Amante amor (Continuación de Amanda)
Final de la narración "Amanda" donde se sabe algo más acerca de su amante y en el que la magia también es protagonista.
Amante amor (Continuación de "Amanda")
Lo habían creado en Angola como corolario de un estupro. Un soldado cubano había tomado a su madre y le había engendrado bajo un mosquitero en una noche de humedad y son por radio a transistores. Poco tiempo después, la mujer encinta había dejado su casa y su gente; con sus pocos ahorros había hecho lo indecible por escapar de la guerra; ningún medio fue dejado sin usar por la pobre mujer que llegó exhausta en una frágil barcaza a las costas portuguesas.
De allí, mendigando y prostituyéndose, siempre al frescor de la noche, pasó a España con su crío en el vientre en busca de una vida mejor. Recogida por unas buenas gentes dio a luz un mulatito a quien puso por nombre José Carlos, pero todo el mundo llamó Zeca pues era así que ella le decía al oído mientras le amamantaba en su pobreza.
La madre murió tres años después, entregando su vástago a otros africanos que como ella se refugiaban en ese pueblo, llenos de miedo y de esperanzas. Uno de ellos, que fuera sacerdote de las divinidades agrarias en su patria lo tomó bajo su cuidado no sin antes lanzar el oráculo para el mulatito asustado. Vio que había sido escogido para dignidades muy altas en el servicio de sus deidades, y con amor de padre lo fue formando hasta hacer de él un muchacho serio y trabajador, respetuoso de sus tradiciones así como un buen vecino en su patria de adopción.
Cuando Zeca contaba no mucho más de siete años, le enseñó los toques de tambor con que se llama a los antiguos dioses, esos sonidos que hablan y los convocan trayéndolos al cuerpo de sus caballos- divinos y exigentes jinetes- desde la profundidad de los bosques y de los ríos, desde los árboles y los matorrales de las sabanas.
Los dioses de esa gente son espíritus poderosos que en nada se diferencian de la especie humana: son volubles y caprichosos, se alimentan, danzan, cantan y aman. Pronto captó Zeca los secretos de esa religión arcaica tan mezclada con la vida y con la magia. Como era aplicado y apacible cursó su escuela sin contratiempos, granjeándose el cariño de condiscípulos y docentes, y fue creciendo en estatura y conocimientos que en la casa el viejo hechicero completaba.
Don Remigio, que tenía un taller mecánico en las cercanías y ante cada situación imprevista consultaba al viejo, le tomó afecto y ofreció enseñarle su oficio. El padre de crianza y Zeca, encantados. De modo que alternaba sus funciones religiosas con una vida normal y ciudadana no demasiado diferente a la de los otros chavales de su edad.
Y un día impensado, haciendo gala de su arte en convocar con su música las divinidades ancestrales conoció a Angélica. El mismo día de conocerla sintió que comenzaba una etapa importante de su vida. No importaban los siete u ocho años que ella le llevaba, la mujer era un presente con el que Panvu Njila, señora de la tierra, le premiaba.
Con su anuencia esa misma madrugada la tomó en sus brazos y la llevó de nuevo a la vida, montándola con cuidado y largueza, hincando su falo en esa carne señalada por la diosa, recibiendo de ella ese amor total que su vida miserable precisaba.
Unos días después, con la aprobación del tata nkisi y del oráculo, a casa de su mujer se mudaba con una maleta vieja y gastada y la cabeza llena de proyectos acerca de cómo hacerla feliz. En el armario ordenado y pulcro de Angélica, allí donde había huecos, colgó sus camisas baratas de colores y diseños rechinantes y sus dos pantalones de mezclilla basta. Sólo tenía eso, todo lo demás, era ropa heredada.
Angélica lo recibió sin preguntas. El pasado no importaba.
A la hora de la cena sirvió un arroz con vegetales, unos escalopes y una crema de patatas. De postre, los dos cuerpos nuevamente se exploraban.
La cama austera de la mujer los recibió con júbilo, extrañada. Tanto tiempo hacía que allí no se hacía nada...
Zeca miraba a Angélica con adoración aunque la verga se le empinara; ella lo observaba atentamente con un algo de desconfianza aunque su entrepierna sufría hambre y rezumaba. Se entregaron mansamente, del mismo modo como la lluvia cae sobre la tierra y va profunda, buscando el verde en la semilla dormida y enterrada. Se abrazaban mutuamente sobrándoles las palabras y se abrían una al otro sobre las sábanas muy blancas. Se contenían, se lanzaban, se replegaban y se proyectaban en un juego de goce elemental y eterno. Sus bocas se mezclaban con los jugos y los jugos fluían en una magia inesperada.
Amanda supo que su vida recién comenzaba. Zeca, que su vida ahora era Amanda.
Los compañeros del taller con don Remigio a la cabeza les regalaron un edredón multicolor, entre risitas y chanzas.
Doña Rosa y su marido un tiesto de cerámica de Talavera con una planta. Ni qué decir la cara de la madre y las tías de Angélica cuando de una supieron que no sólo había sido abandonada sino que en menos de quince días ya estaba amancebada. ¡Y con un negro! Porque de mulato a negro válgame Dios la diferencia... Sólo la suegra, que era una mujer verdaderamente cristiana, tapó a todos la boca opinando que bien estaba ante la insidiosa y malévola insinuación de las envidiosas cuñadas.
Amanda estaba dispuesta a seguir adelante con su vida, con su nueva fe recién descubierta y por supuesto, con su mulato de suculenta hogaza. Comparado con Roberto, Zeca era un garañón tanto en tamaño como en el manejo de su instrumento. Amanda para sus adentros se asombraba de no haber probado antes las delicias de otra pilila que la conyugal, tontita y rápida. Zeca, orgulloso, día y noche la blandía fiero para satisfacer el hambre atrasada sin dejar agujero libre ni materia inútil a la imaginación. Pero lo hacía con naturalidad, sin morbo alguno, en el ritmo mismo de la vida acostumbrado como estaba a la simplicidad. Su mente no era una mente cultivada; era un hombre que al vino, vino; y al pan, pan llamaba. Sabía que desde que el mundo es mundo las cosas se sucedían una a la otra sin que nadie ni nada pudiese desviarlas. "Y el cuerpo- decía muy serio a Amanda- es tan importante como el alma." Lo había aprendido desde temprano on esa educación tan modesta y a un tiempo avisada que le impartiera el tata. "Todo lo que el cuerpo pide es porque lo desea el alma, nunca te niegues a nada para no ser prisionero de la acción negada" Las palabras del viejo, antiguas y sabias, le eran comunicadas a Amanda que poco a poco iba perdiendo sus antiguas concepciones siempre impregnadas de miedo al pecado, a la caída, lisa y llana.
Cada vez que la llave de la puerta giraba su piel se erizaba como aterida y sus pezones se empinaban de deseo; hasta era capaz de discernir en el pasillo el ruido de las pisadas de su hombre, distinguiéndolas de los demás habitantes del edificio. Al mismo tiempo él, cuando ella salía por la compra y la esperaba sorbiendo su café, la presentía tras los muros, la olía con su mente, y sólo deseaba verla trasponer la puerta para correr a su encuentro y besarla largamente mientras la frotaba contra su bulto hinchado siempre dispuesto a traspasarla.
-Es un amor elemental- pensaba Amanda. -¡Pero qué amor!- él agregaba como leyéndole lo que su mente no expresaba.
Y continuaban sus caricias hasta que el reloj las detenía porque había que cumplir otras tareas más prosaicas.
Zeca regresó un día al departamento con un poco de fiebre, a la que no daba importancia. Dos aspirinas, y a la cama: es gripe, dijo a su compañera amada. Pasaron dos días y la temperatura aún sin aumentar, no bajaba. Fue la propia Amanda quien sugirió consultar al viejo tata. Sin ser médico graduado, el hechicero entendía claramente la poca diferencia que separa la medicina de la magia.
En el auto de don Carlos los cuatro se dirigieron a las afueras buscando la última palabra, la del viejo sacerdote que un día sin querer los presentara.
-Hmmm...-dijo muy serio mientras estudiaba el complicado e ininteligible diseño que los caracoles habían formado dentro del círculo multicolor de cuentas y semillas varias- hay que hacer una limpieza urgente, una mala voluntad quiere destruir vuestra tan compenetrada.
-Lo que sea, tata, lo que sea- dijo apenas con un hilillo de voz Amanda- diga qué se necesita y ya, estoy dispuesta.
Sonrió el anciano, enseñando la blancura de sus dientes que se destacaban por la piel tan oscura y arrugada.
-¡Cuánto le amas, mi niña! ¡Y cómo te corresponde él, hasta con su alma!- respondió rozando apenas con la mano la cabeza de sus dos hijos del corazón.
Dio unas órdenes precisas a los ayudantes, que se pusieron en campaña de inmediato; separó unas hierbas entre las que secaban colgadas; les pidió ánimo, porque la hora no era llegada.
-Voy a cumplir la voluntad de Kizomba Kaviungo, hijitos- dijo con su consabida calma- he de dar a cambio de su vida otra para que el camino se abra y Zeca pueda cumplir su destino.
-Lo que sea, tata- rogó Amanda con la voz estrangulada.
El hechicero comenzó sus rezos en lengua kinvundu mientras pasaba hojas por el cuerpo ardiendo de Zeca, golpeando levemente con ellas su frente. Las letanías iban creciendo en intensidad y el cuerpo de Zeca temblaba como presa de un ataque, los ayudantes respondían en sordina, doña Rosa mascullaba plegarias, Amanda pedía a todos los santos del cielo y a todas las divinidades de la tierra que no se llevaran a su hombre todavía.
De pronto, Zeca dio un giro sobre si mismo y un salto y se desplomó desmayado. El tata cayó a su lado, como fulminado: había cambiado su vida por la de su ahijado y el antiguo dios de la fiebre se lo había aceptado. José Carlos fue atendido por Amanda entre besos y llantos mientras los otros sostenían el cuerpo sin vida del generoso africano.
Cuando Amanda sintió que dentro de su vientre la vida comenzaba a dar signos de continuidad, no fue preciso que Zeca dijera nada.
Ya había tomado la decisión de dar como nombre a su hijo el del anciano tata nkisi en su versión cristiana: el niño se llamaría Salvador, para recordar para siempre la benéfica hazaña.