Amigo mío
De veras siento lo que ocurrió, amigo mío, y por eso te escribo...
¡Pensar que tú y yo hemos sido tan buenos amigos desde hace tanto tiempo, desde los días en que estudiábamos en la Facultad! Ha llovido mucho desde entonces y hemos compartido no pocas experiencias y siempre te he tenido mucho aprecio. Cuando te casaste no fue, en absoluto, el final de esa amistad sino que no dejaste de invitarme a tu casa o a salir algún día acompañados por tu mujer o solos.
Ahora, en cambio, te evito y temo cuando recibo una llamada tuya. Vacilo en descolgar el teléfono al ver marcado tu número y pienso en que deberías olvidarme completamente. Te evito discretamente, claro, pero insististe tanto que no pude sino prometerte que iría el viernes a tu casa.
Llegué y dudé si tocar el timbre o marcharme: no estaba seguro de poder resistirlo. No tenía miedo pero sí vergüenza porque te había engañado y temía que mi voz o mis ojos me traicionaran y tú lo sabrías todo entonces.
Finalmente pulsé el timbre y oí tus pasos antes de que se abriera la puerta y estuvieras allí con una sonrisa sincera y una palmada en la espalda para invitarme a entrar, porque eres franco y de buen carácter... y espero que eso no cambie por las cosas que he hecho y que tú no sabes.
- ¡Pero vamos! ¡Cuánto tiempo sin venir a mi casa! Ya te habrás olvidado de cómo es y todo me dijiste.
¿Cuánto tiempo? No mucho realmente, tres días tan solo, y tu casa la conocía muy bien: la alfombrilla roja del pasillo, los cuadrados blancos y grises del suelo de la cocina, la gran cama de tu dormitorio...
- Anda, entra, que te estábamos esperando.
Hablabas en plural, lo que me temía. Confiaba en que tu mujer no estuviera allí, que no se atrevería; pero yo debía haberlo imaginado porque la conozco mejor que tú y sé de lo que ella es capaz, y puedo decirte no tienes ni idea de la mujer con la que estás casado.
Ella estaba sentada en uno de los sillones del salón y se levantó para darme un correcto beso de bienvenida, como si no fuera otra cosa que el amigo de su esposo. Sentí más asco, por mí y también por ella, por lo bien que sabía fingir; aunque en el fondo éramos igualmente culpables.
Luego nos sentamos los tres para charlar aunque yo me moría de ganas por volver a casa y estar solo. No me atrevía a empezar la conversación y fuiste tú quien habló:
- Yo sé muy bien por qué no querías venir. Tú a mí no me engañas.
Me sobresalté con estas palabras tuyas y a punto estuve de traicionarme con un "Te juro que estoy muy arrepentido" o alguna estúpida excusa por el estilo, pero esa fingida seriedad desapareció enseguida de tu rostro.
A ti lo que te pasa es que has encontrado alguna chica y te tiene bien ocupado ahora, tanto que no tienes tiempo para ver a un buen amigo de toda la vida me dijiste con picardía y nos echamos a reír, yo de forma algo forzada por si no te diste cuenta.
Sí te contesté, y en el fondo decía la verdad.
¿Y es guapa la chica?
¿Qué si era guapa? Inconscientemente miré de reojo a tu mujer y pensé que sí, que ciertamente lo era, aunque yo no me había fijado nunca en ella hasta aquella noche maldita. Sólo aquel viernes fatídico que la encontré sola me di cuenta de que la tuya era una mujer hermosa. Estaba tan arreglada como siempre, con el pelo castaño y liso hasta la altura del cuello y bien peinada y maquillada, porque es una mujer coqueta y que le gusta estar guapa que, no obstante, sólo había sido para mí tu mujer, la esposa de mi mejor amigo. Entiendo que te atrayese una mujer tan seductora y que te creas tan afortunado, pero me temo que te equivocaste, mi buen amigo. Tú merecías más que una mujer guapa, pero mucho más. Quizás una mujer que te fuera fiel y que te quisiese.
Sí, es guapa contesté saliendo de mis pensamientos.
Ya me imaginaba. Siempre has tenido éxito con las mujeres, pero a ver si sentamos la cabeza, ¿eh?
Es que siempre ha sido un buen mozo añadió tu desvergonzada mujer.
¿Y cómo la conociste? me preguntó Roberto.
Hubiera querido decirte la verdad. Que la había conocido realmente hacía tan sólo unas seis semanas y en tu casa. Había llegado la noche de ese viernes a tu casa y ella me había respondido que estabas en Barcelona, a donde habías viajado urgentemente, pues tu padre estaba gravemente enfermo. Entonces ella me invitó a salir... Pero yo no podía responderte esto, lo último que debía hacer era decirte la verdad. Te hubiera destrozado y nunca he buscado tu sufrimiento, aunque sí mi placer. ¿Cómo ibas a poder entender que tu mujer tenía ganas de salir a divertirse con tu mejor amigo mientras velabas a tu padre enfermo en un hospital si yo tampoco lo comprendía? Menos podrías entender lo bien que lo pasamos y lo que ocurrió a la vuelta a tu casa, cuando realmente empezó todo...
Preferí responder a tus preguntas con brevedad y sin mucho entusiasmo. No podía ser de otra manera porque nunca me ha gustado mentir y ahora no puedo dejar de hacerlo; cada mentira que salía por mi boca era como un líquido repugnante que tenía que escupir. Realmente era yo el que quería preguntarte, por ejemplo si podrías perdonarme por lo que había hecho, y sigo deseando hacer esas preguntas.
Fue una noche la de ese viernes tan alegre para tu mujer y yo como triste para ti. Cuando volvimos tan animados a tu casa, ella me invitó a pasar la noche allí. Me sobresalté porque comprendí que lo que había hecho ya, y apenas había ocurrido nada, y lo que todavía podía hacer porque ella quería terminar nuestra traición. Yo le dije que no estaba bien y que te enterarías pero su única respuesta fue:
- Él no está aquí.
Y cada vez que intentaba buscar un argumento ella me respondía las mismas palabras una y otra vez, y cuando lo hacía notaba su aliento en mi boca y sentía una seducción amoral que no podía resistir, hasta que cerró mis labios con los suyos y yo apreté su cuerpo contra la pared. Mi lengua y la suya sellaron nuestra complicidad y mis manos no respetaron el cuerpo de la mujer de mi mejor amigo, sino que desabrochaban la rebeca que llevaba y manoseaban unos pechos que no me pertenecían.
Ella tenía la razón: ¿quién podría vernos cuando uníamos nuestras bocas y nos abrazábamos deseando cosas que no debían ser? Tú no y tampoco nuestras conciencias, que estaban muy lejos de nosotros o quizás sí estaban pero dormidas. Porque lo que está claro es que mi conciencia no podía estar allí para ver cómo mi mano levantaba la falda de tu mujer y acariciaba apenas un momento sus bragas para acudir luego al interior de sus muslos y acariciarla. Ella me miraba con sorpresa aunque esperando que lo hiciera. Apenas rozaba su sexo pero hacía unos ruiditos entrecortados y suaves que estaban perforando mis oídos. Luego toqué sus pechos y eran duros y ronroneaba de gusto cuando pellizcaba sus pezones.
¿Cuántas veces has tocado esos pechos? Estoy seguro de que has disfrutado viéndolos, tocándolos y besándolos, y cada vez que lo hacías pensabas que esos pechos tibios y suaves eran sólo tuyos y que tu mujer sólo gozaba cuando eras tú quien gozaba de ellos. Pero ahora yo hice míos esos pechos y también a tu mujer. Ella se acercaba a tu dormitorio muy despacio y sin dejar de mirarme; y para que no dejara de seguirla se desprendía de su ropa y la dejaba caer al suelo. Primero cayó su minifalda. Después la camisa. Luego un zapato y el otro. Por último me arrojó alegremente su sujetador a la cara para taparse los pechos e ir corriendo al dormitorio. Yo agarré ese sujetador y me lo llevé al bolsillo como un trofeo de guerra. Me desnudé a toda prisa y entré en la habitación.
¿Es que nadie podía ver cómo profanábamos el lugar donde tantas veces habíais hecho el amor? Ése era tu dormitorio, un lugar tan sagrado como el matrimonio que os une... Pero eso no nos importaba nada. Éramos como animales en celo y yo me colé entre las sábanas buscando a tu mujer, que ahora era mi mujer. La abracé y ella se rió excitada. Se movía como queriendo escapar, no muy seriamente claro, y cuando lo hacía nuestros cuerpos calientes se tocaban.
Por fin quedé sobre ella en postura de sometimiento aunque estaba muy claro quién dominaba realmente a quién. Nos miramos con deseo y volvimos a besarnos con más ansia mientras sus manos iban a mi entrepierna. Enseguida buscaron mi pene y lo cogieron con suavidad.
- Mmm... realmente estás mejor dotado que mi marido fue su veredicto.
¿Cómo podía decir algo tan cruel? Por un momento me escandalizó pero me excitaba, me excitaba ser más que tú en esa cama y estar por encima de ti. Me excitaba tenerla más grande, que fuera verdad o no era lo de menos en ese momento de locura, y alcanzar más hondo en el coño de esa mujer de lo que tú lo habías conseguido y que gozase más conmigo.
Cogí sus tobillos y coloqué sus piernas sobre mis hombros porque quería penetrarla ya. Luego empujé y ella gemía de una forma... Nunca pensé que una mujer casada pudiera gemir así, de un modo tan inmoral y tan salvajemente excitante para un hombre. No le importaba que nos pudieran oír los vecinos, a ella sólo le importaba su placer y me exigía:
- Dame más, pero no te corras todavía...
Vuelvo a preguntarme: ¿dónde estaba mi conciencia? Allí no estaba mi conciencia para ver cómo entraba y salía en el coño de tu mujer y jadeábamos gozosos los dos. Mi conciencia no pudo ver cómo luego ella se metía mi pene y sus testículos en su boca para lamerlos hasta hacer que me corriese sobre las sábanas de tu cama... sábanas que por supuesto habría de echar a lavar después. Mi conciencia era ciega y sorda además porque tampoco pudo oír cómo tu mujer y yo nos decíamos cosas salvajes al oído. Ella me decía que era mejor amante que tú y que le diera más. Yo hablaba de sus pechos y sus piernas, y todas esas cosas que no se pueden alabar en una mujer casada...
Cuando llegó el final y mi semen corrió por última vez dentro del sexo húmedo de tu mujer, cuando gemimos con el placer de los estertores finales y nos abrazamos para consolarnos, entonces mi conciencia no estaba allí.
Volví a mi casa como si no hubiera pasado nada pero a la mañana siguiente me llamaste al trabajo muy trastornado porque tu padre había fallecido a las cuatro de la madrugada. Sólo en ese momento me sentí realmente arrepentido pero fue precisamente eso: sólo un momento, porque aquello no había sido un arrebato y hubo que repetirlo. A veces oía la voz de mi conciencia pero la voz de tu mujer es suave y sensual y prefería oírla a ella. ¡Cuántos días escapé lo antes posible del trabajo para visitar a tu mujer! ¡Qué momentos tan placenteros y prohibidos hemos vivido entre engaños! Te mentiría despiadadamente si te dijera que me arrepiento de algo.
Desperté de este sueño fugaz y volví a nuestra conversación absurda. Me preguntabas sobre mi vida y yo te hablaba de todo menos de las cosas importantes que hubieras querido saber. No disfrutaba en absoluto y en cuanto pude me excusé y me despedí de vosotros; aunque a ella volví a verla muy pronto a solas...
¿Podrás perdonarme? Sé que no puedes. Yo no perdonaría a quien me hiciera algo así. La pregunta que realmente tiene sentido y que me interesa es si alguna vez lo descubrirás. Aun así deseaba confesarte todo y que lo supieras, por eso escribí esta carta para desahogarme y que nunca leerás porque su destino es la papelera.
De veras siento que las cosas hayan ocurrido así, amigo mío.