Amantes para Leopold (I-05): El Despertar (05/08)

En el refugio, Leopold examina el bonito y frágil cuerpo de Gary, descubriendo con rabia y tristeza la brutalidad con que se lo han marcado los golpes de Homer...unas escenas cargadas de erotismo y sin embargo no desprovistas de profundos sentimientos...

Amantes para Leopold (005)

El Despertar (05 de 08)

Leopold llegó al refugio un poco antes del oscurecer.  Llevaba en una de sus manos una bolsa con un buen pollo asado, gordo y sabroso, además de una botella gigante de soda.  En la otra portaba una bolsa con la camiseta y las bermudas para Gary.  Se inclinó un poco para introducirse por el agujero que le daba acceso al edificio, caminó por el húmedo y oscuro pasillo hasta encontrar las escaleras y subió saltando de a dos escalones, para finalmente asomarse en aquel salón que había ojeado en la mañana.

Y no podía creerse lo que observaba.  La mugre había desaparecido.  Del polvo ni rastro.  Las telarañas…sólo unas pocas en el techo, sobre los rincones.  Y los muebles rotos tampoco estaban.  Sólo quedaba allí un enorme sillón algo desvencijado pero ahora muy limpio, que en sus buenas épocas debió ser el de un gerente.  Y había también un escritorio pequeño, con la pintura algo desconchada pero de aspecto sólido.

Por ahí estaba Gary en cuatro patas, con su camisetita desteñida y agujereada, con sus pantaloncitos que le quedaban ya demasiado cortos, con sus zapatillas que lucían sendos rotos.  Andaba con su cuerpo delgadito moviéndosele con agilidad, con su melenita castaña algo alborotada, con su culito respingón abultando la raída tela de sus pantaloncitos, con sus manos finitas apretando un trapo de color indefinible.

Iba por un rincón, friegue que friegue el piso, como si tuviera la esperanza de sacarle algún brillo a aquel parquet arruinado ya desde hacía tantos años.  Y con el empeño que ponía en fregar y limpiar y pulir, ni se había dado cuenta de que Leopold lo observaba con cierto asombro.  De pie, con la estampa de un Dios tutelar, imponente su figura adolescente, contemplaba con admiración el aspecto del salón, sin evitar preguntarse cómo era que aquel muchacho que parecía tan frágil había sido capaz de dejarlo en tan buenas condiciones él solo y en un solo día de trabajo.

—   ¡Venga! – dijo Leopold – ¡Que he traído un pollo para comer!

Gary casi dio un salto sobre sus cuatro patas y soltó un gritito agudo.  Leopold sonrió comparándolo en su imaginación con un gato asustado.  Pero en vez de entretenerse fue a poner las bolsas que llevaba sobre el pequeño escritorio.

—   ¡Has vuelto, Leopold! – gritó Gary con alegría, como si no esperara volver a verlo más.

Y corrió meloso a colgársele del brazo, dando saltitos y soltando una risilla cantarina y emocionada.  Leopold no le hizo caso.  Se sacudió un poco para apartarlo y extendió la comida sobre el escritorio.

—   ¡Venga!  ¡A comer! – le ordenó.

Gary tomó un trocito pequeño de pollo y se lo llevó a los labios mientras le dedicaba a Leopold una mirada lánguida, como si en esa forma de mirarlo conjugara perfectamente un sentimiento de adoración con otro de temor. “Vendrá cansado…” , pensó Gary, “…seguro que por eso está cabreado…”

Pero al contrario de lo que creía Gary, lejos de estar cabreado, Leopold sólo podía pensar en ese momento en darle dentelladas al gordo pedazo de pollo que tenía entre sus manos.  Con todo el ajetreo de aquel día y a esa hora sólo había comido las manzanas que Kebu le compartió.

Mientras masticaba un buen bocado, Leopold observó al castaño con algo de curiosidad y se lo encontró pasándose por los labios el trocito de pollo que había cogido desde el principio.

—   ¡Come con ganas! – le dijo – ¡Mira que estarás hambriento con todo el trabajo que habrás tenido para dejar todo tan limpio y bonito!

Gary sonrió feliz.  Sus labios rojísimos, abrillantados por la grasa del trocito de pollo, se abrieron para exhibir sus dientes pequeñitos y parejos y todo él se estremeció de gusto por el halago de Leopold.

—   ¿Te ha gustado cómo quedó? – le preguntó sin dejar de sonreírle.

Leopold no le respondió.  Agarró otro buen trozo de pollo y se dedicó a comérselo ahora con un poco menos de apuro.  Gary se aplicó por fin él también a ir saboreando algunos trocitos, degustándolos y disfrutando íntimamente de aquella felicidad tan profunda que sólo encontraba cuando algunas veces Leopold lo obsequiaba con unas palabras de aprobación.

Siguieron comiendo en silencio.  Leopold dando buena cuenta de los gordos pedazos que trinchaba con sus dedos.  Gary saboreando los pequeños trocitos que primero repasaba por sus labios para luego ir a masticarlos despacio.  Hasta que ya no quedó más que un montoncito de huesos algo roídos y la mitad de la soda entre la enorme botella medio vacía.

—   ¡Desásete de las sobras y vienes que te traje algo! – le ordenó Leopold.

Y Gary volvió a saltar, aplaudir y reír emocionado.  A él nunca nadie le había traído un obsequio.  Y la curiosidad lo embargaba y la ilusión le llenaba los ojazos garzos con un brillo que muy bien hubiera podido diluir la penumbra que se abatía ya sobre el refugio.

—   ¡Apúrate! – ordenó Leopold hartándose por tanto aspaviento.

El castaño se tensó un poco y con toda premura fue a recoger los huesos en la misma bolsa en la que había venido el pollo.  Hizo un lío con ello y fue a poner el paquetito en el pasillo, afuera del salón.  Al rato iría a buscar dónde botarlo.

Leopold había ido a sentarse sobre el enorme y desvencijado sillón.  Entre sus manos mantenía la bolsita con las prendas nuevas para el castaño.  La comodidad del mueble le agradaba.  No obstante observaba con impaciencia los movimientos de Gary y cuando lo vio entrar de nuevo en el salón luego de abandonar el paquetito de sobras en el pasillo, le ordenó con sequedad:

—   ¡Ven acá y sácate la ropa!

El chico se llenó de aprensión.  Hubiera dado lo que fuera por tener el valor de negarse.  Y sin embargo caminó despacio, empezando a temblar y fue a ponerse de pie frente a Leopold que lo observaba desde el sillón.  Y con torpeza, con ansiedad y mucha vergüenza, empezó a sacarse la camisetita raída y luego se zafó las viejas zapatillas con los pies y empezó desabrocharse el pantaloncito.

Hasta que se quedó únicamente con su calzoncillo.  Encogido cuanto podía, sin atreverse a levantar la cabeza para no cruzarse con la mirada de los ojos negrísimos de Leopold.  Apañándoselas para cubrir con sus manos cuanto podía de su tembloroso cuerpo.

Acomodado en su sillón como en un trono, observándolo sin pestañar, Leopold empezó a tener conciencia de que el cuerpo desnudo del castaño le causaba una especie de nervioso apremio, una ansiedad que la sentía sobre todo en el vientre y se le concentraba en la entrepierna como una molestia que no era molestia, sino más bien como un abultamiento que antes no había notado con tanta claridad.

Estaba a punto de entregarle la bolsita con la camiseta y las bermudas para que se vistiera de una vez y así lograr él mismo superar aquel estado de ansiedad.  Pero entonces divisó en uno de los costados de Gary una mancha oscura, y sería por curiosidad, o por franco interés o, tal vez sería simplemente un pretexto, pero se levantó de su sillón y se le acercó al castañito que al verlo aproximársele se encogió un poco más y soltó un gemidito.

—   ¡Deja ver! – le ordenó.

Y Gary no tuvo más remedio que exponerse con docilidad al minucioso examen que empezó Leopold sobre su aterido y avergonzado cuerpo.

Se vio obligado a levantar sus brazos, teniendo que desamparar de la protección de sus manos el bultito incipiente de su bajo vientre.  Y temblando y sollozando ya sin poder contenerse, aguantó con la cabeza gacha y los ojos llenándosele de lágrimas urgentes cuando Leopold empezó a tocarlo por las zonas en las que el cinto furioso de Homer le había marcado de verdugones la noche anterior.

Poniendo sus dedos curiosos y recios en aquellas zonas oscuras de la piel de Gary, a Leopold se le crisparon los puños.  Y cuando sus sobijos y sus toqueteos le arrancaron un gemido de dolor al castañito, sintió el deseo de ir a poner sus manazas como tenazas sobre el cuello de aquella bestia ebria que nunca había tenido el menor reparo en apalear con tanta brutalidad a ese chiquillo tan frágil que él estaba examinando tan detalladamente.  Entonces quiso seguir llenándose de motivos para ir en busca de Homer a cobrarle su brutalidad.

—   ¡Sácate el calzoncillo! – le ordenó con la misma hosquedad con que le hubiera hablado al ebrio.

Y Gary le obedeció.  Con la misma docilidad de siempre.  Pero llenándose mucho más de vergüenza, arreciándole el temblor de su delgado cuerpo, dejando desgranársele las lágrimas por sus encarnadas mejillas.  Y Leopold adelantó sus manazas, más grandes y más fuertes que las de cualquier hombre adulto.  Y las posó sobre la piel temblorosa del castaño, rozándolo apenas, como si temiera causarle daño si lo tocara.

Empezó a explorarlo de nuevo desde atrás, haciéndolo de manera más celosa.  Le ordenó abrir el compás y fue acariciándole los muslos desde abajo, subiendo poco a poco por las piernas largas, torneadas y lampiñas.  Hasta que sus dedos recios llegaron a la unión de aquellas dos estilizadas columnas, insinuando el canal que formaban las dos redondeces respingonas y voluptuosas, un poco más blancas y más suaves que el resto de la piel de Gary.

Con sus dos manazas rozándole la piel, tratando de abarcar las eróticas redondeces, con la punta de los largos dedos insinuando entrar en la raja profunda y virginal, Leopold sintió un apremio que se le convirtió en un volumen desmesurado sobre su bajo vientre.  E incapaz de explicarse la reacción de su propio cuerpo y menos de controlarla, decidió apartarse por un instante.

Dio un paso para situarse de frente a Gary y lo observó con detenimiento.  Se sintió impresionado por la tersura de su piel, que no obstante los verdugones, se veía blanca y lozana, como con un brillo nacarado, que lo indujo de nuevo a posar sus manazas sobre él.  Y volvió a acariciarlo, rozándolo apenas, recorriéndolo desde el cuello, bajando por sus brazos delgados, yendo por el apretado torso en el que se insinuaban tímidos los pectorales coronados por las minúsculas tetillas que lo marcaban como islitas violáceas sobre el blanco mar del resto de la piel del castaño.

Le rodeó la cintura prieta y curvada con sus largos dedos, como midiéndole el talle y volvió a contemplarle los pezoncitos minúsculos, fijándose enseguida en esos labios tan rojos como las granadas y brillantes como una insinuante invitación.  Y no se resistió a esa invitación e inclinándose un poquitín, le repasó esos labios como las granadas con su propia lengua, lamiéndoselos con la misma suavidad con que seguía abrazándole el talle con sus manazas.

Y desde allí fue a posar su lengua sobre un minúsculo pezoncito, lamiéndoselo con apremio, llenándose de fascinación con su mezquina turgencia.  Y Gary ya no resistió.  Y se puso a suspirar y a estremecerse y a gemir, aunque ya hacía un rato largo que había dejado de sollozar y estaba tan entregado a las caricias que le prodigaba Leopold, que hubiera jurado que estaba soñando y no quería que por nada del mundo terminara ese sueño maravilloso en el que aquel guerrero imbatible y hermoso lo estaba devorando con la suave rusticidad de sus manazas y la urgencia apremiante y húmeda de su lengua y la ternura cálida de sus labios.

Pero entonces Leopold dejó de devorarlo y se volvió a verlo y se lo encontró con su cabeza echada hacia atrás, con su melenita castaña cayéndole sobre el cuello, con sus ojos cerrados y con unas pocas lágrimas secándosele sobre las pestañas.  Y se asombró de que alguien pudiera siquiera pensar en hacerle daño a ese ser tan hermoso y frágil, tan sensual y desvalido.  Y le besó en los párpados, enjugándole esas pocas lágrimas con sus labios.  Y fue ahora él, el hermoso guerrero, el que no pudo reprimir un sollozo y abrazó a Gary, apretándolo contra su pecho fuerte, como metiéndoselo dentro del corazón.

Se desnudó también él con premura y lo cargó entre sus brazos, y se sentó en su sillón desvencijado y sin embargo como un trono, y acunó al castañito, apretándolo contra su pecho, cobijándolo con sus manazas, besándole los párpados.  Hasta que los dos se quedaron dormidos suspirando.  Y en el refugio se hubiera podido ver una réplica homoerótica y al mismo tiempo candorosa e inocente de “La Piedad” de Miguel Ángel.

Sobre el suelo había quedado la bolsita con las prendas para Gary y en el pasillo yacía abandonado el atadito con las sobras de la cena.