Amarga medicina

Un relato un poco más largo de lo normal (lo siento), pero la historia lo pide...

Amarga medicina

Preámbulo

Antes de comenzar este relato y, como os prometí a los que comentasteis algo sobre el "Accidente en Nochebuena", voy a "desmenuzaros" un poco todos esos detalles que dejé entrever, pero no escribí con toda claridad.

Iré por partes:

Evidentemente, por muchas experiencias personales que yo haya tenido en mi vida (que no son pocas), cuando ya he escrito tantos relatos, la mente empieza a crear cosas que pueden ser interesantes y las plasmo aquí, es decir, mezclo cosas reales (algo adornadas, claro) con fantasías. Este es un relato absolutamente irreal, entre otras cosas, porque es bastante difícil que pase algo así. Sin embargo, he querido insinuar que una relación esporádica gay entre dos homos es totalmente posible en ciertas circunstancias.

¿Lo que pasó después? (si lo tomamos como parte de la vida de dos seres) supongo que sería que se hicieron buenos amigos. Imagino.

Y eso de que "Lo que montan los curas para conquistar almas!", no lo entiendo bien. De todas formas, Jesús, el seminarista, no es un cura, es un estudiante que le dice que puede encontrarlo los domingos en la iglesia; no que vaya a misa (es libre de esperarlo en la puerta, digo yo). Si la frase insinúa que yo soy cura y he montado este relato para "conquistar almas", pues siento aclarar que yo tengo de cura lo mismo que de astronauta. La frase final, sin duda, tiene un doble sentido sutil, pero en ningún momento he intentado decir que un seminarista haga ciertas cosas para "conquistar un alma".

Antigüamente (hoy en día también), ciertas familias de mucho dinero, pagaban los estudios del seminario de sacerdotes (y otras cosas) a un joven poco pudiente. Pensé en vestir a este estudiante con un traje lujosísimo regalado por alguien para dar pie a que fuese asaltado por la noche para robarle. No quedó claro, es cierto. Aún así, me sé de gente muy pudiente que acaba siendo sacerdote o pastor de cualquier iglesia.

Y termino aclarando que el seminarista se molesta porque piensa que el que lo había socorrido lo besa en la frente con ciertas intenciones y se asusta cuando le dice que se vaya a la cama con él. El que lo auxilia (sólo lo insinúo), o es un médico joven o está estudiando medicina. Sabe que poniendo los labios en la frente de alguien se descubre una simple destemplanza; sabe que le calmará los dolores con 1 gr. de paracetamol; insiste en llevarlo al hospital (aunque el otro se niega); sabe que una costilla rota es un puñal en potencia metido en el cuerpo y dice: "me equivoqué", cuando ve el pecho amoratado del seminarista y se asusta (entonces dice, ¡Joder!, con asombro); un médico nunca debe hacer eso, porque asusta al paciente. Pero el gesto de decirle al seminarista que use su cama y que él dormirá en el sofá, ya dice mucho de sus intenciones. Lo extraño que pasa luego es, como decía en el subtítulo, inexplicable. Dejémoslo en fantasía 100% que puede gustar o no.

Gracias a todos por interesaros, por comentar, por criticar, por aconsejar.

Un saludo y comienzo el nuevo relato: Amarga medicina.

1 – El negocio

Me llamo Agustín y terminé mis estudios satisfecho. Pensé entonces en buscar algún puesto de trabajo en alguna oficina o gestoría, pero mi padre, que siempre había sido trabajador autónomo, se negaba a que yo empezase de chupatintas en cualquier trabajo de mala muerte. Y tanto me insistía cada día cuando salía a hacer visitas, que me llamó un día a su despacho de casa.

  • Siéntate ahí, anda – me dijo -, que quiero tener unas palabritas contigo en serio.

  • ¿Qué pasa papá? – dije sentándome - ¿He hecho algo mal?

  • No, hijo – me contestó escribiendo algo -, que estoy muy satisfecho de cómo has sacado tus estudios adelante y de cómo los has terminado, pero no quiero verte de IBM en cualquier oficinucha.

  • ¿De IBM? – me extrañé - ¡No soy un ordenador!

  • ¡Exacto! No, no – dijo riendo -, sino que serías el ordenado: y veme a por esto, y veme a por aquello

  • Pienso que debo empezar por abajo – le dije -, demostrar que sé hacerlo y luego ir subiendo.

  • Pues te propongo yo otra cosa – me miró por encima de las gafas -; con tus estudios y con lo que yo mismo te he enseñado, no necesitas empezar por abajo ni demostrar que sabes hacerlo, porque me consta que sabes… y mejor que otros. Lo que te propongo es alquilarte el piso del bajo, que no hace mucho que se ha quedado vacío, y montarte tu propia oficina. Como bien sabes, no todos los negocios empiezan a funcionar hasta pasado un tiempo… tal vez dos años. Es el plazo que te doy para levantar con mi ayuda tu propio negocio ¡Y no te me opongas!

Me quedé asombrado al oír lo que decía ¡Mi propio negocio!

  • ¡Papá! – exclamé - ¿Cómo voy a oponerme a eso?

  • Eres tú el que necesitas un auxiliar – prosiguió -, no ponerte ahora de auxiliar cuando casi me das lecciones a mí mismo. Te pagaré durante dos años, exactamente todos los gastos, pero quiero ir viendo cómo poco a poco empieza a haber ingresos. Cuando esos ingresos cubran todos los gastos, podrás seguir aquí en casa, pero empezarás a devanarte los sesos para que tu empresa siga subiendo hasta que puedas vivir con tus propias ganancias. Y me consta que eres capaz de hacerlo. Te voy a poner la escalera, pero empieza ya a subir ¡Puedes marcharte si quieres!

  • ¡Gracias, papá! – le dije -, te prometo no parar y demostrarte que sé hacerlo.

Salí de allí muy contento y se lo conté a mi madre y a mi hermano pequeño – que no entendió de lo que hablaba – y comencé a pensar cosas y a hacer planes. En pocos días pude entrar a ver el piso, tomar medidas, buscar muebles y… buscar a un auxiliar.

Corrí la voz en la facultad y puse carteles pequeños y alguien me dijo que pusiese algún anuncio en esas revistas de anuncios gratis, pero no me merecían la confianza.

En dos días, me encontré el salón lleno de muebles para mi oficina. Tenía que poner todo aquello en su sitio, pero cuando iba a ponerme manos a la obra, llamaron a la puerta.

  • ¡Mariano! – grité - ¿Qué haces tú aquí?

  • He leído tu cartelito de la facultad – dijo -; me queda una asignatura, lo sé, pero tal vez

Me quedé mirándolo sonriente sin ofrecerle que entrase. Era un compañero, no muy buen estudiante, que me encantaba; me fascinaba. Me llevaba horas sin atender a la clase mirándolo disimuladamente entre los dedos de mi mano apoyada en la frente.

Por fin, desperté de aquel sueño romántico y le dije que pasase.

  • ¡Mira! – le dije -. Este es el piso donde montaré la ofi y ya han traído los muebles. Falta material; papel, libros, trámites, un ordenador o dos… Cuando esté todo en orden empezaré.

  • ¡Joder! – miró por el pasillo -; esto es grande. Si quieres te ayudo a mover las cosas.

  • De acuerdo – le dije -, acepto tu ayuda y comeremos juntos. Cuando esté montado mi despacho te haré la clásica entrevista. Si pasas las pruebas, ya hablaremos, pero seré sincero. No puedo ponerte de auxiliar si no me vas a resolver las cosas y yo tengo que responder a muchos compromisos.

  • ¡No! – dijo asustado -, yo me ofrezco a ayudarte sin compromiso a mover los muebles. Si consideras que sirvo, seré tu auxiliar; si consideras que no sirvo… ¡Bueno! Ya sabes que algunas cosas no se me dan muy bien

  • ¡De acuerdo!

  • ¡Vamos! – dijo -, te ayudaré a mover los muebles.

2 – El candidato

Iba a entrar en el despacho y me paré sin hacer ruido. Mariano estaba de pie, pero agachado, montando las piezas de unas sillas y me quedé embobado mirando su culo. Era un chaval de poca estatura, muy moreno y un poco relleno. Tenía la barba muy cerrada, tanto, que recién afeitado se le notaba la sombra negra en la cara. Una vez estuve hablando con él muy de cerca en verano y llevaba la camisa bastante abierta y no sabía qué hacer para que mi vista no se fuera hacia su pecho velludo. Me estaba empalmando recordando otras muchas cosas, así que entré decidido y le puse la mano en la cintura.

  • Te vas a lastimar la espalda así – le dije - ¿Por qué no pones las piezas sobre la mesa y ahí las montas?

  • Verás, Agustín – me dijo incorporándose -, es que creo que se puede arañar la mesa.

  • ¡Bueno! – le dije indiferente -, pondremos papel de envolver sobre ella. Con tener un poco de cuidado

Los dos nos fuimos al rincón a por el rollo de papel, pero él lo agarró antes y yo cogí su mano. Nos miramos sin expresión, pero dejé mi mano puesta allí unos segundos y él no se movió. Volví a despertar de mi sueño y retiré la mano apartando mis ojos de los suyos.

  • ¡Bueno! ¡Venga! – dije visiblemente nervioso - ¡Ponlo tú! Yo voy a seguir en el salón.

Se quedó asombrado mirándome, sonrió levemente y se puso a preparar el papel. Cuando llegué al salón, me escondí detrás de la puerta y me tapé la cara apoyado en la pared y aguantando el llanto ¿Qué iba a hacer? ¿Cómo iba a contratar a Mariano de auxiliar? Sabía que le gustaban las tías y sus recuerdos, la vista de su culo, el roce de nuestras manos y su mirada tan dulce ya me estaban destrozando. Me propuse ponerle unas pruebas difíciles. Sabía que no iba a pasarlas. Seguramente podríamos seguir siendo amigos, pero no podía tener a todas horas a aquella criatura a mi lado ¡Tenía que buscar a otro! Tenía que encontrar a uno que ya tuviera novia; un tío feo pero eficaz. Pensé que podía arruinarme con Mariano delante hablando o cada vez que se acercara a mí lado a consultarme algo. De pronto, la puerta golpeó mi espalda y entró él.

  • ¿Agustín? – pasó al salón - ¿Dónde estás? ¡Dios mío! – me había visto - ¿Qué te pasa? ¿Te encuentras mal?

  • ¡No, no! – le dije sin destapar mi cara -; ha sido un mareo tonto. Ya se ha pasado.

Me cogió por la cintura con las dos manos y tiró de mí para llevarme a una silla.

  • ¡Joder! – notó que lloraba -; siéntate un poco aquí a ver si se te pasa ¿Te has dado algún golpe?

  • Sí… - contesté -, eso, eso ha sido.

  • ¡Toma un pañuelo! – sacó la bolsita de su bolsillo -. Te habrás dado bien ¿Te duele?

  • Sí, sí, pero sólo un poco – dije tocándome la cabeza -. Ya se está pasando.

  • ¡Joder! – exclamó asustado -, pues no me lo parece. Sécate bien las lágrimas y luego los mocos, que se te caen ¿No te habrás hecho daño, no?

Y antes de que dijese nada, comenzó a acariciarme la cabeza con delicadeza y rompí a llorar y no pude evitar apoyarme en su pecho.

  • No pasa nada, hombre – me dijo consolándome -, pero si no te encuentras bien, me lo dices y te acompaño al médico.

  • Por favor – lo miré secándome la nariz -, déjame solo un poco si no te importa. Te prometo que en cuanto se me pase iré a decírtelo.

Me apretó la cabeza contra su pecho y volví a romper en llantos. No podía soportar aquella situación ¿Cómo iba a soportar eso cuando empezásemos a trabajar? Al momento, noté que me besaba la cabeza y me acariciaba la mejilla.

  • ¡Venga! ¡Tranquilízate! – me dijo -; estás nervioso. Cálmate un poco que tenemos que seguir con esto.

  • ¡Claro, claro! – respiré profundo -; ya se va pasando. No te preocupes.

Aquel primer acercamiento a Mariano, los primeros roces, sus caricias, me habían jugado una mala pasada. Cuando subí a casa a medio día, tuve que irme al baño enseguida y hacerme una paja. No aguanté nada antes de correrme, pero me tranquilizó mucho. Por la tarde, terminamos de ordenarlo todo y le dije que la entrevista se la haría al día siguiente a las 10; que ya sabía cómo tenía que presentarse. Yo estaba sentado en el butacón y él en uno de los que llaman confidentes (los dos del otro lado). Se levantó sonriendo, le dio la vuelta a la mesa y volvió a apretar mi cabeza en su pecho. Viéndome en aquella situación, lo abracé por la cintura y le di las gracias.

  • Hasta mañana, Agustín – dijo cuando salía -; tranquilízate, hombre. Sé que estás emocionado y por qué. Relájate.

Me quedé allí un rato más – ya casi a oscuras – y lloré todo lo que pude sobre la mesa. Tenía que desahogarme. Volví a subir a casa y entré en el servicio para hacerme otra paja. Después de cenar, mi madre, que me había notado algo raro, se quedó sentada a la mesa conmigo.

  • A mi no me la das, Agustín – dijo tomándome las manos -; sé que estas muy emocionado por saber que vas a tener tu propia oficina, pero esos ojos no están rojos de esa emoción. No te voy a preguntar nada. Si alguna vez quieres, cuenta con mi ayuda.

Cuando se fue, volví al baño y vomité todo. No podía parar el llanto. Tomé una de sus pastillas tranquilizantes y me la tragué sin agua. Volví a hacerme una paja y me metí en la cama soñando despierto ¡Mariano!

3 – El auxiliar

Antes de las 10 de la mañana ya estaba yo en la oficina con un montón de papeles y bolígrafos, calculadora y algunos otros accesorios. A las 10 en punto llamaron a la puerta. Al abrir encontré a un Mariano muy bien peinado y afeitado, con su traje y su corbata y miré a sus pies viendo sus zapatos perfectamente limpios. Le sonreí y le dije que pasara. Al entrar, se acercó a mí, se empinó un poco y me besó en la cara como un saludo familiar.

  • Aprovechemos el tiempo – le dije -; tenemos toda la mañana.

Pasamos al despacho y se quedó mirando los papeles.

  • No te asustes – le dije -, es algo de material para que puedas hacer la prueba. En este folio está descrito lo que tienes que hacer. Son unos movimientos de los que tendrás que sacar los asientos de Diario, luego de Mayor y el Balance de Sumas y Saldos con el Balance de Situación y la cuenta de Pérdidas y Ganancias. No hay nada especial. Para que estés más cómodo, puedes hacerlo en la mesa que queda libre en el salón. No quiero interrumpirte.

Miró entonces el papel con más detenimiento y me pareció que encogía un poco las cejas al ver que, al final, le planteaba tres supuestos que debería resolver antes de la una del medio día.

  • ¡Toma! – le ofrecí papel y bolígrafo -, si quieres una calculadora usa esta; es muy buena y además imprime en papel. Si quieres, llévate una regla ¡Tú verás! Me importa el resultado, no cómo lo hagas.

Se fue al salón y allí dispuso sus cosas con un orden envidiable y comenzó a trabajar. Yo me fui al despacho a concertar algunas citas y a anotar varios nuevos planes. Lo sabía; en cierto momento pidió permiso para entrar, se puso a mi lado y me hizo dos preguntas sobre el examen. Su cuerpo se pegó al mío atraídos ambos como dos imanes y sentí su calor y el aroma de su piel. Cuando salió de allí, volvió a acelerárseme la respiración. Me contuve y seguí mi trabajo. La mañana se me hizo un tanto larga, pero antes de la una, volvió Mariano a pedir permiso para entrar en mi despacho.

  • Siéntate ahí – le dije -, no te quiero de pie.

Con una simple mirada a su trabajo, observé que su letra y sus números eran impecables, que había trazado las líneas adecuadas para dar claridad al documento y que de los tres supuestos que le planteé, sólo en uno habría que retocar un pequeño detalle ¿Cómo iba a decirle que no había pasado la prueba?

  • Lo has bordado, Mariano – le dije -; déjame algún tiempo para repasarlo a fondo, pero ya puedo decirte que has superado la prueba… y no era fácil. Ahora, salgamos un momento al bar y te invito a una cerveza.

  • ¡Gracias, Agustín! – se levantó sonriendo y se acercó a mí -, no sé si me estás diciendo definitivamente que he pasado la prueba, pero me satisface que alguien como tú me diga que he hecho algo bien.

Me puso el brazo sobre los hombros y me agradeció que hubiese contado con él, un torpe (dijo) de la facultad. Se agachó y me besó en la mejilla.

  • ¡Venga! – me levanté - ¡Vamos a tomar esa cerveza!

Por la tarde se presentó otro candidato, Julio, y Mariano me miró con tristeza. Lo pasé al despacho y le dije que lo entrevistaría a las 10 del día siguiente. Noté que Mariano intentaba por todos los medios agradarme. Tanto fue así, que tuve que subir a casa y hacerme una paja para no meter la pata.

Curiosamente, usando el mismo supuesto, la letra de Julio dejaba bastante que desear y se le escapó alguna falta de ortografía y, de los tres supuestos finales, sólo uno de ellos estaba perfecto. Me lié la manta a la cabeza, salí al salón y le dije a Mariano:

  • Mariano, chaval, no voy a hacer más pruebas. El puesto es tuyo.

Se levantó y me abrazó y, poniéndose un poco de puntillas, me besó en la mejilla… pero muy cerca de la comisura de mis labios.

  • ¡Joder, Agustín!, no me esperaba esto, te lo juro.

  • Pues mañana tienes la mañana para preparar tu tarjeta del paro. Hay que hacerte el contrato. Comenzarás con el sueldo de auxiliar, pero si esto va bien, te haré mi secretario y buscaremos a un auxiliar.

Cuando se fue, subí a casa disparado al baño para hacerme otra paja.

4 – El negocio

Le di una copia de las llaves para que entrase sin llamar, se hablaron muchas cosas sobre el horario de trabajo, dónde trabajaría cada uno y cuáles serían sus cometidos. Comenzamos a trabajar. Yo salía todas las mañanas a hacer contactos y mi padre, por otro lado, me envió algunos clientes y, como este tipo de negocios funciona por el «boca a boca», se fue corriendo la voz de que nuestras tarifas no eran elevadas y que entregábamos trabajos impecables. El cliente que había venido ya una vez volvía, pero ya nos había recomendado a otros y, de esta forma, el trabajo fue aumentando hasta que casi un año después, los ingresos empezaban a igualar a los gastos. A mi padre se le veía satisfecho, pero seguía insistiendo en que había que trabajar más.

Un día, estando sentado junto a Mariano frente al ordenador ayudándole a hacer un trabajo complicado y abultado, le vi hacer un gesto de cansancio y le dije que parase unos minutos.

Ya habíamos hecho mucho, demasiado tal vez, y le veía contento y con ganas de trabajar, pero no imaginaba que iba a seguir besándome al llegar, cogiéndome a veces la mano, acariciándome la cabeza o pegando su cuerpo al mío. Pensaba que iba a matarme a base de pajas diarias, pero nunca le había insinuado nada ni llevaba yo la iniciativa de esos gestos (aparentemente) de cariño. Pero en aquel descanso, se echó sobre mí, puso su brazo izquierdo sobre mis hombros y me señaló su mejilla; me estaba diciendo que le diese un beso. Lo besé sin darle mucha importancia y dejó caer su cabeza en mi hombro acariciándome un mechoncito de pelo del cuello. No podía soportar aquella situación y me incorporé nervioso.

  • Terminemos ya este trabajo – le dije -, que comenzamos el fin de semana. Ya no nos vemos hasta el lunes.

Mariano no era tonto, evidentemente, y sabía mis inclinaciones sexuales, así que, con toda confianza se echó atrás en la silla mirándome y me dijo:

  • ¡Joder, Agustín!, estoy preocupado. Tengo un complejo que no voy a poder quitármelo.

  • ¿Un complejo? – exclamé -; no te noto nada.

  • ¡Claro! – me respondió levantándose -, porque tú no sales conmigo por ahí de copas.

  • ¿Y qué tiene que ver eso?

  • Tengo complejo de bajito – dijo – y supongo que a las tías les gustan un poco más altos.

  • Perdona que te diga – puntualicé – que para mí eres bajito. Ya sabes lo que quiero decir.

  • Sí, sí – se echó a reír -, pero tengo otro problema más.

  • ¿Otro? – me extrañé -; ¡pues no te lo veo!

  • Sí, claro – dijo -, es que está oculto. Tengo fimosis y me da vergüenza de que una tía vea que no puedo hacer nada con ella.

  • ¡Joder, Mariano! – le quité importancia -, eso te lo operan en un minuto y en una semana estas funcionando.

  • Sí… verás… - no sabía qué decir -; es que hay un problema. Yo no puedo ir a operarme; sólo de pensarlo me desmayo.

  • ¿Eres de esos que se desmaya al ver una aguja o al ver la sangre?

  • ¡Calla, calla! – se dio la vuelta -; ni siquiera puedo oír esas palabras.

  • Está bien, tranquilo – le puse la mano en el hombro -, pero con tu edad (tenía los 26 años) estaba yo ya harto de echar polvos ¿Todavía no te has estrenado?

Se quedó mudo y me miró muy cortado.

  • Me han dicho que hay una pomada que se echa a diario y, masturbándote con cuidado, vas tirando cada vez un poco más hasta que se abre del todo.

  • ¡Joder! – exclamé - ¡Qué conversación para una oficina!

  • Te estoy molestando, Agustín – dijo -, sigamos lo que nos queda.

  • ¡No, espera! – le dije -; eso de las pomaditas y esas cosas son inventos para sacar dinero. La solución es la operación, pero… hay otras ¡Verás! Cuando yo era muy joven y empecé a masturbarme me di cuenta de que no me bajaba del todo y si tiraba era muy doloroso. Pero no quería tener eso así, así que todos los días tiraba al máximo procurando no hacerme daño. Si se rompe… no te quiero hablar de eso, tranquilo. Pasó bastante tiempo, pero yo seguía haciendo mis ejercicios hasta que un día bajó del todo. Notaba que el pellejo me estrujaba el glande, ya sabes, pero seguí insistiendo más y más y… ahora me baja sin problemas.

  • ¿Me estás diciendo que haga ejercicios? – me miró asustado -; ¡me da pánico! En cuanto noto un poco de dolor incluso dejo de masturbarme.

  • ¿Ves? – dije insistente -. Tú mismo te has provocado la fimosis por no ir acostumbrando a tu prepucio a que se abra como es debido. Eso no solamente te va a impedir echar un polvo a gusto, sino que no es higiénico. ¡Piénsatelo, Mariano! O haces los ejercicios o te vas a quedar sin follar toda tu vida.

Me miró extrañado y me pareció que quería preguntarme algo y no se atrevía. Finalmente empezó a hablar muy tímidamente.

  • Vosotros – dijo -, los… homosexuales… ¿qué cosas hacéis follando?

  • ¡Joder, tío! – exclamé sonriéndole -, no me hagas explicarte esas cosas ¿Ves? Ahora me corto yo. Hay muchas cosas que hacer. Si me apuras, más que con una mujer, pero eso de la fimosis también te daría la lata.

Lo miré sonriendo abiertamente y empecé a hablarle en broma para quitarle hierro a la situación.

  • Yo tengo una medicina que no falla ¿sabes? – le dije -. En un mes, si la cosa no es muy grave, se acabaron tus problemas.

  • ¿Sí? – preguntó interesado y cándidamente - ¿No me la puedes dar?

  • Me parece que no te gustaría, Mariano – me reí -, sé que no pasas por ciertas cosas.

  • ¡Eh, eh! – levantó la mano -; ¿no te me estarás insinuando y lo de la medicina no es más que una excusa?

  • Te puedo asegurar que no – le dije -, pero sé que sólo de pensar que yo tendría que vértela y tocártela

  • ¡Para, para! – me interrumpió -, que ya sé por dónde vas.

  • Te equivocas – fui tajante -; mi medicina funciona. Y me apuesto contigo lo que quieras, pero, evidentemente, no tendría más remedio que vértela y tocártela a diario hasta solucionar el problema.

  • Terminemos el trabajo, Agustín.

5 – La medicina

Pasó el fin de semana y tuve que bajarme a la oficina casi todo el tiempo. Necesitaba poner claras mis ideas, llorar, masturbarme y que mi madre no se fijase demasiado en que tenía los ojos hinchados. Pensé que tenía que despedir a Mariano porque me iba a poner enfermo de los nervios y , seguramente, acabaría arruinándolo todo. Sería un trago muy difícil, pero el trabajo y el amor no eran para mí compatibles.

Llegó por fin el lunes y apareció Mariano con sus llaves, entró y fue a darme los buenos días muy contento.

  • ¿Qué ha pasado estos dos días? – le pregunté -; vienes radiante y sonriente.

  • Nada muy especial – dijo -, pero sí es verdad que a las tías no les importa que yo sea bajito.

  • ¿Ves? – lo hice pasar -, tú mismo te creas tus complejos.

  • Ya – agachó la cabeza -, pero el otro no puedo solucionarlo.

  • Está bien – procuré cortar esa conversación -, tú eres el que tienes que decidir; o quirófano o medicina de Agustín. Ahora sal a trabajar. Ya verás el montón de papeles que te esperan, guapo.

Salió contento y se puso a hacer sus cosas, pero cuando atendí todas las llamadas de teléfono, me salí con él a echarle una mano. Menos mal que lo hice, porque se estaba equivocando en algunas cosas.

  • Te echaré una mano – le dije -; entre los dos acabaremos antes.

  • ¡Joder! – me miró sorprendido -, no todos los jefes son como tú.

  • ¡Claro! – le dije -, eso será así mientras cumplas tus obligaciones. Procura no verme enfadado.

Estuvimos trabajando sin parar más de una hora y adelantamos mucho. Entonces llegó ese pequeño descanso ya casi llegando la hora de irnos a comer.

  • ¿Sabes? – me dijo con misterio -. He estado pensando mucho estos dos días.

  • ¿Sí? – exclamé -. Pensar es muy bueno. Te ayuda a ordenar todo lo que has hecho en cosas buenas y cosas malas. Eso te ayudará a mejorar siempre. Y planear lo que vas a hacer te ayuda a estar prevenido.

  • ¿En todas las cosas?

  • ¡Por supuesto! – le dije -; hasta en los más mínimos detalles.

  • He pensado mucho en un detalle – me dijo -; es de esos que tú llamas «mínimos»; de los que parece que no tienen importancia… Pero sí la tienen.

  • Estupendo – recogí unos papeles -, te irás superando sin darte cuenta.

  • Averigua en qué he estado pensando – dijo -, no lo vas a adivinar.

  • Creo que sí, Mariano – le dije con paciencia -, y no es tan «mínimo» como tú dices.

  • ¿Cómo lo sabes? – se sorprendió -; dame una pista.

  • ¿Complejo? – le dije -.

  • ¡Hijo de puta! – exclamó -; yo no lo hubiera adivinado.

  • Yo sí – dije sin mirarlo -, según me dijiste el otro día te preocupaba de verdad.

  • Pues sí – contestó encogiendo los hombros -; en realidad, lo que me planteo es si me merecería la pena pasar… ciertas situaciones para eliminar ese segundo complejo.

  • ¡El oculto! – levanté el dedo solemnemente -; el que sólo unos cuantos verán, pero que te hará sentir importante cuando se haya eliminado. Ablata causa tollitus effectus, es decir, eliminada la causa, se acabó el efecto ¿Cuál es la causa de tu complejo? Pues si se elimina lo que lo produce, se elimina el complejo.

Se echó a reír. Estaba muy contento. No sabía qué le habría pasado durante el fin de semana, pero traía muy buen humor.

  • También he pensado – dijo – en que no es bueno mezclar la amistad y esas cosas con el trabajo.

  • Como decían en mi pueblo, «donde metas la olla, no metas la polla». Imagino que te refieres a eso.

  • Eres gracioso – rió -, pero ahora lo que me planteo es que si me das esa «medicina»… ¡Jo, Agustín!, ahora sí que necesito que me ayudes, pero no en el trabajo, sino en eso.

  • ¿Y cómo puedo ayudarte, guapo?

  • ¡Verás! – dijo con misterio -; he pensado en que, fuera de las horas de oficina, por supuesto, probásemos eso que dices; la «medicina». Vas a tener que aguantar con paciencia, te lo adelanto. Soy muy vergonzoso y… no me pegues, pero no me gusta que un hombre me toque.

  • Me molesta lo que dices, amigo – puse un gesto grave -, pero yo no voy a aprovecharme de ti, voy a hacerte un favor que me va a costar mucho trabajo, a pesar de que sabes perfectamente que estoy totalmente enamorado de ti.

  • Sí – razonó -, pero si no fuera por eso, sí que no dejaba a un tío que me la viera ¿Lo comprendes ahora?

  • Podemos probar a las 4:30, media hora, y comenzar luego a trabajar normalmente. Ya te he dicho que eres tú el que decide.

  • A las 4:30 ¡Vale! – contestó de inmediato - ¿Comenzamos esta tarde? Sólo necesito que tengas paciencia al principio. Si no lo soporto, tendremos que dejarlo.

¡Bien! – dije indiferente -, cuando acabe de comer estaré aquí, así que vente antes si tanto es tu interés.

Y antes de las 4:30 estaba entrando en la oficina y buscándome en el despacho.

6 – La prueba

Lo noté entusiasmado por un lado y muy nervioso por otro. Entró y se sentó frente a mí, que estaba haciendo algunos trabajos.

  • Ya estoy aquí – dijo -, pero te advierto que vengo tan muerto de miedo como si fuese al hospital. Cuando me acerco a la puerta de un hospital, me desmayo.

  • Esto es una oficina, guapo – le dije -, no un quirófano. No va a pasar nada especial; nada que no pase todos los días entre dos personas, pero siempre con mucho cuidado y con mucha constancia. No hay otra salida.

  • ¿Y no me lo puedes explicar antes? – dijo temeroso - ¿Tenemos que ir al grano?

  • Tú lo has dicho, amigo – le contesté sin mirarlo -, esta «medicina» no tiene más que práctica. Si te arrepientes, lo dejamos. Te repito que no soy yo el interesado, sino tú.

  • Y… - se quedó callado - ¿yo qué tengo hacer?

  • ¿Tú? – me extrañaba la pregunta -; no tienes que hacer nada. Bueno, tienes que ponerte como yo te diga y quedarte muy quietecito. Si aguantas eso, lo demás es pan comido, pero que sepas que tengo que tocártela. No hago arte de magia.

  • Hmmmm… - pensó - ¿Vas a hacerme pajas?

  • ¡Joder, Mariano! – me enfadé -; yo no te he dicho que vengas a diario para tocártela y hacerte pajas. Las pajas te las puedes hacer tú en tu casa ¡Pero tendré que tocártela de cierta manera para que el prepucio se vaya dilatando!

  • ¡Ah! – dijo muy serio -; ya entiendo. Digamos que serían… ¿pajas controladas?

  • ¡No! – le grité -; te he dicho que no serán pajas, pero tendré que tocarte el prepucio ¿no? ¿O quieres también que compre guantes de latex y una bata blanca para hacerlo?

  • ¡No, no! – exclamó -, nada de batas blancas ni guantes de médico ¿Qué quieres? ¿Matarme?

Me eché a reír. Sabía que me iba a costar trabajo hacer aquello, pero empecé a hablarle en serio.

  • Lo siento, Mariano – dije -, lo primero que necesito es que te sientes en este sillón más amplio, pero antes, tendrás que haberte bajado los pantalones y haberte quitado los calzoncillos… ¡digo yo!

  • ¿Y no me los puedo bajar un poquito? – se desanimó - ¿Por qué tengo que quitármelos?

  • Pues es muy fácil – le dije con sorna -; necesito que mantengas las piernas totalmente abiertas todo el tiempo.

  • ¿Abiertas? – se asustó - ¿Y por qué abiertas si lo que vas a arreglar es «otra cosa»?

  • Eres nervioso – le dije – y si te mantienes con las piernas muy abiertas estarás menos pendiente. Puedes echar la cabeza hacia atrás y cerrar los ojos. No te va a pasar nada.

  • ¡Joder! – exclamó - ¡Me voy a sentir como en el potro!

  • En absoluto – continué -, podemos estar la media hora hablando de cualquier otra cosa y tú te relajas. Recuerda que pasará un tiempo hasta que esto acabe, pero no puedo decirte cuánto tiempo hasta que no la vea.

Tragó saliva y miró el reloj. El tiempo pasaba. Se levantó decidido y se vino hacia mi lado.

  • ¡Venga! – dijo -; no quiero pensarlo más, pero ten paciencia, por favor.

  • ¡Que sí…! - insistí -, que ya me lo has dicho y te entiendo. Tengo paciencia, no te preocupes, pero el tiempo se nos va.

Me puse en pie frente a él y se sentó en mi asiento por instinto.

  • ¡Venga! – dijo - ¡Sin pensarlo!

  • Eso me parece mejor – le dije a media voz -, pero si no te pones de pie, me parece que no vas a poder quitarte la ropa.

  • ¡Jo, no! – suspiró -, eso es lo que me da más vergüenza.

Se puso en pie frente a mí y respiraba asustado.

  • ¡Quítamelo tú! – dijo -; yo no puedo.

  • ¡Venga, tío! – me estaba desesperando -, si lo que tienes ahí escondido lo tenemos todos… ¡Ay, qué suplicio!

Le cogí el botón del pantalón para abrirlo y se encogió como si le fuera a rajar el vientre. Le dije que se tranquilizara y pensara en otra cosa y abrí el botón, Cerró los ojos y le bajé la cremallera. Tiré un poco de los pantalones y cayeron al suelo.

  • ¡Vaya! – exclamé -, tenías que haberte quitado los zapatos.

Se quedó inmóvil y me agaché a soltar los cordones y sacarle los zapatos. Volví a levantarme y ya vi que llevaba unos boxers de cuadritos rojos. Le levanté la camisa y se tensó asustado.

  • No tengas miedo, hombre – comenté -, y menos ahora. Piensa en otra cosa. Tengo que quitarte los calzoncillos.

  • ¡No, no! – gritó asustado y tapándose sus partes -; ¡no sabes la vergüenza que me da!

  • Está bien – dije indiferente -, ponte los pantalones que nos van a dar las cinco.

Me retiré de él hacia la salida del despacho y me llamó con los ojos cerrados y casi temblando.

  • ¡No, espera! – jadeaba -; yo me los quito, de verdad; yo me los quito.

Entonces, ante mi asombro, tiró del elástico de sus calzoncillos y los fue bajando poco a poco. Estaba empalmado. Supongo que eso le daba más corte. Los empujó hasta que cayeron al suelo y le dije con tranquilidad que se sentase. Se sentó asustado y volví a agacharme a sacarle los pantalones y los calzoncillos de sus pies. No dijo nada, pero respiraba aceleradamente.

  • ¡Joder! – dijo temblando - ¡Qué vergüenza!

  • Tranquilo, Mariano, tranquilo – intenté calmarlo -, piensa que es el primer día. Es lógico que te asustes o te avergüences, pero no va a pasar nada especial. Voy a hacerte algo que tú solo no podrías porque te da miedo. Te voy a abrir las piernas al máximo tirando de tus pies ¿Vale?

Seguía callado y muy asustado, pero tomé sus pies y abrí sus piernas hasta que se quejó y dijo que ya no podía abrirlas más. Me acerqué a él despacio. ¡Joder! Iba a hacerle un favor higiénico, pero me puse a mil. Tenía la polla medianita, más bien corta – de unos 16 cm. – y de poco grosor. Le avisé de que iba a empezar a tocarle el prepucio y abrió un ojo para ver lo que yo hacía. Tomé el prepucio con cuatro dedos y casi saltó del asiento. Esperé a que se tranquilizara y comencé a tirar hacia abajo muy despacio

  • Avísame cuando te duela – le dije -, pero no te preocupes que yo noto hasta donde baja.

Siguió callado y le dije que abriera los ojos, que necesitaba que me echase saliva en la mano.

  • ¿Qué? – gritó - ¿Saliva? ¿Qué vas a hacer?

  • Mira, tío – me estaba enfadando -, tienes el capullo seco ¿sabes? Si te tiro así no corre y encima te dolerá. Si lo prefieres, echo yo saliva mía.

  • Sí, sí – cerró los ojos -, échala tú. No me importa.

  • Verás… - le expliqué -, es que aunque estás empalmado no has echado líquido ¿Sabes a qué líquido me refiero?

  • Sí.

  • Uso mi saliva – le avisé -; luego te lavas bien si te da asco.

  • ¡No, no! – contestó -, no me da asco de tu saliva.

Aquel comentario me extrañó un poco, pero no tuve más remedio que mojarme los dedos de saliva, untarle el glande y el prepucio e ir tirando con cuidado hacia abajo. Enseguida me di cuenta de que bajaba bastante hasta que comenzó a quejarse.

  • ¡Ya, ya, tío! – exclamó -, me da miedo a que se parta.

  • ¡No se te va a partir, hombre! – le golpeé el muslo -. Ya veo hasta donde baja. Con un poquito de esfuerzo, aguanta un poco. No te va a doler casi nada. Entonces, lo mantendré ahí tenso un buen rato y charlamos de otra cosa. Te tranquilizarás.

  • ¿Estás seguro de que sabes lo vas a hacer?

  • ¡Pues claro! – dije -, todavía puede bajar más, pero vamos a parar aquí. Te baja los dos tercios o más. No me parece una fimosis muy importante.

  • Me duele, tío, me duele – se quejó -; ¡para ya!

  • ¡No, ahora no! – le dije -, aguanta un poco y dime cuántos clientes has quitado esta mañana de encima de la mesa. Mañana deberíamos terminarlos todos. Viene un paquete con más cosas.

Comenzamos a hablar. Mantenía su cabeza echada y con los ojos cerrados. Incluso se estuvo riendo y aproveché para tirarle un poco más; lo que se podía. Cuando me pareció pertinente, le subí el prepucio con cuidado y le acaricié la polla.

  • ¿Ya? – abrió los ojos - ¿Se acabó?

  • Sí, se acabó por hoy – le cerré las piernas - ¿No te habrás muerto, verdad?

Fue fantástico. Se levantó desnudo, se puso su ropa mientras hablábamos y se le veía contento. Yo, evidentemente, subí a casa a hacerme una paja.

7 – La terapia

Trabajamos al día siguiente y no se habló nada del asunto, pero lo notaba yo eufórico; pletórico. A la hora de despedirnos para el almuerzo, me miró con timidez y me dijo: «¿A las 4:30?». Sin ninguna expresión, le dije con toda normalidad que eso era lo acordado si quería curarse.

  • Sí, sí – sonrió -, vengo a la hora convenida.

La paja del medio día no faltó, evidentemente, pero realmente me había tomado aquello como un favor que le hacía. Cuando llegó por la tarde (algo antes de lo acordado), pasó al despacho y no venía nervioso, sino sonriente. Se sentó un poco y hablamos hasta que terminé lo que estaba haciendo. Me levanté y le hice un gesto con la cabeza para que se fuera a mi asiento. Me quedé de piedra. Se quitó los zapatos y los puso a un lado, se quitó los pantalones y se bajó los calzoncillos (aquel día eran verdes). Luego, con los pies, se sacó ambas prendas, se sentó en mi butacón y abrió al máximo las piernas. Me miró fijamente.

  • Pero bueno… - dijo - ¿A qué esperas hoy? Luego dices que se nos va el tiempo.

  • No, no – me acerqué a él y me puse de rodillas -, empezamos ya.

Echó la cabeza hacia atrás y lo noté relajado. Me mojé las manos con saliva y fue entonces cuando cerró los ojos. Tenía delante lo que siempre había deseado ver, pero me prometí a mí mismo que sólo y exclusivamente iba a arreglarle aquel problema. Como ya estaba empalmado (supongo que el hecho de ponerse denudo se la ponía a tono), le avisé y comencé con los dedos, pero la tentación es muy mala y la agarré entera con la derecha. Abrió un ojo y me miró, pero volvió a cerrarlo y comenzó a preguntarme cosas del trabajo. Yo le contestaba mientras bajaba su prepucio hasta donde sabía que estaba el freno. Se quejó y le dije que aguantase un poco, sólo un poco. Me hizo caso y tiré algo más y paré allí, pero no se la solté ni dejé de contemplarla. Así estuvimos, hablando de otras cosas, casi media hora. Escupí con cuidado en su capullo y lo sentí tan cerca que casi me corro sin masturbarme. Lo mojé bien y tiré hacia arriba poniéndome en pie.

  • ¡Ea, enfermo! – le dije -, ya se acabó por hoy.

  • ¿Ya? – preguntó incrédulo -; pues no noto nada y se me hace corto.

  • Mejor para ti ¿no?

  • Sí… - dijo dudando -; ya es hora de trabajar.

  • ¿Te ha dolido? – me extrañó lo que dijo -; cuando te duela bastante me avisas.

  • No, no es eso, Agustín – dijo poniéndose los pantalones. Es que… verás… no lo tomes a mal… es que… me da gusto.

  • Es normal – dije quitándole importancia -, te estoy tocando una parte muy sensible del cuerpo y, cuando esté totalmente descubierta, aún te dará más gusto.

  • ¡Joder! – dijo muy cortado -, si sigue dándome más gusto

  • ¿Qué pasa? – lo eché hacia un lado - ¿También te va a dar vergüenza de correrte si algún día te da mucho gusto?

  • ¿Qué? ¿Qué dices? – gritó -, el día que me dé gusto, antes de correrme, paras.

  • Muy bien – contesté sin mirarlo -; tú decides.

Así estuvimos bastantes días; bastantes. Pero un día le noté a media sesión que se ponía nervioso y le pregunté si le pasaba algo.

  • Verás, Agustín – dijo -; no quiero parar. Falta un cuarto de hora, pero es que… es que… me voy a correr.

  • Bueno – respondí indiferente – yo también me corro a veces y sin tocármela. Avísame para no mancharme, pero lo que eches también sería bueno para lubricar esto y terminaríamos en menos días.

  • ¿Sí?

  • ¡Seguro! – dije -, pero como siempre, tú decides.

  • Me muero de vergüenza, en serio – dijo mirando al techo -; no te puedes hacer una idea de lo que siento.

  • Sí, sí puedo hacérmela.

Noté que aguantaba, pero un día se incorporó bastante y me dijo que si seguía se iba a correr, así que le pregunté que si interrumpía la sesión.

  • No, no – dijo nervioso -, te lo advierto porque puedo mancharte.

  • Cuando te pase eso avísame, por favor, ni quiero mancharme ni quiero desperdiciar ese líquido que nos servirá.

El prepucio seguía bajando, casi inapreciablemente, pero me daba la sensación de que necesitaba más humedad. Muchos días, cuando se quitaba los calzoncillos ya venía mojado. Ese líquido me servía, pero se acababa pronto. Un día, sin decirle nada y mientras hablaba, cometí un error, pero podría ser la mejor solución. Cuando se le secó mientras tiraba, me agaché y me la metí en la boca.

  • ¿Qué haces? – gritó asustado -; lo sabía, lo que querías era aprovecharte de mí.

Me incorporé y lo miré con mala leche.

  • ¡Mira, capullo! – le dije -; para acostarme con un tío no te necesito a ti. Sé dónde encontrar a tíos que están deseando de que se la chupen ¿sabes? Estoy haciendo esto porque tiro más suavemente con los labios y te mantengo el glande constantemente húmedo aunque me duela el cuello. Se acabó la «medicina». Vístete y a trabajar.

  • ¡Espera, espera! – dijo -; es que de esto no entiendo nada.

  • Pues si no entiendes nada – acerqué mi cara a la suya -, cállate y déjame seguir ¿Tú qué te crees que estar media hora en esta postura es muy agradable?

  • ¡Vale, tío, vale! – se echó otra vez -; no me hagas caso. Lo importante es que esta «medicina» funcione. Espero que sí.

  • ¡Mira, guapo! – le dije -; incorpórate un poco y mira tu polla.

  • ¡Ostias! – exclamó visiblemente asustado - ¿Cómo me baja el pellejo ahora hasta ahí?

  • Como te bajará completamente dentro de muy poco – le revolví los cabellos -; esta «medicina» funciona.

  • ¡Joder! – exclamó otra vez - ¡No puedo creerlo! Tenías razón. Haz lo que sea, lo que sea; me da igual, pero sigue.

  • Ahora habrá una diferencia, chaval – le aclaré -, cuando te corras, te vas a correr en mi boca. No vas a mancharme. Si quieres avisar, avisa; si no, no te preocupes, que yo me doy cuenta de cuando te viene.

  • Vale.

A partir de entonces todo era muy mecánico. Llegaba, se desnudaba, se echaba y yo se la mamaba intentando empujar con cuidado. Efectivamente, el prepucio bajaba casi a tope. Me daba miedo de que se le produjese un estrangulamiento y, por otro lado, sabía que se me acababa el rollo. Pero le había prometido una cosa y la cumplí. Un día, el prepucio pasó la barrera y bajó por completo. Se miraba la polla.

  • ¡Agustín! – me besó y me abrazó - ¡No me lo puedo creer!

  • Pues a partir de ahora – le dije -, te lo bajas tú en tu casa. Con cuidado y bien lubricado. Sigue así todo el tiempo que puedas hasta que suba y baje sin problemas. Se acabó la «medicina» ¡Vístete y a trabajar!

Se vistió bastante serio y callado y salió hacia su despachito. Yo limpié bien el asiento, como otros días, y me puse a trabajar. Estaba empezando a venir más trabajo del que podíamos hacer, pero aún no me atrevía a meter a otro auxiliar con el que había contactado.

De pronto, se asomó a mi puerta con timidez y llamó.

  • ¿Puedo entrar?

  • Pasa, Mariano – le dije - ¿Algún problema?

  • Perdona lo que voy a decirte - puso sus manos como en oración -, pero aún no estoy seguro de saber hacérmelo yo ¿No podrías seguir tú un poco más de tiempo?

  • ¡No, no puedo! – le contesté indiferente -, tengo que bajar media hora antes y estar arrodillado frente a ti mamándotela durante media hora. Tengo tortícolis ¿sabes? Y tú ya eres muy mayorcito para aprender a bajarte y a subirte el pellejito.

Se sintió desilusionado y se retiró hasta la hora de irse a casa. Yo, como todo aquel tiempo, me encerraba amargado a hacerme pajas. Llegó el fin de semana y estuve casi todo el tiempo en la cama. Mi madre sabía perfectamente que no estaba enfermo; o que estaba enfermo de otra cosa bastante diferente.

8 – La catarsis

Entró Mariano el lunes por la mañana canturreando y pasó a saludarme. Me pareció que venía muy contento y le pregunté cómo lo había pasado. Me dijo que por fin había podido estar con la tía que a él le gustaba. Me alegré por él, por supuesto. Sabía que nunca iba a ser mío; desde mucho antes.

Un día, más de un mes después, me salí al salón por la mañana a echarle una mano en su trabajo y, como otras veces, hicimos un descanso.

  • Ufff – se recostó en mi hombro -; de esto ya queda poco.

  • Sí – lo tomé por el brazo y lo puse derecho en su silla -; estoy pensando ya en meter a otro auxiliar.

  • ¿De verdad? – exclamó - ¿Tan bien va esto?

  • No podemos quejarnos – dije -, ni tú ni yo. Hay trabajo.

  • Pues yo ando un poco preocupado – dijo -, me parece que aún necesito más «medicina».

  • Quiero, guapo – lo miré con fijeza -, que me seas sincero ¿Qué pasa con esa tía con la que sales?

Agachó la vista y se tapó los ojos. Me pareció que se le saltaban las lágrimas. Sin mirarme dijo a media voz:

  • Le da asco de mamármela.

  • ¡No es la única! – contesté con intención - ¡Hay muchas así!

  • Pues tú me lo hacías naturalmente – siguió -; me daba mucho gusto. Con ella… con ella no sé qué pasa. Le da asco cogérmela, le da asco chupármela.

  • Imagino que no le dará asco de que te la folles ¿no?

  • No – casi no entendía lo que decía -, pero no es como era contigo.

  • ¡Qué lástima, chaval! – le dije - ¡No pensarás que voy a mamarte una polla que ha estado dentro de un coño! ¡Qué asco!

  • Fue con condón – aclaró -, te juro que me puse un condón las dos veces.

  • ¡Sí, claro! – me enfadé -, el condón se usa y se tira cuando se acabó el gusto ¿verdad?

Levantó la cabeza con los ojos llenos de lágrimas.

  • Soy un egoísta – susurró -; ojalá fuera homosexual como tú. Lo que has hecho conmigo y por mí no me lo va a hacer nadie.

  • De eso estoy seguro – dije - ¿Sabes por qué? Porque yo te quiero, te adoro, lo eres todo para mí, pero recuerda el refrán que te dije hace tiempo: «Donde metas la olla, no metas la polla». Estamos trabajando. Esto es una oficina. No me pidas que te deje salir con tías porque son las que te gustan y me pidas luego que te la mame. Me echaste en cara que yo estaba haciendo eso para aprovecharme de ti, pero – le agarré con suavidad la polla - «esta», si entra en un coño, no entra en mi boca.

  • Yo pensé que si eras maric… - dejó de hablar -. Pensé que si eras homosexual ibas a aprovecharte de mí, pero no fue así. Te lo repito, de verdad, ojalá fuese maricón ¡Te quiero!

  • Mal asunto, Mariano – seguí indiferente -, ni tú eres… maricón ni yo me dedico a hacer mamadas, sino a llevar esta oficina. Lo he pasado, lo paso y lo voy a pasar muy mal por enamorarme de ti y, encima, te he dado un puesto de trabajo que no te mereces, te he solucionado tus complejos, puedes presumir de trabajar conmigo ¿Me vas a pedir encima que siga mamándotela? ¿Y luego qué? ¿Tendré que seguir masturbándome y llorando solo como una magdalena porque te tengo a mi lado y no puedo ni rozarte? Ve preparando la cartilla del paro. Tengo a otro auxiliar que, por cierto, no tiene nada que envidiarte en tu trabajo y está casado.

Se abrazó a mí llorando desesperadamente.

  • No me eches, por favor. Déjame venir aunque no me pagues y aunque no me la mames. Déjame seguir a tu lado ¡Por favor, te lo ruego!

  • ¿Cómo? – me quedé extrañadísimo - ¿Qué quieres decir? ¡No te entiendo!

  • ¡Estoy enamorado de ti, gilipollas! – gritó desgañitándose -, pero me da vergüenza de empezar a hacer ciertas cosas ¿No te diste cuenta de que te pregunté lo que hacían dos hombres cuando follan?

  • ¡Baja la voz, por favor! – lo cogí con fuerzas por los brazos - ¡Te está oyendo todo el bloque!

  • ¡Pues que me oigan! – siguió gritando - ¡Te quiero! ¡No puedo estar sin ti! ¡No me abandones!

  • ¡Santo Dios! – murmuré - ¿Qué es esto?

Nos abrazamos llorando y nuestras manos se fueron al miembro del contrario. Estaba llorando como nunca, pero de felicidad.