra. Cada una le parece una caricia. Ella no lo ve, pero poco a poco la vela se acerca más a su cuerpo y hace aumentar el calor. Poco a poco la espalda se llena de pequeños copos de cera. Irene tiembla excitada. No hay dolor ni miedo. Y desea cada gota más que la anterior.
Julián sujeta a Irene por los hombros girando su cuerpo. La tiende sobre la alfombra, la mirada clavada en las vigas de madera del techo.
Y de nuevo cae la cera sobre la piel. También ahora empieza por los hombros, con más intensidad. Va bajando hacia sus pechos y las gotas se apelotonan unas sobre otras alrededor de los pezones creando un cerco de calor. Con precisión deja caer una sobre cada uno de ellos apreciando el gesto de dolor y el estremecimiento de placer.
Sigue cayendo la cera, gota a gota, bajando por su estómago, alrededor del ombligo, las caderas, el principio de sus muslos, acercándose al pubis. Con cada gota más excitada, medio retorciéndose y sin saber si quiere que continúe o se detenga. Sin darse cuenta abre las piernas deseando llene su cuerpo entero de gotas de placer.
Julián observa el movimiento y se detiene. Quizá para su primera experiencia con la cera sea ya suficiente. Indeciso, medita como continuar. Sujetando el cinturón dan unas vueltas al a alfombra, y a su paso van dejando un rastro de cera. Se detiene junto a la butaca. Julián hace el gesto de sentarse, pero cambia de idea. Suelta la correa y le hace un gesto para que se quede a cuatro patas. Cada movimiento sigue desprendiendo cera a su alrededor. Se desprende de su ropa y se coloca tras ella. Se le ocurren mil cosas para hacer y se contiene. No quiere ni debe saturarla.
Irene, inmóvil, presta atención a cuanto le rodea. No es capaz de intuir lo que ocurre a su espalda y lentamente nota desaparecer la excitación que le produjo la cera. Unos dedos clavándose en su coño la devuelven bruscamente a la realidad. Julián los mueve rápidamente, dentro y fuera, una y otra vez, aumentando la fuerza. Con los dedos empapados Julián continúa mientras la escucha jadear, Irene nota como se mojan también sus piernas.
Sin previo aviso saca los dedos de su coño y un instante después Irene siente como se clavan en su culo. Da un grito y se retuerce de dolor. Se van moviendo lentamente. Se acostumbra a ese movimiento y el dolor desaparece. Se separa un poco de ella y quita los dedos. Le da unas palmaditas en las nalgas y ella nota su polla rozando su piel. No puede evitar encogerse de miedo. Le acaricia el ano con ella, presiona un poco, se retira. Repite varias veces el gesto y cuando Irene menos lo espera empieza a introducirla. Su cuerpo se rebela y se cierra. Se da cuenta pero sigue intentándolo. Al final el cuerpo cede y se introduce en ella. Cada embestida llega más adentro y con más fuerza. Irene nota el calor de su cuerpo pegado a su espalda, sus manos en sus caderas, sujetándola pegada a él, la respiración agitada sobre sus hombros, cada vez más profunda y jadeante. La cadencia de los movimientos se hace más intensa. El cuerpo sudoroso de Julián se funde con el de Irene y ella sigue sus movimientos impulsivamente. Intuye que Julián no va a tardar a correrse y lo hace poco después, dentro de ella. Siente su explosión y el calor líquido resbalando dentro de ella. Sus últimas embestidas lentas y rítmicas hasta quedarse inmóvil aún dentro de ella. La cara apoyada en su espalda y la respiración agitada sobre su piel.
Se quedan así unos minutos. La respiración se va normalizando y la acaricia distraídamente. Julián se deja caer sobre la alfombra y la recuesta a su lado. Irene se pega a él pensativa. Pues muy bien, aquí estoy con una excitación que me consume y tú tan ricamente. Pero a ver que hago yo con el calentón que llevo. Se le tuerce el gesto en una mueca. Julián, siempre tan intuitivo, le susurra algo sobre la paciencia mientras con un dedo dibuja círculos alrededor de su ombligo. Sin apenas darse cuenta el dedo está jugando con su clítoris, lo presiona, lo pellizca, moviéndolo rítmicamente nota de nuevo la humedad de Irene, que jadea tumbada sobre la alfombra. Vuelve a ella toda la excitación de la mañana. Con los ojos cerrados recuerda cada sensación y se excita aún más. La humedad se extiende bajando el interior de sus piernas. Julián sigue y ella se siente morir. El cuerpo arqueado y en tensión, la respiración agitada. No aguantará mucho más. Abre los ojos y busca su mirada, suplicante. Julián tiene los ojos clavados en sus ojos. Se inclina y le da un beso breve, y con voz imperceptible “El placer es tu recompensa, Nina”.
Irene no está muy segura de entender la frase pero tampoco le parece momento de analizar su significado. Medio sonriente se deja llevar por esos dedos que tanto placer le proporcionan. No puede esperar más, nota el volcán dentro de ella a punto de explotar. Intenta relajar cada músculo de su cuerpo y de repente estalla. La ola de placer se extiende llenándola por completo. Es consciente de cada sacudida, de cada estremecimiento, de cada palpitación. Nota como van aumentando su fuerza hasta llegar al clímax, dejándola sin fuerzas y sin aire. Y disfruta de cada segundo cuando va disminuyendo su fuerza, hasta quedar rendida y agotada.
Tumbados en el suelo reposan sin ser conscientes del tiempo que permanecen así. Tranquilos y en silencio. El brazo de Julián sobre su estómago, acariciando su cadera. Las cabezas ladeadas y sin dejar de mirarse.
Julián se levanta con cuidado y le oye bajar las escaleras. Pasado un rato vuelve, ya vestido. Irene no se ha movido. Le tiende una mano y la ayuda a levantarse. La acompaña al baño y le sugiere darse una ducha tranquila mientras él prepara algo para comer.
Mientras se relaja bajo la ducha Irene no puede dejar de pensar en todo lo ocurrido. Está confusa y aturdida. Nunca hubiese imaginado algo así viniendo de Julián. Y aunque ha sido brusco ha percibido en él un cuidado, un mimo. El miedo que sintió en algunos momentos desapareció pronto y eso la confunde todavía más. A pesar de los nervios hay un cosquilleo que no la abandona y ese sofoco interior que el agua fresca no ha conseguido eliminar. Le da pánico bajar y verle, ¿cómo debe actuar? ¿Cómo si no hubiese pasado nada? No puede sacarlo de su mente, su cara, sus manos, ese rato al que ni siquiera es capaz de ponerle nombre. Al recordar el contacto de sus cuerpos se sofoca aún más. Se obliga a controlarse. Irene, pareces una quinceañera, se dice a sí misma.
Parece que las gotas de cera no terminan de desaparecer nunca. Al salir de la ducha Irene se observa en el espejo y todavía descubre algunas que se resisten. Las quita cuidadosamente. No recuerda donde ha quedado su ropa y envuelta en la toalla va a la habitación y se viste con el vestido más sencillo que ha traído.
Cuando llega a la cocina la comida ya está casi lista. Se acerca indecisa sin saber qué hacer o qué decir. Julián la abraza y le pone en la mano una copa de vino. Le hace algún comentario intrascendente y ella sigue su conversación.
Llega la hora de comer. Se sientan a la mesa y mastican en silencio. Irene no se atreve a hablar y es Julián quien inicia la conversación.
-¿Cómo te sientes, Irene?
Estoy bien, pero confundida, no sé muy bien lo que ha pasado -responde Irene atropelladamente - Al principio me dió un poco de miedo.
¿Y después se pasó el miedo?
Después no tuve miedo, solo ganas de sentir - se detiene a mitad de la frase, sin saber como explicarse.
Es una forma diferente de sentir, más profunda, más intensa. Eres más consciente de tu cuerpo, de como reacciona a cada estimulo.
Y ¿cómo llegaste a esto? - la curiosidad de Irene es innegable.
Desde muy joven - Julián medita como explicarle - como ya sabes pasé unos años fuera del pueblo, y durante un tiempo mantuve una relación con una chica que gustaba de recibir órdenes y obedecerlas, le seguí el juego y me acostumbré a dar órdenes, a tratar de ir un paso más allá de lo que ella esperase. La relación terminó pero me quedó ese gusanillo.
-Y ya siempre ha sido así?
-Era un reto, tratar de sorprender, buscar lo diferente, lo inesperado, adivinar nuevas formas de placer, en muchos casos a través del dolor e incluso de la humillación. A tu pregunta, no siempre ha sido así aunque las relaciones más convencionales casi han llegado a desaparecer.
-No sé que decirte
-No digas nada, escúchame. Piénsalo como un "juego" adulto. Y piensa también si te quedas con lo que ha pasado hoy o la curiosidad te pide continuar. Serás libre de abandonar cuando quieras, sin motivos ni explicaciones, como lo seré yo. Es posible que no todo te guste, pero lo que si puedo asegurarte es que no vas a aburrirte.
-Me pides que acepte algo que ni sé que es, que de un salto al vacío
-Sí, puede verse así. Todo se basa en la confianza y algo nos conocemos ya. Te he estado esperando mucho tiempo, sin saber si llegaría este día. Ahora la decisión está en tus manos. Lo que respondas no cambiará en nada la amistad que tenemos, o eso quiero creer.
Y después de aquella chica no hubo nadie más?
Alguna hubo, con una o dos fue una experiencia fantástica, alguna salió corriendo después del primer azote, con alguna otra ni empezó la historia por tener gustos muy dispares... - Julián deja terminar la frase en un suspiro.
Y ahora dime, Irene
¿Te ves caminando conmigo en este viaje?
Irene no responde. Baja la mirada, pensativa. Julián le ha hablado muy serio. No sabe que contestar. La mente le dice no, el corazón le dice si. La idea la atrae, la curiosidad ha ido aumentando, su lucha interna está igualada, el deseo, el miedo, la curiosidad...
-Me gustaría caminar contigo, Julián- la voz casi inaudible.
Julián sonríe abiertamente y coloca su mano sobre la de Irene, temblorosa e inquieta.
-Tranquila, ahora tu tranquilidad y tu cuidado están en mis manos. Hablaremos mucho más, pero no es este el momento. Una cosa más, a partir de ahora serás Nina. No te llamaré siempre por ese nombre, pero cuando lo haga tú me llamarás Señor.
Sin soltar la mano de Irene, coge un tenedor con su mano libre y pasa las púas con firmeza a lo largo del brazo. Observa como se estremece la piel y la acaricia. Irene ha enrojecido repentinamente y deduce que está de nuevo excitada, como era su intención.
Julián retira los platos de la mesa y prepara el postre. Se acerca a la mesa con dos cuencos de natillas y una cuchara.
-Nina, hagamos una pequeña prueba de tu obediencia. Quítate el vestido-mientras coloca uno de los cuencos en el suelo, cercano a su silla.
En silencio Nina se levanta y le obedece. Su única ropa son unas sencillas bragas de algodón.
- Muy bien, puedes comerte el postre- ignora la mirada interrogativa de Nina y se sienta.
Con gesto resignado Nina se arrodilla junto al cuenco y se inclina. Acerca la cara y estira como puede los labios tratando de alcanzar las natillas. Queda todo cubierto por los mechones de pelo que resbalan. Sopla para apartarlos con pobres resultados. Retira la melena con una mano, sujetándola en la nuca y se inclina de nuevo. Siente la textura viscosa de las natillas en los labios y en la nariz. Empieza a lamerla y la barbilla queda cubierta con la crema. Apoya un codo en el suelo y lentamente va disminuyendo el contenido. El final es lo que más le cuesta y casi parece una contorsionista cuando tras lamer el pulido cuenco lo deja totalmente vacío.
La presión de una mano de Julián en el hombro es toda la recompensa que recibe.
- ¿Estaban buenas, Nina?
-Si Señor
-Me alegro. Ahora podemos descansar un rato.
Cuando la ayuda a levantarse lo primero que ve es la amplia sonrisa de Julián.
La guia al piso de arriba. Abre la habitación que ocupa Irene y ella sonríe pensando en la estrecha cama.
Julián se tumba cómodamente y apenas queda espacio libre. Irene, dubitativa, se queda de pie esperando le deje algo de sitio.
Se levanta y se acerca a ella. Le da un beso largo y apasionado, mientras la abraza con fuerza.
Se dirige al armario y saca una almohada, le da unas palmadas, ahuecándola. Separa unos centímetros la alfombra de la cama y coloca la almohada junto a la mesilla. Y vuelve a tumbarse en la cama.
A falta de un sitio más cómodo Nina se tumba sobre la alfombra. Muy cómoda no le resulta. Ya solo faltaría que Julián roncase, piensa medio enfadada. Flexiona las rodillas y cruza los brazos sobre el cuerpo, con las manos sobre los hombros. Así está un poco mejor.
Nota unos dedos entre su pelo y una mano que busca la suya. Con los dedos enlazados, como su destino, los dos terminan dormidos.