Amapola 01: florecer
Una fantasía dulce y mimosa.
Jorge había pasado buena parte de su adolescencia y su primera juventud sólo en casa. Mamá trabajaba mucho, y le había responsabilizado de cuidarse cada tarde desde que regresaba del colegio y hasta bien entrada la noche, cuando volvía agotada de la cafetería con fuerzas apenas para arroparle, darle un beso, y caer rendida sobre su cama.
Era un chico solitario. A pesar de ser atractivo, un chico guapo, delgadito, menudo, de cabello oscuro y lacio, grandes ojos negros y boca carnosa y bien dibujada, tenía serias dificultades para relacionarse con los demás. Apenas tenía amigos en el colegio, y no los tuvo en el instituto. Taciturno y reservado, resultaba ciertamente difícil entablar una relación con él aunque se intentara. Antes o después, quien se interesara terminaba por desistir.
Por lo demás, era un chico normal, un chico como otro cualquiera, con las mismas inquietudes, impulsos e inclinaciones que muchos, las mismas urgencias, las mismas dudas y temores,… Un muchacho cualquiera.
Mamá contrato la conexión a Internet cuando cumplió los dieciocho, y Jorge, que de sus inquietudes apenas sabía lo que había podido adivinar siguiendo lo que su propio cuerpo le sugería, no tardó en encontrar los lugares donde su imaginación podía alimentarse de imágenes, y entró en lo que pudiéramos llamar sin temor a equivocarnos un auténtico furor masturbatorio.
Sus notas empeoraron, aunque era un chico listo y nunca llegó a la catástrofe. La mayor parte de lo que le tocaba estudiar había dejado de interesarle. Pasaba la jornada escolar esperando a la tarde, cuando, a solas en su casa, se entregaba en cuerpo y alma a aquel culto al placer que le consumía. Perseguía en la red las imágenes y los vídeos que alimentaban aquella fantasía suya y respondían, con mayor o menor acierto, eso nunca llega a saberse, a las dudas que le asaltaban en aquella edad insegura y frágil.
No tardó en constatar que su pollita era pequeña. Al principio lo achacó a la edad, pero pronto supo que a aquella edad no había razón alguna para ello, como no fuera que era pequeña. No le importó. Le servía para satisfacerse y, aunque admiraba los falos magníficos que veía a diario, comprendía que aquel diminuto apéndice que le cabía en la mano sobradamente era más que capaz de darle todo el placer que necesitaba.
Así transcurrió su primer año con conexión, y cuando apenas había cumplido los diecinueve sucedió uno de los que podríamos decir que fue un momento trascendental en su vida. Fue por casualidad: se despertó en mitad de la noche y, a oscuras, salió de su dormitorio para aliviarse en el cuarto de baño. Mamá acababa de llegar y vio luz a través de la rendija de su puerta entreabierta. Cuando salió del aseo, como seguía encendida, pensó en darle las buenas noches y se acercó a su cuarto sigilosamente con la inocente intención de darle una sorpresa.
Pero fue él el sorprendido cuando, al asomarse, encontró a mamá de pie, frente al espejo de luna de su armario, cubierta tan sólo por unas medias oscuras, color ceniza, un liguero que las mantenía tensas, y un collar grande de gruesas piedras de ámbar. Se miraba, posaba para sí misma, sujetaba sus tetas grandes con las manos y las elevaba, cómo queriéndose convencer de que todavía resultaba atractiva. Gesticulaba coqueta, se ponía morritos, se giraba observándose...
Jorge, que nunca había pensado en mamá como en una mujer, se quedó paralizado. Realmente era magnífica. Su cuerpo, de una belleza rotunda y abundante, ofrecía una carnalidad, un volumen que en absoluto podía compararse con nada que hubiera visto en la pantalla de su ordenador, y la elegancia de sus movimientos, cargados de una sensualidad que parecía ir in crescendo a medida que transcurrían los minutos, le provocaban una erección tan voluminosa como las escasas dimensiones de su pollita permitían, pero de una rigidez pasmosa.
Cuando, finalmente, se echó sobre la cama y comenzó a acariciarse recostada en las almohadas y almohadones, tuvo la sensación de que su corazón no resistiría la insoportable angustia ansiosa que le causaba la imagen de sus dedos hurgando entre los pliegues oscuros de su vulva, en su interior sonrosado, rodeado por aquella densa mata de vello oscuro; del temblor que parecía provocar en su cuerpo entero; del modo en que abría las piernas para alcanzarse, y las cerraba a veces como si no pudiera resistir el estremecimiento; de la manera en que se mordía los labios, como si quisiera acallar un gemido por miedo a despertarle; del gemido incontenible con que finalmente, apretando los muslos con fuerza, atrapando entre ellos su mano, estalló en un temblor intenso y rápido con los ojos en blanco y el rostro desfigurado por el placer.
Se corrió sólo mirándola. Ni siquiera se había tocado. La impresión de encontrarla así le había paralizado y, pese a ello, en el mismo momento en que mamá se corría, notó que las piernas le temblaban, caía al suelo de rodillas, y su polla empezaba a manar su lechecita, que se derramaba mansamente en el pantalón de su pijama. Fue una sensación extraña, como de irse, como de sentir que su cuerpo le arrastraba por iniciativa propia independiente de su voluntad. Notaba latir aquella pequeña pieza de carne dura, y a cada latido seguía una efusión de esperma tibia que parecía llevársele la vida. Apenas respiraba.
Aquel incidente supuso un cambio cualitativo en lo que ya habíamos llamado su “furor masturbatorio”, que devino en frenesí a partir de aquel momento. Comenzó a buscar imágenes de mujeres que pudieran parecérsela y se masturbaba, frenéticamente a veces, pausadamente otras, sintiendo el lento ascender del placer de su fantasía. Se masturbaba compulsivamente, cinco, seis veces al día, abusando del vigor de su juventud. Pasaba la tarde agarrado al pequeño apéndice nervudo y rugoso, y se masturbaba hasta que le dolía. Y cada noche se levantaba a hurtadillas para dirigirse al dormitorio de mamá para escuchar su respiración pausada, para sentirla cerca. En alguna ocasión, llegó a acariciarla, a apoyar más bien su mano en ella con el corazón en un puño, sin atreverse a moverla, apoyándola en su culo, o en sus tetas, según la posición en que durmiera, limitándose a sentir la carne mullida bajo sus dedos, asustado temiendo que el palpitar agitado de su propio corazón, que retumbaba entre sus sienes estrepitosamente, pudiera ser capaz de despertarla.
¿Qué… qué haces…?
Nada, mamá… Tenías una pesadilla…
No me acuerdo… Anda, vete a dormir…
Hasta mañana, mamá.
Hasta mañana, cariño.
Y fue pocos días después cuando se produjo el segundo salto cualitativo en aquella espiral onanista. Había empezado, como cada tarde, a masturbarse sentado en la silla frente a su mesa de estudio mirando en aquella ocasión un vídeo en que un muchacho poco mayor que él era seducido por una mujerona madura de carnes apretadas que bien podría haber sido ella, cuando le vino a la mente una vez más el recuerdo persistente de aquella única ocasión en que la había sorprendido desnuda, y que había terminado como sabemos. En el furor que cada vez le causaba aquella persecución enfermiza del placer inmediato, se le ocurrió la peregrina idea de quererlo revivir y, sin terminar, con aquella pollita suya dura como una piedra y trempando en el aire, se dirigió a su cuarto, abrió la puerta lateral del armario donde, en pequeños cajones, mamá guardaba su ropa interior, y, con mucho cuidado de no revolverlo todo, sintiendo una presión deliciosa en el pecho, se puso a rebuscar hasta encontrar el liguero, las medias, y el collar de gruesas cuentas de ámbar. Encontró, además, unas braguitas culotte preciosas, del mismo color que las medias, y extendió su tesoro sobre la colcha. Casi le parecía estar viéndola.
Hubiera podido conformarse con aquello. Podría haber mirado aquellas prendas y haberse masturbado una vez más imaginándola. Su pollita dura hubiera latido una vez más, habría derramado unos chorritos de leche, y hubiera apaciguado aquella nueva urgencia sin mayores consecuencias, pero no se conformó.
Con manos temblorosas, se colocó el ligero alrededor de su cintura estrecha, sujetó, tras averiguar el funcionamiento del sencillo mecanismo las medias a él, se colocó el collar, y miró con el corazón en un puño su imagen en el espejo.
Y se gustó. Su cuerpo delgado, pálido y lampiño, tenía un aire femenino, una gracia elegante que le pareció atractiva. Imitó los movimientos que recordaba haber visto hacer a mamá, y sintió un delicioso embeleso. Su pollita, pequeñita, pálida, muy dura, con el capullo sonrosado por la congestión, parecía latir al ritmo de su corazón, y subía y bajaba a golpes secos y rápidos dejando caer gotitas de babita transparente que brillaban en el suelo. Sus grandes ojos oscuros, sus labios carnosos, la media melenita negra y lacia que caía hasta sus hombros… Todo lo que veía le parecía la imagen de una muchacha guapa y elegante.
No sucedió de manera repentina. Más bien fue un proceso gradual por el que, en su fantasía recurrente, la imagen de mamá fue siendo sustituida paulatinamente por la propia. Fue robando prendas del tendedor, pues era el modo de que ella creyera que se habían caído, y, cada vez más a menudo, sus tardes de placer fueron centrándose en aquella muchacha en que se transformaba cuando se colocaba la lencería. Se peinaba, se ponía unas braguitas que su diminuta polla apenas levantaba, y se hablaba a sí mismo con la voz aflautada, o respondía a la muchacha con quien fingía jugar, alababa su belleza y la seducía en una ceremonia lenta y pausada que día a día iba elaborando haciéndola más compleja. Se llamaba así misma Amapola, y sus sesiones masturbatorias, con el paso de los días, pasaron de aquel frenesí urgente a largos rituales en que ejercía su propia seducción excitándose poco a poco hasta culminar en orgasmos lentos, extraordinariamente placenteros.
Tanto fue así, que sus gustos iban cambiando al mismo ritmo que su fantasía. Ya no buscaba imágenes de mujeres maduras, si no de chiquillas más o menos de su edad. Las miraba sentado en su silla, con unas braguitas puestas y se acariciaba en largas y pausadas sesiones que culminaban en orgasmos de una calidad incomparable con aquellos que las primeras urgencias se empeñaban en repetir ansiosamente. Conseguía excitarse más al dedicar más tiempo a excitarse. Podía pasar dos horas acariciándose despacio, mirándose, o mirando a muchachas que, inadvertidamente, prefería que se parecieran a él. Casi sin darse cuenta, era él, o ella, según se mire, quien abría la boca para comerse la polla gruesa de un hombre atlético.
Hola, cariño ¿De donde eres?
De Madrid.
¿Te gusta esto?
Sí…
Aquella tarde, Amapola estaba especialmente sensible. Por primera vez había encontrado una página donde se podían ver vídeos de muchachas como ella, y su perspectiva había cambiado de repente. Por primera vez, aquello existía. Había visto ya un vídeo donde un hombre maduro comía la pollita de una de ellas, poco mayor que la suya, hasta hacer que se corriera en su boca entre grititos de placer y gemidos, y comenzaba a ver otra donde la misma muchacha era sodomizada por otro hombre distinto. Su pollita, rígida, goteaba mientras aquella gruesa tranca entraba y salía de su culillo pálido y menudo haciéndola gemir y jadear, cuando la página abrió una ventana de chat.
- ¿Cómo te llamas?
Aquello, por fin, tenía sentido. No necesitaba ser otra persona que quien era para que aquel deseo recién descubierto consiguiera materializarse. Se sintió distinta.
Amapola.
Qué nombre tan bonito, nena.
¿Y tú?
Carlos.
También es muy bonito.
¿Tienes cam?
La ventana de chat se transformó tras la pregunta y, tras unos segundos de carga, apareció la imagen de un hombre maduro, quizás de la edad de su madre, de pecho velludo y cabello oscuro donde se veían platearse las sienes. Sonreía desde el sillón donde se encontraba desnudo. Su polla, gruesa y dura, parecía desafiarle.
Acepta.
¿Qué?
El mensaje, acéptalo.
Una ventanita se había abierto en su pantalla advirtiéndola de que “CarlosCam” quería conectarse a su webcam, y pidiendo su aprobación. Sintió que se le apretaba el pecho.
¿Te da miedo?
Sí… no… no sé…
¿No quieres que te vea, cielo?
Pulsó el botón de aceptar y pudo ver la sonrisa que se dibujaba en los labios de Carlos, que empezó a acariciar lentamente su polla frente a ella.
Eres una nena preciosa. Alejate un poquito.
¿Cómo?
Aléjate un poquito, medio metro. Quiero ver la tuya.
Aquella última frase había sonado ya en el altavoz. Carlos tenía una voz profunda y sugerente. Se sintió muy atraída hacia él. Obedeció y dejó de escribir.
¿Tú también me oyes?
Claro, cielo… Y te veo, eres muy bonita.
¿De verdad te gusto?
¿Tú que crees?
Acercó la cámara a su polla, que ocupó la pantalla completa. Era gruesa, ya se ha dicho, y mostraba un tronco firme, surcado por una vena evidente, y rematado en un frenillo que se tensaba bajo el capullo descubierto. En la puntita brillaba una gota cristalina.
Parece que sí…
¿Y a ti te gusta esto?
Sí…
Comenzaron una conversación que iba subiendo de tono. Carlos susurraba alagos que le hacían sentirse bien. La imagen de su polla le resultaba muy excitante. La suya, pequeñita, se mantenía muy dura, y levantaba las braguitas de mamá. A Carlos parecía excitarle también.
No sé lo que daría por comerme esa pollita de nena, cielo.
¿Te la comerías?
Me la comería hasta que te corrieras en mi boca y me bebería tu lechita.
¡Ufffff…!
¿Estás muy caliente?
Amapola bajó un poco su braguita haciendo que el capullo violáceo apareciera por encima. Una gotita de flujo preseminal corrió al instante hasta humedecer la tela. Deslizó un dedo por el frenillo y no pudo reprimir un gemido.
¿Y qué más me harías?
Eres una zorrita muy pícara.
¿Follarías mi culito?
¿Te gustaría?
Recordaba los vídeos que había visto minutos atrás. Se dio la vuelta y, de rodillas sobre la silla, fue descubriendo poco a poco frente a la cámara sus nalgas pequeñas y pálidas.
Me encantaría, putita.
Pero… ¿Me harías daño?
Quizás si me la comieras bien y la humedecieras con la boquita…
Mmmmmmm…
¿Te apetece?
¿Y te correrías en mi boca?
Me aguantaría.
¿Por qué?
Para llenar tu culito de leche y hacerte chillar.
Amapola se había sentado en la silla. Apoyando los pies en el borde de la mesa, forzó a sus braguitas, a la altura de las rodillas, a dilatarse hasta el límite de su elasticidad. Sabía que le mostraba a la vez su polla y su culito, y se acariciaba ambos lentamente.
¿Cómo lo harías?
Tumbada en la mesa, boca arriba. Lamería tu culito, tus pelotitas, tu pollita, tu culito de nuevo…
¡Uffffff…!
¿Te pone?
Sigue.
Te haría lloriquear de ganas, y te metería la lengua. Gemirías como una zorrita.
¡Ahhhhh….!
Y luego te la metería despacito, muy despacito…
Sí…
Hasta clavártela entera…
Ente… ra…
Y empezaría a follarte acariciando esa pollita de nena.
Jorge… Amapola, mejor Amapola. Amapola gemía acariciándose, casi podía sentir cómo aquella polla gruesa y dura le penetraba y sentía que su mano delgada, de dedos largos y finos, era la de Carlos. Resbalaba sobre ella, que manaba sin cesar una cantidad cada vez más abundante de aquel fluido viscoso y cristalino. Humedeció uno de los dedos de su mano izquierda, humedeció con él su agujerito, y aventuró dentro un par de centímetros.
Me harías daño.
Un poquito, pero te gustaría.
¿Te correrías dentro?
Te follaría hasta que te corrieras en mi mano, y entonces te llenaría de lechita tibia.
¿Lo notaría?
Claro que lo notarías.
Síiiii….
Comenzó a correrse como no se había corrido en su vida. Frente a ella, en la pantalla, Carlos hacía lo propio agarrado a aquella polla oscura y grande. La imagen de la leche saliendo a borbotones al tiempo que la suya salpicaba su pecho liso y blanco y su vientre, le pareció la cosa más excitante que había visto jamás. Aquel hombre se corría para ella, le gustaba, le excitaba, y se corría por ella mientras se sentía derretir y se derramaba frente a él. Sin darse cuenta, había clavado en su culito el dedo entero, y lo sentía moverse dentro sin dolor. Le gustaba, y se corría. Se corría como si no hubiera un mañana.
¡Ufffff…!
¿Te ha gustado?
Sí, pero va a volver mi madre.
¿Nos vemos mañana?
¿A la misma hora?
Vale, pero…
Dime.
Afeitate.
Si no tengo barba.
El pubis… La pollita.
Mmmmm…
Hasta mañana, nena. Un beso.
Un beso.
Aquellos encuentros vespertinos se convirtieron en una costumbre. Cada día, Carlos o ella introducían una novedad, que los convertía en algo más tórrido, más excitante: una tarde, Jorge había encontrado algo que recordaba la forma de una polla, el mango de un cepillo, la empuñadura de un viejo cuchillo de plata… Carlos le explicó cómo lavarse “bien” para evitar espectáculos indeseados; un día, apareció con un amigo, y le mostró cómo comérsela,… Amapola, tal y como le pidiera, se había rasurado los pocos vellos lacios que adornaban su pubis y cada día era más femenina, más nena.
Esperaba aquellos momentos ansiosamente. Cada tarde, se sentía nerviosa como una colegiala. Aprendió a pintarse los labios y los ojos, aunque le costara terminar antes para poder desmaquillarse para que su mamá no le sorprendiera, y gastaba parte de su paga en lencería que guardaba celosamente escondida. Le gustaba seducirle.
Bueno, cariño… Hasta mañana ¿No?
Oye, Carlos…
Dime, cielo.
Mañana es mi cumpleaños.
¿Diecinueve?
Sí.
Estás preciosa para tu edad ;-)
Tonto.
Jajajajajajajajajaja…
¿Te gustaría…?
¿Sí?
Vernos… ¿Te gustaría vernos?
Más que nada en el mundo.
Así que allí estaba, nerviosa perdida, dudando entre atreverse a llamar a la puerta y salir corriendo y no volver a encender la cam en su vida, con la pollita como una piedra, mojando sus mejores braguitas, escondidas bajo el pantalón tejano.
¡Cielo! ¡Estás preciosa!
Gracias.
Mira, este es Andrés, mi pareja. Me ha pedido que le dejara quedarse, pero si tú quieres…
No… No importa…
Aunque hacía más de dos meses que hablaban a diario, se sintió tímida de repente. Carlos era un tipo más grande de lo que había imaginado, casi una cabeza más que ella, y muy fornido, ancho de espaldas y muy fuerte. Andrés tampoco estaba mal, aunque era un poco más delicado, tenía menos aspecto de leñador de película. Amapola se debatía entre la excitación, el miedo y la vergüenza.
Mira, te hemos comprado una tarta, y una botella de cava.
Muchas gracias.
Nunca había bebido alcohol, y aquel par o tres de copitas sentada en el sofá, entre los dos hombres, le ayudaron a desinhibirse. Pronto reían y charlaban amigablemente mientras comían de cuando en cuando un bocado de aquella tarta deliciosa de chocolate amargo.
Tienes una mancha…
¿Una mancha?
Sí… Aquí…
Fue un momento catárquico: Carlos, bromeando, había lamido sus labios con la excusa de quitársela, y ella se sintió perdida, y, abrazándose a su cuello, prolongó el momento en un beso pasional, un poco torpe y desesperado. Notó los dedos de Andrés desabrochando los botones de la camisa estrechita blanca que se había puesto para la ocasión, y pronto sus labios besando los pezoncillos. Gimió.
¿Te gusta?
Sí…
¿Mas despacio?
Calla…
Notaba los dedos, no sabía de quien, desabrochando los botones de su bragueta. Ella misma, desabotonó la de Carlos buscando aquel grueso tronco de carne que tanto había deseado. Cuando lo tuvo en su mano, tembló de miedo y de deseo. Notó que una mano llevaba la suya a la de Andrés, que agarró al momento. Notaba sus dedos acariciando su pollita por encima de las bragas rosas. Tenía los jeans en los tobillos, y movía el culito con una desesperación deliciosa.
- Vamos ¿No la quieres? Tómala.
Notó la presión en la cabeza de aquella manaza, y se dejó llevar hasta su polla. Parecía imposible que aquello pudiera caber en su boca. Sintió una punzada de miedo al imaginarla en su culito. Se moría por sentirla. Se acomodó a cuatro patas en el sofá, abrió los labios, y metió entre ellos el grueso capullo. Notó el fluido sedoso en la boca.
- Así, zorrita, así, cómetela.
Las manos de Andrés, a su espalda, habían bajado sus braguitas hasta los tobillos. Mientras se esforzaba por tragarse cuanta polla era capaz de alojar, se estremeció al sentir la lengua en su culito. Su pollita chorreaba.
- Mójala así, putita, mójala bien…
Comprendió lo que decía y sintió miedo. No le resultaba difícil humedecerla. Trataba inútilmente de tragársela entera y, al llegarle a la garganta, babeaba y tosía algunas veces. La lengua de Andrés entraba en su culito y la volvía loca. Sujetaba sus nalgas con las manos y, a veces, su boca bajaba hasta sus pelotitas, haciéndola gimotear.
¿La quieres?
Sí…
¿Seguro?
Fóllame….
¿Seguro?
Ella misma se subió en él. Dándole la espalda, de rodillas en el sofá, apuntó con la mano la verga a la entrada estrecha de su culito y, apretando los dientes, se dejó caer muy lentamente hasta sentir que el capullo se abría paso. Sintió un dolor intenso que no redujo un ápice su deseo, y siguió descendiendo con cuidado. Carlos mordía su cuello y acariciaba su pecho pálido y liso con aquellas manazas enormes y fuertes.
- Así, putita, con cuidado, con cuidado…
Entonces se dejó caer. Se dejó caer de golpe, sintiendo cómo aquel tronco que la desgarraba la llenaba entera. Se dejó caer hasta que su culito quedó apoyado en el pubis de Carlos, y permaneció allí, inmóvil, no supo cuanto tiempo, hasta que consiguió recuperar el resuello. Le apretaba causándole un calambre intenso que no tardó en sobreponerse al dolor. Era cómo si acariciara su pollita desde dentro. Comenzó a mover el culito despacio, sin hacerla entrar ni salir, tan solo haciéndola moverse dentro adelante y atrás, como si quisiera sentir la presión en todo su interior entero.
Así, cariño, despacio, no tengas prisa.
Así… Así…
Andrés se había situado enfrente de ella, de pie sobre la alfombra, y abrió la boca para tragarse la suya. Aquella sí le cabía en la boca casi entera y, por si no, sujetaba su cabeza con las manos y empujaba haciéndola apretarse en su garganta.
- Trágatela, zorrita, así, así…
Poco a poco, aquello se convertía en algo parecido a una borrachera. Sentía el rabo tremendo de Carlos moviéndose en su culito y sus manos en las caderas ayudándola a moverse, y lo hacía más deprisa cada vez. La de Carlos se clavaba en su garganta. La ahogaba a veces, y babeaba y tosía. Necesitaba sacársela para respirar y, un momento después la buscaba de nuevo. La suya estaba rígida, como de piedra. Cada vez que, tras sacar de su culito dos o tres centímetros, volvía a clavársela entera, notaba un chispazo de placer. Pronto era ella quien subía y bajaba buscando aquella presión que la volvía loca. Sólo quería eso, llenarse de pollas, tragarse una polla, saltar sobre otra. Escuchaba los gemidos de los hombres como gruñidos, les oía resoplar. La llamaban putita y la follaban hablándola con dulzura, y ella se volvía loca culeando y mamando como una posesa, completamente fuera de control.
- Traga… tela… Traga… telaaaaaaaaaaaa…
La notó en su garganta, templada, viscosa, densa. Estallaba en latidos que sentía en el paladar, en la lengua, y llenaba su boca de leche. La tragaba como una loca, sintiendo el sabor del placer de aquel hombre que acariciaba su pelo y trataba de atraerla hacia sí, de volver a clavarse en su garganta, y se debatía apoyando las manos en su pubis, mamándola como si quisiera vaciarlo hasta dejarle sin fuerzas.
- ¡Mmmmmmm…! ¡Mmmmmmmmmmmm…!
Como por sorpresa, sintió manar su propia lechita, que salpicaba a su alrededor con una fuerza insospechada. Se dejó caer, sin fuerzas para sujetarse, clavándose entera en la polla de Carlos, empalándose en ella. Se derramaba sin parar a grandes chorros que se esparcían a su alrededor. Se dejó caer de espaldas sobre su pecho y le sintió abrazarla con fuerza, empujar, y verterse en su interior llenándola de calor y de humedad. Andrés salpicaba todavía en su cara. Era como estar loca.
Permanecieron un rato quietos, como rendidos en el sofá. Amapola, lánguidamente caída sobre el pecho de Carlos, que la besaba con ternura. Fue Andrés quien propuso una ducha.
- Nos hemos puesto perdidos…
En el recinto estrecho del habitáculo de cristal, con el agua tibia resbalando sobre sus pieles, las cuatro manos de los hombres competían por enjabonarla, y ella se dejaba hacer buscando con las suyas aquellas dos vergas que, como la suya, chiquitita, volvían a estar firmes.
Amapola se sentía en un sueño. En la bruma del vapor, como en el interior de una nube, entreveía sus rostros y sentía el deslizarse de sus dedos enjabonados sobre la piel, entre sus nalguitas pequeñas y apretadas, entre sus muslos, tratando inútilmente de agarrar sus pelotitas, que resbalaban como huyendo. De la misma manera, sus pollas gruesas y duras escapaban de sus dedos. Sentía los dientes de Andrés en el cuello y en los hombros, y los labios de Carlos en la boca, y se dejaba querer con los ojos entornados gimoteando como una gatita en celo.
Se dejó aceitar cuando alguien cerró el grifo de la ducha. Las manos engrasadas la recorrían entera. Resbalaba entre sus corpachones duros y fuertes. La polla de Andrés se deslizaba como buscándola a su espalda; la de Carlos parecía jugar con la suya.
Folla… me…
¿La quieres putita?
Metémela…
Pídemelo.
Méteme… tu polla… por favor…
¿Dónde?
En el culito… Clávamela… en el… culito…
La sintió entrar como en un sueño. Carlos, de rodillas, se había metido la suya en la boca, y jugueteaba con ella y su lengua, la succionaba a veces suavecito. Giró la cara y dejó que Andrés besara sus labios sin dejar de bombear. Resbalaba dentro de ella. Acariciaba su pecho liso apretándola contra él mientras la follaba a un ritmo suave y sostenido. Parecía presionar en su interior causándole un destello de placer que la caricia oral en su pollita intensificaba hasta conducirla al cielo.
Así… así…
¿Te gusta, mariconcita?
No pa… res…
Carlos había retirado la pielecita que solía cubrir su capullo y jugaba a hacerlo deslizarse entre sus labios. Lo succionaba un poquito mientras lo acariciaba con la lengua, succionaba un poco, y hacía temblar sus piernas. Casi lloriqueaba, y sus quejidos excitaban a Andrés que aceleraba el ritmo al que la penetraba. Poco a poco, se fue convirtiendo en un traqueteo. Notaba el golpe de sus pubis en el culito al tiempo que la presión dentro, y se sentía empujada hacia Carlos, que albergaba entonces toda su pollita en la boca, y aquel calor la dominaba. Apenas se mantenía en pie por que la sujetaban.
- ¡Me… me…! ¡Ahhhhhhh…! ¡Ahhhhhhhhhhh…!
Se le aflojaron las piernas y se dejó caer corriéndose en el aire. Como en sueños, notó la lechita de Andrés salpicándole en la cara. Se corría entre gemidos mimosos, temblorosa, agarrada a aquella polla palpitante. Se dejaba manejar sin discernir lo que ocurría, envuelta en aquella nube blanca de vapor y de placer. Se notó agarrar y mover y sintió de nuevo aquella polla grande y dura penetrándola. Carlos, Sentado en el suelo, la sujetaba arrodillada, y se clavaba en su culito haciéndola chillar. Andrés se la metió en la boca. Era interminable.
De repente, todo era rápido, intenso. Medio inconsciente, sentía su cuerpo sacudido por los rápidos movimientos con que la follaba. Casi se ahogaba con aquel rabo en su garganta que, más que dejarse chupar, la follaba también. Se ahogaba, babeaba y lloriqueaba temblando, sin consciencia casi, como en un sueño de placer trepidante. Gimoteaba entre jadeos intensos, recuperando el aliento, cuando por un momento aquello salía se su garganta, y volvía a tomarla abriendo la boca con ansia al verla frente a ella. A veces, sujetaba su cabeza con las manos y empujaba hasta que notaba en la nariz su vello espeso y duro, y notaba la sangre agolpándose en su cara.
- ¡¡¡Gnnnnnnnnnn…!!! ¡¡¡Ahhhhhhhhhh…!!!
Comenzó a correrse en el preciso momento en que sintió la efusión de esperma en su garganta. Carlos follaba su culito con una intensidad brutal, y la sensación sedosa de la lechita templada en la boca bastó para hacer que estallara. Notaba las lágrimas corriendo por sus pómulos y el calor de aquella verga gruesa y dura que estallaba en su interior llenándola de calor. Sintió palpitar su pollita, y comenzó a manar un flujo incesante de esperma que, mansamente, resbalaba por entre sus muslos. Ella misma se asfixiaba queriéndose beber hasta la última gota de aquel néctar que Andrés vertía en su boca. Lloriqueaba de placer.
Aquella noche, mientras se apresuraba camino de casa para anticiparse a Mamá, le parecía flotar. Notaba un cierto dolor en el culito que no impedía que recordara la noche en que empezó todo. Su pollita, al rememorar su imagen frente al espejo y el ondular tembloroso de sus pechos carnales y blancos, recobraba su vigor.
Pensó en acariciarse imaginándola y aligeró el paso sin apreciar contradicción alguna. Supo que se dormiría al terminar y lamentó no ir a poder colarse en su cuarto a hurtadillas para tocárselas.
Se sentía ligera y feliz.